martes, 11 de mayo de 2010

Rafael Cadenas: el estado de gracia

Silvia Eugenia Castillero
En Himnos a la noche, Novalis imagi­na el hombre como un rapsoda en me­dio de la disolución nocturna cuyo único propósito es trasladar el lenguaje al claros­curo.
El claroscuro, como un peñasco que asoma apenas en el agua, linda con la nada o con el todo. En ese linde, o deslinde, el fenómeno poético se man­tiene en el espacio de la formación de la lengua, en esa vorágine de materia sensible aprisionada en la forma. Allí, en el devenir mismo de la forma al li­berarse de sí misma para contener la materia, y de la materia que se diluye mientras logra ser otra cosa, encontra­mos la poesía de Rafael Cadenas. Y sin más, al leerlo, somos conducidos al recinto de la intimidad.
Ya lo apuntaba con sabiduría Al­fonso Reyes: “Se oponen forma y ma­teria, o mejor aún se contraponen, y gracias a eso se componen, pero su composición es un compromiso —más o menos afortunado— en pugna secre­ta.” (Apuntes para la teoría literaria). Desde esta pugna, en la trinchera del lenguaje, Rafael Cadenas se vuelve, con su estilo, un crítico de la lengua. Como san Juan de la Cruz, busca superar el propio lenguaje, poseerlo fuera de to­da explicación y simbolismo. “Tenemos que recuperar el sentimiento de segu­ridad ontológica —dice. (…) Lo místico es esta libertad vacía que arranca de la supresión de la anestesia del lengua­je (…) Lo místico es el mero acto de es­tar aquí ahora, completo en sí mismo, deshecho ese perpetuo tic que tenemos de ir a buscar la realidad en otra parte: proyectos, planes, o nostalgias.” (Apun­tes sobre san Juan de la Cruz y la mística.)
Como el austriaco Karl Krauss, a quien le dedica un ensayo en su libro En torno al lenguaje, Cadenas cree —y es una preocupación central en su obra poética— que la civilización actual es una vasta conspiración contra todo aso­mo de vida interior. La atmósfera lingüís­tica de nuestra época está contaminada por la oquedad, el escamoteo del sentido, la prestidigitación verbal. El desas­tre contemporáneo, la crisis moral que nos aqueja, procede, para Cadenas, del mal uso de la lengua, por ser ésta la ma­triz de la cultura, la armazón que nos constituye, el principio de orden que nos da forma. “Desde hace tiempo na­ció, y crece en mí, la sospecha de que al hablar de los problemas del mundo moderno hemos olvidado un dato: el lenguaje”, porque para eso, continúa Rafael Cadenas, se requiere más natu­ralidad en los ojos, aptos éstos para descubrir lo evidente que a veces se torna lo menos advertible.
Si no hay encarnación no hay ex­periencia iluminadora, mística, libera­dora. El sentido de lo sagrado, de la iluminación, no es para Cadenas sino la conquista interior de la vivencia de sentir hasta enfrentar el misterio. En ese espacio “donde se prescinde de idea de camino, de distancia a reco­rrer —afirma— puede sentirse la cercanía del misterio”. Y es ahí justamente des­de donde el poeta canta.
¿Por qué la poesía? Georges Stei­ner resalta que cuando al lenguaje se le capta de verdad, éste aspira a la con­dición de la música y es llevado por el genio del poeta hasta el umbral de esa condición. En Gestiones, de Cadenas, leemos: “Palabras muy solas / de quien las pone / frente a la nada / que las pe­sa / y se las deshace / y las arroja al rostro / para que las rehaga, firmes, / las reviva en su arder, / las llene. // Están probadas con la terrible piedra. // Han de sostenerse / como si esperaran.”
La poesía de Cadenas quiere abar­car el milagro humano; desafiante, es insumisa frente a lo sagrado porque tra­za la potencia de lo cotidiano. Temas y objetos mínimos: la sencillez del discurrir de los días forman una trama donde anida su metafísica, por lo de­más exigente y honda. Un poeta sin me­tafísica —dice Cadenas— es un señorito que hace versos. Palabra por palabra, en cada una sentimos la manera en que su tosquedad material libera emociones delicadas hasta conquistar un ritmo que nada tiene que ver con el adorno retó­rico. Esos ritmos provienen de la natu­raleza del lenguaje que busca anclar en su propio silencio.
Se trata de una escritura que en­frenta la vida misma sin circunloquios. En las vicisitudes humanas se llena de vitalidad porque su materia es la me­moria: va de lo imposible, por inabarcable, hasta la constitución del poema como un dique contra el olvido. Para Cadenas la literatura es “la manera más entrañable de habla”. Desde el habla se resuelven los vínculos del alma, al hurgar en la memoria y al lograr la evo­cación. En Los cuadernos del destierro leemos: “Aguas en la memoria, absolutas como los desiertos, solamente el silencio del oro en el follaje puede com­pararse con su espíritu. Osaré recrear­me en la evocación.”
Rafael Cadenas enfrenta la ambi­güedad y aborda las grietas del lengua­je, teje entre ellas su red de significados con un sentido de futuro, de esperanza, no obstante los libros en los que reina el desasosiego como Los papeles del destierro y Falsas maniobras. En ambos poemarios tan distintos —el primero de una oralidad casi barroca, el otro de una contención desgarradora a la vez que irónica—, la materia es la experien­cia y no el concepto. Quiere para la pa­labra la fuerza de los árboles. En su libro de ensayos, Realidad y literatura, se lee: “La mente es una parte con pre­tensiones de todo. Ha puesto a su servi­cio la vida, en lugar de ser su servidora. Pero la mente no se presenta en el mundo como mente; lo hace en forma de yo; al referirnos a alguien no pensa­mos en una mente, sino en un yo. El yo es un centro personal creado por la mente, que a su vez se le subordina. Se puede decir que este centro ha usur­pado el lugar que le corresponde a la vida. Este rey sin reina es el responsa­ble de su propia desgracia.”
Después de sufrir varios años el exilio, Cadenas cree en un yo que se pule a través de un proceso de intros­pección en contraste con el yo espontáneo y social: el cuerpo es la entidad desde donde debe crearse la poesía y en la cual ésta resuena para siempre. Rafael crea desde el fragmento y la concisión para incidir plenamente en el cuerpo humano, en el yo, en un vaivén del alma, lo inmediato que es lo corpo­ral, y de esta estrechez del cuerpo hacia el yo extendido en estados del alma con sus estadios intermedios. Esta condición hace que la palabra se propague allende su propia forma.
Fragmentos, aforismos, instantes, la poesía de Rafael Cadenas adopta la singularidad de una obra elaborada en el filo del silencio y el vigor, en la fron­tera peligrosa de la disgregación de la forma; se dilata para convertirse en luz, en música, hasta lograr la exactitud de una visión, tan fiel a su propio anhelo, que no puede más que vivirse como una experiencia trascendente en cons­tante transformación.
Cadenas aborda la luz, y borda con ella un alma en cada objeto y en cada ser que enuncia: “La manzana de luz se reparte en heridas de cristal.” Pa­ra el poeta la sensación es lo que pesa entre las palabras que forman un poema, que llegan a la otra orilla como temblor: un coágulo lleno de sentido, cargado de claroscuros pero no exento de sensualidad. Los entes de la poesía de Cadenas existen en el instante mis­mo en que están siendo sonido e imagen, relatan su propio drama de ser en el instante mismo de estarlo siendo, co­mo lo hace Cézanne cuando pinta no los árboles ni los rostros ni los bodego­nes: en realidad lo pintado es su ser interior lleno de tiempo.
El éxtasis del habla y sus cavida­des, sus dobleces, los altibajos de la respiración son agotados de manera audaz a lo largo de sus libros. De la misma manera, plasma el envés: la quie­tud, la oquedad, el aislamiento, como en Falsas maniobras. En éste leemos: “Tal vez el secreto de lo apacible esté allí, entre líneas, como un resplandor innominado, y mi soberbia injustificada ceda el paso a una gran paz, una alegría sobria, una rectitud inmediata.” Aquí Cadenas enfrenta a los seres —en su composición mecánica, en su defec­to, en su carencia— como si fueran artefactos. En el poema “Mi pequeño gimnasio”, éste “Consta de una almohadilla que golpeo con acompañamien­to / musical. / Un saco de arena donde descargo todo el peso de la calle. / Una esterilla para hacer contorsiones que producen olvido. / Un hueco en triángulo donde me oculto para no ver. / Una cuerda donde me castigo por toda la prudencia del día. / Un artefacto en for­ma de O en el que me doblo para evitar los reclamos de mi conciencia. (…) En el fondo los ejercicios están adere­zados a hacer de mí un hombre racio­nal, que viva con precisión y burle los laberintos. En clave, persiguen mi trans­formación en Hombre Número Tal. Lla­namente y en mi intimidad, espero con ellos dejar de ser absurdo.” Una inti­midad en el ejercicio de aprender a ser hombre. Y en este pantanoso terreno es donde el poeta le confiere a las pa­labras el poder de una vida duradera. Enfrenta su poesía contra el raqui­tis­mo del lenguaje con una poderosa lírica en la cual privilegia la sencillez y la com­plejidad del pensamiento que éste en­cierra. En alguna entrevista, Cadenas confiesa: “Cuando veo la mayor parte de la poesía que se publica en el mun­do siento que estoy lejos de ella. No puedo escribir así, es una sensación. Al lado de eso me veo desmañado. Pienso con admiración en los poetas a quienes, apenas se ponen a escribir, se les llenan las manos de brillos. ¿Dón­de ubicarme? ¿Habrá un rincón para mí? ¿No estaré engañándome? Me sos­tengo en mi flaqueza. Hablo desde mis deficiencias. Soy simplemente un hom­bre que no respira bien, y la poesía apenas alivia.” Rafael Cadenas, como Rilke —con quien mantiene una de sus grandes fidelidades—, se coloca en el campo de la creación poética como un hombre que quiere mediar entre la re­cóndita naturaleza de infinito que poseen todas las cosas y la estrechez de la realidad humana, mediar como lo hicie­ron Prometeo y Tántalo, transgredien­do el límite y conquistando el prodigio a través de su obra escrita. Ya lo dijo Georges Steiner en Lenguaje y silencio: “la verbalización de lo que hasta enton­ces era incomunicable se presenta con un milagro de simplicidad”. Rafael Ca­denas ahonda en la tensión entre el confín y el prodigio del lenguaje hasta lograr que se manifieste el ser más allá del habla, en un objeto donde se conjugan música y luz y cuya realidad es indecible: sólo es posible poseerla me­diante la sensación.
En Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, Rafael Cadenas confiesa: “Una sensación que me acom­paña desde hace tiempo es la de mi dependencia casi total de eso innombrable. Casi, escribo, porque existe un margen que vendría a ser el dominio humano, el dominio de la libertad, muy limitado en mí. En este terreno intermedio transcurre mi vida. ¿Qué pode­mos hacer sino entregarnos a lo que nos sobrepasa desmedidamente?”
Rafael Cadenas queda atado, co­mo Tántalo, al peso del mundo, al chirriar de su engranaje, y conserva siempre en sus palabras la identidad de su an­helo, condición que le permi­te ser cons­ciente de su propio acto de transfiguración: es lenguaje que me­di­ta sobre sus propios límites. Es len­guaje preciso. ¿Su morada última? El silencio y la memoria. Porque a fin de cuentas la poesía de Rafael Cadenas es mesura y armonía, un punto de me­diación entre lo informe y el sentido. Por eso su constante metamorfosis, su hechura arriesgada y vigorosa. Ante los lenguajes gastados por los clichés, va­cíos por la irreflexión, Cadenas busca incansablemente el lenguaje todavía im­poluto. Su poesía, como la poesía de Hölderlin y Rimbaud, nace en la peligrosa frontera donde se disgrega la for­ma, pero se garantiza a sus lectores la posibilidad de una existencia estable y ordenada que los sustrae de la in­com­prensión del mundo, de la incapacidad de definirlo, del caótico existir humano entre la absoluta unidad y la absoluta multiplicidad. Un poema de Rafael Ca­denas llena un vacío en el idioma de la experiencia humana. Como dice Darío Jaramillo en su espléndido prólogo a la segunda edición de Obra entera que el Fondo de Cultura Económica publi­cara recientemente: “Por esta fluidez, es un poeta que pueden leer quienes habitualmente leen libros distintos a la poesía. Será una lectura apasionante, ya dije que fluida, y tendrán en sus ma­nos a un poeta que les dirá cosas nue­vas, que volverá palabras asuntos que todos sentimos sin poder verbalizar, que les revelará sensaciones profunda­mente humanas y que —con un guiño, con un horror sensato— les ayudará a conocerse.”
El ejercicio de Cadenas va del yo al cuerpo, del alma a lo material del mundo. Del dibujo de las sensaciones al desdibujo del mundo real. Desarma la figura porque huye de lo mecánico y hueco de la vida, huye de la retórica, de la envoltura superficial y engaño­sa. Cadenas hinca su colmillo literario en la crítica del lenguaje, pero introdu­ciéndose en las sombras, en las propias celadas de este mismo lenguaje hasta llegar a la hoja blanca, al continuo, más allá de la forma. Conquista, en un sal­to mortal, las imágenes ausentes, in­existentes, fuera de toda figura: “Re­quiere un gran desasimiento. El apego, el apego es el enemigo…”
Rafael Cadenas espera de la poe­sía “una revelación que lo mude, que lo ponga en el camino del mayor descubrimiento”: “Leo lo que se aviene con mi inclinación, a la que no sé cómo llamar. ¿Ontológica? Podría ser.” Al igual que el venezolano José Antonio Ramos Sucre, uno de sus antecesores poéticos, Cadenas escribe desde la continuidad de las esencias apartándose de la su­perficie, escritura que se va reescribiendo al escribirse. Como el acíbar, su poesía nace de la maceración de las palabras. Y se rehace desde un realis­mo pasional, poseyendo el pasado y los límites del instante mismo en el centro de todo como una flama viva que mues­tra su perpetua contradicción, que os­cila entre la simplicidad y su agitación.

