miércoles, 25 de mayo de 2011

Nadie, nadie escapaba

Francisco García González

Bien informado andaba el ángel, Luis Troncoso era el jefe de la planta eléctrica del penal. Lorenzo Peña trabajaba en uno de los talleres de mecánica que se encontraba junto a esta instalación y conocía de vista a Troncoso. El plan era el siguiente: en su primera fase el gordo Peña trataría de acercárse­le y lo pondría al tanto de la existencia de Zaldívar. Si la pista del ángel era buena, el jefe de la planta querría conocerlo y propiciaría una entrevista en la que cada uno mostraría sus cartas. La segunda estaba en dependencia del encuentro y seguro quedaba de pare de la iniciativa de Troncoso. La prohibición casi absoluta que tenían los presos para relacionarse con el personal civil, además de las restricciones de movimiento hacían sumamente difícil la ejecución de todo el plan. Pero la moraleja de relacionarse con los ángeles era la siguiente: si un ángel repara en ti es porque estás bien recomendado.

La oportunidad de que Lorenzo Peña hablara con Troncoso vino de la mano del mismo jefe de la planta. Troncoso necesitaba de un mecánico para dar mantenimiento a uno de los motores de generación de corriente y el suyo estaba enfermo. El responsable del taller transfirió al Gordo por dos días y, sin esperarlo siquiera, Troncoso y Lorenzo Peña se encontraron uno frente al otro. Los guardias seguían, aburridos, el diálogo entre los dos hombres. El jefe de la planta hablaba de ejes, pasadores, cigüeñales, pistones y películas de grasa, pero sus ojos brillaban ajenos a su charla como la imagen misma de la confianza absoluta. En una de las preguntas que el Gordo le hace, el reclu­so introduce una referencia a Dios. La mirada de Troncoso fulgura… los guar­dias no se dan cuenta. Continúa la ex­plicación y la religión se desliza entre piezas de repuesto y demás accesorios. El Gordo cita a hurtadillas un pequeño fragmento de los evangelios (Lucas ii, 3, 15) y el jefe no puede reprimirse y le pregunta al Gordo a qué iglesia pertenece.
—Pertenezco a la Iglesia del Hom­bre en Cristo —dijo el Gordo con voz de conspirador y esgrimiendo un filtro de combustible.
—Entonces, usted conoce al pastor Zaldívar —preguntó el de la planta sin apenas reprimirse la emoción y ob­servando de cerca el filtro.
Le dio varias vueltas al artilugio que se notaba atascado de muerte y luego dijo con cara de entendido:
—Sabíamos que a Nueva Gerona no iba a venir por eso estuve detrás de Zaldívar una semana por todo el país y, cada vez que llegaba a un pueblo, el pastor ya había pasado. Me llevaba un día de ventaja…
Troncoso soltó el filtro y echó ma­no a una minúscula e inservible bujía.
—Oí decir que levantaba inválidos y devolvía los ojos…
—Así mismo —afirmó el Gordo to­mando la bujía entre sus manos. Una mierda de bujía.
—Después me enteré de que la Seguridad del Estado le había echado el guante y regresé a isla de Pinos —susurró Troncoso desenroscando la ta­pa del tanque del combustible. Por suerte el motor Ford todavía funcionaba.
—Estos motores rusos son una mierda —se quejó el Gordo.
—Sí, señor. Motores los que entraban antes. Ahí sí había motor para rato —secundó Troncoso.
—¿Qué sucede con los motores soviéticos, compañeros? —terció el guar­dia que más cerca estaba.
—Qué clase de rendimiento —se defendió el Gordo—. Y casi no consu­men combustible.
—Ah, bueno, yo pensaba —dijo el guardia y fue a pararse al lado del otro, sin dejar de vigilar al mecánico y al jefe de la planta.
Troncoso terminó de explicarle al Gordo en qué consistían las fallas.
—Usted no lo sabe… pero… —dijo el Gordo y dejó la frase en suspenso.
Troncoso anotó algo en una tarjeta y después encaró al mecánico. No hacía falta que preguntara nada, se moría por saber qué iba a decir el Gordo.
—Zaldívar está preso aquí —dijo y le echó una ojeada de cerca a una bomba de combustible. ¿Cómo aquella basura de motor podía trabajar? Era como si cada pieza estuviera construida para ejecutar lo contrario de su función original.
Los ojos de Troncoso fueron una llamada de alegría. No hacía falta que hablaran pero el jefe de la planta y su mecánico ocasional ardían en deseos de echarse al suelo y pasarse la mañana en oración.

