sábado, 16 de julio de 2011

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lunes, 27 de junio de 2011

Migajas para una despedida

Luis Armenta Malpica



La poesía empieza
cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.
Benjamín Prado

No se ha muerto mi padre
pero casi.

           Es la palabra quieta
de este poema. Es el hijo
incompleto que me calla.
           Sombra del trigo estepa
sin pisadas. El invierno se siente
a cada impulso: un aire
dolorado de espigas
familiares y lobos en las sienes.
            Asombro que demora los relojes en las caras
adultas igual que las abuelas hicieron
con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más
solos en el mundo).

Esta su muerte empieza desde hace varios
libros y alguna rasgadura.
(Los que no pueden ver
expresan sombras.)

La tristeza es impropia de los hombres.

La lentitud de lo que no hemos dicho
se nos siembra en los ojos.

          Yo pienso en este frío en el que hundo las manos
con los aullidos párpados.
           Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura
del corazón hay un empeño
por encontrar la tinta que en el pecho se amase.

Nos rendimos al viaje de polvo
revestidos. Mi padre y sus costumbres
tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo
lo que una huella quiebre.

             Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos
libres para asir el silencio que llegue
con la lluvia. Agua que nos responda
por qué se deja atrás lo que incendiamos
para que hubiera luz.

Un corazón de padre se agita en este poema.

           Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte
de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas.

Él entra en la penumbra
guiado por las migajas que he dejado al azar
siguiéndolo en la muerte.

            Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él
nuestro miedo es la vela.

Hierba quemada

Nadia Villafuerte

A causa de aquellos artículos en el periódico, pero sobre todo de los carteles aparecidos una mañana en su casa, Bardem dejó de fotografiar a sus hijos.
No se sintió aludido al principio; al principio quizá fue una ligera indig­nación. Después estaría confundido. La más escueta ficha artística de su trabajo decía:

Bardem Damiani, 1934, Génova. Las exploraciones de la niñez y de la pubertad caracterizan sus imágenes. La mayoría de sus trabajos han sido muy cuestionados. Según los críticos, estos retratos “capturan las emociones confusas de la identidad sexual de una edad transitoria”. El fotógrafo italiano ha redescubierto para muchos una fotografía sin estridencias ni artificios, que conecta nuestro subconsciente a través de imágenes repletas de poesía.

Niente!, vociferó al leer la única nota decorosa; acto seguido se fue a emborrachar. Pasó mucho tiempo en los bares, viendo desde las enormes o diminutas ventanas —si las había— la marcha militar de los demás, desfilan­do obedientes frente a sus narices.
Era verano cuando tres cartulinas aparecieron pegadas a su puerta. Pornógrafo, la palabra marcada en rojo sobre aquel papel. También habían dejado, bajo una piedra para que el aire no se la llevase, una hoja de cuader­no que parecía brillar en mitad del jardín. La leyó una vez y sintió rabia. La leyó dos y fue como si el autor de la nota lo estuviese viendo en ese momento con su ojo acusatorio. Quemó el papel pero él sabía de palabras capaces de quedar sujetas con pinzas en el pequeño tendedero de la mente.
A finales de mes lo despidieron del trabajo. La suspensión, las acusaciones, la tensión por el ominoso asunto en casa o frente al maldito catolicismo provinciano, como él decía, des­moronaron el de por sí frágil la­zo entre ellos. ¿Y quiénes eran ellos? Aldo, Belina, Sera, sus hijos; Dina, su mujer. El circo producto de su infeliz promiscuidad: una esposita más tres chicos ligeros de sangre y cuya virgen maldad flotaba alrededor, enrareciendo el contacto.
Ellos, los que terminaron yéndose una noche. “No por esto, bien lo sabes, es el dinero, el dinero im­porta. Volveremos cuando puedas darnos una noticia mejor”, concluyó Dina y se marchó con aquellos críos que, después de todo, habían mamado la po­drida leche de los pechos maternos. De aquel mes, recuerda la expresión dura de Sera: sabía lo que pasaba —intuyó—, no comprendía exactamente qué, pero su rostro era ya precoz abriendo muy bien los ojos para captar los de­talles: las maletas, el cuarto antes lleno de calor y ahora semivacío, el pa­ñuelo con el que Bardem apretó el cuello de Dina frente a los hijos asustados. “Quiero quedarme contigo”, murmuró Sera, pero sonaba imposible. Incluso para él habría sido una amenaza: las palabras de la nota anónima habrían cobrado sentido. Muchas veces se preguntó cómo transcurrirían los fines de semana de ese acusador que fue capaz de perturbarlo todo con un puñado de letras, ahí donde imperaba una simulada normalidad, cierto sosiego.
Algo fue peor que las líneas escritas con trazo preciso sobre aquella hoja de cuaderno. No el que se hubiera quedado solo, sin amigos ni trabajo, no la existencia evasiva de Dina —eso era bueno, por eso la amaba, confesó en una ocasión a su mujer—. No la fragilidad de Aldo, ni la serenidad de Be­lina (“¡Ya tienes pechos! ¡Ya te nacieron las tetitas como criaturas gemelas!”, le dijo Bardem en una sesión, burlándose de ella; Belina en cambio se mantu­vo imperturbable igual que un ave petrificada en el cielo lácteo). No las cami­natas por el muelle con neblina, ni los paseos al bosque, sin más animosidad que el del latido indócil de sus corazones cuando todos se acostaban sobre la hierba.
Sera no estaba más. Conservaba cientos de negativos e impresiones, quizá las más importantes fotos de su destruida e incipiente carrera, pero a ella no.
“¿Así estoy bien?”, preguntó aquel domingo; tenía seis años y le gustaba de ella la falta de dulzura, la carencia de ingenuidad. En la fotografía (20 x 25, bromuro y gelatina, verano: Bardem recuerda sobre todo que con ellos siem­pre hubo excesivo sol manchando las escenas), Sera está sentada en un sofá estilo imperio. Lleva un vestido negro con escarola de encaje, su cabello largo enfatiza las facciones expresivas (la boca y el filo de una mueca ya amarga, las ojeras bajo la mirada impúdica). Se divirtieron realizando la secuencia que Bardem llamó Velatorio. El detalle estaba ahí si se le veía bien: algo que no pudo ocultar la ojera: un golpe. El moretón rodeaba su ojo izquierdo y ese mínima añadidura transformaba el contexto en el que la pequeña repitió: “¿Así estoy bien, papá?” “Mejor que nunca”, respondió el fotógrafo, aturdido por aquel rostro golpeado y por el cuello suave, flagrante, una invitación a la mordedura o al estrangulamiento.