Olvidos

Eduardo Vázquez Martín
Lo primero que desapareció
frente a mi padre
fue una casa con patio
donde también había un pozo
malvones y naranjos

Más tarde desapareció España
que al sur guardaba un laberinto de arcos bicolores
herido el corazón por un altar de llanto
y juncos como espinas del tallo de sus ríos

Una parvada de ocho hermanos
entró azorada al fuego de la ira
que devoró la casa
el ojo del pozo
y más allá del olivar
          Baena

tierra bermeja
pues no hubo familia
que no cediera parte de su sangre
en plazas y cuarteles
el campo y los conventos

Después la madre se encerró con otros muertos
en el monte de los judíos
para que su dolor se serenara con la brisa del mar Mediterráneo

La vida paga y una niña
le fue a enseñar al padre
que la belleza se desnuda

La niña era el exilio
y en su boca aprendió a besar el huérfano

Después mi padre vio un puerto
y después otro
y otro más
¡Cuatzacualcos!

La niña se quedó muy lejos
a la espera de que los alemanes
le llenaran de miedo la mirada

Antes de desaparecer del mundo
el padre de mi padre
nos heredó un cigarrillo encendido
que todavía fumamos juntos

También se fue Francisco Franco
sin llevarse la hostia merecida
Qué bien habría caído
pegarle en el trasero una patada

Mi madre se fue doblada de dolor
y las manos que se abrazaron al pincel
que con delicadeza empuñaron el lápiz y la gubia
ahora yacen quietas al pie del Iztaccíhuatl

Después
bajo los pies descalzos de mi padre
se vino abajo la ciudad
y el piso de la casa se hizo polvo
De aquello nos quedó lo que se dice nada
algunas fotos familiares
perforadas por el canto de las piedras

Ahora se han ido de mi padre las palabras
y en su lugar un océano de peces extraviados
una densa neblina de olvidos
inunda un tiempo que desaparece

          Todos los días perdemos testigos de descargo
          que justifiquen nuestra malsana inclinación por la tristeza

Hace unas horas rescató mi padre
esquirlas
       cascajo
       sombras
y la lengua francesa de la niña
que era exilio y era beso

tous les gars
tous les gars
du village

      Se dejaba meter mano
      dijo finalmente

y su voz era ronca
       fatigada
       ingenua

tenía la luz de las estrellas muertas
que ausentes nos alumbran.

