lunes, 6 de octubre de 2008

Azul endriago

Eduardo Lizalde

Allá está el mar, que luce su
imponente nombre azul,
jadeando siempre como si se ahogara
en su propio caudal embravecido;
bramando ferozmente como líquida
quimera
encarcelada por los roquedales y
las urbes costeras.
¿Quieres inundarlo todo, quieres destruir
la morada
de todos los terrestres?
¿Cubrir los territorios que fueron suyos
durante milenios?

No es pequeño enemigo el viejo azul.
Es neurótica fiera de cuidado,
y odia a las criaturas que no habitan
su reino.
A ciertas horas plácido acaricia y lame
las frágiles arenas —
como una dócil ballena transparente
que protege a sus crías,
pero luego se enturbia, frunce el ceño nervudo
y montañoso de sus crestas más altas,
se enfurece, encabrita desmelena
escupe espuma de color esmeralda.
Quiere destruirnos para recobrar los
territorios
que ocupan hoy los continentes
y llevar a su averno legendario
nuestros huesos.

El cristal que se desdobla

Lorenzo García Vega
(Fragmento)

Cristal muerte
Huidobro


Estar solo con uno mismo, o con Dios,¿no es como estar solo con una
fiera? En cualquier momento puede atacarte.
Wittgenstein


FEBRERO, 1998

Por una parte, soy el bag boy que trata, en lo que puede, de vivir en el vacío. Por otra parte, a veces, no puedo dejar de ver toda la vida que no supe o no pude vivir (¿todavía lo lamento?).
¿Nostalgia de una vida que no fue? ¿A mí me correspondía vivir esa vida que no fue?
Desde que entré en el colegio de los jesuitas, en 1936, empecé a experimentar los pedazos de vida que quizá me hubieran podido corresponder, pero que no podría vivir.
Siento todo “lo que se quedó”. Siento que todos mis proyectos, como “asentamientos sentimentales”, fueron un fracaso.
Me quedé sin consumar nada. Y últimamente mis sueños están siendo como frescos donde se despliegan todo lo que fueron mis frustraciones.
¿Estaré en el comienzo de una frustración? Ideas sobre el suicidio.

De nuevo la muchacha que debe sentir como si llevara, entre las piernas, la hostia consagrada. Ahora, al verla, pienso en Léon Bloy. Este catolicón dijo (creo que en las cartas a su novia) que toda mujer creía tener el Paraíso Perdido.

Aquel que, en la tradición chamánica, va a ser un medicine man, se inicia siendo despedazado durante su sueño. Yo, que no voy a ser un medicine man ni nada que se le parezca, he sufrido toda mi vida (y no precisamente en los sueños) la sensación interior de ser como despedazado. La he sentido siempre, y lo que es peor, la sigo sintiendo ahora, en mi vejez. Esto me llena de desvalimiento, me hace sentir como si fuera un trapo. Y, lo que es peor, me llena de miedo al pensar que, si acaso sobreviera a la muerte, podría entonces, ya desencarnado, rodar y rodar como un despedazado.
Despedazamiento: se hacen muecas; uno, involuntariamente, llega a levantar los brazos. A veces, el temor de que alguien pueda ver a ese loco que uno lleva dentro.

Siguen los sueños con mi madre donde ella aparece negada a todo, o aparece impasible (aunque esto no obsta a que parezca querer llorar).Son sueños como de un mundo tan encerrado que la única salida sería el suicidio. ¿Son sueños de culpabilidad?

Por la mañana, antes de empezar a escribir en la computadora, pone la música de Satie. Ahora, precisamente ahora, no siente el despedazamiento, pero sabe que eso está ahí, que puede manifestarse en cualquier momento.
Hacerse pedazos. Luego los pedazos se vuelven a unir, y uno funciona a como pueda. Yo hago muecas, o levanto el brazo; muy a menudo, como si fuera una cosa mecánica, llamo a mi madre.
Despedazamiento=como si la identidad se rompiera en pedazos.
En una Ofrenda oscura, Maeterlinck ofrecía unos leones ahogados al sol.
Y esa música de Satie que oigo. Su llevarme hacia atrás, hacia lo que no se sabe si es un recuerdo. Pero, si no es un recuerdo, ¿qué es lo que puede ser?

El Deseo. ¿Qué es el Deseo? Pero no, ya estoy viejo y no puedo formularme la pregunta en el presente. La pregunta, ya, es ésta: ¿qué fue el Deseo?

En la mesa del restaurant. Por un momento, vibra el cuchillo sobre el mantel. ¿Por qué eso me impresiona, hasta tal punto que me parece que debe ser narrado? “Yeah, Pops was right, it’s a wonderful world”, dijo Louis Armstrong. Y es extraño, siento a la vez las dos versiones del gnosticismo: me parece que el mundo es maravilloso, y creo que el mundo es como un castigo. ¿Nunca podré tener un poco de paz?

Mi vida pudiera ser como el argumento de una película argentina de la década del cincuenta (?). Una película donde se vieran muchos sillones de mimbre (¿Por qué muchos sillones de mimbre? ¡Cuántas cosas se le ocurren a uno!) Un argumento —mi vida sentimental— que resultó ser un fracaso.
Es decir, mi vida como la película argentina que gusta poco, por ser ella un paquetazo. Pero ¿qué es lo que estoy diciendo?

El mundo es maravilloso, y el mundo es como un castigo. “Yeah, Pops was right, it’s a wonderful world”, y esto junto con lo que decía Kierkegaard: “Todo el orden de las cosas me llena de un sentimiento de angustia, desde el mosquito hasta el misterio de la encarnación; todo es enteramente ininteligible para mí, y en especial mi persona. Muy grande es mi tristeza, y no tiene límites. Nadie la conoce, excepto Dios que está en los cielos, y el no puede apiadarse.” Pues se trata de que, cuando era joven y podía sentir intensamente la sensualidad maravillosa del mundo, esto siempre resultaba siendo un plato demasiado fuerte para mi estómago; al final, no podía mantenerme frente al soplo fuerte de la vida, ya que el miedo (el miedo a volverme loco) hacía que las piernas me flaquearan.
Y pensar, además, que todo esto me sucedía en un país antillano, sensual y sabrosón. Verdaderamente, he llevado una vida de mierda.

Me pongo guantes para trabajar en el supermercado. Odio a los niños que me preguntan por qué uso guantes. Pero odio todavía más a los adultos que, con una sonrisa de satisfacción (es una satisfacción como debida al saber bien por qué el otro procede como procede), me dicen que ellos saben que yo uso guantes debido al frío (pero, ¿cómo pueden ser tan imbéciles?)

La lengua de Cervantes: Diez poemas dementes

José Emilio Pacheco
(Fragmentos)



1. PAPÁ

En el Jardin des Plantes,
A la vista de todos y sin recato,
Grita ebrio El Poeta Loco al gorila preso:

“Papá,
¿Por qué al pararte en dos patas
Y oponer el pulgar a los otros dedos
(Te autonombraste Adán por haber cumplido esta doble hazaña
Y dijiste estar hecho de arcilla roja
Animada por el Gran Soplo Divino),
Lo primero que hiciste fue aparearte
Con otra simia o primata,
Desgajar una rama para volverla mazo o lanza o espada,
Asesinar a tu hermano el mono
Y a tus otros hermanos los Neandertales
E imponer tu primatecía?

“Papá,
Con tu acto fundacional
Nos diste la certeza más perdurable:
La gente mata, daña, veja, humilla, tortura
Sólo porque el hacerlo le da un placer infinito.”

“Papá,
Mejor te hubieras quedado allá arriba en tus árboles
En vez de poner en marcha,
Con tu triste ambición de volverte dios,
Todo este gran desastre que no ha cesado
Y acabó por hacernos lo que somos.”



2. LA EDAD DE SENECTA Y DOS


Bebe de un sorbo su tercer coñac
Y afirma cabizbajo El Poeta Loco:
“Aquí en esta mesa
Escribía el joven toda la mañana,
A lápiz, con fluidez, sus mejores cuentos,
Obras maestras aún
Cuando tantas y tantas se han marchitado.

“Pasan treinta y cinco años o veinte siglos.
Vejado por la vejez el pobre escritor
En su casa de Idaho intenta
Hilar dos frasecitas para un saludo
Al nuevo presidente John F. Kennedy.
Ya no puede escribir. Nada le sale.
La Estrella Máxima
Tiene pulverizado el cerebro.

“Entonces el cazador se vuelve su presa.
Abre la boca
Y se dispara toda la carga del rifle.

“¿Qué le pasó en esos años?
Por obra de los medios el joven Ernest
Se convirtió en Papá Hemingway.”


3. DECIRES

Cuenta El Poeta Loco en Les Deux Magots:
“—Dame amor—, pedía aquella muchacha
En referencia lírica y concreta
A lo más material de la materia,
Elíxir que los dioses de la India
(Dice el poema sánscrito) extrajeron
Del abismo del mar y ahora preservan
En los desiertos de la Luna para
Que sea posible continuar la vida.

“Pero ella sólo demandaba amor,
Sin misticismo ni sublimaciones.

“—Esto es amor— diría Lope de Vega.”

viernes, 3 de octubre de 2008

Milán, 1962

Héctor Manjarrez
(Fragmentos)