En 1968 —el año astillado lo llamó él— conoció a Dina. Dina insistió en que viajaran a Milán y así lo hicieron. Ella era reportera pero tuvo que emplear­se en una casa para retrasados mentales. Vino el declive; Bardem, poco a poco vuelto un alcohólico, se sintió protegido por el calor maternal de una mu­jer cuyo trabajo consistía, entre otras cosas, en conseguir algo de calma a los momentos de constante peligro de esos tristes enfermos arañando su pasado en las paredes.
Dejó Bardem que el presente lo intoxicara de sucesos: el matrimonio, la efímera dicha de la celda familiar, los chicos bulliciosos que le recordaban el paso epocal pero tanto removían su entusiasmo, la sencillez con que inició su profesión.
Nada funcionó bien en Milán, volvieron a Génova. 1976, época en que comenzó a fotografíar a sus hijos. Fue una etapa feliz. Una espesura en desor­den creció alrededor. Vino la primera exposición, la segunda, luego la reprimenda: la duda de si en su trabajo había pornografía. Acaeció lo de la pérdida del empleo. Dina no aguantó. De nuevo el fracaso para Bardem. Se sintió en­fermo, infectado de un mal invisible que emponzoñaba lo que estuviera a su alcance. “Toqué fondo”, repetía. Era hora de abandonar Italia. No le intere­saba Norteamérica. Habría podido dirigirse a Nueva York, en donde había estado muy joven, la tierra del nunca jamás y el érase una vez, pero no lo hizo. Recordó que un amigo suyo había partido rumbo a La Habana y se quedó va­rado allá, junto a una de esas mujeres que él imaginaba lo suficientemente fogosas como para incendiar su retorno.
Corría 1979. Cargó la Pentax consigo, cerró la puerta del basurero que habitaba y ya no podía alquilar, pidió a Dina, su ex-mujer, dinero. Fue Dina quien compró su boleto y lo vio partir; un alivio para ella, aunque también sintiera lástima: el hombre era un pobrediablo, un débil de carácter que se había dejado destruir cuando su carrera iniciaba y prometía reconocimiento, en definitiva, un falso provocador o en verdad un depravado. Dina le pregun­tó muchas veces cuál era la razón de su ofuscamiento: Bardem se limitaba a callar y a romperle las medias. Quizás él mismo no lo sabía, tal vez nunca deseó ser fotógrafo y todo fue una circunstancia pasajera, pensaba, sumido en la me­lancolía de no saber qué más hacer, a dónde dirigirse, cómo mirar hacia otros rostros que no fuesen la sombra de Sera, Sera deshaciéndose cuando sus pies descalzos tocaban el lago helado de su insomnio.
Bienvenido a Managua, decía el cartel, a lo lejos; Bardem aguzó los sentidos tratando de entender el abrupto paisaje, igual a un lente que quiere enfocar los contornos sin lograrlo. Se instaló en la casa del periodista, que se había montado provisionalmente en el hotel Continental. Recordó a Dina y ese talante suyo para adaptarse a cuidar niños retrasados, a falta de un tra­bajo estable como la reportera que fue. “¿No te asustan?”, le inquiría cuando ella llegaba y se desvestía para tomar una ducha. “A mí me darían pánico… Los ojos estrábicos, los hocicos babeantes, las mandíbulas desencajadas”. Dina lo escuchaba hablar y lo veía como un desconocido, repitiendo: “Fue un error”, frente a quien había sido, en el flirteo, un “sensible artista”.
Primero fue el muro del idioma. Aquellas bo­cas parlando con la lengua floja le provocaban risa. Des­pués, acostumbrarse a la humedad y sus vestigios de moho, a la devastación de las calles. No tenía ningún sentido el estar ahí, se dijo el primer mes, luego descubrió que la estancia era cómoda. No se ne­cesitaba casi nada para vivir. Había conflicto, por tanto, cierta igualdad de condiciones: todos eran miserables, ningu­na expectativa se imponía en el horizonte, salvo sucum­bir a los repentinos tiroteos. Bastaba con respe­tar el toque de queda, no meterse en lo que no le incumbía; bastaba, para gente como él, con tomar notas de una ruina que no era suya para sacar algún pro­vecho, no un beneficio de trabajo sino uno personal: ocuparse mien­tras se desintoxicaba un poco; llenar, con la música de su trajín nuevo, la inmensidad de sa­berse exiliado.
No hay a dónde ir, nunca, pero algo debe uno hacer mientras tanto, ¿no?, era su frase de no-batalla en su vida nueva, convencido de que las fotografías no volverían a salir de su cámara, no al menos de la ma­nera en que él pensó, no con la silueta que lo tentaba a oscuras.
En la casa del periodista, desde su recámara esti­lo americano, abrió y cerró las cortinas muchas veces, tantas que las cortinas parecían en realidad telones de un teatro donde se representaba continuamente la guerra. Mientras esta se desplegó, Bardem recordó la suya: el trazo de las palabras escritas en aquel papel que apareció en su patio en Génova, acu­sándolo, no lo abandonaban.