Luis Troncoso pertenecía desde antes de la Revolución a la Iglesia Pen­tecostal de Occidente. Luego de las tribulaciones del Gobierno con los religiosos, no visitaba los cultos ni las casas de oración. Sus trances místicos, en los que solía hablar durante horas y horas en lengua (es decir, que de venir un ángel hubieran podido conversar largo y tendido de esto y aquello, en caso de que el aparecido tuviera dificultades con el castellano, porque de todo hay en la viña del Señor), aún eran recordados entre los fieles. En cuanto a su oficio de electricista, lo desempeñaba desde poco después que Batista inaugurara la planta eléctrica del reclusorio. Cuando el cambio de gobierno, las autoridades revolucionarias no encontraron en él nada condenable y fue llamado de nuevo, esta vez para hacerse cargo de la planta. A Troncoso le gustaba su trabajo y aceptó, además confiaba en que aquel desbarajuste durara poco, tanto como los americanos lo permitieran. Ahora ni se acababa el desbarajuste ni llegaban los americanos. Y no es que Troncoso fuera un contrarrevolucionario de armas tomar ni mucho menos, era sencillamente una cuestión de calidad de motores que generaban la energía eléctrica. Por lo demás, alguien tenía que estar en las cárceles, y a Dios lo que es suyo.

Después de intercambiar varios mensajes, fue fijado el día de la en­trevista.
Dado que reclusos y trabajadores civiles no podían intercambiar experiencias así como así, debía aprovecharse el único momento en que ambos bandos se mezclaban: las actividades culturales y los encuentros deportivos. Actividad cultural no había ninguna por esa fecha, pero dentro de una se­mana se celebraría, entre presos y trabajadores, un partido de beisbol en saludo al séptimo aniversario del Plan de Reeducación. Las inscripciones estaban abiertas para integrar los dos equipos rivales. Troncoso y Zaldívar se anotaron en ambas listas. En cuanto a los pormenores de la entrevista, el terreno diría la última palabra.

Por fin llegó el ansiado día.
De un lado del campo, por la parte de tercera, se encontraban los guar­dias y los trabajadores civiles que hacían de hinchas del equipo Leones del Mantenimiento. Y por la línea de primera, la hinchada reclusa que aupaba a los Cachorros del Plan. Nada de contactos que no fueran los de los deportistas durante el juego.
El pequeño estadio resplandecía adornadote de banderas y de carteles que daban vivas al Plan de Reeducación. En medio de las dos fanaticadas, en una especie de tierra de nadie, se encontraba alineada la retreta que, bajo la batuta del maestro Walditrudis, hacía su estreno mundial. ¿Programa? “El him­no patrio”; “Presentación”; “El manicero”; Mambos, del tres al cinco; “La marcha del 26 de Julio”, compuesta decían en el mismo Presidio Modelo y “Llévame al matadero”, un montuno dodecafónico de la inspiración del propio Walditrudis.
La retreta tocó su tema de presentación. Un poco desafinada la percusión pero, para ser presos y aficionados, no estaba tan mal.
Y en medio del tema entraron los dos equipos y formaron uno frente a otro. De gris los Cachorros y de rojo y verde oliva los Leones. Zaldívar y Troncoso se buscaron con los ojos. El pastor dio la espalda y dejó ver su número siete. Tron­coso lo imitó y Zaldívar vio el dos en la parte trasera de la camiseta. Los árbitros discutieron las re­glas con los entre­nado­res de cada equipo y los atletas fueron a sus respectivos dog outs. So­bre el terreno quedaron los regulares de los Leo­nes, novena home club.
Troncoso jamás ha­bía jugado beisbol, pe­ro eso no evitó que lo colocaran en primera base. Al pajarado junto a la almohadilla, Zaldívar su­po que la entrevista tenía que ser allí mismo. El problema estaba en llegar a prime­ra, daba lo mismo que con un hit que con una base por bola que con un pe­lotazo. Hacía más de doce años que el pastor no jugaba pelota. Zaldívar y Troncoso eran una vergüenza para el deporte nacional.
A Zaldívar lo habían honrado con patrullar el jardín derecho y un honroso séptimo turno al bat.
El lanzador de Leones terminó el calentamiento y se escucharon las no­tas del Himno Nacional. La percusión se había compuesto; ahora eran las trom­petas y el ritmo los que hacían aguas. Los peloteros tenían las gorras a la altura del pecho, pero era la peor versión que habían escuchado del Himno.