Cuando dejé de caminar bajo ese cielo inaudito, azul como de cuadro de Rafael –el cielo de la región más transparente del aire–, y subí la escalera de metal resonante del aeroplano de Air France, y caminé por aquel espacio reducido y repetitivo de clase turista, me supe la persona más libre del planeta. Me imaginaba que nunca ningún adolescente había volado solo hacia su destino como yo. Pensé que pronto, bastante pronto —antes incluso de lo que me imaginaba—, sería más galán que Alain Delon y más inteligente que Jean-Paul Sartre y más angustiado y enigmático que Albert Camus.
Tarde o temprano, debía vivir en París, la capital del mundo. En este vuelo sólo iba a tocar la Ciudad Luz como escala, porque antes de radicar allí era preciso ir a otros lugares también desconocidos para mí, como Milán, Siena, Florencia, Viterbo, Roma, Pisa, Venecia y Belgrado, ciudades que gustosamente condescendía yo a visitar y disfrutar antes de recalar finalmente en la capital que había desterrado a Voltaire y Víctor Hugo, y aun así seguía siendo sublime y bella, tan bella como todas sus mujeres bellas, decían los cursis. Hoy en día, París es una ciudad deslumbrante, ¿la más deslumbrante de todas?, pero ya sin el imán espiritual —y material, y sexual— que dimanaba en el XVIII, el XIX y la mitad del XX. En los sesenta del siglo pasado, los nativos se lamentaban y se jactaban —al mismo tiempo— de experimentar una décheance o decadencia lamentable, mientras miles de fuereños acudíamos en parvadas a iluminar nuestras mentes y almas con su luz cenicienta, misteriosa, callejonesca, pluviosa.
En 1968, con los célebres “acontecimientos de mayo”, esa ciudad llena de prodigios llevó a cabo tal vez su último gran espectáculo, su última gran representación simbólica: los estudiantes levantaron los adoquines no sólo para arrojárselos a la policía que tildaban de fascista (¡CRS: SS!, gritaban contra los antimotines) sino también para así descubrir “la playa” del deseo y la imaginación que yacían debajo de la capa de siglos y siglos de represión y urbanismo y buenas maneras. ¡Prohibido prohibir!, exigían esos conmovidos jóvenes en aquella ciudad donde los muros invariablemente prohibían mear, tirar basura, pegar anuncios (Interdit de, Défense de) y además identificaban la fecha de la ley en que se basaba la veda en cuestión (Loi du 14 juillet, digamos). Aparentemente, los parisinos eran las únicas personas del planeta que no sabían que no se debía tirar basura, chorrear meados o pegar anuncios más que en los sitios convenidos por la lógica, el sentido común y la sanidad.
El 68 fue la última gran juerga revoltosa o performance callejero multitudinario de la ciudad que escandalizaba y excitaba al mundo desde hacía dos siglos, desde Luis XIV, desde Montesquieu y Rousseau y Voltaire, desde Danton y Marat y Robespierre, desde Napoleón, desde Balzac y Víctor Hugo y Baudelaire, desde la Comuna, desde los salones de los Impresionistas, desde Montparnasse y Picasso y el surrealismo.
[...]
Me he dejado llevar por el futuro. Al tomar mi asiento en un avión de cuatro motores de hélice e intentar ponerme el cinturón antes de que nadie me lo ordenara, todavía era diciembre de 1962 y yo procuraba que nadie se percatara de que aquélla era la primera vez que me subía en un avión. Los Beatles aún no eran los músicos más famosos de la historia y yo tenía 17 años y estaba tan nervioso que la dama francesa a mi izquierda se hizo seguramente el noble propósito de mostrarme que los europeos (y los franceses en particular) eran seres humanos como los demás, e incluso agradables. (Digo “dama” porque en esa época se consideraba que después de los 30 años las mujeres estaban casadas —excepto De Beauvoir— y por ende se les debía tratar como damas.)
Dama o no, la mujer a mi lado era un ente en principio sospechoso. Todos los europeos lo eran entonces, a ojos mexicanos. Sabíamos de ellos muy poco, casi nada: que hacían películas difíciles en blanco y negro; que vestían a sus niños con pantalones cortos; que comían unos bolillos larguísimos llamados baguettes; que algunos tenían por soberanos unos reyecitos y reinezuelas de una comicidad casi irresistible; y, sobre todo, que no eran limpios, al grado de que habían inventado el perfume y el agua de colonia para disimular sus vapores.
Los turistas que se aventuraban por la extraña Europa en esos años —cuando el barco era aún el transporte trasatlántico por excelencia— relataban a su regreso aterradoras historias de cuartos de hotel ¡sin escusado ni regadera!, sólo un lavabo a menudo oxidado. Según ellos, el agua en Europa sabía muy raro y la gente se bañaba, cuando se llegaba a bañar, con una especie de teléfono incomodísimo que hubiera sido mucho más apto para asear a un bebé o un perro. En cuanto al bidet, se trataba —como ya había dicho no sé qué inglesa— de un instrumento satánico, mientras que los coches eran tan chiquitos que era difícil entender cómo entraban y salían ciertas italianas.
Por añadidura, los mexicanos compadecíamos a los europeos no sólo por ser anticuados, antihigiénicos y además solemnes, sino también salvajes que se masacraban irremisible y despiadadamente cada pocas décadas, por lo que terminaban necesitando que los siempre virtuosos usamericanos desembarcaran para rescatarlos de sí mismos. Por culpa de los europeos, los gringos se habían acostumbrado a salvar el mundo. Habían empezado en México en el XIX, es cierto, y se habían seguido con Cuba y Filipinas, pero fueron ellos, los nobles y civilizados pueblos de Europa, los que les dieron a los gringos el gusto por la sangre ajena que lava los pecados del mundo.
Por otra parte, los mexicanos sabíamos reconocer que, a diferencia de los habitantes del continente americano, los europeos sabían usar muchos cubiertos, usaban copas de cristal en vez de vasos de vidrio barato o jícaras de barro, y pintaban y escribían y componían muy bien. (Por cierto, la mayoría de los latinoamericanos de la época veían a España y Portugal tan secuestrados por sus sanguinarias dictaduras y las horrendas costumbres que encima nos habían legado, que no los consideraban como países europeos. Se citaba mucho, con gusto y con rabia, a Voltaire: “África comienza en los Pirineos”.)
El viaje a París, pasando por Nueva York-Idlewild y una tormenta de nieve que se estrellaba contra los ventanales del aeropuerto como una película de los noventa, fue desde luego muy largo, pero aprendí de la dama a mi izquierda que uno no debía meter el cuchillo entre los dientes del tenedor al cesar de usarlo, ni dejar la servilleta hecha bola. (Mi familia no había logrado inculcarme esas bobas reglas, que ahora entendí que provenían de la sabiduría de una gran civilización.) Como yo no hablaba francés y la dama no parlaba ni español ni inglés, nuestros intercambios verbales fueron pocos y de lo más amables. Más temprano que tarde, le di a entender que mi cantante favorito era Jacques Brel, a lo que ella no comentó que le extrañaba, vista mi supina ignorancia del francés. Fuere como fuere, en París-Orly nos despedimos muy cortésmente; me parecía que yo era un adolescente muy mundano, francamente. Para cuando me enfrenté al primer agente de migración de mi vida, ya sabía yo mimetizar los gestos esenciales de la cortesía francesa —que es una courtoisie muy especial— y el tipo me dio la bienvenida a Europa como si yo fuera el hijo del noble Axayácatl, me pareció.
Empezaba ya mi vida en Europa, lejos del rancho, de la madre, de la hermana, de las abuelas, de las tías, de los amigos, de las tortillas, de los frijoles, del chile, del quesillo de Oaxaca, de los tacos, de las tortas, de los sopes, de las chalupas, de las gorditas, de los pambazos, de las carnitas, de la barbacoa, de los chiles en nogada, del arroz verde, del guacamole, del xoconoztle, de los nopalitos, de los diversos moles, del manchamanteles, de los dulces de Celaya, del chocolatito y los tamales y el pan dulce, de los volcanes, de los azulísimos cielos del Anáhuac, de las rejas y los leones de Chapultepé... No pegué un ¡yajajay! de júbilo porque entendía que los franceses —con lo apretados que eran entonces— podrían devolverme a mi país de origen. ¡Tenía sólo 17 años y el porvenir empezaba con caras nuevas, voces nuevas y (pronto) calles nuevas! ¡Había atravesado la Cortina de Nopal, como después la llamaría José Luis Cuevas! Si no fuera por mi noble altivez azteca —hubiera dicho Rubén Darío, padre de la poesía moderna—, habría besado y consagrado el brillante suelo de Orly.
¡Había descubierto Europa!, que por cierto era bastante más modernosa de lo que yo me había imaginado. Sin embargo... su modernidad me parecía un poco demasiado forzada, impostada, gimmicky, un poco demasiado de diseño (o design, como dirían ellos), un poco fantoche como diríamos nosotros. No parecía obedecer a una necesidad, sino a caprichos.

Salutación en Trocadero

Andrés Sánchez Robayna

La araña y la imagen por el cuerpo,
no puede ser, no estoy muerto.
Paradiso, XIV


Vine a su casa, a interpretar su ausencia.
Y todo en la ciudad era un imán,
todo en el tiempo conducía hasta allí,
su lugar y su luz, metáfora de usted.

Respirar era entrar en su recinto,
penetrar los misterios de la casa,
las graciosas columnas desafiando
todo principio del espacio.

Altos techos de gruta como lo resistente,
lo resistente como cuerpo de aire.
Si usted se oculta, yo acaricio el gamo,
el gallo en la pared y la mayólica.

Respirar era entrar en sus palabras,
y yo quería conjurar su ausencia.
Usted, que no esperaba,
usted el deseoso, me esperaba tal vez.

Fui preguntando por el tokonoma,
indagando el vacío con la uña del ojo
hasta suplir la ausencia suya
con el grácil sentido de su tao habanero.

Lo que encontré fue su palabra,
que en el tiempo abre ya
todo espacio, el aquí, todo tiempo, el ahora,
en las islas que nos esperan.

Allí lo convoqué, y usted fluía,
humo o terrible invisibilidad,
sigilo o cal en la pared arañada,
secretísimas formas de la luz.

En su casa sonaron otra vez sus palabras
como jade irradiante, inagotable brisa
que agasaja los ruidos de la calle,
las alegres columnas semihundidas.

Su palabra de jade, allí en su brisa,
en su prueba, a la que usted llamó
la fuga de la escarcha, la palabra
de la infinita posibilidad.

Su puerta se desploma, al fin cede a la luz.
Usted no está y está, y así puede decir:
Todo perdido, nada perdido.
El gamo salta, escúcheme, buenos días.

Pequeño prefacio a Mario Montalbetti

William Rowe
(Fragmento)

I mock Plotinus’s thoughtAnd cry in Plato’s teeth
W.B. Yeats, “The Tower”

En una época en que predomina la razón cínica, quizás suene desfasado el dicho de Ezra Pound: “Sólo perdura la emoción.” ¿Sobre qué fondo perdurará? (Si hoy el fondo mismo se desfonda.) Sin embargo, en la poesía, conceder el dominio al cinismo querrá decir que el afecto no tiene nada que decir en cuanto a la forma: no sólo la forma propiamente poética sino la formalización por la que pasa la realidad para que la llamemos realidad. Se podría citar como caso extremo la relación entre el afecto, la pasión y la geometría, asunto al que vuelve varias veces Montalbetti. La pasión suele asociarse con lo que no tiene forma, como en los poemas del escritor inglés Philip Larkin o, caso contrario, con las formas heredadas, populares, menos elaboradas, como en el poema “Homenaje a Armando Manzanero (arte poética 3)” de Antonio Cisneros: “Ya no sé si esta tarde vi llover es de armando manzanero o es el canto primero de mi primera infancia / y de nada han servido las sílabas contadas y vueltas a contar la guerra santa contra el lugar común de nada el amor viejo por el viejo arnold schoenberg.”
Pound, en los Cantares pisanos, escribe: “Amo ergo sum, and in just that proportion” (LXXX). William Carlos Williams, aproximadamente en la misma época, insiste en que la medida (o sea, proporción) del verso tiene que asumir la relatividad de la física contemporánea, principio que traduce a la práctica en la forma tipográfica y rítmica del poema “Asphodel” y luego de otros poemas posteriores, como los de The Desert Music. Zukofsky, por su parte, también confía en el fondo musical de la emoción, traducible al trabajo fino del sonido en el poema. Y Basil Bunting deriva su confianza en la musicalidad de la palabra de su larga conversación con Pound y Zukofsky como también de su entusiasmo por la música de Schoenberg. Nada o casi nada de esto se encuentra en la poesía de Montalbetti, a pesar de ser un poeta del afecto. Está de por medio una crisis que comienza a recorrer el lenguaje poético en los años cincuenta y que se manifiesta entre otros casos en la antipoesía de Nicanor Parra. Los poemas de Parra se distancian de la musicalidad que, en Neruda, signa la presencia de la emoción. Desde luego, la musicalidad no es la única forma en que se manifiesta la emoción. Existe un fondo filosófico que, en el caso de Pound, consiste en una línea de transmisión básicamente neoplatónica, una de cuyas versiones considera que el amor es emanación del alma, siendo el alma la parte eterna del ser. Se la puede indicar citando los nombres de Plotino y Averroes y a los poetas como Cavalcanti y Yeats, quienes recibieron la filosofía neoplatónica del amor. En América Latina habría que mencionar sobre todo a Darío.
Sirvan estos apuntes para suministrar un fondo contrastante que permita acercarse a las características de la poesía de Montalbetti. El sentido de los poemas de su primer libro, Perro negro, 31 poemas (1978), comienza por el vacío del amor acabado. El tono importa: allí se constata cómo el que se borren en la realidad los recuerdos y los signos será precisamente la condición que los hace resonar, que ésa será su resonancia —su musicalidad— desarraigada. Los momentos en que el lenguaje se carga son aquellos en que se comprueba la pérdida y la ausencia: “No hay más rito que el transparente / rito de la ausencia.” La entonación respira como respira el cuerpo y el impulso afectivo carga los detalles de la vida cotidiana: “he escuchado a mi padre decir / mi padre le pasa el plato de uvas a mi madre / y la besa / que no soy fotogénico.” Se podría decir que el tono colinda con el cinismo —la informalidad interrumpe el orden de las cosas (la palabra del padre) que garantiza que el mundo tenga sentido o, más radicalmente, que haya mundo y no simplemente objetos e información desparramados—. O sea, está la posibilidad que el afuera consista sólo en éstos. Sin embargo, el relajo sintáctico que caracteriza estos poemas resulta ser también la condición formal de la apertura del poema a las pulsiones, a evitar que se subordine al ordenamiento lógico de las cosas —aquello de la ley y el Estado— sino que se abra a la verdad del deseo. De ahí que resulta inadecuado el término poesía coloquial, tan usado para designar la poesía peruana de los setenta (y cierta poesía latinoamericana de las últimas décadas). Hay un doble movimiento, de desenlace incierto, que produce el vaciamiento del mundo y el recorte de las pasiones contra el fondo vacío. El peligro estaría en que el afecto se deslizara hacia el mero sentimiento, hacia una melancolía fácil, o sea, que el fondo no estuviera realmente vacío sino que se llenara de la banda sonora de lo posmoderno acostumbrado, de lo cínico-sentimental (o quizás de lo histérico-cínico de los medios).
“No hay más amor que el perdido / amor”: bien podría llevar este tipo de enunciación a una actitud meramente nostálgica. Sin embargo, el acto que va de por medio no es el de cerrar las puertas a la emoción sino el de conseguir que lo cotidiano pierda su fondo/banda sonora acostumbrado. Por ahí la diferencia con gran parte de la poesía de los setenta. El vacío es el comienzo. Entonces, la emoción tiene que ser sobre todo evento y no sólo intensidad. Si bien desconectar la emoción y la intensidad retórica es parte del cool de la poesía peruana de los sesenta (Luis Hernández y, en alguna medida, Antonio Cisneros), que aunque tenía sus formas nacionales derivaba obviamente de las actitudes beat y del lenguaje de la poesía anglosajona, hay también otro factor de por medio en la poesía de Montalbetti, que tal vez estaba implícito en la poesía de los sesenta pero que él asume en el nivel de la forma: que los objetos afectivos no se inscriben en un mundo ideal de lo diáfano (filosofía neoplatónica de la luz como en Pound o en Homero Aridjis) sino que caen por su propio peso —es decir, si no logran constituirse como eventos temporo-espaciales naufragarán en la sopa indiferenciada del desencanto.