Lo que más le incomodó en aquellos años fue el silencio volátil, era como andar en un campo sembrado de minas. Podía estar con la mujer del mercado, o caminando de regreso a su cuarto en el viejo Continental, cuando un estruendo cristalizaba el aire.
Todo era pólvora, eso fue bueno para Bardem, que no tuvo fin ni propósito alguno en la batalla de un país extranjero, más que guarecerse de sí mismo. Pero no era el único, porque Otto Smicks, Eduard Rodríguez y los demás periodistas a quienes conoció, habían llegado a Centroamérica de la misma forma. “No son gente sana”, se dijo Bardem; se necesitaba estar atrofiado de la mente para buscar el peligro latiendo en las esquinas, lejos de quienes poseían una vida colmada y no requerían, como ellos, huir de sus historias personales.
Estaba Smicks: quién sabe qué razón lo llevó a renunciar a su tierra yéndose a México primero, donde dio clases, para embarcarse después en la locura de Nicaragua. Quién sabe qué ocultaba más allá de lo que hacía esas noches: noches de visitar los cuartos de los periodistas, rogarles que le permitieran copiar cintas en que se oyesen tiros para transmitir después —a sus compatriotas holandeses— grabaciones semejantes a una nueva versión de Pearl Harbour. “¿Qué te parece?”, insistía luego, después de correr el caset por quinta vez. “¿Qué crees que le haga falta?” “Una bomba atómica”, concluía Bardem. Nunca supo si el hombre de mentón cuadrado y ojos celestes tenía algún objeto de deseo que no fuese su tarea por leer la cuartilla con pésima dicción y dramatismo, o prender la grabadora convertida en arma, lanzando proyectiles de todo calibre.
Estaba el comisario fotográfico aquél, Eduard Rodríguez (alto y rubio a pesar de ser de México, elegante como embajador inglés, muy formal y también muy prosaico a la hora de los chistes) que una madrugada los alcanzó en el 311 (cada vez más parecido al camarote de los Hermanos Marx), colgó su chaleco en el ropero y abrió la maleta en la que se dejaron ver camisas bien planchadas pero también un tomo de la Editorial Progreso de Moscú. “Servirá para entender esto”, dijo Rodríguez, con el tono heroi­co que sólo puede tenerse en la juventud, y Bardem no supo si sería frívolo conmoverse frente al talante ingenuo de quien estaba ahí, no para desquitar el sueldo sino para sumarse, con su oficio, a la lucha de la libe­ración. Pensó Bardem que aun así seguían siendo sospechosas las nobles intenciones de sus compañeros. ¿Qué hacía en esa ciudad sin centro la muchacha neo­yor­quina Luca Andrei, emergiendo, heroica, de las municiones? ¡Ah, far­santes! Seguramente cuando niños coleccionaron un zoológico de soldados romanos, guarkas etíopes, la caballería de Alejandro Magno y sus legiones moldeadas de plomo, añorando desde entonces los deseos lúdicos de pre­senciar una matanza, se dijo el italiano, riéndose, en el fondo, de la camada de perros en que se convertía el grupo masculino de prensa, cuando para seducir a la gringa, salían con ella a los frentes y sudaban adrenalina, reptando bajo un fuego cruzado, impulsados a competir entre sí por la imagen más aterradora, aunque en realidad deseosos de saber quién ganaba la ba­talla libidinal.
Pero, si hubo de ser franco, Bardem tampoco tuvo tiempo de saber nada sobre los milicos que en el retén decían: “No rechiste. Nosotros le damos o no le damos según nos dé la gana”, ordinarios en sus odios y limi­taciones.
Las horas, los días, los meses constituían un bastión contra la muerte, disipando cualquier otro objetivo. Lo era para aquel coche tapizado de cartulinas con la palabra tv en los cuatro vidrios; como para la mujer que, llorando, obligaba a ver el cadáver de su hija quinceañera, ametrallada la víspera. Lo era para el centenar de niños apuntándole a Bardem con armas inservibles, para que les tomara fotos; como para sí mismo, a veces acucli­llado frente a un hecho que, a fuerza de repetirse, perdía su misterio.
No se lo creía: ese estar a la mitad de lo desconocido, la indiferencia antigua y feliz y, sin embargo, así se mantuvo, no un año sino varios, los suficientes como para aprender palabras nuevas.
Pronunció, por ejemplo, la palabra guapa aunque lo dijera falsamente a los oídos de una mujer y otra, esforzándose en demostrarles que si él no podía convertirse en futuro esposo, al menos podría servirles como antídoto para sus tristezas. Supo pronunciar Masaya sintiendo el desconcertante apego a una tierra ajena que recorría hasta desparecer en la ruina de las construcciones. Ahí, pensó Bardem, daba lo mismo meter la mona que comprar un kilo de azúcar para el café de la noche; ver volar un avión y escombrar la basura, esconderse o decir estoy cansado.