Lo fantástico y Gabriel García Márquez

Alberto Chimal
Tengo que empezar con una anécdota de mi propia vida. Descubrí la obra de Gabriel García Márquez en la infancia —primero una edición de sus cuen­tos; más tarde Cien años de soledad— y entendí que él escribía literatura fantástica.
Así es el azar de las lecturas sin guía, que por lo demás son casi todas: sin que nadie se lo propusiera, los más de mis primeros libros e historias po­dían etiquetarse como de ese “subgénero” —que sigue siendo un bicho raro y ligeramente apestoso entre nosotros— y nadie me dijo que García Már­quez fuera radicalmente distinto. Tampoco lo parecía: para mí estaba entre Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, y el conjunto de sus historias se me fi­guraba uno más de los tratados mitológicos, como mi primera versión de la tragedia de los nibelungos (que venía con unas ilustraciones preciosas) o la obra de H. P. Lovecraft. Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles, se me ha­cía pariente lejano de Urashima, el pescador que se fue a vivir al fondo del mar, donde el tiempo pasa más rápido; el ascenso al cielo en cuerpo y alma de Remedios la Bella, que pone a la belleza física por encima de la virtud en el orden del universo, me pareció la expresión de una injusticia no menos gran­de que la de la serpiente que se come la planta mágica de la juventud en la historia de Gilgamesh. Y así sucesivamente.
Más tarde he seguido pensando lo mismo incluso contra el desdén y las malas lecturas habituales, que hacen más o menos ruido pero no desaparecen: las grandes obras de imaginación me siguen pareciendo más interesantes que las que se limitan a repetir el mundo y, desde luego, que las historias ñoñas y confortables que habitualmen­te se etiquetan como “fantasía”. Pero comencé a entender las dificultades que tiene lo fantás­tico justamente a partir de mi primer encuentro con García Márquez. Por años me intrigó que, profundizando en aque­llos autores y aquellos libros, era posible encontrar trazas, influen­cias, de muchos autores crucia­les de siglos pasados y aun del XX en otros posteriores…, pero no de Gabo. Emiliano Gonzá­lez le debía a Lovecraft, a los modernistas, a Borges; el gran Mario Levrero soñaba como Kafka; John Crowley hacía malabares con Carroll y Nabokov; Angélica Go­rodischer retomaba a Calvino; José Luis Zárate jugaba con Stoker y las pe­lículas del Santo; Neil Gaiman reescribía la obra de James Branch Cabell, etc. ¿Dónde estaban los sucesores de García Márquez? ¿Dónde estaba la obra fan­tástica que buscara las alturas de su modo de contar, de su capacidad de invención?
La respuesta fue desalentadora: las que existían estaban totalmente fuera del mundo hispánico y costaba reconocerlas porque no se les encuadraba co­mo fantásticas (el caso más notorio es el de Salman Rushdie). Y aquí, en cam­bio, no había ninguna. Aún no hay. Los llamados continuadores del llamado “realismo mágico” —como se llama con frecuencia a la “escuela” de García Márquez— no cuentan: en una supresión que me pareció inexplicable duran­te años, ni los mejores entre ellos se interesaron jamás en el sentido fantástico de la obra de su maestro; en cambio, insistieron en la descripción de una supuesta realidad exótica y colorida, estrambótica, literalmente cierta pero contenida por una exigencia constante de reducir los sucesos y personajes imposibles, o altamente improbables, a algo más cercano a una visión conven­cional de la realidad: a alegorías o exageraciones de sucesos y personas reales.
Lo fantástico, cuya raíz es el romanticismo de los siglos XVIII y XIX, es lla­mado un subgénero pero no lo es, como tampoco es un “movimiento” ni una “escuela”. Es un modo: una postura, una actitud ante el lenguaje que llama precisamente al descubrimiento de territorios ajenos a los límites de la razón objetiva. Y la dimensión fantástica de buena parte de la obra de García Már­quez es innegable, como lo son las otras: leer esos textos de modo que lo fantástico se haga a un lado o se minimice —que es la base del trabajo de sus imitadores— es un acercamiento limitado y estrecho que podría ser, incluso, la causa directa de que ninguno de ellos haya podido acercarse a la altura de su maestro, y de que con el tiempo —a partir de los años ochenta, tras la concesión del premio Nóbel a García Márquez y a medida que iban apareciendo sus últimos libros relevantes— hasta la imaginación más derivativa y pedestre de todos ellos se fuera reduciendo hasta casi desaparecer, o bien se endureciera: se redujera a una serie fija de gestos, de elementos narrativos colocados a fuerza en los textos.1
En 1996, la aparición de la antología McOndo, de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, hizo visible la reacción de una nueva generación de escrito­res de habla española contra ese estancamiento: Fuguet y Gómez veían el rea­lismo mágico como un fórmula caduca, “el estereotipo de cómo debe o no debe ser el retrato de Hispanoamérica”,2 y propusieron en cambio otra descripción: un territorio globalizado, “sobrepoblado y lleno de contaminación, con auto­pistas, metro, tv-cable y barriadas, [sucursales de] McDonald’s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos”. Ésta no era tampoco toda la realidad latinoame­ricana ni siquiera entonces, pero McOndo abrió el camino a una especie de nuevo realismo, más diverso, durante el resto de los años noventa y lo que va del siglo XXI: un entorno más propicio para la obra de Bolaño, de Bellatin, de todos los autores importantes que van contra los prejuicios del imaginario occidental sobre América Latina fundados en el realismo mágico, así como en la idea de que éste es la descripción de un mundo meramente real, exa­gerado aquí y allá pero en el fondo factualmente correcto: una especie de texto en clave que sólo invita a descifrar algo que ya se conoce.
Semejante lectura es parcial y obtusa. Pero la reacción mayoritaria a par­tir de McOndo ha ignorado también las sugerencias de lo fantástico en el realismo mágico, así como en las de muchas obras aledañas. Sigue costándonos recordar que los muertos no hablan en la vida real, como sucede en Pedro Páramo, o que la memoria colectiva de una cultura no es un espacio físico, como se describe en Terra nostra: que esos textos pueden leerse al menos de un modo más, no como parábolas, no como alegorías unívocas.3
El malentendido, por supuesto, proviene de Alejo Carpentier, quien de­finió lo “real maravilloso” en el prólogo a su novela El reino de este mundo (1949) y más tarde en su ensayo “El barroco y lo real maravilloso” (1975), que tan claramente precisa lo que él entiende por fantasía, por imaginación, por maravilla y que declara, como se recuerda, que la realidad de América Latina, específicamente, es una fuente de asombros y sucesos insólitos que no necesita ninguna elaboración adicional ni fantaseos “arbitrarios”.4 Pero si la obra de García Márquez no puede leerse co­mo parte de la literatura falaz que Car­pentier desdeña, tampoco es un ejemplo puro —como ya he dicho— de real ma­ravilloso al modo en que lo en­tiende Car­pentier. Su intensificación de lo “real” no renuncia a ampliar el mundo natural ni a romper las leyes naturales; su lectu­ra política —en la que siempre desembocan todos, por igual sus enemigos y sus fieles— no só­lo se aúpa en el mun­do mítico que crea: no puede separarse de él, y en cambio lo contrario sí es cierto: la des­trucción de Macondo en el ciclón es más que un desastre natural y más que una metáfora del fracaso o la catás­trofe de nuestros países; al menos una persona (y si hay una puede haber muchas más) la recordará siempre como un suceso de escala cósmica, la destruc­ción de un universo —del Universo— suspendida antes de su último instante, en el borde de toda experien­cia posible: una ampliación intolerable, porque pue­de releerse para siempre, del Fin, que es el destino humano, general, sin etiquetas ni límites.
Desde luego, falta decir que, como también se sabe, el propio Gabriel García Márquez es uno de los principales defensores de aquel modo parcial de abordar su trabajo literario. Siempre cercano a la realidad política y a la discusión de esa realidad, siempre con alguna huella de sus años como perio­dista en sus textos de ficción, siempre interesado en el compromiso político y social del escritor, García Márquez tiene hasta su propia declaración al res­pecto. Fue escrita para una conferencia que el escritor dictó en 1979, cuatro años después de la aparición de “El barroco y lo real maravilloso”: es un en­sayo titulado “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe”, que sigue más o menos el esquema de Carpentier y contiene el siguiente pa­saje: “En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siem­pre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos —para decirlo con un lugar común irremplazable— se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación.”
Ese lugar común siempre me ha parecido desconcertante porque, como su versión más conocida (“la realidad siempre supera a la ficción”), pone a com­petir —¡y además en una metáfora!— a dos variedades de la experiencia total­mente distintas. Peor aún, las frases ignoran el hecho de que la imaginación y la ficción son partes de la realidad, y no sus opuestos ni sus adversarios. La imagen, por escasa de sentido que pueda resultar a la hora de examinarla con cuidado, resulta reconfortante para muchas personas porque vindica la su­perioridad de la percepción compartida sobre la visión individual, muchas ve­ces incomprendida o despreciada, del artista. Pero aquí se ha abusado de ella hasta el punto de que el realismo mágico realmente existente puede entender­se ahora como una escuela paradójica, fincada en una renuncia a la imaginación.
Por diferenciarnos de los europeos, por mantener una apariencia de compromiso con la actualidad, por cualquier otra razón, el movimiento de mu­chos autores y muchos libros presuntamente exóticos puede resumirse por medio de un texto distinto a los mencionados hasta ahora: un breve cuento de Luis Britto García, “Viaje por las Indias” (1970), que es un pastiche fantás­tico y cruel, justamente, de los textos de los cronistas de Indias:

E adentrándonos en Tierra Firme por jardines, fallamos homes que el su natural es volar, como los pájaros. E los hay homes arbóreos, que florecen e frutecen e comen de sus propias semillas. E haylos otros que se tornan en las cosas que quieren, e son árboles e son rocas e son ríos y nubes. E otros los hay que el solo alimento que tienen es sus propias vísceras. E los hay de otra traza que todos los de un pueblo son un mismo home y es como si uno solo viviera en distintos lugares a un tiempo. E viven por allí otros que un solo home es muchedumbre de homes distintos. E haylos que remontan el tiempo e son sus propios padres y sus propias madres. E los hay que son de órganos y miembros dispersos y sueltos, que según su capricho y menester agrúpanse e disuélvense en toda suerte de quimeras. E haylo uno que él es al mismo tiempo el home y el mundo en el que aquél vive. E haylos que, asustados, escóndense dentro de su propio cuerpo y no hay manera de hallarlos. E las hay mugeres que son una selva y toda ella llena de los órganos propios, al modo que los viajeros, donde quieren, copu­lan. E los hay homes que son estrellas fugaces e en las noches de la canícula facen danza en los cielos. E homes los hay de un pueblo, donde el uno huele, el otro ron­ca, el otro come, el otro orina, e entre todos por partes facen las funciones completas de un solo home. E los hay como topacios, que en su fulgor se mellan las alabardas. E haylos que su vida entera dura un latido. E haylos que un sospiro suyo dura milenios. E haylos tan grandes que sus miembros figúransenos Tierra Firme. E tan pequeños que no son discernibles. E homes haylos también que son siempre olvidados una vez vistos. E haylos que toman la forma del que los mira. E haylos que son su propia sombra. E haylos que su raza tiene diez géne­ros de sexos, e ayuntan entre todos. E los hay que son sólo palabras e viven cuan­do las repetimos. E haylos también que son sólo imágenes e existen cuando las recordamos. E los hay que son idénticos a los que fuimos. E haylos que son los que seremos. E otros que son y han sido siempre cadáveres. E los hay de tal hechura, que no hay palabra para referirlos. E haylos de condiciones tales, que de nadie es creída su existencia. E otros hay, que son sólo un aroma. E haylos, que son manchas de luz. E los hay estotros, que son tachones de sombra. E encon­tramos homes que eran un gran sexo, e vivían dentro de una muger que era sólo una gran funda. E haylos otros que son sólo órganos de los sentidos. E haylos con sentidos configurados de tal forma, que por ellos sólo conocen el deleite. E hay­los que son sólo una melodía. E por horror de la maravilla, matámoslos todos.5