Variaciones sobre un tema de Bataille

Juan Carlos Canales
(Fragmentos)

a Fernando, mi hermano
a María Noel, por su magisterio.
a Pablo, en el amor, otra vez, siempre
para Alicia


IRRUMPE. Es propio del
irrumpir el desatar;
lo que desata, des-ata.
De un manotazo alumbra
al mundo con su sombra.
Levanta el agua hasta volverla lodo; corre
bajo la tierra, fracturándola.
En un murmullo que no cesa,
que se anega,
revienta la madera
y sus construcciones,
desalínea los planetas,
azota las mareas,
corroe las piedras y su firmeza.
Pero no sabemos qué.
No podremos nombrarlo
sino por la periferia
de sus inscripciones.

*

IRRUMPE, desata,
des-ata,
fractura.
Fracturándose se abre un hueco.
Propio de un hueco es ahuecar.
Lo que ahueca guarda,
esconde, vela
—velar es también alumbrar.
Como se cuida se guarda,
se alumbra.
Lo que cuidamos aguarda,
a-guarda.
Aguarda lo que espera.
Espera lo que está a punto de irrumpir,
como un enigma.

*

IRRUMPE.
Propio del irrumpir es el aparecer,
a-parecer. A-parece,
un espejismo o un fantasma
Un espejismo escapa,
Es- capa,
Que ni el fuego ni las palabras
adelgazan o comprometen.

Andy Warhol, la estrella errante

Jorge Juanes
(Fragmento)

Si quieres saberlo todo sobre Andy Warhol no tienes más que mirar la superficie de mis cuadros, mis películas y a mí mismo, ahí estoy. No hay nada detrás.
Andy Warhol

Warhol pisa la escena del arte y el Pop encuentra a su máxima estrella. Fue pintor, dibujante, artista gráfico, director de cine, publicista y promotor de talentos, y tuvo el valor de reconocer en la Sopa Campbells y la Coca-Cola el denominador común que aglutina a apocalípticos e integrados, liberales y conservadores. Reconoce que los mitos modernos se resumen en el culto al Start System. Le gusta provocar. Siguiendo los pasos de Duchamp, desmitifica la imagen aurática de la Mona Lisa y la de obras de similar prestigio para volverlas objetos manoseados. El arsenal que nutre sus propuestas se encuentra, por lo demás, en la variada oferta de los media: desde fotografías de periódicos y revistas hasta el cómic; anuncios publicitarios y etiquetas mercantiles; cajas de empaque, manuales para aprender a bailar y a pintar, almanaques, catálogos de flora y fauna, imágenes sobre la muerte norteamericana, etc., sin ocultar nunca el plagio re-creado. Plagio que, lejos de condenarlo a lo repetitivo y codificado, le abre la puerta a propuestas artísticas inéditas, señal de que puede hacerse una obra original partiendo de referentes ajenos.
Warhol piensa que, de haber una realidad susceptible de tomar en cuenta, tenemos que aludir al cúmulo de imágenes circundantes dirigidas a las masas para incitar el consumo de mercancías, prueba inequívoca del desplazamiento de la naturaleza primordial que sirve de referente al mundo premoderno por el artificio surgido del dominio tecnocientífico; nada de rostros, cosas en estado natural o flores de la madre tierra (ahora son de plástico); lo originario, lo virginal no existe más. La obra de nuestro interlocutor surge entonces en las entrañas del despliegue en curso de la reproductibilidad técnica, gregaria y mediática, que da paso a que la relación entre las personas se manifieste como relación objetual entre mercancías revestidas de representaciones publicitarias que determinan el imaginario social.
Espacio-tiempo configurado por el protagonismo del mundo urbano y la industria de la cultura, en donde sólo existe una abrumadora y seductora invasión de imágenes banales, moldeadas por los ingenieros de conciencias mediante modernos medios productivos. Imágenes que deben ser acogidas —Polaroid mediante— por los artistas dispuestos a reconocerse en la ley de lo prosaico. Warhol dice adelante y, sin mayor dilación, lleva a galerías y museos el paisaje atrayente y colorido que señorea en la vida cotidiana. Por si fuera poco, no le hace ascos a su majestad el dólar, en el que se inspira para realizar un sinnúmero de variantes plásticas. Puesto que no excluye nada, resulta comprensible que tome por material de trabajo todo aquello que le salga al paso. Las ofertas que caben en el baratillo estético son de los más variado: Supermán, Mickey Mouse, Popeye, Batman, el beso-vampiro de Bela Lugosi… Si algo llama la atención es la acogida otorgada a un sinnúmero de personajes famosos entre los que destacan artistas de cine y políticos; imágenes estereotipadas que, tras ser recicladas por el artista, descubren a seres mortales, efímeros, evanescentes: Marylin, Ginger, Litz y Jackie o, en la otra esquina, Elvis, Jagger, Cagney, Marlon, Truman Capote, Mao y el Che.
Conforme al talante mecánico industrial del mundo moderno, Warhol se vale, en la mayoría de sus obras, de medios técnico-gráficos de reproducción, negando, en consecuencia, la consagrada identificación del arte con la manualidad, con el oficio artesanal. Ya en el taller, forja duplicados de imágenes encontradas en el mundo circundante. La serigrafía le sirve como multiplicador inigualable para realizar —ése es el propósito— ejemplares reproducibles que ponen en crisis la idea de obra única e irrepetible, otrora identificada como “verdadero arte”. Lo que Warhol aporta son ideas, puesto que muchas de sus obras provienen del material mediático existente y son realizadas, decíamos, por otras manos. No debe sorprender, así, que en 1963 abra Factory: un gran taller de producción artística con operarios, ayudantes y nuevos talentos. Al igual que los viejos maestros, Warhol tiene la última palabra. Haz esto, cambia aquello, carga las tintas, probemos nuevas variantes, destruyamos, volvamos a empezar; haz esto, cambia aquello…
Quienes lo conocieron señalan que fue su propio y mejor publicista y que, si deseó ser Start System, lo logró plenamente; o, si se prefiere, cumplió con creces el gran anhelo: “Quiero ser rico, quiero ser famoso, como todo el mundo”. Dalí lo precedió, pero el español tuvo todavía que hacer circo, maroma y teatro para llamar la atención. A Warhol le fue más fácil: forjó su look y se vistió de negro, usó pantalones tejanos y chamarra de cuero, sin que faltaran la peluca plateada y los lentes oscuros. Eso bastó, a la par de su actitud fría y distante, para atraer la atención de propios y extraños. Cada vez que acudía a alguna fiesta, exposición o ceremonia, los medios de comunicación no faltaban a la cita. De comportamiento parco, deja que los otros tomen la palabra y, a lo más, responde con un “Mmm, sí, claro, por supuesto: genial, genial”. Cuando alguien lo cuestionaba, respondía con un simple: “Tiene usted razón”. Mientras la mayoría de sus asiduos le daban duro a la droga, Warhol pasaba de largo: consideraba que la mejor manera de soportar los vaivenes de la vida exige autocontrol. Su revista Interview tuvo gran influencia entre estrellas, políticos y roqueros (patrocina, por ejemplo, al grupo musical Velvet Underground).
De modo similar a los alquimistas de antaño, Warhol tiene talento para convertir en oro puro lo que toca, a lo que cabe agregar un olfato de sabueso para descubrir bisutería y redimir desechos. Pensemos en un recopilador; un divulgador que atraviesa avenidas y autopistas rastreando modas, tendencias, imposturas, ofertas de consumo y proposiciones artísticas, exaltando por igual lo que resplandece y lo que se extingue. Por donde se lo examine, el significado general de su obra responde a la pregunta sobre el destino del arte en el marco de una sociedad totalizada por la reproducción técnica, en donde las efímeras mercancías se exhiben mediante formas e imágenes estético-espectaculares. La verdad es que su tránsito por el territorio del arte estuvo siempre acompañado por la polémica; fueron pocos los que, en rigor, se tomaron la molestia de comprender sus objetivos. Allí donde la lectura de la izquierda lo tacha por carecer de compromisos revolucionarios (de no juzgar el presente desde la utopía comunista), la derecha lo califica de escéptico y lo acusa de mantener una posición ambigua ante la supuesta sociedad de la abundancia. Frente a esas dos exclusiones, Warhol opta por mostrar que en la superficie misma en que se manifiesta la sociedad del espectáculo es dable mostrar aquello que se resiste a ser integrado.

Cielo oscurecido, cielo claro

Eduardo Milán

cielo oscurecido, cielo claro
confundidos otoño y primavera
lluvia intensa sobre la tierra tensada
el tordo se equivoca de estación, no hay lombrices
la paloma de estación, no hay gusanos

si midiera esta escritura con la misma vara del trabajo asalariado migraría
cuándo empezamos a imitar la condición de ciertos pájaros
caducó la tierra del ser
la ciudad del estar
las calles y caminos de mezclarse

ir de aire en aire convertido en familiar empresa para hambrientos
nunca aceptados en total
sedientos ciento por ciento
él, ella, los dos niños
en busca del acontecimiento que cambie este destino
un aroma de pinos para pecho, para alma

familiar empresa en el aire
ninguna seguridad salvo el aire
ningún agua, ninguna tierra, ningún fuego que caliente
la rueda alrededor de la palabra

frotar una palabra con otra no produce chispas
un cuerpo contra otro no electricidad
sólo el pelo es cierto
conduce el peine hacia abajo
peine rojo
caído con el cambio de luces en la bocacalle

el salirse del poema
el salirse del saltarín poema afuera
el salto afuera ya no opera
el poema está afuera por la misma vara
sobre la misma vara que se mueve, tensa
un pájaro lo mira, del gobierno
preciso, al poema lo mira del gobierno un pájaro
preciso, un pájaro del Estado
ahí es donde chocan pájaro con pájaro

para esto existe la expresión
el extranjero es pura expresión contaminada
el aire está podrido más o menos
la expresión pretende una pureza en cambio
para quienes salieron puros del país el golpe es fuerte
puerta que se cierra en cara
-no es necesario quemar en la plaza al hereje
basta la llamada el viernes en que lo dan de baja
el padre cuelga, vuelve la cabeza
Eurídice desaparece con Juanita y Pablo

vara verde de la migración
no apta para maduros
la edad del durazno en el hombre
el durazno, fruta capturada
el tiempo, que no suelta, actúa
la misma vara verde
con una diferencia capital, calculada
los pájaros regresan

y con otra diferencia
sin un gramo de grasa

martes, 12 de agosto de 2008

Octavio Paz y Duchamp

Jorge Juanes
(Fragmento)