La niebla en San Blas

Jorge Esquinca

Perro, Mike, cuéntame
esa historia de la niebla en el puerto.
No había niebla y la historia
trata de un coquero, hombre
sencillo y afortunado.
Tenía un carrito de cocos,
vendía el agua y la carne
con limón y chile en bolsas de plástico.
¿Pero la niebla, Mike,
no decías que todo estaba
cubierto de niebla?
No. Era tarde soleada.
Antes déjame te digo
en qué consistía su fortuna.
Su dicha era su mujer.
La más bella de San Blas.
Nos tenía hechizados.
Estaba que se caía de buena.
Todo sucedió en una cantina
jodida, como ésta,
con su piso de tierra,
sus mesas de Corona,
su olor a mar, su rocola
y sus canciones de José Alfredo.
¿Pero la niebla, Mike,
no me contaste que apenas
podían verse las caras?
No. Espérate. La mujer
era el deseo de todos,
sí, pero nos lo callábamos,
digo, por un elemental respeto
al coquero, que era buen amigo.
Todos, menos el hijo
del presidente municipal,
ese cabroncito
alardeaba todo el tiempo,
decía que la reina aquella
tenía que ser suya.
Esa tarde, ya ebrio, el muy pendejo
comenzó a cacarear en presencia
del coquero, en su mera cara.
Que si él andaba en Mustang
y el otro en pinche bici,
que si él era galán
y el otro prieto y feo.
¿Pero y la niebla, Mike?
Ya dije que entonces no había niebla.
El coquero aguantaba vara,
aunque de lejos se veía
que se lo estaba cargando
la chingada del coraje.
Era hombre de silencios.
El otro siguió jodiendo, decía
que iba a sonsacarle a la mujer,
que iba a ponerle casa,
que con él iba a saber
lo que es coger sabroso.
Fue demasiado. Sin decir palabra,
en un mismo movimiento,
el coquero agarró su machete
y le rebanó de un golpe
la tapa de los sesos.
Tan fácil como lo cuento,
como quien parte un coco ya maduro.
¿Y entonces, Mike, perro?
Entonces sí. Ya caía la noche
y llegó la niebla, se posó
con su culo blando sobre San Blas.
Sólo se podía ver
el rojo reguero de sangre
y al muerto, sentado en su silla,
todavía agarrando su cerveza.
Del coquero nunca supimos más.
Se trepó a la bici y enfiló calle abajo.
Como si se lo hubiera tragado
la densa niebla de esa noche.
                                                     (M.A.H.R., in memoriam)

viernes, 24 de junio de 2011

La espiral del Ser

José Homero
(Fragmento)


I

La poesía de Hugo Gola es una refutación de los opuestos. No como negación de los seres y accidentes contrarios entre sí, sino de una condición donde esa contrariedad se asiente como inmutable. Con ello quiero decir que para Gola los opuestos son complementarios, uncidos y enlazados en una entreve­ración que los trasciende. Resonancia heraclítea.
Constante en la reflexión poética es considerar el poema, la emoción es­tética, como un momento, un estado, de plenitud y comunión con el universo a través de una intuición, de un arrebato, que descubre la empatía entre todo lo creado y al mismo tiempo la singularidad de cada ser. La poesía, hermana de la gracia y de la revelación, muestra al hombre la unidad del mundo más allá de las apariencias. O al mundo en su esplendor de apariencias.

algo muy tenue
     que se prolonga
más allá de la apariencia
                      (“Rotación”, p. 21)

y cuando llegan
             las palabras
nada te dicen
    sólo habla
         el fervor
que deja atrás
       todas las
       cosas
y los nombres.
(“El tema del poema”, p. 44)

Condición de la emoción poética es su intempestividad, su aparición en medio de la vida cotidiana. Como una de esas espadañas que yerguen su lábil virilidad a través de las oquedades o como ese musgo que tenaz escala la piedra con sus yemas húmedas, la poesía aparece en medio de la historia, en medio de la prisa, ahí donde no se espera esa interrupción que es irrupción. Es el poema como la hoja que detiene el movimiento en su caída y por un momento parece sostenerse en el aire, sin el aire

        la caída de cualquier hoja
                         no se soporta
porque estalla en el aire
      altera el vacío
            y cuando toca el suelo
lo inunda todo
        con su esplendor.
                         (“No es la hoja muerta”, p. 62)

Pocos poetas tan conscientes, como Hugo Gola, de que la emoción es la esencia del poema; que la valencia de la poesía es el registro de esa emoción que no indica, que no enseña, pero que revela. Para Gola, el poeta es un sujeto agraciado con un don que lo separa del mundo como conjunto de singularidades y lo acerca al mundo como unidad. Como otros poetas moder­nos, Gola atiende a esa experiencia como única. El poema es un infiel registro de esa sensación. Por ello el poema más auténtico, más hondo, será aquel que comparta el momento de la experiencia y exprese esa vacilación. Como en la célebre dubitación de Juan de Yepes, el poema, testimonio de una emo­ción inefable, comparte esa oscilación. Musitación antes que titubeo:

¿en algún recodo del subsuelo
         de allí surge
                  sin embargo
     esa chispa inicial
           que nada quiere ser
        que nada quiere
             sino arder
o destruirse
                 en el aire
         o quizá vivir
              en ese encuentro
engendrado
              a partir de allí
       qué?
algo
             algo
que nadie sabe bien
      pero que arde
            arde
     tal vez un
         qué
                (“Nada hay más”, pp. 39-40)