¿La realidad establecida en aquellos viejos textos era toda la realidad? El cuento de Britto transforma a los cronistas de In­dias de repetidores fieles en cen­sores: acotadores de lo real, y lo que sugiere no es caprichoso si­no re­velador.
El horror de la maravilla —de su peligro, de su incorrec­ción política, de su llamada— ha estado siempre entre nosotros: ahora nos ha llevado a suprimir en nosotros una posibilidad fun­damental de la lectura y la es­critura. Esto ha sido un daño, pues nos ha hecho entender el “realismo” como obediencia ciega a una idea fija de la realidad, como obligación de no apartarnos jamás de una sola visión de lo que es. Su efecto es, hoy, incluso político: un impulso hacia la sumi­sión, una impresión de que es imposible hacer nada salvo contemplar lo que hay, documentar los que entendemos como nuestros derrumbes y fracasos habituales.
Dicho esto, la relación de estas crisis como se dan en el presente no ne­cesita más de los escenarios del realismo mágico, ni tampoco de sus prescrip­ciones formales: la mera actualidad cotidiana es suficientemente profusa, abigarrada, y la complejidad de lo barroco ha sido reemplazada por la fuga­cidad, la fragmentariedad y el kitsch. Además, sospecho, tampoco le queda mucho tiempo a las implicaciones políticas de Macondo y sus muchos mundos paralelos: para bien o mal, las categorías ideológicas del siglo XX ya no tie­nen mucho sentido salvo como parte del imaginario de los latinoamericanos (y no son la mayoría) que vivieron las luchas de ese tiempo y pudieron experi­mentar de primera mano la urgencia vital, de acción sobre el mundo, que animó toda la cultura de los años sesenta pero no se transmitió a las generacio­nes posteriores. Probablemente éste es el tiempo de las literaturas de la vio­lencia: de la destrucción de las sociedades, del individualismo y la sujeción al poder, y sus autores —desde Élmer Mendoza y Sergio Álvarez hasta Yuri Herrera— son quienes mejor pueden hacer ahora el trabajo de fijar su presente en la literatura en lengua española.
Si esto es verdad, si todas las virtudes en las que ahora se confina a Ga­briel García Márquez pueden volverse irrelevantes, ¿podría sobrevivir su obra como algo más, algo distinto, comprendido con base en nuevas lecturas?
Lo fantástico persiste. La crisis de la conciencia que todavía propone (la búsqueda de lo otro real, no impuesto, no prefabricado) no es menos im­portante aunque no parezca urgente; las experiencias interiores que señala no son menos abundantes en la “vida real” de habla castellana, aunque en­tre nosotros siga pesando, además del alza de los autoritarismos actuales, la reglamentación de lo trascendente que heredamos de la España del siglo XVI y que reprimió —que sigue reprimiendo— la imaginación en aras de la or­todoxia. ¿Será posible sacudirse esa carga heredada? Incluso a pesar de su autor, la obra de García Márquez podría ser precursora de tal hazaña, que hasta ahora no ha logrado nadie. En todo caso, su proyecto —como el de Car­pentier, que finalmente era un intento de reivindicación: de creación y fortalecimiento de una identidad regional diferente de la de las metrópolis de Europa— no podrá mantenerse sin modificaciones: si algo de él va a sobrevivir a la persona y la época de su creador, quienes lo mantengan con vida no podrán lograrlo mediante el homenaje ni (peor todavía) la absoluta fideli­dad.
 
1 En más de una ocasión, y sobre todo en los casos de los autores más exitosos de esta escuela, como Isabel Allende, da la impresión de que el motivo de semejante rigidez es estrictamente mercantil: la idea, tal vez, de que tales elementos son los que “gustan” a los lectores y deben mantenerse a toda costa. Ocurre así en otros ejemplos obvios, como el de Laura Esquivel, pero también en autores menos conocidos e incluso alejados de América La­tina, como Louis de Bernières, novelista inglés cuya obra no me parece más atractiva que las de Esquivel o Allende.
2 Esta cita del crítico inglés David Gallagher aparece en el prólogo del libro.
3 En su excelente Galería fantástica (2009), María Negroni anota: “Hay, sobre todo, una pregunta (con infinitos aspectos) que retorna, a la vez crucial e informulable, de la mano del ‘juguete filosófico’: ¿Por qué ese afán desmesurado de crear? ¿Qué grieta o qué falta se pre­tende colmar? ¿Qué cosa, no vista y locamente ansiada? Y también: ¿En qué espacio se mueve lo creado? ¿Qué relación establece con la materia del mundo, con Dios, con el origen? ¿Qué obediencias debe y a qué, o a quién? ¿Qué riesgos comporta? A esta pregunta múltiple, cuyos alcances apenas he rozado, hay que lanzarse, no para contestarla (las preguntas que im­portan no buscan respuestas) sino más bien —como quería Barthes— para lograr que permanezca abierta.”
4 Los ejemplos de Carpentier, todos provenientes de casos reales, se han repetido muchas veces: los templos levantados en Brasil a Auguste Comte, el carruaje desde el que Benito Juá­rez venció a las grandes potencias europeas, el cemento fraguado con sangre de toro de los muros del rey Henri-Christophe de Haití, el poeta iletrado Ladislao Manterola, quien se sabía entero el Cantar de Roldán… También se recuerda que para Carpentier todos estos hechos reales podían prescindir de la importación de recursos retóricos o narrativos del “exterior” y por el contrario exigían una forma propia y local para ser comunicados. Una forma barroca: profusa para capturar la profusión de la naturaleza y de las sociedades de aquí.
La ironía: Carpentier escribió sus textos contra el concepto y la práctica del “realismo má­gico” (Magischer Realismus): el término, referido entonces a cierta porción de las artes visua­les de las vanguardias, había sido acuñado en 1925 por el crítico de arte alemán Franz Roh… para elogiar, también, las obras que se alejaran del artificio vano y de la fantasía estéril —lo extraño porque sí— y se concentraran en intensificar la percepción de lo ya existente.
5 El texto apareció publicado en Abrapalabra (1980). Hay que recordar, por cierto, que Britto García no es un escritor enfrentado ideológicamente con García Márquez: todo lo con­trario.

jueves, 6 de mayo de 2010

Tres poemas

Roberto Rico

Así seguimos colocando ladrillos en el muro
y sobre los muros cascos de botella…
José Lezama Lima

OCHO son los ladrillos; tres los muros,
de ocho ladrillos cada uno.

El Paradiso así llamado
descompone el aplomo de su hilera
para sobreabundar hacia lo elástico
que cifra la rapsodia, ese baluarte
maravillado en su sinuosa linde marítima.
Más sordo que una tapia, el Todoídos
oleaje de la diáspora
lame que lame hasta enlamar el lomo de un cuaderno
que con todas sus letras ya pronuncia
en un vaivén de octópodos telones:
Paradiso
       rapsodia
              diáspora.


*


BELICE fue fundada
sobre la superficie de un pantano
relleno con astillas de caoba
y botellas vacías de ginebra.
Vulnerable al contagio del ejemplo,
resolví construir otra muralla
sublunar en el patio de mi casa;
visto lo cual, me armé de ingenio para reunir el vidrio
mas no para obtener a bajo costo madera fina
como aquí mismo deberá apreciarse.

*

POR su hechura sin tacha, el horizonte
de inobjetable cima en filamentos
traduce la pacífica querella
que los cristales rotos de una tapia
sostienen contra el ceño de quien mira
—caleidoscopio a la intemperie—
los fragmentos del tiempo tornadizo.

martes, 4 de mayo de 2010

Heidegger, el origen de la obra de arte y la pintura de Van Gogh (I)

Jorge Juanes

Hegel afirmaba de modo contundente que “el arte es la idea bajo [la] forma sensible”. Lo sensible aparece ante sus ojos como algo intrínseco al arte. Pero aunque reconoce el sostén cósico del arte, el énfasis lo coloca en la idea. De allí que afronte la génesis del arte en función de los diversos modos histó­ricos en que la idea encarna en obra: simbólico, griego, romántico… La prio­ridad de la idea sobre la cosa lo lleva a destacar la superioridad de la filosofía (=empresa comprensivo-espiritual en donde, tras superar el lastre sensible, la idea se encuentra consigo misma) sobre el arte. Heidegger reco­noce también el carácter cósico del arte. Y a su entender la cosa dista de ser un mero sopor­te para la expresión de ideas, sentimientos o proyectos hu­manos. Para él la cosa debe ser reconocida como alteridad (lo previo al hom­bre e impenetrable cognoscitivamente). Reconocimiento de cuya relevancia depende, incluso, la comprensión profunda del arte; son sus palabras (“El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque):

Pero la tan invocada vivencia estética tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a la obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la madera en la talla, el color en la pintura, la palabra en la obra poética y el sonido en la composición musical. El carácter de cosa es tan inseparable de la obra de arte que hasta tendríamos que decir lo contrario: la obra arquitectónica está en la piedra, la talla en la madera, la pintura en el color, la obra poética en la palabra y la com­posición musical en el sonido. ¡Por supuesto!, replicarán. Y es verdad. Pe­ro ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido en la obra de arte?