Voy a examinar aquí la interpretación que hace Octavio Paz del Gran Vidrio. De alguna manera, se trata de un homenaje, o mejor, de una invitación a los lectores de este texto para que se sumerjan, por cuenta propia, en las profundidades de Apariencia desnuda. Hablamos de un poeta y pensador preocupado, a lo largo de su obra, en comprender la modernidad. En el área hispanohablante es uno de sus pioneros; el otro es Ortega y Gasset. Por desgracia, Paz es poco leído y ha terminado por ser reducido a un mero nombre que suscita alabanzas o fobias desmedidas. Yo creo que debe ser comprendido como alguien que propone una lectura original y moderna del arte y la poesía (dejo aquí la política de lado), experiencias que, a su entender, van a contrapelo de las prácticas institucionales: “Una reacción frente, hacia y contra la modernidad.” Frase entresacada de Los hijos del limo, en donde el “contra” significa forjar otra modernidad más radical, profunda y libertaria, ajena a toda estrategia de poder o de dominio. El arte es una ruptura, una alternativa, y así debemos considerarlo. Mediante lenguajes y formas irreductibles, el arte se manifiesta a los ojos del poeta como un territorio de fraternidad entre individuos autónomos y de reconciliación de los hombres con lo Uno-diverso. Tendríamos ahí un baluarte contestatario, el más radical.
A juicio de Paz, el lenguaje del arte es analógico, o sea, encarna una visión del mundo que reconoce la relación de correspondencias existente entre todo lo que es. Asimismo, el poeta alude a vasos comunicantes que incluyen el encuentro entre las culturas y entre el pasado y lo actual; encuentro siempre inconcluso que se asume en la exuberancia y el carácter enigmático de la existencia y del universo. De allí las siguientes palabras de El signo y el garabato: “La presencia se oculta a medida que el sentido se disuelve.” Para que esto se cumpla, para que los vasos comunicantes obedezcan a la reciprocidad y a lo eternamente insondable, se requiere un modo de percepción consecuente con ello, la ironía: pensamiento de lo excepcional, que rinde tributo a la abundancia interpretativa, ajeno a levantamientos absolutos o a certezas indubitables; forma de acercarse a los mortales y a las cosas, que opera en la intemperie y toma partido por lo inesperado, poniendo en crisis el principio de identidad y la rutina. Démosle la palabra al Paz de Los hijos del limo: “Analogía e ironía enfrentan al poeta con el racionalismo y el progresismo en la era moderna.”
Fácil es reconocer la línea genealógica y poético-pensante que alienta la obra de Paz: romanticismo, simbolismo, surrealismo. Línea que puede ser calificada de tradición de la ruptura, puesto que trae al mundo lo heterogéneo y plural, la diferencia, lo inesperado, sin por ello aniquilar el legado de las sabidurías arcaico-arcanas, aunque, esto sí, bajo la égida de la modernidad, mitos y ritos, constelaciones sagradas y lenguajes crípticos, sufren una actualización renovadora. Lo actual y en curso se conjuga, así, con todos los siglos en el instante que trascurre. Paz rechaza en ello lo arcaico y primitivo identificados con mitos del origen o con determinada edad dorada insuperable, lo cual convierte el tiempo histórico en un círculo fatal condenado a la repetición de lo siempre igual. A diferencia del tiempo moderno, tendido invariablemente hacia el futuro y en donde “cada ruptura es un comienzo”. El rescate de la ironía y la analogía, la actualización de lo ya sido y la afirmación del tiempo constituyente, son parte del arsenal de Paz. Cabe agregar el debate a fondo con las vanguardias. Un arsenal con que buscó, entre otras cosas —sin encontrar nunca el debido eco—, alertar la discusión del arte moderno en un México empantanado en el tiempo circular y mitos gastados. Pero acerquémonos al análisis de Duchamp.
El primer acercamiento de Octavio Paz al artista francés se da en el ensayo escrito en 1966 titulado Marcel Duchamp o El castillo de la pureza, incluido en un libro-maleta publicado en México el año 1968 por la editorial Era, y que contiene, a la par del referido ensayo, una reproducción en lámina claracil del Gran Vidrio; además de fotografías, determinadas obras y algunos textos de Duchamp, se incluye un sobre con nueve reproducciones de ready-mades… Insatisfecho con lo escrito, Paz emprende una nueva lectura del objeto de sus desvelos a la que titula Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, también publicada por Era (primera edición 1973, segunda edición corregida y aumentada, 1978). El poeta agrega aquí un capítulo en donde analiza Étant donnés… aunque, en realidad, el nuevo ensayo gira en su parte sustantiva alrededor del examen exhaustivo del Gran Vidrio. Duchamp agradece el esfuerzo de Paz y le manda un irónico telegrama que dice a la letra: “Gracias. He aprendido muchas cosas.”
Apariencia desnuda es un libro poblado de dudas interpretativas, descuidos y contradicciones, a lo que cabe agregar un exceso de erudición, a nuestro juicio innecesario, que marea un poco al lector, aunque —justo es señalarlo— tiene pasajes en los que brillan la escritura y la lucidez analítica. Paz se guía siempre por la creencia de que la obra de Duchamp en su conjunto obedece a una “estricta unidad”: “Hay que repetirlo: la obra de Duchamp es una vasta anamorfosis que se desenrolla, a través de los años, frente a nuestros ojos. De la Mujer que desciende la escalera a la muchacha desnuda del Ensamblaje [Étant donnés…]: distintos momentos del viaje de regreso hacia la forma original.” Si se prefiere, Duchamp realiza sólo una obra que se manifiesta de múltiples maneras y no concluye nunca: “Una espiral que empieza donde acaba y en la que allá es acá.”
Para demostrar su aserto, Paz ofrece una lectura minuciosa y atenta de las notas, escritos y entrevistas de Duchamp, todo ello acompañado de un aparato interpretativo que transita entre las sabidurías herméticas (tantrismo, alquimia…), la poesía de Mallarmé, Heidegger, y una puesta a punto sobre los problemas tanto del mundo tecnocientífico como del arte moderno. Para Octavio Paz el Gran Vidrio es la llave maestra para penetrar los enigmas duchampianos; dice bien: “Ese cuadro es un texto” cuyas “claves incompletas” están en la Caja verde y en la Caja blanca. Incompletas, pues son nada sin la obra cristalizada. Éste es el punto, las Cajas permiten una reconstrucción morosa y detallada de los elementos, funciones y entramado dinámico presentes en el Gran Vidrio. Reconstrucción que no nos entrega, ni mucho menos, sus claves últimas, pues éstas son, a fin de cuentas, indescifrables.
El rigor del empeño de Paz reluce ya en la manera en que traduce al español el título en francés: La Novia puesta al desnudo por sus Solteros, aun… “Puesta al desnudo” de la novia no debe entenderse como desnudada o desvestida, sino como rito escénico o exposición teatral. Y no se trata de pretendientes, sino de solteros, o sea, de personajes condenados a “una separación infranqueable entre lo femenino y lo masculino”. Y en cuanto a traducir même por aun, obedece al intento del poeta por subrayar el carácter azaroso de un término que, en rigor, “no significa nada” y nos deja en suspenso. Entrado ya en el núcleo de la obra, hay dos conceptos fuertes utilizados por Paz que llaman la atención: “Idea” y “texto”. Conceptos que nos indican, siempre según el poeta, que podemos considerar el Gran Vidrio como una especie de “pintura como filosofía”. O con más amplitud, como una obra que encarna “las tres ciencias que rigen el universo de Duchamp —la erótica, la meta-ironía y la metafísica”. Paz hablará también de la “descripción gráfica del funcionamiento de una máquina y representación de un ritual erótico”. Si de precisar argumentos se trata, podríamos quedarnos con la identificación del Gran Vidrio como “un objeto de cuatro dimensiones (…) que es una Idea (…) que se resuelve al cabo en una muchacha desnuda: una presencia”. Objeto cuyo contenido latente lejos de poder ser percibido con los sentidos, exige un arduo esfuerzo de desciframiento: “El cuadro es un enigma y, como todos los enigmas, no es algo que se contempla sino que se descifra.”
Descifremos con Paz. Tenemos que el singular Novia, y el plural Solteros (respeto aquí el uso de mayúsculas del poeta), sirve para indicarnos, de buenas a primeras, que si alguien ocupa un lugar relevante en el Gran Vidrio es la Novia. Digamos que entre ella y los Solteros existe la distancia que hay entre una personificación “simbólica” e “ideal” (diosa, mantis religiosa, virgen) y un grupo de hombres comunes y corrientes. Diferencia jerárquica concretada en dos espacios específicos, el superior habitado por la Novia (libre y etéreo, abierto y de formas desmesuradas), y el inferior poblado por los Solteros (imperfecto, pesado, sometido a la perspectiva tridimensional: “infierno monótono y chabacano según lo declaran las letanías del Carrito”). Lo peculiar del caso estriba en que los señalados espacios se encuentran encuadrados en un horizonte metafísico que incluye o totaliza, sin violencia alguna, determinados descubrimientos de la física moderna que llaman la atención de muchos artistas de vanguardia: “Esta oposición entre las formas de aquí y las de allá es un nuevo ejemplo de la manera en que Duchamp pone ciertas nociones populares de la física moderna —cuarta dimensión y geometrías no-euclidianas— al servicio de una metafísica de origen neoplatónico.”
¿Duchamp neoplatónico? ¿Versado en teorías físico-matemáticas de difícil comprensión para un lego? ¿Un metafísico a fin de cuentas? Expliquémonos. Duchamp se acerca al neoplatonismo guiado por la convicción de que en la esfera de las ideas residen la sabiduría superior y el hedonismo refinado. Encumbramiento de lo eidético-neoplatónico que le permite cuestionar la carencia cognoscitiva del arte epidérmico-retiniano. Paz cree, además, que la Novia es una proyección eidética: “La Novia es la copia de una copia de la Idea.” Pero por más que hurguemos en los textos de Duchamp, no encontraremos nunca el concepto “Idea” utilizado en términos metafísicos. Reparemos en la respuesta que Duchamp le da a Pierre Cabanne, cuando éste le pregunta sobre sus creencias: “No creo en la palabra ser. La idea de ser es una invención humana (…) Se trata de un concepto esencial que no existe en la realidad y en lo que no creo.” Por lo demás, resulta difícil conciliar dos atributos que Paz reconoce en la Novia, el de ser “una realidad Ideal que se resuelve al cabo en una muchacha desnuda: una presencia”; y el de encarnar, a la vez, “Un motor deseante y que se desea a sí misma (…) Su esencia es el deseo.”
Queda la duda abierta: ¿es posible que una Idea descarnada (“realidad más allá de los sentidos”), la Novia, se transfigure en encarnación de Eros? Habrá que decidir: o “copia de una copia de la Idea”, o “tanque de gasolina” del amor. Decidir, ya que Paz deja el asunto en suspenso. Por mi parte, creo que la conciliación es imposible, ya que nada autoriza el tránsito del hermetismo neoplatónico fundado en entes supratemporales, ingrávidos e inconmensurables, al erotismo y el deseo tal cuales. Y más si pensamos que el deseo encarna en el Gran Vidrio el exceso desatado e irrefrenable que, en consecuencia, demuele en su devenir toda certeza o idea fija e intemporal. Digamos que el erotismo desborda por doquiera los límites conceptuales. Quizás Octavio Paz se percata de ello; de allí que introduzca en su exégesis del Gran Vidrio una figura arcaica constructiva-destructiva, la imagen tántrica de la diosa Kali, que viene a representar el erotismo entendido como energía vital que disuelve cualquier entidad fija y que, forzando un poco las cosas, Paz termina emparentando con la Novia entregada a su deseo: “Una versión del mito venerable de la gran Diosa, la Virgen, la Madre, la Exterminadora donadora de vida.”

Bomarzo

Elsa Cross
(Fragmento)

En las viejas historias se habría dicho:
fue un mal viento,
fue el Dios lleno de ira,
la Furia o el Demonio que pasaba,
fueron las Ánimas.
Sería cualquier cosa menos uno,
lo que se desdoblaba ensombrecido,
magnificando el gesto,
afilando la arista del golpe oblicuo—
contra uno mismo.

Y todavía se enrosca la pregunta
sobre aquello que no pudimos nunca hablar.
¿Era en un sueño,
o estábamos despiertos— ebrios, locos, posesos?
O era un dios acercándonos los extremos del mundo
para aplastarnos dentro,
para arrojarnos por esa grieta
como a pequeños cerdos.
¿Eran los hados,
o la mano hostil de la Diké?

Y ya bastaba
de esa manida retórica del fracaso,
como Bogart en Casablanca.
O el Padre Placencia,
ciego en ciernes,
curado contra su voluntad,
perdiendo para siempre el prestigio
de gran pecador herido por el castigo divino,
de ciego visionario
como Tiresias y Fineo.

Nunca entendimos
si era uno quien mataba o quien moría
–-es un decir—
confinado en ese laberinto,
ese rincón oscuro como centro del cosmos,
donde enfrentamos
la paradoja de los campos ilusorios:
desde dentro no se podían discernir
y al salir de ellos se esfumaban.
¿Qué hubo allí?