De raigambre mística la emoción del poeta, que niega la realidad y la gra­vedad, el tiempo cotidiano, necesita de los sentidos, de las sensaciones para expresarse. Si “el tema del poema/es el poema”, sin importar si se habla de árboles “o del destino/incierto/o del pesar/y el peso/de los días”, la emoción poética es en su anomalía, en su extrañeza, indisociable de esa emoción que nos embarga ante la naturaleza, ciertos momentos, ciertos instantes. Por ello en Gola el poema se entrevera con esas sensaciones y para describir ese estado único, ese momento de arrebato, precisa justamente de símiles sensoriales. El poema es “inundación”:

de a poco
      siento venir
          el resplandor
        de a poco
            siento subir
            la luz
    quieto
            inmóvil
                aguardo
aquella inundación
     aguardo
           aguardo
tendido en la mañana
                          (“De a poco”, p. 41)

El poema es también una conjunción que estalla revelando la dicoto­mía y la continuidad, tal si se tratara de una banda de Moebius:

y el poema agazapado
             escondido en algún sitio
en algún repliegue
      asoma de pronto

             (...)

estalla en esa conjunción
     afuera-adentro
                         (“Nada hay más”, p. 39)

La emoción poética, con su transustanciación mística, se presenta co­mo una experiencia única; de ahí que el verdadero poeta sea más un sujeto de experiencias que un artesano. El poema surge a través de una larga y a menudo imperceptible gestación. Así, en la segunda parte de Retomas, los varios poemas van configurando esta idea de lenta gestación y al mismo tiem­po de producción imprevisible:

van creciendo
          las ganas
aunque no sabes
        de qué
unas ganas
          difusas
          pero ciertas
    no me puedo resistir
a este deseo
          que viene no sé de dónde
                                      (“Van creciendo”, 46)

        el paso de los días
de esos días
      que parecen vacíos
            y perdidos
       va forjando
         en algún sitio
imágenes sonoras
o rayas oscuras
      trazadas sobre el plano
    figuras que crecen
       o se pierden
visión interna
   o fuego grave
                   (“Con frecuencia”, p. 48)
El poema implica la conciencia de la escritura. El tema del poema es el poema en tanto poema connota aquí conciencia del lenguaje. La revelación de la unidad es indisociable de la conciencia matérica del poema. En su as­piración al silencio, a ese momento de revelación, el poeta, que elige el len­guaje, convierte al poema en una construcción metonímica, en una sucesión. Por ello el poema “pasa y pasa”. El ritmo es consustancial.

Testimonio real

José Alberto Guerrero

Todo empezó a derrumbarse en mi cabeza un soleado domingo de verano. Everything started collapsing in my head one sunny Sunday in the summer. Desperté sudando del cuello y de la nuca. Woke up sweating in the neck and the nape.
Shit. Mierda. Chingá. Fuck.
Ni siquiera me había percatado de lo que estoy haciendo. Trataré de narrar mi extravagante caso en mi lengua materna. Si acaso llego a recurrir al inglés, pido al lector paciencia y mil disculpas, ya que es síntoma de mi grave enfermedad. So, I’m sorry. Mas tiene la ventaja de ser una clara evidencia de la veracidad de mi historia.
Amanecí, como decía, empapado en sudor. Menos mal que Rebeca no se había quedado a dormir la noche anterior, she really hates la humedad de mi cuerpo. Es decir: detesta que transpire tanto. Estaba crudo y con lige­ra jaqueca. It was a hard night la noche anterior y no me sentía muy descan­sado que digamos. Saqué la última cerveza del refrigerador y puse a calentar el desayuno: un plato de pancita sebosa del día anterior. Yumi-yumi. (¿Ese qué idioma fue?) Prendí la tele para ver si todavía estaban las luchas de la Triple AAA pero ya habían terminado. After all, no era tan temprano como había pensado en un principio. Miré el reloj de la pared y marcaba ¡las tres de la tarde! Un nuevo récord, pues nunca había pasado de las doce del me­diodía.
Me serví el plato tibio. Haciendo la grasa hacia un lado con la cuchara, terminé la mitad. Luego, la cerveza me cayó de maravilla bebida en dos tragos. Por cable pasaban una película en francés, pero a mí esa lengua siem­pre me ha dado fuertes mareos, así que apagué la tele. Decidí salir por más cervezas o tal vez una botella. Al fin y al cabo, el lunes era feriado.
La calle estaba vacía y no era para menos, pues el calor era abra­sador. Había que estar loco para es­tar afuera. Loco o sediento. Además, mucha gente pasó fuera el fin de se­mana y la ciudad se quedó desierta. A mí, Rebeca me invitó a Cuernava­ca con sus papás, pero no quise ir porque los viejos me odian y el sentimiento es mutuo.
La mayoría de los negocios se hallaban cerrados y ya que tengo cier­tos problemas con los dependientes de las tiendas cercanas que sí trabajaron, tuve que ir a la licorería, que estaba un poco más lejos, y a riesgo de que también se hallara cerrada. Al llegar y ver la enorme botella inflable de tequila a la entrada solté un suspiro de alivio. La toqué discretamente para ase­gurarme de que no se trataba de un espejismo y entré. Había encontrado un oasis.
Me palpé las nalgas, saqué la cartera y le pedí su opinión: cerveza. Mu­cha cerveza. Mucha cerveza fría, acordamos. Me acerqué al mostrador.
Hi, afternoon. It’s so hot out there, you know? Dije inconscientemente, sin darme cuenta todavía de lo que hacía. El dueño estaba sentado en una si­lla reclinable con la cabeza hacia atrás, inflaba el estómago como un globo ca­da vez que respiraba, tenía la camiseta sudada y sucia y se espantaba las moscas con su gorra de los Pumas. Al escuchar mis pasos se talló los ojos y se levan­tó diciendo algo en una lengua que fui incapaz de entender en ese momento:
Buenas. ¿Qué va a llevar hoy?
Sorry? Contesté, y nos quedamos mirando confundidos el uno al otro, sonreí nervioso y dije Gonna take two six-pack of Modelos, extra cold, please.
¿Va a pedir algo o…? Dijo señalando la salida.
Tal vez está drogado, pensé, y decidí irme más lento y ser más gráfico. Saqué un billete de a doscientos y repetí Give me twelve beers, if they aren’t cold it’s OK. I’ll put them in the freezer. Y apunté hacia mi objetivo.
Oh, latas, ¿cuántas quiere y qué juego trae ora? ¿Quiere practicar su in­glés conmigo? No, yo siempre fui cabeza dura para el estudio. Pero mi herma­no el menor, ese sí salió listo… para el atraco, digo, porque se volvió banquero.
Al ver mi cara de estupefacción, se calló unos segundos.
Está bueno, le voy a seguir la jugarreta, ¿cuántas querer llevar, mister?, ¿guan, tu, tri?
¿Séniorr? ¿Ono, dous, tries? Pobre hombre, estaba tan excedido, que apenas si le entendí eso último. Me preguntaba la cantidad, supuse. Le mos­tré mi palma abierta contando los dedos, Five, ten, twelve… y ya no hubo con­tratiempos, tomó mi billete, se cobró, me entregó la mercancía con el cambio y salí corriendo.