Hemos sido informa­dos: “el carácter de cosa inherente a la obra de ar­te” se alza como la refe­rencia primaria del ensayo El origen de la obra de arte (reunión de tres con­ferencias impartidas en Francfort del Meno entre el 17 de noviembre y el 4 de di­ciembre de 1936). Rele­vancia de la cosa que debe ponernos sobre avi­so frente a cualquier inten­to de remitir la obra a la mera actividad del artista. Jun­to al carácter de cosa de la obra, Heidegger reconoce a la par otra propiedad del arte: su dimensión alegórica o simbólica calificada de “algo más que la mera cosa”. La obra de arte reúne coseidad y alegoría. Heidegger ha llegado a esta conclusión me­diante un rodeo en que señala que así como la obra de arte se origina en el acto del artista, el artista llega a ser tal merced a la obra: “Ninguno puede ser sin el otro.” Igualmente, obra y artista son gracias al arte: “El arte es al mismo tiempo el origen del artista y de la obra.” Reparemos en el círculo tra­zado por Heidegger: “Intentaremos encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente reina el arte. El arte se hace patente en la obra de arte (…) Qué sea el arte nos lo dice la obra (…) Para encontrar la esencia del arte, que verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra efectiva y le preguntaremos qué es y cómo es.”
Coincido con Heidegger en que el arte debe ser pensado tomando en cuenta las obras de arte, ya que son ellas las que deben guiarnos a dilucidar la esencia de la obra de arte. Coincido también en que comprender la “esen­cia del arte” requiere que se pregunte por la coseidad como tal: “¿En qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido en la obra de arte?” Un intento de respuesta se da en el apartado “la cosa y la obra”. Este aparta­do arremete de súbito contra la costumbre de identificar sin más la coseidad con la diversidad de los entes que están ahí (cántaro, nubes del cielo, la tota­lidad del mundo, caballo, mineral de hierro, pedazo de madera…). Heidegger delimita territorios y considera inadmisible que se ponga en un mismo saco objetos inanimados con Dios, el hombre o cualquier ente viviente. Igualmen­te discutible resulta que identifique las cosas en sí con los objetos fabricados. Un doble ajuste de cuentas así lo conduce a establecer de modo inequívoco que las cosas cabales aluden a lo que nos es donado por la naturaleza. Por ahí debe comenzar la exégesis de la cosa. “Hemos venido a parar desde el más amplio de los ámbitos en el que todo es una cosa (…) al estrecho ámbito de las cosas a secas (…) La pura cosa, que es simplemen­te cosa y nada más.”
Esto implica desembarazarse de las interpretaciones habituales marca­das por presupuestos subjetivos de toda índole: eidéticos, metafísicos, senso­riales. Yendo al grano, Heidegger afronta tres interpretaciones sobre la cosa que pueden considerarse históricamente relevantes: como “soporte [sustrato] de propiedades”; “como la unidad de una multiplicidad que se da a los sentidos”; en tanto “una materia conformada”. El cotejo de Heidegger tiene en los pensadores griegos de la physis a sus árbitros. Recordemos que para tales pensadores la coseidad se re-vela o cobra presencia a través de un pluralidad de determinaciones que, en rigor, no agotan nunca su indecibilidad constitu­tiva. Pero resulta que, a juicio de Heidegger, la originaria experiencia des-ocul­tante del ser no es comprendida por el mundo latino, que traduce-traiciona dicha experiencia al considerar la coseidad de la cosa desde los parámetros substantia y accidentia con la consecuencia de que el to hipokeimenon grie­go (lo subyacente) recibe aquí el nombre de subjectum. La cosa como tal (presencia-sustrato material) resulta así desdeñada (traicionada), o mejor, re­ducida a los predicados o proposiciones que forja el subjectum.
Según se entiende, la experiencia del pensamiento originario griego sufre un desvío en manos de lo latino de consecuencias histórico-destinales ya que la aletheia (des-ocultamiento) como experiencia del ser queda desplazada por la representación, en donde el hombre reflexivo empieza a imponer sus señas de identidad a la coseidad, en demérito de ésta. To hipokeimenon, lo subyacente, poco o nada tiene ver entonces con subjectum. Por ende, lo sub­yacente a la cosa en sí, lo que adviene o se des-oculta, resulta inequipa­rable e irreductible a determinada proposición, a lo objetivable, a lo que se impone a la cosa desde afuera desconsiderando su reposar en sí. El hecho es que la metafísica en general iguala el ser con el ente y abandona la pregunta por el ser como tal. El concepto equivoco que expresa el saber sobreentendido del ser es el de sustancia, o a lo moderno, sujeto. Si bien opera aquí la misma tesis del ser sostenida por los pensadores de la physis respecto a que hay un sustrato presente en la cosa, en el cual emergen y desparecen los entes, tal sustrato reside para la metafísica en lo representado por el sujeto y no, como debiera, en el des-ocultamiento del ser.
La identificación de la cosa “como la unidad de una multiplicidad que se da a los sentidos” tampoco satisface a Heidegger. Éste se refiere aquí a las po­siciones sensualistas que presumen de captar la cosa en su inmediatez y pureza a través de los sentidos, o sea, sin mediaciones conceptuales. Si la percepción de cada uno es ahora el criterio, la cosa queda igualada con una multiplicidad de impresiones en acto provenientes del oído, la vista, el tacto… de cada uno de los perceptores. Lo cual significa un abandono simple y lla­no de la pre­gunta sobre la coseidad de la cosa, pues la “unidad” subyacente alude sólo a nuestras sensaciones: por ende, la subjetividad sigue teniendo la última palabra.
Ya aquí, Heidegger no pierde la oportunidad de hacer un balance crítico de lo expuesto sobre la cosa como “portadora de propiedades” o reducida a la multiplicidad sensorial: “Mientras que la primera interpretación de la cosa la mantiene a excesiva distancia de nosotros, la segunda nos la aproxima dema­siado. En ambas interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las exageraciones en ambos casos. Hay que dejar que la propia co­sa repose en sí misma. Hay que tomarla tal como se presenta, con su propia consistencia.” Esto es lo que parece lograr la tercera interpretación (originada en Aristóteles, sostenida en la escolástica y consumada en la moderna metafísica de la subje­tividad), “que es tan antigua como las dos ya citadas”. Heidegger alude ahora al entramado materia-forma que reduce la cosa a materia informada por deter­minado acto constituyente en donde, en consecuencia, se confunde lo subya­cente a la cosa como tal con lo que ésta es-en-los actos-humanos.
Lo que parecía una respuesta resulta una re­caí­da en el desdén hacia la cosidad. Pues la terce­ra y más socorrida interpreta­ción de la coseidad, aque­lla que la concibe como mate­ria informada, tampoco con­sidera intrínsecamente a la cosa en sí. La “tercera interpretación” se reduce a lo morfológi­co, entendamos, al hecho de que cualquier ente so­porta determinada for­ma. Materia infor­mada que al obedecer a actos humanos se torna mate­ria sobre-informada. Prio­ridad de lo humanamente informado sobre la cosi­dad en estado bruto, que surge de la prioridad otor­gada a quien sobreinforma —el hombre mismo— a la cosa silvestre o dada. Presupuesto que en el mundo moderno, dominado plenamente por la meta­física de la subjetividad (hipóstasis de la razón constituyente y/o de la intencionalidad humana), impone sus reales por dondequiera reduciendo la cosa a objeto o materia por y para el sujeto (culmen del subjectum latino). Y respec­to a los momentos histórico-destinales en que ha ido madurando el entramado materia-forma origina­do en Aristóteles y hasta nuestros días, bien vale reparar en el siguiente aserto heideggeriano:

La tendencia a considerar el entramado materia-forma como la constitución de ca­da uno de los entes recibe sin embargo un impulso muy particular por el hecho de que, debido a una creencia, concretamente la fe bíblica, nos representamos de entrada la totalidad de lo ente como algo creado, o lo que es lo mismo, como algo elaborado (…) La interpretación teológica de todo ente… esto es, la concepción del mundo según la materia y la forma, puede seguir su camino. Esto ocurre en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna.