Si la oscuridad, como decían los sabios,
es lo que media entre el saber divino
y el humano,
¿sería entonces la ceguera
un terreno seguro?
En la paciencia de las cosas
y sufriendo el dardo divino
encajado en frente y corazón,
¿no se sortearía cualquier línea divisoria?
¿O era sólo tocar las superficies,
las paredes,
los vacíos tenebrosos?

Y nos llevaban el café
en nuestras tazas gemelas
con un motivo siciliano:
una Esfinge apostada
sobre un montón de cráneos,
y una serpiente alzándose hacia ella.
Más amables las Esfinges de Bomarzo.

Lengua nocturna

Efraín Bartolomé

EL CADEJO

El Cadejo es cuadrúpedo y es negro y es lanudo y surge de la noche por campos y poblados en donde el monte abunda y no penetra el sol. ¿Has sentido esa cinta escalofriante que recorre tu espalda cuando entras, solo, en el boscaje umbrío? Es el Cadejo. Son sus ojillos rojos y encendidos lanzando su delgado veneno electrizante. Es hijo de la Culpa y fue adoptado por la Noche. Por eso le temen los borrachos y los concupiscentes, los trasnochados y los que vienen de hacer mal. ¿Has oído el latir alborotado de los perros en las lejanas rancherías donde no hay luz eléctrica? Le ladran al Cadejo. Se les eriza el pelo y sus músculos se tensan, a veces hasta el desgarramiento, produciendo una curva violenta en su espinazo súbitamente adelgazado. Los perros de bravura más probada se acercan al Cadejo con dientes agresivos y tiran tarascadas que sólo encuentran el aire. Al día siguiente duermen todo el día: están cansados, agotados, lánguidos. Dice mi tío Rodrigo que a veces se aparece por la vega del río, a veces por el rancho de don Manuel Trujillo. Se roba las muchachas, se come los niños. Se lleva los borrachos hasta el espinero: los deja atascados en el Chamenhá. El Cadejo entra a veces por las calles oscuras de los pequeños pueblos y se esconde acechando a sus posibles víctimas. Sabe esconderse bien y logra engañarnos haciéndonos creer que los destellos colorados de sus ojos son tan sólo luciérnagas, brasitas de cigarro, fragmentos de un tizón que el viento dispersó. Se ha dicho que es como un gran perro, como un carnero enorme, como una danta, pero con mucho pelo ensortijado. Se cree que tiene cuernos porque a veces da topes a los bolos que no quieren regresar a su casa y siguen buscando alcohol en los rincones de la madrugada. Entre los que saben de lenguas hay quien dice que su nombre viene del portugués cadello, del latín catellus: perro pequeño, cachorrillo. Es obvio que en Centroamérica, gracias a la fertilidad de la tierra, gracias al aire y a los ríos, ha medrado hasta alcanzar su tamaño actual. Hay quien dice, también, que ya no se aparece, porque le gusta la sombra y el monte nutrido y ahora, con las brechas y con las carreteras, su casa ha sido destruida poco a poco. Otros piensan que vive escondido en el alma de ciertos hombres que usan embozo, sotana o metralleta y tienen estremecimientos de placer mientras riegan con sangre el camino a Utopía.

La montaña y el verso

Eve Gil

En 1982 se publicó el primer libro de Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950), un poeta que dejaría huella en las letras mexicanas. Ahora que Bartolomé es reconocido como uno de los mejores poetas vivos de México (junto con, me atrevo a especificar, Eduardo Lizalde y Francisco Hernández), se lanzan varias ediciones conmemorativas, una de ellas en tiraje de colección (Ediciones Monte Venus-Universidad de Colima, 2007) que vuelve a deslumbrar con el violento canto de sus imágenes.

—¿De quién fue la iniciativa de lanzar una edición conmemorativa por el XXV aniversario de
Ojo de jaguar?
—Qué bueno que me preguntas eso porque me das oportunidad de agradecer a mucha gente. Salieron, de hecho, cuatro ediciones conmemorativas: dos en Chiapas, una en Colima y otra en Tabasco. Creo que todo empieza con una nota de Juan Domingo Argüelles en El Universal sobre los cinco lustros de Ojo de jaguar. A partir de ahí se desencadena una serie de gratos acontecimientos: Marco Antonio Campos le propuso al rector de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas hacer algo al respecto. El rector, Jesús Morales Bermúdez, narrador y ensayista, lector sensible que ha escrito y publicado sobre Ojo de jaguar, aceptó la propuesta y un día me llamó. Me comentó que Rodrigo Núñez, un refinado editor chiapaneco, le había llevado la idea de hacer una edición del libro y que ya estaba caminando el proyecto con la Casa Juan Pablos. La edición en pasta dura y tamaño devocionario, para que quepa en la bolsa de la camisa y vaya junto al corazón, es una pequeña gema.
Mis amigos Sonia de la Rosa y Roberto León Chanona, dueños de León de la Rosa Editores, de Tuxtla Gutiérrez, tenían muy pendiente la fecha y prepararon una hermosa edición llamada Lengua nocturna Los poemas inéditos de Ojo de jaguar. Es eso exactamente: los poemas inéditos que se incorporan al libro en 2007. Hicieron un trabajo editorial precioso en gran formato: doble carta, papel de algodón, relieves y gofrados, con ilustraciones de Manuel Cunjamá. Cien ejemplares numerados y firmados.
La edición tabasqueña fue con Francisco Magaña a sugerencia de Marco Antonio Campos. Chico Magaña conocía bien el libro y recibió el proyecto con mucho entusiasmo. Bajo su cuidado salió un libro bello, sobrio y elegante. Hay un sobretiro especial de veinticinco ejemplares numerados y firmados que vienen en estuche de tela.
La joya de la corona es la edición de MonteVenus, el proyecto editorial de un grupo de poetas de Colima: Sergio Briceño, Verónica Zamora, Sandra Velázquez y Carlos Ramírez Vuelvas. Han sido lectores de Ojo de jaguar desde hace muchos años y lograron hacer esta apabullante edición con el apoyo de la Universidad de Colima. Es una lujosa edición para bibliófilos: el libro viene encuadernado en tela, con el título en relieve, en gran formato (44 x 29 cm.), impreso en papel Domtar Titanium de 118 gr., libre de ácido y sin cloro elemental, con guardas de papel Domtar Feltweave Spirit Red de 216 gr. La obra va protegida con sobrecubierta ilustrada y plastificada. El tiraje es únicamente de trescientos ejemplares numerados y firmados por el autor y no circulará en librerías.
¿Por qué todo este revuelo? Porque, me da gusto decirlo, este mi primer libro supo ganar lectores desde su aparición inicial en Punto de partida, en nuestra sacrosanta UNAM, en 1982. Ha llegado ahora a su décima edición. La más reciente, la séptima, era del 2006: Ojo de jaguar es uno de los cuatro libros incluidos en El ser que somos, la antología de mi obra que publicó en España la Editorial Renacimiento. Me tocó el privilegio de ser el primer autor latinoamericano incluido en su Colección Antologías. La edición mexicana anterior a esa fue una edición bilingüe, español-inglés, en tomos paralelos, ilustrados, de gran formato, que hizo el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas. Ésta se agotó desde hace unos cinco años y la antología española es muy difícil de hallar en México. Por eso, porque el libro tiene lectores y el libro ya era inencontrable, porque algunos de esos lectores son mis amigos y porque algunos de esos amigos son editores o tienen contacto con el medio editorial, es que sucedió este acontecimiento que me tiene tan feliz. “Escribir poesía es arrojar un puñado de pétalos de rosa al Cañón del Colorado… y esperar el eco,” es una frase que se atribuye a Pound. Debo decir, con gran alegría que todas estas muestras de cariño de mis amigos son formas variadas de escuchar el eco.
¿Cómo era el Efraín Bartolomé que plasmó el paisaje de su natal Ocosingo en este maravilloso libro? ¿Ha cambiado a lo largo de veinticinco años? ¿En qué?
—Era un joven de entre 24 y 30 años, que comenzaba el ejercicio profesional de la psicoterapia, tenía tiempo completo como profesor universitario, se estrenaba como padre y terminaba de formarse o de esculpirse a través de la escritura apasionada de poemas. Esa pasión, que comenzó a los nueve años, se acentuó a los 16 y comenzó a producir frutos maduros a los 24, había crecido como un amor secreto. Nunca luché contra ella pero sí hice esfuerzos por no sucumbir tanto a la lectura y a la escritura de poesía mientras me formaba profesionalmente en el campo profesional de la psicología. Era lector de todo siempre aspirando a ser merecedor al título de poeta. Es un sueño que todavía conservo. El choque entre la Naturaleza que yo vi en esplendor y lo que ya no podrían ver los ojos de mi hijo, fue generando el libro. En el resto del planeta estaba sucediendo lo mismo, quizá por eso el libro hiere del modo en que lo hace.
—La hamaca es una presencia constante en tus versos, ¿escribiste estos poemas balanceándote en una hamaca al ritmo de la brisa marina?
—No. Los sitios de mi escritura son la selva y el trópico pero estos están bastante lejos del mar. No son poemas escritos en el reposo sino bajo el sol y contra el viento, bajo la lluvia y sobre la tierra. Yo soy un caminante y un gustoso de la montaña. Cada vez hay que ir más lejos para encontrarse con territorios vírgenes, y a mí me gusta hacerlo. Si Ojo de jaguar puede tocar el alma de sus lectores es porque los cuatro elementos son la materia viva de la escritura. Recogí un poco de la húmeda tierra natal y la amasé con sangre y luz hasta que logré una escultura donde, como lo quería mi maestro Salvador Díaz Mirón, palpitaba una hermosura trágica.
—Leyendo los comentarios críticos respecto a tu obra, descubro que casi todos los analistas coinciden en un elemento muy interesante: “el ritmo”... y digo interesante porque percibo que ese elemento, la cadencia en la poesía, empieza a diluirse o a perder importancia... ¿qué opinas respecto a esto último y qué importancia tiene para ti la cadencia de los versos?
—La poesía cabalga siempre sobre la música pero es claro que la pura sonoridad aún no es poesía. Para que se produzca el milagro es necesario que haya una emoción originaria en el poeta, luego el feliz encuentro de sonido, imagen y sentido en los recursos formales, para que finalmente la emoción original cifrada en el poema con los medios antes señalados encuentre destino: la emoción en el lector. El poeta tiende su arco en el origen y prende una flecha de sangre sobre la playa del futuro.
—¿Es cierta mi impresión de que esta escritura entrañó para ti muchos riesgos de tipo físico y emocional? ¿Que incluso lloraste y sufriste?
—Tanto como reí y gocé. Esto tiene que ver con lo que te decía antes. Si el poema no tiene origen en las emociones del poeta no tendrá destino en las emociones del lector. Y cuando eso sucede el poema nació muerto. Logorrea sin logopea, divertimento en el vacío, material para el olvido, ofrenda que la Diosa ni siquiera escupirá…
—Aparece aquí un hermoso poema (bueno, todos son hermosos), dedicado a tu hijo Balam, que ya debe de ser un hombre, ¿cómo reaccionó él cuando supo que su padre lo había retratado en un poema?
—Mis hijos son buenos lectores de la poesía que importa para vivir. Él es artista plástico y a sus 32 años está luchando a brazo partido por conquistar territorios inexplorados en el arte. Mi hija estudió letras clásicas y se orienta hacia la cultura celta y la historia de las religiones. Las “Cartas desde Bonampak”, dedicadas a Balam cuando tenía siete meses, son material muy conocido entre muchos lectores incluso de su gremio. Hace unos días, en una reunión masiva, un hombre se me acercó diciendo: “A ver si recuerdas de quién son estos versos…” Y se soltó:

Viene la lluvia pasos de tigrillo
Viene la noche tapir ciego
Viene el hambre puma grande
Viene mi hijo sonrisa de la selva
Fruto silvestre Tempestad de alegría

Mi hijo viene guacamaya
Viene mi hijo quetzal
Viene el tigre niño
Viene Balam Balam Balam