Por increíble que pareciera, Zaldívar logró embasarse en la segunda en­tra­da. Soltó un metrallazo por el short stop y al inicialista, como era de esperar, se le cayó la pelota. Quieto, decretó el árbitro. Zaldívar quedó varado en pri­mera. Troncoso temblaba de emoción. Los cinco minutos que estuvo el pastor en aquella posición bastaron para que el jefe de la planta se convirtiera en el más fiel seguidor que jamás hubiera tenido. El juego iba dos por cero a favor de los Cachorros. Zaldívar no pasó de la inicial.
Troncoso fue retirado en dos ocasiones por la vía de los strikes. Zaldí­var, en su segunda vez al bat, volvió a llegar donde Troncoso por intermedio de un pelotazo en medio de la espalda. Troncoso tenía un pie en la almoha­dilla y lloraba disimuladamente. Eso debía doler. Y de nuevo fue el verbo. A Zaldívar le dio tiempo de cantar un himno y a Troncoso aprendérselo. El pastor tampoco pisó el home.
Entre inning e inning, la retreta tocaba algo de su repertorio. La entusiasta hinchada de los Cachorros festejaba la victoria gritando desde las improvisadas gradas.
Troncoso fue ponchado de nuevo y los parciales pidieron a gritos que los sustituyesen.
Zaldívar se las arregló para ganar la primera base cuando el juego ya estaba de un solo lado. Del lado de los Cachorros. No obstante ser totalmen­te innecesario, el pastor se deslizó sobre la base. Los cuerpos se enredaron en el polvo y el árbitro aplicó la máxima de que, pisando y pisando, ventaja para el corredor. Zaldívar no esperó más y emplazó a Troncoso. Sólo él po­día ayudarlo a salir del penal. Para su sorpresa, el jefe de la planta le dijo que ya había pensado en eso.
Esta parte del plan era tan sencilla o más que la primera. En el taller de Lorenzo Peña estaría la máquina del médico del reclusorio, un Chevy 52 que cada veinte días el galeno entregaba religiosamente para que le revisaran el motor y los frenos. Si podía llegar hasta allí antes de mediodía, no habría problemas para que él y el Gordo salieran en ella por la puerta principal con ayuda de la propia posta. Era un ritual mecánico que ejecutaban a diario… Una larga conexión del octavo bat hizo que Zaldívar llegara a tercera. El plan quedó trunco y el tercer out lo cedió el propio Zaldívar tratando de regresar a primera.
Finalmente Troncoso logró conectar de hit, mejor dicho Zaldívar hizo lo imposible porque la pelota picara delante de sus narices y lo consiguió impecablemente. La jugada valió otras dos anotaciones. El partido se puso nueve carreras por una. La hinchada festejó el hit de Troncoso.
Fue en el último inning que Troncoso terminó de exponer su plan. Zal­dívar, víctima de otro bolazo, éste lanzado a ochenta millas, arribó a la al­mohadilla. Una vez fuera, llegarían hasta un punto de la carretera de Santa Fe. Allí abandonarían el Chevy 52 del doctor cuando vieran una camioneta Ford cargada de estiércol y, sepultados entre la carga, llegarían a El Júcaro. El chofer se encargaría de presentarlos a la señora Eva Preston. Ella se ocuparía del resto. ¿Y los guardias? Si daba tiempo, en una hora estarían es­condidos en El Júcaro. La máquina del médico y la camioneta: ahí sí había motores. Al otro día él le mandaría un mapa con el recorrido hasta donde es­taría la camioneta en un punto de la carretera de Santa Fe. Sería un mapa tan sencillo como el de La isla del tesoro, bromeó Troncoso.
Esta vez Zaldívar no avanzó de primera y el juego terminó diez anotaciones por una, con victoria para Cachorros del Plan sobre el Leones del Mantenimiento.
Había sido un lindo espectáculo y la fecha de un nuevo compromiso quedó fijada para dentro de quince días.
La retreta despidió el cotejo con “La marcha del 26 de Julio”, que, con­taban, fue escrita y compuesta en el mismo Presidio Modelo.
Desde las circulares los presos “plantados”, como se les llamaba a los que no se acogían al Plan de Reeducación, no dejaban de abuchear y gritar consignas contrarrevolucionarias.