Tal esquema materia-forma se alza, a juicio de Heidegger, de un modo apoteósico en la modernidad. Tenemos, en suma, que las tres consideracio­nes de la cosa señaladas resultan insatisfactorias. Heidegger habla inclusive de “atropello” a la coseidad. Para él, se trata de modos de enfocar la coseidad ru­tinarios, habituales y demasiado generales de los que urge desprender­se. Hay que arriesgar, salir del lu­gar común. Heide­gger lo intenta y, al retomar el es­quema materia-forma, se pregunta: “¿Dónde tie­ne su origen este entramado materia-forma?” Descar­tando que ello provenga de la pregunta por la co­seidad de la cosa o ten­ga que ver con la obra de arte, llega a la conclu­sión de que el par materia-forma proviene de la hi­postasis de la “instrumentalidad” del artefacto o utensilio. Esta hipóstasis conduce al territorio de lo útil, en donde la forma se configura para cumplir determinada función. Digamos que aquí la forma se ajusta de suyo a exigen­cias utilitarias o a fines que podemos calificar de serviles.
Sin perder nunca de vista el propósito de su texto (indagar el origen de la obra de arte), Heidegger cree llegado el momento de reconsiderar la dife­rencia entre la cosa como tal, la obra de arte y el artefacto. Acorde con su manera de argumentar, reconsidera lo ya dicho y agrega nuevos determina­ciones. Distingue así, una vez más, la forma propia de la cosa increada, o dada espontáneamente, de la forma informada con miras a determinado fin huma­no. Heidegger aclara en ello los términos que comprenden el servilismo del artefacto, reiterando que la elaboración de lo útil exige que elijamos la mate­ria y la forma adecuadas para realizar el propósito servil: “Impermeable para el cántaro. Suficientemente dura para el hacha, firme pero flexible para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya viene dispues­ta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a destinar el cántaro, el ha­cha o los zapatos.” Heidegger da en el clavo: el par materia-forma no proviene de la cosa como tal, sino de la “instrumentalidad del instrumento”.
Del instrumento o artefacto, Heidegger señala que ocupa un lugar inter­medio entre la cosa en sí y la obra de arte, ya que, en efecto, participa de la cosa (la requiere) y del acto humano pero carece, en cambio, del en sí (pu­reza) de la cosa y de la incondicionalidad de la obra de arte. Mediado por el servilismo lo instrumental se muestra, en fin, como parámetro inadecuado des­de el cual pensar la cosa y la obra. Abundando en argumentos, cree que iden­tificar la cosa con algo creado surge en última instancia del considerando cristiano que remite lo que es al acto creador de un demiurgo primordial, Dios: acto puro e incondicionado. Los esquemas habituales sobre la cosa examina­dos por Heidegger son difíciles de demoler ya que no sólo pertenecen al domi­nio público sino tienen, además, en la filosofía y en la teología a su acérrimos defensores. Heidegger intenta superar los obstáculos y, tras saltar por encima de evidencias e interpretaciones equivocas y petrificadas, devolverle a la cosa, el instrumento y la obra, el lugar que les pertenece.
De buenas a primeras, Heidegger admite que mientras un instrumento sirve a nuestro propósitos nos despreocupamos por él, lo usamos y punto. Pero cuando lo útil no funciona, o deja de ser fiable, se torna objeto de nuestra preocupación. Este hecho indica que la cualidad del instrumento no se agota en la utilidad, sino que incluye además la fiabilidad. Y lo que es más importante: el instrumento o artefacto se debe, en esencia, al advenimiento del ser comprendido como abertura y retraimiento. Pero situar la cualidad entitativa del artefacto ante el des-ocultamiento del ser no es propio de la meta­física productivista, atrapada como está en el olvido del ser. Para romper la cegue­ra se requiere pensar lo que es al margen de lo productivo-útil, algo pro­pio del arte, ya que “la obra de arte se parece más bien a la cosa generada espon­táneamente y no forzada a nada”. Reparemos en que la obra de arte reposa sobre sí misma y, al igual que la cosa, goza de autonomía en relación a lo útil. En este sentido, el arte es un viraje o salto fuera de la confusión entre ser y ente generada bajo el imperio de la subjetividad.
Planteado lo anterior, no se requiere de mayor sagacidad para compren­der que si bien la obra de arte contiene tanto el acto humano como la cosa no se reduce por ello ni al acto servil ni a la cosa silvestre. Que la obra de arte, aunque hecha por la mano del hombre, goce de autonomía respecto a lo útil y repose en sí misma de modo similar a la cosa en sí, conduce a la pregunta sobre lo propio del arte. De entrada, resulta pertinente reconocer que, a diferencia del instrumento, la obra exige que reparemos de modo inme­diato en ella: observarla, meditar sobre lo que muestra para des-cubrir lo propia­mente artístico. Y para comprender a cabalidad la obra de arte en el contexto de la iluminación-ocultación que la caracteriza, nada mejor que si­tuar nuestra mirada ante una obra de arte concreta. En el caso elegido por Heidegger, ante uno de los ocho cua­dros que Vincent van Gogh dedica a representar unas viejas y desgastadas botas que ejemplifican un instru­mento intrínseco a la acti­vidad campesina (de mo­mento no discutiré, como lo indica Heidegger, si las botas son de un campe­si­no(a) o del propio Van Gogh).
Heidegger nos invita a profundizar e interroga el cuadro, o mejor, le otor­ga la palabra. Pero, para nues­tra sorpresa, se desentien­de por completo de lo que pudiera ser un análisis propiamente pictórico que aclarará, en consecuen­cia, los específicos modos plástico-morfológicos de la obra de Van Gogh en tanto parte sustantiva del acto des-ocultante. Ello explica que a Heidegger le tenga sin cuidado precisar cuál de los cuadros en donde aparecen zapa­tos es el elegido para la exegesis. Le interesa, en rigor, que el cuadro verse sobre un instrumento que sirve a la labor de los campesinos y que el usuario reco­noce en todas sus potencialidades sin necesidad de una reflexión cognitiva u ontológica: sabe para qué sirve y reconoce que el instrumento es algo confia­ble para cumplir con “el llamado silencioso de la tierra”. Digamos que la cam­pesina, de modo espontáneo, se percata de lo útil y confiable del instrumento e, igualmente, de la relación que éste tiene con su mundo.
Dejando para después el examen del desdén heideggeriano hacia el Van Gogh pintor, quiero recalcar ahora algo antes señalado: muy en la orbita de Kant, Heidegger vuelve a reparar en la inutilidad de la obra de arte. El hecho permite establecer la diferencia entre el producto útil y la obra inútil y, al hilo de ello, comprender el ser de la cosidad más allá de la utilidad. Digámos­lo de otra manera. Si la utilidad de los zapatos y lo que ello conlleva (confia­bilidad, seguridad, eficacia) se comprueba en el uso útil, cuando los zapatos son puestos en el ámbito de lo inútil o de lo no servil se nos hace (da a) ver lo que reside tras lo útil y lo confiable: la pertenencia de los zapatos y de su par­ticular poseedor a la copertenencia entre mundo y Tierra. Tierra y mundo (términos que serán aclarados en su momento): he ahí el quid de la cues­tión. Ya en ello podemos destacar la diferencia de las botas cuando sirven al uso de las mismas botas acogidas en el lienzo de Van Gogh. El punto esencial resi­de en que en la obra de arte, y sólo a través de ella, acaece el ser de lo ente, su des-ocultamiento. An­tes que a la autoexpresión de sí mismo —pa­siones, angustias, inquietudes— el pintor, cual correspon­de a quien rinde tributo al arte primordial, ha consa­grado sus desvelos a pro­piciar el advenimiento re-velador del ser de lo ente en el sentido de aletheia. La obra de arte encarna así el ámbito en donde mundo y ente compa­recen co­mo perteneciendo a lo abierto e insondable, excesivo e innombrable, la Tierra.
Cuando uno repara en los propósitos últimos de Heidegger, no tiene otro remedio que preguntarse si, tal y como fuera prometido, quien en reali­dad habla es el cuadro. Podemos responder con un rotundo ¡no! Quien en esencia habla aquí es un discurso previo y, como tal, se proyecta sobre el cua­dro del artista. Semejante discurso torna los zapatos mudos en parlanchines y, si bien no trata de la pintura, trata sin embargo del origen de la obra de arte, cual lo confiesa el filósofo. A su manera, aunque de modo espontáneo, el origen encubierto y no meditado se cumple en el trabajo del campesino. Un traba­jo dado a agradecer los dones ofrendados por la naturaleza y que, a diferencia de la acometida avasallante de lo tecno-científico-moderno, se debe a lo que provee la materia prima del pan y del vino. De allí que Heidegger exalte con un lirismo inusitado el trabajo campesino consagrado a atender, esperar y agradecer los frutos de la madre naturaleza que permiten afirmar la vida y conjurar la muerte inmediata. El trabajo fatigoso y consagrado a la madre tierra por parte de la labradora se realiza en nombre de un perpetuo agra­decimiento por parte de quienes participan de su mundo, los campesinos. He aquí las celebradas palabras del pensador sobre lo que le inspira el cua­dro comentado:

En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el ca­llado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por ha­ber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.