Claro que me acordaba: dijimos juntos la segunda estrofa. Luego me contó que para el bautizo de su hijo, que ahora tiene 21 años, había hecho imprimir esos versos en las participaciones y se sabía de memoria esas estrofas.
A Balam nunca le he preguntado de modo directo su reacción ante el poema pero sé que me leen. Él y Celina aprendieron desde niños a moverse con naturalidad entre el oro más pulido del espíritu humano. No es fácil hacerles pasar gato por liebre.
—Pareciera por momentos que Efraín Bartolomé es un poeta solo, es decir, que parte de cero o de una tradición poética muy remota, ¿es cierta mi apreciación? ¿Quiénes son tus influencias literarias reconocidas?
—Por encima de todos, el padre Homero. Soy un gozoso lector de la Ilíada en verso aunque, como muchos, comencé con la versión en prosa de don Luis Segalá y Estalella. En verso he leído las versiones de Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, Gómez Hermosilla, Rubén Bonifaz, y la que me resulta más fascinante y lograda: la de Fernando Gutiérrez. En esa línea y ya en español, soy fan de Góngora, de Quevedo, de Garcilaso, de Manrique, de Díaz Mirón, de Rubén Darío, de Antonio Machado, de García Lorca. En otros idiomas, de William Blake, de Baudelaire, de Pessoa. Ellos y algunos más pero no demasiados.
—¿Realmente viste al cadejo cuando eras niño?
—Aquí el adverbio de modo: realmente, es lo que menos importa. Viví y sentí la atmósfera escalofriante que dejaban sus apariciones en un pequeño poblado a la entrada de lo que fue la gran Selva Lacandona, sin luz eléctrica, rodeados por los elementos: lluvias y tormenta, agua por todos lados, oscuridad total a veces y hormigueros de estrellas en otras ocasiones. De pronto los perros enloquecían y el vecindario despertaba y el rumor corría como un escalofrío en el espinazo de la noche. Al día siguiente los niños hablábamos en la escuela de aquella hierofanía y una anécdota traía otra y la leyenda se iba solidificando poco a poco.
—¿Qué escribes actualmente?
—Lo que la necesidad me va poniendo en la oreja del alma. Por lo general, y aunque no tengo prisa por escribir, no pierdo el ritmo. A veces el manantial gotea y otras veces produce abruptos torrentes incontenibles. Cuando estos se detienen en pozas apacibles, se forma un nuevo libro.

lunes, 11 de agosto de 2008

Bochinche, actual canon literario cubano

José Prats Sariol
(Fragmento)

Bochinche alberga significados deliciosos, puntuales para nuestro enrevesado tema: tumulto, barullo, alboroto. La RAE anota una tercera acepción, muy útil aquí: “Chisme, a veces calumnioso, contra una persona o familia, que cobra mayor proporción y maledicencia a medida que pasa de una persona a otra.” Por supuesto, también tiene que ver con las formas de la “transtextualidad”, en el sentido que le otorgara Gérard Genette, al ampliar el de “la literariedad de la literatura”.[1]
Aunque la presente indagación se limita a la poesía, algunas de las hipótesis pueden resultar útiles para otros géneros. Así ocurre con el virus político que ha pretendido convertir la cultura cubana en un rizoma. A pesar de que todavía no acaba de esfumarse, en este 2008 resultan obsoletos algunos deslindes de los años noventa. Ningún lector medianamente serio ya escinde en dos orillas los textos escritos por nacidos o naturalizados en nuestro archipiélago. Las consideraciones de territorio e ideología —válidas para las necesarias contextualizaciones sistémicas[2]— apenas ensombrecen una heurística similar a la utilizada para cualquier otro país, ante la contundente victoria que la noción de lengua en la que se escribe —a consecuencia de los ríspidos procesos de mundialización— obtiene año tras año, relega la “literatura nacional” a la historia.[3]
Precisamente el giro antilocalista, junto al eclecticismo crítico ante vertientes estilísticas, son los dos sesgos que con mayor diafanidad se observan en la más reciente literatura cubana, como parte de un fenómeno “posmoderno” que ya no quiere convertir el majá en sierpe[4] o la sierpe en majá, que ya no se rige por estéticas románticas.
El rumbo, del que señalaré algunos indicios, por supuesto que además se halla bajo las bondades y borrascas de fenómenos tecnológicos como la cibercultura, junto a la multiplicación enardecida de autores éditos gracias al abaratamiento de ediciones digitales, el aumento de las privadas en soporte papel (incluyendo de universidades y fundaciones), los blogs (fuera y dentro de Cuba)[5] y la inundación de sitios webs. La literatura cubana, en este sentido, experimenta un similar problema receptivo que, por ejemplo, la mexicana. Los críticos ni siquiera podemos estar al tanto de un género, dificultad a la que ya nos enfrentábamos alrededor de 1980, según testimonio de Gabriel Zaid[6] cuando entonces censó 549 poetas jóvenes en la nación azteca.
Veintiocho años después la complicación, aunque beneficiosa en varios ángulos para la poesía de habla hispana, hace pantagruélico cualquier esfuerzo que trate de abarcar las cuatro generaciones biológicas de autores cubanos vivos: bisabuelos (Fina García Marruz, por ejemplo), abuelos (Manuel Díaz Martínez), padres (Raúl Rivero), hijos (Pablo de Cuba Soria), además de promociones intermedias en edad (Reina María Rodríguez), distinciones por poéticas autorales (José Kozer), por grupos afines (los escritores que se agruparon en la revista Diáspora (s)) o por encontrarse en algún centro periférico: Las Villas, Madrid, Pinar del Río, Ciudad de México, Holguín; si admitimos la polémica designación de La Habana y Miami como principales núcleos urbanos generadores de circuitos culturales.[7]
Varias paradojas se agregan como señales de que hipótesis investigativas y evidencias textuales experimentan incertidumbres que dificultan conclusiones categóricas, por otra parte innecesarias —y siempre peligrosas— en las siempre movedizas espirales de la creación artística. La más obvia paradoja es que siendo la poesía el género menos leído, es el que mayor cantidad de autores y textos presenta; pero esta contradicción dialéctica no es privativa del tercer milenio de la era cristiana, sino un viejo espejismo que hace creer “poeta” a cualquier “espíritu sensible”, sobre todo en la primera juventud; a lo que se añade, del otro lado, la insignificancia que puede representar el dato numérico, por lo general ajeno a las élites generadoras de nuevas propuestas estéticas, siempre lectoras de poemas.
La segunda paradoja la enuncia Harold Bloom: “Todo poema es un inter-poema, y toda lectura de un poema es una inter-lectura. Un poema no es escritura sino reescritura, y aunque un poema fuerte sea un nuevo comienzo, ese comienzo es un recomenzar.”[8] Quizás el exilio y el insilio, bajo la diáspora externa e interna, ha provocado una suerte de adanismo donde por razones exógenas se producen escandalosas omisiones,[9] que niegan la inexorable formación de un canon. Fenómeno al que contribuye, aunque cada vez menos, la carencia de una intercomunicación fluida entre los autores. A lo que se añade, sobre todo entre los que luchan por ser “reconocidos”, un agón —nunca está de más recordar que “competencia” viene de la misma palabra griega que “agonía”— no siempre sano, no siempre saludable y muchas veces injusto, como ocurre con descalificaciones, ninguneos de obras significativas en razón del ideario, la poética o el círculo de amistades del autor. El caso de Heberto Padilla me parece el mejor ejemplo dentro de Cuba, el de Nicolás Guillén ilustra el sectarismo de ciertos círculos del exilio. Y al revés: ¿Cuántos poetas mediocres, en La Habana o en Miami, son exaltados como “figuras decisivas” según su condición de amanuenses o disidentes del castrismo tardío? ¿Cuántos libros no son calificados de “fundamentales” en flagrante olvido de la filología?[10]
Una tercera paradoja la hallamos en los ríspidos, controvertidos campus de la crítica literaria, casi siempre provenientes de la Academia. Mientras los estudios sistémicos tienden a disminuir, junto a los panoramas e indagaciones abarcadores de un periodo o de un grupo más o menos cercano, proliferan las reseñas laudatorias, casi siempre escritas por íntimos y por autores carentes de un mínimo instrumental de análisis, huérfanos de una cultura que incluye nociones de fenomenología y de Critical Thinking.
Recalco, además, la diseminación. No sólo como sitio donde el autor vive sino, más decisivo, como referente espacial en los textos. Asimismo, la abundancia de la parodia y de cierto aire minimalista, signo clave en la poesía subversiva de Virgilio Piñera y característico en poetas aún jóvenes como Carlos Alberto Aguilera[11] o en algunos textos de uno de los mejores poetas de las últimas décadas: Carlos Augusto Alfonso,[12] nacido en 1963, que vive en Cuba.
Pero quizá la zona más atrevida se halle en la utilización del ciberlenguaje y en los poemas escritos expresamente para su recepción vía internet, no para su divulgación en ese soporte. Lo que implica posibilidades de “armar” el texto, una interactividad que revoluciona la concepción tradicional de emisor-receptor, que ofrece cambios de imágenes y de música, por supuesto que también variaciones del texto, a urdir por el “lector” como un homenaje a los célebres caligramas de Apollinaire.
[1] Gérard Genette, Palimpsestes, Editions du Seuil, París, 1982, p. 9.
[2] Como la que realiza Pío E. Serrano en “Territorio, lengua e ideología en la narrativa cubana del exilio. (Narrativa cubana del/desde el exilio”. Copia del valioso ensayo (¿inédito?) que me enviara el autor vía internet.
[3] A propósito de un paranoico (Schreber) Elías Canetti apunta: “El éxito aquí como en todo depende exclusivamente de casualidades. Reconstruirlas, simulando una legitimidad, se llama historia.” Comparto la idea del intenso pensador, válida también para la identidad y otras categorías románticas de la modernidad. En Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, 3ª ed., 1981, p. 445.
[4] Aludo a una de las máximas que José Lezama Lima pusiera en “Razón que sea”, como una especie de editorial en el primer número de la revista Espuela de Plata, agosto-septiembre de 1939. El desafío afirmaba: “Convertir al majá en sierpe, o por lo menos en serpiente.”
[5] Privilegio el vigoroso trabajo que realiza desde La Habana Yoani Sánchez. Su blog “Generación Y” obtuvo este 2008 el Premio Ortega y Gasset. Es sintomático que las autoridades cubanas no le dieran permiso para trasladarse a Madrid por el premio. Aunque el artículo periodístico (crónica, reportaje, texto de opinión) puede considerarse una forma del ensayo, es decir, parte de un género literario; también a veces incluye poemas y cuentos, como otros blogs de cubanos dentro y fuera del país (Cf. los que promueve Encuentro en la Red).
[6] Gabriel Zaid, Asamblea de poetas jóvenes de México, México D. F., S XXI Editores, 1980.
[7] Según los parámetros de Ángel Rama en La ciudad letrada, Ediciones del Norte, New Hampshire, 1984.
[8] Harold Bloom, Poesía y represión, Adriana Hidalgo Editora, Argentina, 2000, p. 17
[9] Las omisiones, por supuesto, no caen ya en los errores de los años setenta. Pero incluir uno o dos poemas en alguna antología, de tiraje mínimo, no significa reconocimiento, más bien se trata de sagacidad oportunista. Aún se espera la inclusión de Gastón Baquero, por ejemplo, en los programas y textos escolares, aunque el Instituto Cubano del Libro publicara su poesía, tras su muerte en Madrid. Cf. Gastón Baquero, La patria sonora de los frutos, Selección, prólogo, notas y compilación del apéndice de Efraín Rodríguez Santana , Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001.
[10] Habría que añadir, por razones de complejo de inferioridad, de aislamiento y de contagio político triunfalista, la sobrevaloración de autores locales. Penosa realidad cuyo ejemplo más cercano lo experimento cada vez que algún crítico del insilio propone conferencias y hasta cursos monográficos, en universidades extranjeras, sobre poetas olímpicamente ignorados.
[11] También en poemas de Rolando Sánchez Mejías y Pedro Márquez de Armas, por solo citar dos autores entre los más relevantes. Porque otra historia, paródica de sí mismos hasta la autodestrucción, está en tres suicidas: Raúl Hernández Novás (1948-1993), Ángel Escobar (1957-1996) y Luis Marimón (1951-1995), este último víctima del alcoholismo. Obsérvese que los tres deciden desaparecer en el mismo quinquenio donde irrumpe el llamado “periodo especial”.
[12] Desde su primer libro, El segundo aire (Premio David, 1986), Unión, La Habana, 1987. También en su poderoso cuaderno Cerval. En esta línea resaltan poemas de Sigfredo Ariel, Jorge Iglesias y Emilio García Montiel, entre otros.