Me gusta el trago, no lo voy a negar, pero soy responsable de mis actos y de mis fechorías, cumplo en el trabajo, cumplo con el casero, cumplo con Rebe­ca, así que no me parece tanto una adicción sino un gusto muy arraigado. Mis colegas lo saben y muchos hasta lo comparten, específicamente Estela y Marco Antonio, él es hijo de uno de los jefes; ella, simplemente llegó por su cuenta. Se conocieron en la farmacéutica hace tres años, un mes después ya vivían juntos. Yo entré a la compañía un poco después, pero de inmediato hice clic con ellos. Era común llamarnos los fines de semana para salir a algún lado, aunque yo aceptaba sólo cuando convencía a Rebeca de ir conmigo, pues nos estábamos dando otra oportunidad mi ex-mujer y yo, por el bien de nuestro hijo.
Aquel fin de semana, ya que Rebeca y el niño se habían ido a una fiesta familiar a Cuernavaca, me sentía libre, tanto como había olvidado que se podía ser. Así que cuando Marco Antonio me llamó el sábado para invitar­me a no sé qué evento, I said immediately “Yes, of course, I’m in”. ¿Cómo iba a pensar que luego de esa borrachera se me borraría el casete? Sin sospechar mi inminente desgracia, me metí a bañar, me afeité y me arreglé. Iba en plan de coqueteo pero sólo eso. Dados los avances en mi relación con Rebe, no quería arriesgarme.
Se trataba del cumpleaños de un primo de Estela. El festejo fue en un bar en La Condesa, no recuerdo el nombre. Alcohol, droga, rock. Todo circu­laba a manos llenas. Yo pasé la mitad de la noche bailando gracias a una pasta de excelente calidad.

Destapé la primera Modelo y le marqué a Rebeca para saber si ya venía de re­greso, me contestó cortante y en un idioma que yo ya no entendía:
Dime, Mario.
Hi. Are you and the boy enjoying yourselves?
¿Perdón?, hubo un silencio largo hasta que me encargué de romperlo con mi nueva lengua.
Are you coming already? I’m waiting for you. Miss you.
Claro que no me entendió. Rebeca y yo nos conocimos en un curso de inglés que abandonamos juntos antes de aprender a decir Good morning. Su teoría era que amábamos tanto el castellano que cualquier otro idioma nos pa­recía simplemente hostil.
Ella dijo en un tono que me pareció más hostil que cualquier lengua del planeta:
No es un buen momento para jueguitos, tu hijo tuvo un accidente. Estu­ve tratando de localizarte toda la mañana pero supongo que estarías bastante… indispuesto. Como sea, me las tuve que arreglar sin ti, para variar.
What’s the matter with you? Is that a kind of code? Don’t understand you.
Sí, no te preocupes, el niño ya está bien, sólo se rompió un brazo. Tú pue­des seguir con tus pendejadas pero olvídate de nosotros.
Y colgó.
Y volví a marcar, esta vez fuera de mis casillas, pues no soporto que na­die me deje hablando solo.
Fucking bitch, I wanna talk to my son. Right now.
Esa primera frase debió de entenderla a la perfección porque me res­pondió Fuck you, bastard, y, en seguida, colgó y apagó el teléfono.
What’s wrong with me. Algo pasaba conmigo. Podía sentirlo.
Prendí la tele y fue cuando me di cuenta de que había olvidado por com­pleto mi lengua materna. Ya ni siquiera pensaba en español.
El reloj de la sala hacía palpitar mi cerebro. Mi corazón rugía y balbu­ceaba algo que yo era incapaz de asimilar. Desesperado, fui corriendo al ba­ño a mirarme en el espejo. No. No me había vuelto rubio ni ojiverde, y, mejor todavía: no me había transformado en una repugnante cucaracha. Al menos no peor de la que ya era.
Eso fue hace seis meses. Perdí mi trabajo, a Rebeca y a mi hijo. De inme­diato compré por Internet decenas de cursitos en video para volver a aprender español (mexicano), pero era inútil, ninguno funcionaba. Mientras más me esmeraba en aprender, más parecían esmerarse los “Doctores de la lengua” en confundirme. Incluso podría haber jurado que yo nunca antes había pronunciado palabra alguna en esa lengua tan arcaica que raspaba la garganta. Estaba desesperado y destruido. Y había perdido las ganas de vivir.
Fue entonces cuando descubrí ¡Espaniol, senior! En tan solo dos meses he tenido un avance asombroso. Como usted podrá notar, mi historia está na­rrada casi por completo en español. Además, al reverso de cada página se encuentra su versión en inglés, para que usted coteje con su diccionario bi­lingüe a la mano. Porque, aunque arcaica y rasposa, ésta es una lengua must have en estos días.
Los doctores aun no han podido catalogar ni tratar mi caso, pero yo encontré por mi cuenta el mejor tratamiento: ¡Espaniol, senior! Lo reco­miendo ampliamente.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Carpe diem del caballo de espadas