La parte difícil del plan se solucionó de forma muy sencilla. Zaldívar y Wal­dy debían llegar a los talleres a la misma hora. El pastor lo haría llevando una pieza de una de las máquinas y el músico una de las tubas que no afina­ba bien por lo abollada que había quedado después de un accidente.
Zaldívar se paró en la puerta de la tintorería y miró por última vez a Eloy. El otrora héroe fumaba un cigarrillo sentado en el lavadero. Al pastor le pareció que le tenía un cariño especial… ojalá y volvieran a encontrarse en mejor situación.

Mientras esperaban a uno de los mecánicos, vieron al Gordo pasando un pa­ño por la parte delantera de la máquina del doctor. Los guardias estaban re­tirados dentro del taller. Y así como si nada, el Gordo se montó en el Chevy y los otros lo imitaron. Nadie parecía darse cuenta. El Gordo encendió el motor y el ruido y hubo la misma reacción. El Gordo, con toda la sangre fría que le insuflaba la presencia de Zaldívar, apretó el acelerador y se aleja­ron de los talleres. Desde su oficina Troncoso seguía al Chevy que de­sa­parecía por detrás de las circulares.
Zaldívar oraba sentado en el asiento trasero y Waldy, a su lado, temblo­roso, aún llevaba la tuba.

Pasaron por debajo de una de las garitas y el custodio saludó a distan­cia. El doctor lo había curado ha­cía poco de una gonorrea de garabatillo. El Gordo, con toda la san­gre fría del mundo, sacó la mano y respondió el sa­ludo.
El Chevy se aproximaba a la puerta principal. El Gordo, asido al timón, sudaba copiosamente: sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal… Si no sincroniza­ba el movimiento, tendría que parar junto a lo guardias. Los labios de Zaldívar: firmes y adelante, hues­tes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve… La preocupación de Waldy: lo más ridículo que he hecho en mi vida es tratar de escapar de una cárcel llevándome una tuba abollada…
La posta encima de ellos… Y sería cierto eso de que Jesús los veía, tal vez, pero lo que eran los guardias, nada. Un cabo que se encontraba leyendo un periódico manipuló los botones de la puerta para dejar salir a quien, según sus ojos y costumbre, era el médico del penal. Y el Chevy 52, sin detener la marcha, salió limpiamente, veloz y seguro, bajo las manos del Gordo rumbo a carretera de Santa Fe.
Lorenzo Peña retuvo en sus pupilas la imagen del cabo armado de una relumbrante kalashnikov.
Zaldívar y Waldy se incorporaron en el asiento trasero. El pastor sacó el mapa. Tenía razón Troncoso, el mapa era tan sencillo y exacto como el que poseía Jonh Silver, el pirata de la pata de palo. Entre los dos, ridícula y abollada, estaba la tuba de la retreta.