Lo expresado por Heidegger sobre el mundo campesino puede compar­tirse o rechazarse, pero lo que me parece discutible es la asociación hecha en­tre determinados rasgos de los zapatos (“ruda y robusta pesadez de las botas”, “oscura boca del gastado interior”, “la humedad y el barro del sue­lo”…) y las atribuciones provenientes del pensador (“soledad del camino del campo cuando cae la tarde”, “el callado temor por tener pan seguro”…). Lo curio­so es que Heidegger afirma transcribir algo visto: “Estas cosas sólo las vemos en los zapatos del cuadro.” Y, como corolario, niega haber proyectado en la obra algo surgido de su cosecha: “Si pretendiéramos que ha sido nuestra des­cripción, como quehacer subjetivo, la que ha pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos engañándonos a nosotros mismos de la peor de la maneras.” Me pregunto frente a Heidegger qué hubiera pasado si hubié­ramos puesto ante los ojos un par de zapatos reales en estado de reposo, ¿no llegaríamos a las mismas conclusiones? Por supuesto que sí, con la ventaja de que contaríamos con la certeza de que se trata, sin duda, de zapatos de campesino.
Tras pensar el instrumento al margen del uso en el cuadro de Van Gogh, Heidegger encontró el ser instrumento del instrumento en la confiabilidad, en relación con el mundo y en copertenencia con la tierra. En el cuadro co­mentado acontece asimismo la última instancia que aclara la perte­nencia del arte: el ponerse-en-obra-el-desocultamiento (Heidegger utiliza mu­cho la pala­bra verdad, que no es precisamente de mi agrado)-del-ente. Ahí el-ser-obra-de-la-obra. De momento baste esto para destacar el abismo abierto entre la consideración hei­deggeriana de la obra de arte y la estética. Para la estética moderna el arte reside fundamentalmente en el acto humano que transforma una materia a su arbitrio. O hay casos en los que el ser del arte se contempla al margen de su soporte sensible, en lo su­prasensible, en un más allá ajeno a lo sensible. ¿Qué decir de algo sobre lo que Heidegger no alcanzó a meditar, como lo es el arte conceptual de los años se­tenta, consagrado al empeño de anular la forma sensible en pro de la hipóstasis del concepto tautológico? En suma, se cancela lo sensible por completo o, en el mejor de los casos, se lo ve como un suplemento irrelevante. Des­deñar así equivale, en esencia, a desde­ñar la Tierra en nombre del imperio de la subjetividad logocéntrica.
Heidegger ha trastocado los papeles analíticos tradicionales en cuanto ha pensado el arte tras de considerar el carácter de cosa de la cosa, inscrito en el arte, en el marco del acaecer desocultante de la Tierra en un determinado claro o mundo. Descubrir el origen de la obra de arte en la tensión originaria entre mundo y Tierra, y no en la conversión de la cosa en un mero objeto por parte de determinado sujeto, permite considerar la obra de arte como una po­sibilidad de escapar al dominio de la metafísica y, de un modo especial, al dominio de la moderna metafísica de la subjetividad. Un trastrueque contes­tatario que, apoyado en lo que el cuadro de Van Gogh muestra, Heidegger en­cuentra en estado larvario en el mundo campesino. En rigor, nada autori­za la atribución de las botas pintadas al mundo campesino. Y el asunto no para ahí, pues a tenor de ello en lugar de examinar los rasgos específicos de la pintura de Van Gogh, ausentes por completo, la exégesis de Heidegger recrea la abundancia de vivencias características del susodicho mundo. Este modo de proceder suscita un debate sobre la manera de acercarse al cuadro de Van Gogh y dos son los interlocutores principales: Meyer Shapiro y Jac­ques Derrida.
Entremos al debate.
Afrontemos de entrada a Shapiro. El crítico de arte considera que Hei­de­gger interpreta el comentado lienzo poniendo mucho de su cosecha (“La naturaleza muerta como objeto personal: unas notas sobre Heidegger y Van Gogh”, de 1968, y “Unas cuantas notas más sobre Heidegger y Van Gogh”, de 1994, en Estilo, artista y sociedad. Teoría y filosofía del arte). Para demos­trarlo, empieza por seña­lar que el pintor holandés realizó al menos ocho cua­dros de zapatos. Tras pre­guntarle por carta a Heidegger a qué lienzo se refiere, deduce que se trata de una obra perteneciente al Museo Na­cional Vincent van Gogh. Localizado el objeto del debate, Schapiro des­mien­te la pertenen­ecia de las botas a un miembro de la clase campesina; cree más bien que pertenecen al pintor: “De ninguno [de los ocho cuadros] po­dría­mos decir de modo apropiado que un cuadro con unos zapatos pintados por Van Gogh ex­presa el ser o la esencia de los zapatos de la mujer campesina y su relación con la naturaleza y el trabajo. Son los zapatos del artista, por en­tonces hombre de pueblo y de ciudad.”
Restituida la pertenencia de las botas a Van Gogh, Shapiro acusa a Hei­degger de forzar el sentido del cuadro conforme a sus intereses analíticos: “Su fundamentación se halla más bien en su propia concepción social con su duro patetismo de lo primordial y terrenal. Efectivamente, se ha imaginado todo y lo ha proyectado en el cuadro (…) No se ha enfrentado realmente a la obra. Y, desde luego, viendo los zapatos reales puedo decir lo mismo que dice Heidegger de los zapatos pintados.” Dado que el argumento de Shapiro pro­viene de un crítico de arte, no es de extrañar que se preocupe, antes que nada, en precisar de quién y de qué se trata en el cuadro y de la proble­má­tica pic­tórica puesta en juego. Empero, Shapiro hace con el texto de Heide­gger algo muy discutible: atender sólo lo que habla del cuadro sin ligarlo, como debie­ra, al contexto general al que pertenece y que le otorga sentido. De haberlo hecho hubiera comprendido que, en efecto, a Heidegger no le intere­sa el cua­dro como tal, o sea, que la discusión está en otra parte: atisbar el origen o ser de la obra de arte.
Puesto en lo suyo y convencido de que él sí le otorga la palabra al cua­dro, Shapiro refuerza argumentos y remite todo al centro de referencia insos­layable: el pintor. Oigamos: el cuadro es viva expresión de los “sentimientos y sueños” de un pintor solitario, frágil y desgarrado. Como “expresión del patetismo de una atormentada condición humana” los viejos y ajados zapatos encarnan, incluso, el estado de marginalidad e indigencia del artista, de allí que pueda considerárselos una especie de autorretrato o “soliloquio”. Yendo más lejos, considera los zapatos como reliquias sagradas que acompañan el peregrinar de Van Gogh por las sendas perdidas del mundo. “El hecho de que Van Gogh pintase frecuentemente un par de zapatos separados del cuerpo y su atuendo como un todo puede compararse con la importancia que confirió en sus conversaciones a la idea de zapato como símbolo de su costumbre de toda la vida de andar, y al ideal de vida del peregrino que supone un per­petuo cambio de la experiencia.”
No cabe duda: para Shapiro, Van Gogh se “autorretrata”, se muestra de cuerpo entero como pintor y, de paso, pone sobre el tapete la situación de indi­gencia padecida por los artistas marginales y contestatarios de la época. Otra aspecto relevante del ensayo de Shapiro es el haber resaltado la singularidad y expresividad de los zapatos (“objetos personales aislados”), lo cual tiene que ver con el orden pictórico del propio Van Gogh reacio, como se sabe, a todo tratamiento pictórico tendiente a la uniformidad decorativa: “Coloca­dos en el suelo frente al espectador, con las partes sueltas y dobladas de los zapatos, los cordones, las desagradables diferencias entre las partes izquierda y dere­cha y su aspecto deprimido y estropeado.” No olvidemos que Van Gogh des­carga en el lienzo sus pasiones, un pathos intenso, desgarrado: “Es capaz de trasferir en el lienzo con un poder singular las formas y cualidades de las cosas; pero son cosas que le han emocionado profundamente, en este caso sus propios zapatos: cosas inseparables de su cuerpo y memorables pa­ra su propia conciencia reactiva.” Por si hubiera dudas respecto a la pertenencia de los zapatos, Shapiro ofrece testimonios de Gauguin y de F. Gauzi en los que se afirma haber visto a Van Gogh pintar sus zapatos.
Creo importante poner de manifiesto algunas puntualizaciones que se desprenden del texto de Shapiro: Van Gogh es un pintor explosivo y fractura­do que afirma su arte trági­co y apasionado en polémica con la pintura de armonías epidérmicas del impresio­nismo; los zapatos encarnan tanto la poé­tica pictórica de Van Gogh como el des­tino del arte radical a lo largo del siglo xix; por en­de, debe rechazarse sin cortapisas el intento de Hei­degger de identificar al pintor con un artista im­personal, cuyos temples de ánimo son pictóricamente irrelevantes. En suma, mientras Heidegger pone entre comi­llas al artista de carne y hueso (“pierde el sentido personal de la expresión”) y atiende en esencia el impersonal encuentro mundo-Tierra, Shapiro restaura la circunstancia personal e intransferible vivida por el pintor.
Advierto que Shapiro reconoce que al final de sus días Heidegger es­cribe de propia mano las siguientes palabras: “A partir del cuadro de Van Gogh no podemos decir con certeza dónde están estos zapatos ni a quién per­tenecen.” Su testimonio nos permite afrontar la lectura que del cuadro hace Jacques Derrida en La verdad en pintura, tomando por punto de partida una frase extraída de una carta de Paul Cézanne a Émile Bernard: “Le debo la ver­dad en pintura y se la voy a revelar.” Recordando al Kant de la Crítica del juicio, Derrida recusa el intento de éste, y de la metafísica en general, consis­tente en interpretar el arte como algo caracterizado por tener una par­te esen­cial e intrínseca, la obra como tal, y una parte extrínseca y prescin­dible: “valor monetario, circunstancias de producción…” En pintura, el marco (un parergon: tensión entre lo interior y lo exterior, algo incidental, colateral) establece las fronteras entre un adentro y un afuera. El marco preserva la obra, la concentra, y permite distinguirla de lo que ella no es, o sea, encierra la obra en sí y po­ne en jaque lo prescindible. Empero, Derrida agrega algo a su entender primordial: el marco que pertenece al interior y al exterior man­tiene la integridad de la obra e igualmente la desintegra: algo falta en lo que reside dentro de lo enmarcado, algo que conduce a ir más allá, afuera. Puede decirse así que re­sulta discutible pensar que existen límites en la obra entre lo que le perte­ne­ce y lo espurio, de allí que podamos adelantar que cualquier juicio sobre una obra es siempre impuro, equívoco, incierto.
El arte invita o convoca a compartir y, a la vez, se muestra como algo inalcanzable, pues el pintor, por referirnos ahora a ello, cuando crea partici­pa de una ceguera inevitable e incontrolable, una grieta, una presencia-ausen­cia intrínseca de lo visible. Desde la perspectiva según la cual el arte es en rigor aquello de lo que no se puede hablar, podemos calificar de vano e inútil cualquier intento de al­canzar verdad alxguna, trá­tese de la pintura o de cualquier otra propuesta artística. De allí que la es­critura sobre el arte se en­cuentre condenada a ser algo suplementario, un apéndice o borde conde­nado a lo innombrable. Sin embargo, desde su opa­cidad irrebasable o resto insupera­ble, la obra recla­ma ser interpretada. De­rrida pone en juego su lectura abierta del arte mediante sendos análisis de dos exposiciones, una de Valerio Adami y la otra de Gérard Titus-Carmel. En lo que aquí importa, examina asimismo el ensayo de Heidegger sobre el citado cuadro de Van Gogh (en la cuarta sección del libro, titulado “Restitu­ciones de la verdad en pintura”).
Nos las vemos, en su caso, con un escrito “experimental”, lleno de de­rivas y manierismos, repetitivo hasta la saciedad y, por qué no decirlo, su­ma­mente aburrido. Derrida parte con ventaja: conoce El origen de la obra de arte de Heidegger y el comentario de Shapiro. Convencido de que Heide­gger sobreinterpreta, procede a deconstruir su propuesta. Procede retomando la pregunta considerada por Schapiro sobre la pertenencia de los zapatos: ¿a un campesino o a una campesina? ¿Al pintor? O mejor: “¿A quién restituir los zapatos?” Mientras Heidegger le asigna la pertenencia de los zapatos a un aldeano, Schapiro procede restituyéndoselos a quien a su entender corres­ponden: un habitante que transita entre el campo y la ciudad, casi sin duda a Van Gogh mismo. Para Derrida, el acto de identificación responde en el fon­do al intento, tanto del pensador del ser como del crítico de arte, por remitir el cuadro a un determinado significado incontestable que nos habla ya sea del mundo del campesino o del habitante de la ciudad (Shapiro se refiere, en sentido estricto, a un artista errante, antes que al sedentario habitante de la ciudad). Según Derri­da estaríamos ante dos lecturas conclusivas que impiden una lectura abier­ta de la obra. De allí que arremeta de buenas a pri­meras con la evidencia que sostiene todo: el par de botas.