Ernesto Lumbreras

Apostaría el elíxir de este presente (de verbos prontos a desmentirme) si el ánfora que contiene todos los ríos del mundo no tuviera una grieta (boca floja, pendenciera y sediciosa) que divulga a los cuatro vientos mis amores proscritos con la monja portuguesa.

*

Por supuesto, me regocijo de tanta vileza queriendo asaltar (con lanzas de bambú y catapultas de carroña) las fronteras de este minuto cobarde donde me solazo a mis anchas con las meretrices del fin del mundo. Aunque el Arzobispo de Constantinopla excomulgue esta sed mía de morir y renacer en el deseo de un ojo de tigre, rechazo de por vida mis faenas sonámbulas de limpiar las migas de pan de la mesa de un dios borracho.

*

Y si sobrevivo con un perdigón detrás de los ojos y no me compadezco de amar la penumbra y los desfiladeros, imaginando mi lengua sobre un ombligo lleno de sol. Y si soy hombre muerto (hablo de una muerte pobre, incrédula y virgen) después de enamorarme de mi tiro de gracia en el instante ideal (arengando a una multitud en un campo nudista, por ejemplo), cuando ya una mano enguantada ha echado al aire la moneda de un imperio aniquilado (me aseguran que por tormentas de nieve provenientes del Sur) y dispuesto el sí o el no de mi manifiesto carnal.

Nadie, nadie escapaba

Francisco García González

Bien informado andaba el ángel, Luis Troncoso era el jefe de la planta eléctrica del penal. Lorenzo Peña trabajaba en uno de los talleres de mecánica que se encontraba junto a esta instalación y conocía de vista a Troncoso. El plan era el siguiente: en su primera fase el gordo Peña trataría de acercárse­le y lo pondría al tanto de la existencia de Zaldívar. Si la pista del ángel era buena, el jefe de la planta querría conocerlo y propiciaría una entrevista en la que cada uno mostraría sus cartas. La segunda estaba en dependencia del encuentro y seguro quedaba de pare de la iniciativa de Troncoso. La prohibición casi absoluta que tenían los presos para relacionarse con el personal civil, además de las restricciones de movimiento hacían sumamente difícil la ejecución de todo el plan. Pero la moraleja de relacionarse con los ángeles era la siguiente: si un ángel repara en ti es porque estás bien recomendado.

La oportunidad de que Lorenzo Peña hablara con Troncoso vino de la mano del mismo jefe de la planta. Troncoso necesitaba de un mecánico para dar mantenimiento a uno de los motores de generación de corriente y el suyo estaba enfermo. El responsable del taller transfirió al Gordo por dos días y, sin esperarlo siquiera, Troncoso y Lorenzo Peña se encontraron uno frente al otro. Los guardias seguían, aburridos, el diálogo entre los dos hombres. El jefe de la planta hablaba de ejes, pasadores, cigüeñales, pistones y películas de grasa, pero sus ojos brillaban ajenos a su charla como la imagen misma de la confianza absoluta. En una de las preguntas que el Gordo le hace, el reclu­so introduce una referencia a Dios. La mirada de Troncoso fulgura… los guar­dias no se dan cuenta. Continúa la ex­plicación y la religión se desliza entre piezas de repuesto y demás accesorios. El Gordo cita a hurtadillas un pequeño fragmento de los evangelios (Lucas ii, 3, 15) y el jefe no puede reprimirse y le pregunta al Gordo a qué iglesia pertenece.
—Pertenezco a la Iglesia del Hom­bre en Cristo —dijo el Gordo con voz de conspirador y esgrimiendo un filtro de combustible.
—Entonces, usted conoce al pastor Zaldívar —preguntó el de la planta sin apenas reprimirse la emoción y ob­servando de cerca el filtro.
Le dio varias vueltas al artilugio que se notaba atascado de muerte y luego dijo con cara de entendido:
—Sabíamos que a Nueva Gerona no iba a venir por eso estuve detrás de Zaldívar una semana por todo el país y, cada vez que llegaba a un pueblo, el pastor ya había pasado. Me llevaba un día de ventaja…
Troncoso soltó el filtro y echó ma­no a una minúscula e inservible bujía.
—Oí decir que levantaba inválidos y devolvía los ojos…
—Así mismo —afirmó el Gordo to­mando la bujía entre sus manos. Una mierda de bujía.
—Después me enteré de que la Seguridad del Estado le había echado el guante y regresé a isla de Pinos —susurró Troncoso desenroscando la ta­pa del tanque del combustible. Por suerte el motor Ford todavía funcionaba.
—Estos motores rusos son una mierda —se quejó el Gordo.
—Sí, señor. Motores los que entraban antes. Ahí sí había motor para rato —secundó Troncoso.
—¿Qué sucede con los motores soviéticos, compañeros? —terció el guar­dia que más cerca estaba.
—Qué clase de rendimiento —se defendió el Gordo—. Y casi no consu­men combustible.
—Ah, bueno, yo pensaba —dijo el guardia y fue a pararse al lado del otro, sin dejar de vigilar al mecánico y al jefe de la planta.
Troncoso terminó de explicarle al Gordo en qué consistían las fallas.
—Usted no lo sabe… pero… —dijo el Gordo y dejó la frase en suspenso.
Troncoso anotó algo en una tarjeta y después encaró al mecánico. No hacía falta que preguntara nada, se moría por saber qué iba a decir el Gordo.
—Zaldívar está preso aquí —dijo y le echó una ojeada de cerca a una bomba de combustible. ¿Cómo aquella basura de motor podía trabajar? Era como si cada pieza estuviera construida para ejecutar lo contrario de su función original.
Los ojos de Troncoso fueron una llamada de alegría. No hacía falta que hablaran pero el jefe de la planta y su mecánico ocasional ardían en deseos de echarse al suelo y pasarse la mañana en oración.