Así de fácil, menos complicado que en el cine, buenos dramaturgos los án­geles cuando decidían inmiscuirse en los asuntos de abajo.
Tres minutos después de que los prófugos montaran en la camioneta Ford y se sepultaran en el estiércol, llegaba el médico al taller en busca de su auto, modelo Chevy del 52, motor en V, ocho pistones, etcétera.
Las sirenas retumbaron: ¡FUUUGA!
Se había producido una fuga y las autoridades estaban seguras de que sería como tantas veces, cuando algún recalcitrante lograba evadirse. Hom­bres y mujeres informarían de su paso y el cerco se iría cerrando lentamen­te. Al final, el o los evadidos tendrían frente a sí el mar inaccesible, las olas rompiendo a sus pies sobre las negras arenas y los milicianos detrás… Nun­ca escapaban.

La camioneta entró en el pequeño poblado marino de El Júcaro y se estacio­nó frente a un bungalow. Era una de esas casas de madera frescas y espacio­sas típicas de algún lugar de los Estados Unidos que sus ciudadanos habían construido cuando se asentaron en los campos de Isla de Pinos. El chofer se bajó y subió los escalones de madera y tocó el timbre. Zaldívar observaba debajo del estiércol. El hombre estrujaba su gorra de beisbol y se alisaba el cabello; por sus gestos se adivinaba que esperaba a alguien de respeto. Se escucharon unos ladridos dentro de la casa y la puerta se abrió.
Una hermosa pelirroja conversaba con el chofer y hacían señas a la camioneta. Luego la mujer se dirigió hacia un portón que había junto al bun­galow y el chofer de nuevo subió a la camioneta.
A esa hora las autoridades del penal recorrían sus alrededores seguidos de una veintena de milicianos y una inquieta jauría.
La camioneta traspasó el portón y los tres hombres bajaron cubiertos de estiércol y Waldy, apenado, se deshizo de una buena cantidad de deshe­chos acumulada dentro de su instrumento. Y así, con esa facha, fueron presentados a la señora Eva Preston, pelirroja, hermosa entre las bellas.
La Preston rió, seguro que de la mierda, y dijo que los ayudaba porque era cristiana y odiaba la libreta de abastecimiento y porque su amigo Luis Troncoso no hacía otra cosa que hablarle del señor pastor cada vez que la visitaba. Estaba encantada de recibir en su casa al pastor Eliaquim Zaldí­var. Por su parte, Zaldívar elogió su nobleza y valentía al acogerlos y la be­lleza de su nombre, el nombre primigenio. Y religión aparte, los evadidos, que eran hombres sin mujer, sintieron por debajo de la porquería algo más que el rubor instintivo propio de la ocasión. Y, como mansos corderos, siguieron a la americana dentro de la casa.
En una hora los convictos eran otras personas y estaban sentados a la mesa de Eva Preston y, antes de disfrutar de un almuerzo como Dios mandaba, Zaldívar, inspirado, improvisó un pequeño sermón que fue recibido como una bendición caída del cielo. Cuando el pastor terminó, la hermosa Preston lo besó en la frente. Y todos dieron gracias a Dios por proveerlos de los alimentos terrestres.
Eran las tres de la tarde y los perseguidores habían dado con el Chevy del médico y los perros daban vueltas y vueltas en el mismo lugar al parecer extraviados o mareados con el fuerte olor a mierda de vaca que aún quedaba esparcido en el ambiente.