Su arremetida con­duce a lo siguiente: no se trata de un par de botas pues ambas corresponden al pie izquierdo, pe­ro además la aclaración de la pertenencia carece de relevancia alguna. Al romper así con la voluntad analítica que examina las obras partiendo de cier­to núcleo de sentido indiscutible (“el deseo de atribución”), el pensador francés señala que en esencia las botas carecen de pertenencia alguna, simplemente están ahí y “nos miran”. Toda­vía más, el que se trate de dos botas para calzar sólo el pie izquierdo les da un carácter siniestro, extraño, incluso diabólico. Lo que queda por hacer es localizar los signos o huellas que permitan exami­nar la obra como obra de arte, o sea, aquello por lo que el pintor torna lo habitual en algo inquietante. Aquello, el ámbito de confluencia de lo visible y lo que permanece en reserva, estriba en los agujeros por donde se entrela­zan los cordones de los zapa­tos, el ida y vuelta de éstos, lo que dejan ver y lo que ocultan, su adentro y afuera, de allí que Derrida identifique los cordones con la “mise en abysme de todo el cuadro”. Para ser justos, también Shapiro se refería en términos similares a la extrañeza de los cordones: “sorprenden­temente sueltos y curva­dos que se extienden más allá de la silueta de los zapatos”.
No hay que ser muy sagaces para reconocer que, aunque repudie lo conclusivo, Derrida también interpreta. Si algo le interesa es el encadena­miento de derivas que la obra genera en el espectador. Derivas, huellas, señales, marcas, fronteras que están ahí pero no llevan a ninguna parte. Proceder com­prensible, si entendemos que para Derrida el pensamiento afir­ma el juego, no el origen, y menos si éste desemboca en lo prístino e indubi­table. Ya en tono discrepante, repudia el lenguaje oracular usado por Heidegger para refe­rirse al mundo campesino: “Un momento de desmoronamiento paté­tico, irri­sorio, y sintomático”; “un pasaje ridículo y lamentable sobre Van Gogh”, presa del rebuscado pathos original del terruño y del arraigo impe­rante en Alema­nia: “La ideología rural, de la tierra, terrosa, artesanal.” A Derrida no se le pasa por alto pues que la identidad del mundo campesino resulta un referente privilegiado en el texto de Heidegger.
Respecto al examen del cuadro hecho por el pensador de la Selva Negra, Derrida coincide con Shapiro en dos aspectos: Heidegger pasa por alto lo pro­piamente pictórico, se dedica a proyectar su pensamiento sobre el cuadro y nada autoriza la afirmación de que se trata de zapatos de campesino. A su vez, le reprocha a Shapiro reducir la pintura a la identificación de determinada pertenencia y que proyecte también lo suyo y pretenda dar con la verdad del cuadro. Ambos caen, por ende, en la misma trampa: remitir un objeto pin­tado a su “legítimo propietario” a través del “fetichismo de los zapatos”. Y resulta imperdonable que el crítico de arte soslaye el propósito último confe­sado por el propio Heidegger: “El cuadro de Van Gogh es la apertura de lo que el producto, el par de zapatos de campesino, es en verdad.” Las cartas están sobre la mesa. A su manera, Heidegger, Shapiro y Derrida marcan sus diferencias entre lo que se puede decir y lo impronunciable en la obra de arte. Por mi parte, ninguna de las tres aproximaciones a Van Gogh termina por con­vencerme: las de Derrida y las de Heidegger por dejar fuera la pro­blemática pictórica (más adelante aclararé el punto), la de Shapiro por no penetrar lo suficiente en ella. (Continuará.)

lunes, 3 de mayo de 2010

Cuatro poemas

Rodrigo Castillo

MUESTRA

La fisura circular que del dedo
es intromisión en su lavado
de sus heces abiertas al entrono
mientras se perfuma a través de los tejidos
pálida la costra la mucosa las fosas
con que roza crudo el filo del vaso
y se alinea a los contornos la sutura
una aguja ahogada en yodo fuerza hacia lo blando
y del brote lo arrojado
que no puede sino abrirse con premura
en el aire salpica los espacios
aun cuando detrito germina en estancada
y los aluviones son minúsculos olvidos
esa fuerza errante en concluir su ciclo
y hace llegar las manos al lavabo
las uñas al pedicurista el frasco al laboratorio.


RÉGULO

Al que repta y opta por un trecho asilo
no es sino fragilidad en ese autocontrol
nivelado en abolir lo que parece tronco
posesivo en cuanto llaga sus extremidades
par de muslos en el punto alto del hartazgo
como huellas que reanudan el abismo
el hoyo superpuesto al inicio de los bordes
la falta que lacera su misma redención
es función de una masa que doblega
el aparato que define los instintos
mas una serpentina que cuelga sus olores
es la boca que fluctúa oscuridades
es lo paria de su centro ante el espejo.


NATA

Convulsa el entrepaño flojo a la pared
con la formalidad incrustada en la tetera
sus vasos sanguinarios hechos vulva
radiaban como hinchado y convencido
sin chistar un ermitaño sentido de pareo
a la suma de jabón y tocador
la retórica y llamada lepra en crudo
los puntos comatosos de su cara
cuerdamente equilibrada de saliva
el olor que era mezcla de excremento
y el vano amanecer del charco en piso
con los pantalones arriba del ombligo
seco sin sentido y figurado
como loba boca arriba amamantando críos.


MUCAMO

Natural como chorros de aspereza el tacto que corona
lo que impide nubes aisladas de excremento
lo que a ojo y boca le han sido nariceados
la distancia de la voz cuando esclarece la rapiña del olfato
del sentido de lo opuesto lo que empuja lo que emerge
la lucha que frecuenta gravedad en lo cerrado
de la cuerda de tan flaca es herrumbre cuando logra
y de ahí que el nudo sea pérdida de oxígeno
una entrada lastimera.