Para describir una planicie

Víctor Cabrera

Caos portátil. Poesía contemporánea de Brasil, selección de Camila do Valle y Cecilia Pavón, El billar de Lucrecia, México, 2007, 272 p.

En las primeras líneas de la presentación a Caos portátil, Camila do Valle escribe: "Una selección de poesía siempre (con)forma un paisaje. En el caso de ésta, se podría tener la impresión de que se trata de un paisaje muy contemporáneo: poetas nacidos en las décadas de setenta y ochenta. Pero en realidad, este libro (com)porta muchos paisajes: así, en plural."
Después de revisada un par de veces esta muestra, no puedo sino disentir de al menos una de tales afirmaciones.
Estoy de acuerdo con Camila en la primera de ellas, pero habría que aclarar: el paisaje que conforma una selección será siempre fragmentario, incompleto y, por lo tanto, perfectible, y su horizonte estará definido más por la mirada y las cualidades combinatorias de quien observa, califica, discierne, descarta y escoge, que por el talento y/o las virtudes de los seleccionados. Para decirlo de manera pedestre, no es igual el Ronaldinho de Rijkaard al de Dunga.
Matizada por la posibilidad (“se podría tener la impresión”), la certeza cronológica de la segunda declaración, antes que confirmar lapidariamente y arriesgarse de más, propone que sean los lectores los que se sumerjan en el caos y decidan por ellos mismos si, más allá del rigor temporal que impone la inclusión de autores nacidos en una determinada época, esos textos les resultan, en la forma y el discurso, verdaderamente “muy contemporáneos”. Y en eso podremos estar o no de acuerdo.
Difiero, entonces, de la tercera proposición (“este libro [com]porta muchos paisajes: así, en plural”) por dos razones: como dije, lo que prevalece en una selección, muestra, florilegio o como quiera que se le llame a una reunión generalmente arbitraria de textos y autores, es la mirada de su antólogo, su idea de —en este caso— la poesía contemporánea y su afán de compartir o imponer, dependiendo de su autoridad y su prestigio, dicha idea a sus lectores. Y lo que prevalece en este caso es un paisaje conformado por una mirada doble: la de la propia Camila do Valle y la de Cecilia Pavón, seleccionadoras de estos once, no, trece poetas (esto es, el equipo completo más dos suplentes que cada quien podrá alinear según sus preferencias). En segundo lugar, instalado ya en mi propia lectura, no alcanzo a vislumbrar desde ella ese paisaje múltiple al que se refiere Do Valle. Lo que veo, sí, es uno discontinuo, sucesorio, poblado de claroscuros o, para decirlo paisajísticamente, con sus crestas y sus valles: zonas de niebla y regiones de luz, amplios espacios de tanteo y otros, menos vastos y abundantes, de verdadera consolidación poética.
Lo que encuentro, antes que esa variedad que desea la compiladora, es la homogeneidad de tonos, discursos y hasta formas, previsible cuando se piensa en la naturaleza de un sello editor que asume valiente, temeraria y febrilmente el riesgo de privilegiar en sus publicaciones la poesía posvanguardista o ultravanguardista o neovanguardista de América Latina, frente a otros quizá mejor peinados (quiero decir engominados) o menos propositivos y en todo caso más afectos a eso que llamamos, positiva o infamantemente, Tradición.
Como en otras muestras o antologías de las poesías latinoamericanas más o menos recientes, lo que puedo observar es una búsqueda de contemporaneidad en la que los autores, en su afán por resultar forzosa y necesariamente rupturistas, terminan por ser sospechosamente semejantes uno a otro. Esta adopción de formas y fórmulas poéticas cada vez más generalizadas (piénsese, por poner un ejemplo, no en el poema en prosa, sino en la versión más narrativa de ésta) revele acaso un programa generacional en América Latina: el de ser uniformemente actuales. Lo malo es que las formas adoptadas parecen no ser siempre el mejor andamio para un fondo discursivo por lo demás confuso. Justamente allí donde no parece haber ese discurso de fondo, sugiere la lectura de estos poetas, hay un vacío, esto es, el simulacro que somos y habitamos: las sociedades de consumo, la televisión y la red omnipresente, el reality show que suplanta a la real life. También lo otro: la injusticia y la violencia secular de nuestras urbes, su disfrazada oferta de hastío, la pérdida de la esperanza. Y para confirmar(me) esta idea, escojo tres versos de Elisa Andrade Buzzo, una de las jóvenes poetas incluidas en estas páginas, “cuando termina la voluntad / De decir / Sobran sonidos guturales”.
Quizá sea esta la razón de que un buen número de los poetas incluidos en el libro parezcan urgidos de forzar los límites de la poesía en general, y del poema en particular, de hacer que todo quepa en ellos, de transformar cada palabra por la alquimia de la disrupción del espacio en blanco, del metatexto, de aquella prosa camuflada, incluso del balbuceo mencionado por Andrade Buzzo. Y es en este sentido que leo un puñado de frases programáticas que los autores intercalan en sus versos a manera de poéticas personales: “transformar toda la harina en pan” (Elisa Andrade Buzzo); “Hay un residuo de futuro en el viento”, “la libertad total en el reino de la imposibilidad” (Sergio Cohn); “Continúo una tradición que sigue hablando sola” (Camila do Valle); “¿y si nos libramos de ezra pound?” (Angélica Freitas); “pienso en el canto / en las modulaciones de la voz / en los lugares vacíos /en los espacios en blanco // y el resto es ortografía” (Izabella Guerra Leal); “Desconfío de las ideas, sé que todo poema es una navaja” (Augusto de Guimaraens Cavalcanti); “Nuestra juventud todavía no encontró el bar adecuado y la hora de parar”, “pedimos la bendición y vamos a dormir en el espejo / taponado de referencias analgésicas” (André Monteiro).
A veces estas consignas logran consolidarse más allá de sí mismas y es entonces cuando la poesía surge y supera los sucesivos tonos de denuncia o lamento social, la autorreferencia, la metatextualidad y el intertexto, la verbosidad excesiva y el excesivo laconismo. Menciono un par de casos que son los mejores ejemplos de esta sospecha pues se trata, a mi parecer, de las voces más sólidas y maduras, de las muestras más constantes de todo el libro: la propia Camila do Valle y Angélica Freitas.
En algunas ocasiones desde la ironía y, en otras, desde la encendida arenga de tintes feministas, pero a veces también, decantados puntualmente esos discursos, desde su voz más natural e íntima, es decir, más poética, Do Valle despliega sus mejores recursos y se erige como una verdadera conciencia social, ácida, corrosiva, más allá del puro y duro panfleto.
Angélica Freitas, por su parte, asume plenamente el humor como su más prestigiosa herramienta poética. Iconoclasta, Freitas pone en entredicho el canon poético-literario occidental para desmoronarlo por la vía de ese humor efectivo por venenoso. Lo suyo, declara la autora, no son Gertrude Stein (esa señora culona que se tira pedos en la tina) ni el viejo Pound, loco en su jaula de Pisa, sino las canciones de la radio y un batido de Rilke con helado para las noches de insomnio.
Otro caso que llama mi atención es el de Sergio Cohn, quien y haciendo uso de herramientas disímiles a las de Do Valle y Freitas (e incluso a las del resto de los autores), destaca en la muestra como una anomalía: un poeta mesurado que no apuesta ni por el desbordamiento verbal ni la pirotecnia de la imaginería, sino que parece avanzar seguro hacia una poética de la decantación. Lo demás parece numerosas tentativas entre las que aparece de pronto, como un hallazgo, extraordinario por inesperado, la poesía.
En su triple acepción, la palabra caos designa lo mismo el “estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos”, “confusión y desorden” y un “comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos”. Podría escoger cualquiera de ellas para definir la naturaleza de este volumen, aunque prefiero atender a la etimología griega del vocablo, que refiere una “abertura”. Me gustaría, más bien, hacer una invitación a leer este Caos portátil no como un desorden de bolsillo sino como una grieta desde la que vislumbremos la posibilidad de un panorama distinto.