Esa noche pasó una patrulla por el poblado, compuesta de cinco milicianos y dos perros escuálidos. Iban en un Willis del ejército y llevaban cara de pocos amigos: a ningún miliciano le gustaba andar por ahí detrás de nadie a esa hora acompañado de dos perros inútiles y hambrientos.
Zaldívar y sus seguidores estaban a buen recaudo en un cómodo sótano construido por el esposo de la Preston cuando la guerra de Corea. La mujer había dispuesto cada detalle con eficacia y cuidado anglosajones.
A petición de la anfitriona, Zaldívar sermoneó durante un rato acerca de la virtud que une a pueblos de razas diferentes cuando se reconocen en el amor a Jesús. La Preston lloró esta vez… para cerrar la pequeña velada, el Gordo cantó un conmovedor himno de la inspiración de Walditrudis titulado “Ven­ga tu reino, Señor; la fiesta del mundo recrea y nuestra espera y dolor transforma en plena alegría. Aie, eia, ae, ae, ae, la chambelona.” Co­mo el título era un poco largo, Zaldívar lo había rebautizado como “Dios el gozador”.
El Gordo cantaba desafinado que partía el alma, pero le ponía tanto al himno que apenas dejaba escuchar el sonido grave y abollado de la tuba.
Después de los cantos y las oraciones estuvieron conversando hasta tar­de. El Gordo y Waldy cabeceaban abatidos por el sueño y la americana pidió al pastor que subiera con ella porque quería mostrarle algo.
Y ese algo estaba en la habitación de Eva Preston.
La mujer entró en su cuarto y Zal­dívar quedó parado en la puerta. La habitación se abría ante él antojándosele un espacio diabólico, no importa­ba que fuera el lugar de la amorosa Preston. Suspiró tan fuerte que la mu­jer dio la vuelta y le preguntó qué hacía parado en la puerta. Zaldívar pidió per­miso y entró.
La Preston le pidió que se senta­ra junto a ella. El pastor apenas podía controlar su respiración y evitar mi­rar de soslayo el hermoso cuerpo de su an­fitriona. Era imposible que no advir­tiera su turbación. Recorrió con su vista la habitación y reparó en un re­trato mas­culino que había encima de la cómoda. Nunca antes Zaldívar ha­bía visto a na­die tan parecido a Errol Flynn.
—¿Es tu esposo? —le preguntó, y su voz sonó nerviosa y quebrada.
—No, es Errol Flynn —respondió la Preston, muy dueña de la situación—; es mi actor favorito. Estuvo en Nueva Gerona en 55.
Zaldívar resopló a modo de dis­culpa y la mujer abrió un cofre que tenía sobre los muslos y sacó un libro que debía tener como trescientos años. Era una Santa Biblia, propiedad de la familia Preston, que había sido lleva­da a los Estados Unidos por un pa­dre peregrino en el siglo XVII. La mujer puso el libro en manos del pastor. Zal­dívar abrió el libro pero estaba tan nervioso que apenas se dio cuenta de que era el mismo texto sagrado que él conocía, pero en inglés.
—¿Te gusta? —le preguntó, y su cuerpo se acercó peligrosamente al de Zaldívar.
¿Desde cuándo no experimentaba algo tan encantador? Entre los dos abrieron el libro y las manos se rozaron. Hermosas e irrepetibles las manos de la pelirroja. Las páginas pasaban y el pastor no distinguía nada. La Pres­ton puso el índice encima de una enrevesada capitular y Zaldívar admiró su belleza, la del dedo exquisito, en contraste con el papel envejecido, y de pron­to le entró la terrible duda de si estaba de nuevo a prueba. Los mortales ni si­quiera imaginan cómo operan los ángeles. Las manos seguían conspirando entre los pasajes del Antiguo Testamento. Un miedo cerval se apode­ró de Zaldívar: sufría una erección, una soberana y tremebunda erección provocada por aque­lla mujer. Eva tenía que ser. Pero la luz se abrió paso en las tinieblas: era una prueba, no tenía dudas, y él no caería en el error del incauto Adán.
Zaldívar repasó para sí, de memoria, el pasaje de la estancia de Jesús en el desierto luchando a brazo partido contra las tentaciones del Maligno. ¿Cuarenta días de solapada maldad qué significaban comparados a estar jun­to a una mujer que, en definitiva, era parte de un plan que lo trascendía? El resultado no se hizo esperar: la erección se evaporó dentro de la porta­ñuela. Y otra vez dueño de sí retiró el libro de las manos de Eva Preston.
Zaldívar leyó el fragmento en que había pensado y luego tradujo. El corazón de Eva latía disparado.
El pastor bajó el texto y la mujer se tendió sobre la cama. Dejó el libro dentro del cofre y la tomó de las manos haciendo que se pusiera de pie. Los ojos de Eva expresaban todo su amor y ansiedad largamente reprimidos. Zal­dívar la condujo fuera de la habitación. Evita los lugares donde coletea el demonio y de buena te librarás.

Ahora estaban sentados en el comedor. Eva hablaba de la soledad de viuda en que se consumía. Su esposo había desaparecido durante un huracán. Dos días después del meteoro apareció encima de una palma. Nadie sabía cómo logró llegar a semejante altura. Lo habían descubierto las auras y, cuando lo bajaron, mister Preston estaba irreconocible. Sus restos descansaban en el ce­menterio norteamericano de Columbia. Zaldívar pensó, compungido, que ésta era la función que Dios había otorgado a esos animalitos: limpiar los campos de desperdicios. ¿Qué era un americano muerto encima de una palma real?
Zaldívar no sabía qué responder a los mundanos sentimientos de Eva. En todo caso no con palabras de predicador.
—Si te quedaras nunca te encontrarían…
—Sabes que no puedo quedarme, ellos darían conmigo tarde o temprano.
—Tendríamos una linda familia, puedo darte hijos, todavía soy joven.
—Mañana debo estar en el mar.
—Me voy contigo si me lo pides, tú y yo en otro país…
—¿Conoces el significado de la Anunciación? ¿Qué puedes hacer si estás predestinado y eres parte de un plan supremo?
—Sabía qué clase de hombre había debajo del estiércol.
—No está bien que te enamores de mí.
—Eres un hombre maravilloso, mueve un dedo y me tendrás para siempre.
—Tú también eres muy bella… Eso me hace sentir halagado… aunque no mueva nada…

—Isabel —dijo Eva—, se llama Isabel…
—¿Quién es Isabel?
—Isabel es el bote. Isabel te alejará de mí. Los espera en el muelle.
—Estoy… seguro —dijo Zaldívar, que no sabía qué decir—. Pronto co­nocerás a alguien que te hará muy feliz… Eres tan… tan… linda…
Antes de bajar de nuevo al sótano, Eva le pidió que se quedara con la Biblia que una vez había navegado con los padres peregrinos. Zaldívar acarició el libro y le explicó que el salitre podría arruinarlo, además no se sen­tía señalado para privarla de semejante reliquia. La Preston no entendía de excusas.
La madrugada era un enjambre de milicianos.
Nadie, nadie, escapaba.

Al día siguiente los ex-convictos no se movieron del sótano. Un heli­cóptero sobrevoló la zona y varias patrullas habían vuelto a pasar por el case­río. En alta mar unas lanchas rápidas surcaban el horizonte a eso del mediodía. Zal­dívar se ocupó de escribir una larga carta de despedida llena de aliento a Luis Troncoso, en la que mencionaba que uno nunca debe dejarse llevar por las apariencias, pues a pesar de tener un apellido bastante inapropiado había echado el resto por ellos.
Al tercer día las patrullas dejaron de pasar.
Al quinto las lanchas desaparecieron del horizonte.
Por las noches, Eva y el pastor eran protagonistas de largas y profundas charlas. Luego rezaban y la viuda cantaba algo de Nat King Cole. A Zaldívar le parecía mentira que alguien tuviera tanta memoria.
Nadie, nadie, escapaba.

Eva ofició una sencilla ceremonia, algo pagana, para desearles una exitosa travesía, que consistió en la quema de varias libretas de abastecimiento. El papel crepitaba y la viuda dijo que el comunismo era una estafa y que ar­dería asimismo, estaba escrito.
Por fin se echarían a la mar en medio de la noche apacible y estrellada.
La viuda no quiso ir al muelle. “Mañana quizás ames a otro”, se despi­dió Zaldívar, aunque sospechaba que no eran buenas palabras. En veinticuatro horas la Preston conocería en las calles de Nueva Gerona a un ¿hombre? sin­gular si los había.

El timón y el motor de la embarcación eran responsabilidad del Gordo, convertido en patrón y capitán.
Waldy cargaba con la tuba abollada.
El pastor Eliaquim Zaldívar llevaba apretado contra su regazo la Santa Biblia de los padres peregrinos.
Faltaba poco para que los pescadores salieran a alta mar.
La noche se tragó a los improvisados marinos que hicieron proa en la “Isabel” surcando rumbo al sur la inmensa planicie salada.

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