miércoles, 18 de junio de 2008

Poetas apóstatas

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

I. Un retrato fotográfico
Tiene la pinta de un sobreviviente. Y así nos mira, como si quisiera escapar de nuestra mirada, fijo e incomodado por la lente del fotógrafo que recorta su silueta contra un muro de Cards. No sabemos, porque la foto es en blanco y negro, de qué color es el muro y si el gabán que envuelve el cuerpo de Michon es enteramente negro. En sus grietas relamidas por el musgo, el muro seguramente es verde grisáceo, como lo son de hecho todas las piedras que se exponen a la dureza de un clima violento y reiterado. Así, mientras se encoje en los hombros inexistentes de su gabán, Michon nos mira como si quisiera marcharse cuanto antes, como si no quisiera que lo identificáramos con lo que probablemente sea: un escritor con los méritos suficientes para aparecer en un retrato que será reproducido en los cintillos de sus libros, delgados volúmenes de no más de cien, ciento veinte páginas, vendidos por millares y traducidos a todos los idiomas europeos.
Pero Michon parece resignado a ser ese escritor y a incomodarnos con su estilo, vertiginoso y cruento; un estilo que se filtra como la humedad en las paredes de nuestra propia prosa; un estilo trabajado con manos ásperas y garbosas, las de un preso acostumbrado a picar la piedra de una cantera interminable y sin sentido.
Ara su prosa como se ara la tierra, a solas, bajo el silencio estival de una lámpara; golpea, glosa la piedra o camina en el desierto, deteniéndose de cuando en cuando a mirarse las ampollas que la sal y los rayos han sembrado en las plantas de sus pies desnudos. Las palmas de sus manos y las plantas de sus pies deben ser lo mismo, transparentes y entrecortadas, como las hileras de agua que la lluvia simula en el cristal de una ventana o como los sollozos de un niño. Más allá de la ventana está eso que llamamos el mundo; más allá de los sollozos del niño no quedan más que vestigios —los paisajes arruinados, yermos, de una vecindad para siempre postergada.
Entre el muro agrietado contra el que se recorta su figura y el rostro insidioso de Michon apenas hay diferencia. Uno y otro son caras de la misma moneda. De un lado el silencio y del otro la elocuencia. O el énfasis, como él lo llama con cierto desprecio. O con el desparpajo de un virtuoso que comenzó a escribir y publicar sus obras después de los treinta y tantos años. Ha perdido el pelo por completo y nos mira con las canicas negras de sus ojos diminutos. La mueca de sus labios desdibuja el monograma de la cólera y el asco. Ha visto y ha sentido el hedor de la belleza. “Todo tiene un precio”, parece decir con sus labios mudos. “Y el precio debe ser muy alto.” Michon lo reconoce: es un sobreviviente que ha superado la ausencia de la letra. Ha pasado por las primeras etapas de una vida estéril y ha escrito, para rendir cuenta de ello, sus Vidas minúsculas.
Ocho vidas contadas al azar de una cronología; ocho facetas de una realidad angustiada. Ocho pequeñas biografías que, en suma, constituyen el árbol genealógico de un escritor furtivo. Un escritor punible, Pierre Michon, nacido en Cards el 28 de marzo de 1945, en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Nacido sin esperanza después de la Guerra es equivalente a, en el caso de una inteligencia visceral como la de Michon, haber nacido sin esperanza después de Victor Hugo, Baudelaire y sobre todo Rimbaud. La sombra devastadora de este último campea de una manera o de otra en los escritos del primer Michon; que es también el último.
Huérfano de veleidades aristocráticas, Michon crece a la sombra de un árbol que se seca bajo los rayos solares de una lengua condenada. La Lengua, escribe con mayúscula, poseído del mismo énfasis con que escribe la palabra Hijo, a lo largo de los años y los libros; o con que encubre, después de Vidas minúsculas, el dolor metafísico que le provoca la orfandad del padre y de la madre. Porque el dolor debe ser revelado. Y los caminos de la revelación son azarosos. No digo que sea fácil escribir como él, aunque pueda entender ahora mismo el enclave en que tomó la decisión de escribir lo que escribió: una autobiografía novelada como única salida, como única forma de escapar a la condenación del abismo; una autobiografía de proporciones seculares, mínima. No es casual que a los 37 años la prosa se resuelva en ritmo, de la misma forma en que no es casual que pasados los treinta, en las orillas de los cuarenta, cuando todo para mucho está ya decidido, la salvación provenga de la única realidad legible o modificable por mediación del estilo: la pesadilla de la propia vida. La pesadilla hecha materia plástica, flexible; pero dura e inexorable a la vez. Michon juega con la fatalidad de saberse transitorio y nimio al mismo tiempo que se mira a los ojos y se deconstruye. Pierde el pelo a la par que pierde los ánimos: se sosiega en la escritura, que es otra forma que adopta la furia, otra forma de aniquilación del mundo.
Antes de la aparición triunfal de Vidas minúsculas (el libro se publicó en Gallimard en 1984, e inmediatamente después se hizo acreedor al premio France-Culture), Michon era algo peor que un “escritor sin obra”: era un hombre sin vida y sin porvenir, que deambulaba a expensas de una quimera falsa y desastrosa: la promesa de que algún día escribiría. Entre la obra y el silencio Michon tendió el puente de su propia vida, disfrazada de las vidas de quienes merodearon el árbol familiar de su infancia y su vida cruenta de adulto. Un niño huérfano, André Dufourneau, dueño de un porvenir nulo, que se embarca al continente africano en busca de nombre y fortuna (“Volveré de ahí rico o moriré”, dice, haciéndose eco de un Rimbaud que extiende su sombra de oro sobre este primer relato y a lo largo de todo el libro) y un cura de pueblo licencioso, Georges Bandy, que seduce a las feligresas más guapas de su parroquia antes de morir, varios años después, en un accidente de motocicleta. A la grandilocuencia, que acompañaba al gesto caótico de su vida real, Michon le opuso el vértigo contenido e incisivo de la biografía ínfima, el cuento razonado con el menor número de elementos posible. Vidas minúsculas guarda un ligero parecido con la Historia universal de la infamia (1935) de Borges, que sirvió de antifaz a los empeños de una imaginación que nunca quiso desmarcarse del todo de los ambages de la crónica y el ensayo. La diferencia entre el libro de Borges y el libro de Michon es que en sus Vidas minúsculas éste se asume como el eje en torno al cual gravita, en su engañosa quietud, la arquitectura de ocho relatos que se ensamblan como si fuesen las partes arquetípicas de un rompecabezas: el del propio retrato. Al hablar de ellos, hablo de mí, dice, en las páginas iniciales de sus Vidas minúsculas. A mayor o menor distancia del espejo y de los adminículos necesarios para llevar a cabo tan riesgosa empresa, Michon se retrata a sí mismo como lo hubiera hecho un artista italiano o flamenco del siglo XV, atento a la importancia que adquiere la construcción de la propia imagen para el levantamiento y la legitimación de una obra. Periodo concluido, furia extinta —tal es el sentido de la obra en el vocabulario de Michon.
Si los modelos literarios de Borges para su Historia universal de la infamia fueron la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y las Vidas imaginarias de Schowb, el modelo para las Vidas minúsculas de Michon fue el Flaubert de “Un corazón sencillo”. En la elección de un escenario, el clima desteñido de la Creuse, y en la elección de sus personajes, la vida callada y aglutinante de su propia parentela, Michon sigue la lección de su maestro. Porque también Flaubert habla de nadie, y al hacerlo, habla de sí mismo. La “modernidad” de Michon se aparece entonces bajo la forma definitiva que adopta la voluntad de su estilo: contar lo mínimo, lo insignificante, lo nimio, con lo mínimo; es decir, con el menor número posible de énfasis. Optar por una literatura menor no significa optar por una literatura mediocre o desfasada. Ejercer esta opción es una forma de cuestionar la economía abultada de lo preexistente y agregar una nota tangencial al paisaje; la nota de la propia errancia. Subvertir los cánones para encontrar acomodo en el mundo, sin hacer demasiado ruido, sin desviar la atención de los reflectores que están puestos todo el tiempo sobre la parte frontal del escenario. Pasar, merced a una discreción enfermiza, casi inadvertido.
La erudición es otro rasgo compartido con Flaubert. A lo largo de las páginas de las Vidas minúsculas desfilan los nombres de Melville, Conrad, Faulkner, Chateaubriand y el mismo Flaubert en persona. Si Michon le rinde homenaje a la literatura, por un lado, y a una brevedad salobre y jugosa por el otro, es porque en todos sentidos su prosa se descentraliza. Se vuelve mínima y rugosa. Se vuelve menor por rigor y disciplina. Uno requiere de montañas de libros para escribir la opereta de una sola página; pero se requiere de una vida acribillada y confusa para inyectar pasión a esas mismas líneas. El esqueleto sin la carne no puede constituir una proyección de lo humano hacia el infinito incierto y promisorio de una obra hecha esencialmente de palabras. Y de lo que está más allá de las palabras. De ahí los énfasis de Michon en los paisajes, exteriores e interiores, que van dando forma a su afición al alcohol, las mujeres y las drogas; una golpiza afuera de un bar le desfigura el rostro a los 27 años; acto seguido su mujer lo abandona y la soledad le da la bienvenida a una lucidez lacerante y ocho veces más aterradora que la realidad de un miserable huérfano de obra: “Me estaba hundiendo; [...] acusaba con grandilocuencia al mundo entero de haberme despojado, y perfeccionaba su obra; quemaba mis naves, me ahogaba en olas de alcohol que envenenaba, diluyendo en ellas montones de farmacopeas embriagantes; me moría, estaba vivo.” Mundo lapidario y telegráfico, zanjado por el uso y el abuso de las comas y los puntos y coma. Pero mundo diferido, al fin y al cabo, en el escenario de una prosa redimida en la existencia de esa misma prosa. Michon escribe Vidas minúsculas para salvar el pellejo; era este libro o nada, la sepultura en seguida del cadalso. ¿Acaso existe otro tipo de razón por la cual se deba escribir un libro?

Milán arrasa el sistema

Edgardo Dobry

Eduardo Milán, Índice al sistema del arrase, Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2007, 68 p.

Todos los poetas quisieran ser el último poeta, destruir la poesía o cerrarla para siempre —Joyce, al publicar Ulises, dijo que tendría a los críticos ocupados durante los siguientes trescientos años, deseando que por ese tiempo nadie leyera otra cosa que su libro. El hecho es que quizás Eduardo Milán, calladamente, sea por fin ese último poeta o, mejor pensado, el primero de una nueva estirpe: la de los que hacen poesía después de que la poesía haya dejado de existir. No se trata ya de “antipoesía”, dado que, para que exista un anti, tiene que estar la cosa positiva a que se opone, como mostró el mismo Parra al titular su libro Poemas y antipoemas (1954); tampoco podemos hablar ya exactamente de la memorable ironía del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, que en La insurrección solitaria, contemporáneo del mencionado libro de Parra, dice: “Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra./ Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”. Milán escribe en una época o en un ciclo en que el concepto de Obra Maestra —incluso quitando las mayúsculas— ha caído tan en desuso como el de belleza y el de gran poesía. El periodismo sigue usando estos conceptos, que rigen aún para la industria literaria, pero no para el poeta que, como dijo Lezama, mira en la poesía. La poesía, o lo que se sigue llamando así pero es ya otra cosa, sólo puede existir como lugar de resistencia a eso que pasa. No se trata de ninguna militancia ni de un combate contra nada, sino de una constancia en la resistencia sin la cual no hay escritura válida cuando se trata de poesía. Lo escribió el propio Milán acerca de Hugo Gola: “La historia de la poesía latinoamericana es, también, la historia de algunos poetas que cultivan un lenguaje al margen de la fiesta del mercado.” Ese “también” es veladamente, creo, para Milán, un “solamente”.
Un verso de Índice al sistema del arrase dice: “acodado en la nada un loco llora”. Pero ese loco que llora, ¿no es el propio verso de Milán? No ése sino el conjunto de los versos de Milán. Lloran, están locos. Sobre todo, el poema de Milán habla solo. Habla para sí, para mantener templada la lengua, para que el flujo de la lengua no se pare, para mostrar el sistema digestivo del poema que avanza como una lava candente pero siempre a punto de cristalizarse. Los poemas de Milán no empiezan, retoman: son un continuo. Lo que está en la página es un corte, no arbitrario pero necesariamente incompleto. Valéry, el perfeccionista, decía que un poema no se termina, se abandona. Milán, el que espuma las palabras a punto de nube, diría que el poema es abandonado por la poesía o que es el poema mismo el que abandona, el que toma un atajo en cuanto la poesía se distrae. Ya Nicanor Vélez, en el prólogo a Querencia, gracias y otros poemas (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003), señalaba que, a partir de Esto es (1978), “Milán empieza su andadura hacia el interior del lenguaje”. Los partes de esa cata espeleológica son, desde entonces, los sucesivos libros de Milán, cada vez más profundos. Un poco al modo del piano de César Vallejo que, en Trilce, “viaja para adentro”. Sin vuelta.
En algún lugar del poema hay, sin embargo, un núcleo; una suerte de verso dado —el poema de Milán, que es visiblemente un artefacto, sólo puede considerarse conceptual en la medida en que el concepto pueda surgir de una inspiración: hay algo que el poeta oye, casi siempre dentro de su mente misma —como los locos—. Por ejemplo: “Trabajó de pájaro durante algunos años.” A partir de esa formulación el poema se arma como una textura —un sistema inestable— de asociaciones fónicas, léxicas, semánticas, pero sólo con cadenas que se forman o bien en el significado más craso o ya en el eco del significado, en lo que queda de la acepción de una palabra una vez que su sentido visible se ha evaporado o callado: “La gente es indigencia pura / formando agencias de indigencia / —no sé si para compra / —no sé si para venta / o si para colocación / acodado en la nada un loco llora / —no sé si parará.” Rebotes de toda índole: paranomásica (gente/agencia/indigencia; para/parará), brutalmente semántica (compra/venta), sustitutiva (“nada” en lugar de “barra”), que es donde en verdad se acoda “la gente”, esté loca o no.
Del que “trabajó de pájaro” salen, por un lado, las variedades botánicas (“eucaliptos, paraísos, fresnos”), por otro lado la “canción” del trino que puede ser también un “son” y —por qué no— una “sandía que sangra” (en Milán, la paranomasia tiene siempre algo de paranoico: la locura, de nuevo). La locura del poeta maldito, que ha maldecido la poesía como contenido comunicacional, llevando las palabras de cada día al colmo de su llanura: en tanto arte hecho de palabras, el poema sólo se refiere a sí mismo —habla solo—. Proust dice (en Albertine desaparecida), a propósito de los leit motiv de las óperas de Wagner: “esos temas insistentes y fugaces (…) sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijéranse la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo”. Esta idea orgánica de la música —en su sentido sistemático y físico—, de algo que vuelve como la reincidencia de una neuralgia, se acerca al trabajo que hace Milán en el discurso de su poema; diría que hay todo un venero de versos de Milán en esos insistentes dolores de cabeza de la lengua que habla sola.
¿Cómo se conjugan esta inspiración, que nace cómo tal de un colmo de intensidad lírica, como el rayo salta de una tensión ya insoportable, y la fobia a todo contenido sentimental? Este Índice… actúa como una gota de detergente en la sartén al fuego de todos los discursos cruzados. Rápidamente la grasa de las palabras huye a los márgenes. Es la cruz de la moneda del lirismo: nombra lo que circula por adentro del discurso, rebota entre los sonidos, de golpe se pone gongorino “en el aire rumbo a tocar un cuerpo, / se quiera o no se quiera lo tocado”), de otro golpe aparece casi mesiánico (“no quiero que se olvide fácilmente / el pasar de la palabra por la historia”) y nunca deja de deslizarse por la cara material de la palabra, por la costra tipográfica.
Nicanor Vélez pone el famoso verso de Guilhem de Peitieu —“Farai un vers de dreit nien”— como acápite de toda la obra poética de Milán —Guilhem fue el primer punto de la circunferencia y Milán el último, se tocan—. Él mismo señala su admiración ante esa diana de la historia de la poesía fijada por el trovador en el siglo XI. En Índice al sistema del arrase vuelve el polo magnético del verso hecho sobre nada. Sobre una nada que se produce no por vacío sino por saturación, como una página negra de tinta china escrita con un punzón. Milán lleva la fusión fría en la que viene trabajando desde hace muchos años a su punto álgido: “Poder con el poder, / se trata de lo que no se se trata. / Carnal, la nacional no cruza / la frontera, fuera de la jauría / que no alcanza cuelga, temblor…” Hilachas, núcleos partidos, grumos de sentido que se descomponen. Una lengua poética que se reescribe en el espejo de estas páginas. El magma americano trenzado en haces que se atizan entre sí.