Luis Troncoso pertenecía desde antes de la Revolución a la Iglesia Pen­tecostal de Occidente. Luego de las tribulaciones del Gobierno con los religiosos, no visitaba los cultos ni las casas de oración. Sus trances místicos, en los que solía hablar durante horas y horas en lengua (es decir, que de venir un ángel hubieran podido conversar largo y tendido de esto y aquello, en caso de que el aparecido tuviera dificultades con el castellano, porque de todo hay en la viña del Señor), aún eran recordados entre los fieles. En cuanto a su oficio de electricista, lo desempeñaba desde poco después que Batista inaugurara la planta eléctrica del reclusorio. Cuando el cambio de gobierno, las autoridades revolucionarias no encontraron en él nada condenable y fue llamado de nuevo, esta vez para hacerse cargo de la planta. A Troncoso le gustaba su trabajo y aceptó, además confiaba en que aquel desbarajuste durara poco, tanto como los americanos lo permitieran. Ahora ni se acababa el desbarajuste ni llegaban los americanos. Y no es que Troncoso fuera un contrarrevolucionario de armas tomar ni mucho menos, era sencillamente una cuestión de calidad de motores que generaban la energía eléctrica. Por lo demás, alguien tenía que estar en las cárceles, y a Dios lo que es suyo.

Después de intercambiar varios mensajes, fue fijado el día de la en­trevista.
Dado que reclusos y trabajadores civiles no podían intercambiar experiencias así como así, debía aprovecharse el único momento en que ambos bandos se mezclaban: las actividades culturales y los encuentros deportivos. Actividad cultural no había ninguna por esa fecha, pero dentro de una se­mana se celebraría, entre presos y trabajadores, un partido de beisbol en saludo al séptimo aniversario del Plan de Reeducación. Las inscripciones estaban abiertas para integrar los dos equipos rivales. Troncoso y Zaldívar se anotaron en ambas listas. En cuanto a los pormenores de la entrevista, el terreno diría la última palabra.

Por fin llegó el ansiado día.
De un lado del campo, por la parte de tercera, se encontraban los guar­dias y los trabajadores civiles que hacían de hinchas del equipo Leones del Mantenimiento. Y por la línea de primera, la hinchada reclusa que aupaba a los Cachorros del Plan. Nada de contactos que no fueran los de los deportistas durante el juego.
El pequeño estadio resplandecía adornadote de banderas y de carteles que daban vivas al Plan de Reeducación. En medio de las dos fanaticadas, en una especie de tierra de nadie, se encontraba alineada la retreta que, bajo la batuta del maestro Walditrudis, hacía su estreno mundial. ¿Programa? “El him­no patrio”; “Presentación”; “El manicero”; Mambos, del tres al cinco; “La marcha del 26 de Julio”, compuesta decían en el mismo Presidio Modelo y “Llévame al matadero”, un montuno dodecafónico de la inspiración del propio Walditrudis.
La retreta tocó su tema de presentación. Un poco desafinada la percusión pero, para ser presos y aficionados, no estaba tan mal.
Y en medio del tema entraron los dos equipos y formaron uno frente a otro. De gris los Cachorros y de rojo y verde oliva los Leones. Zaldívar y Troncoso se buscaron con los ojos. El pastor dio la espalda y dejó ver su número siete. Tron­coso lo imitó y Zaldívar vio el dos en la parte trasera de la camiseta. Los árbitros discutieron las re­glas con los entre­nado­res de cada equipo y los atletas fueron a sus respectivos dog outs. So­bre el terreno quedaron los regulares de los Leo­nes, novena home club.
Troncoso jamás ha­bía jugado beisbol, pe­ro eso no evitó que lo colocaran en primera base. Al pajarado junto a la almohadilla, Zaldívar su­po que la entrevista tenía que ser allí mismo. El problema estaba en llegar a prime­ra, daba lo mismo que con un hit que con una base por bola que con un pe­lotazo. Hacía más de doce años que el pastor no jugaba pelota. Zaldívar y Troncoso eran una vergüenza para el deporte nacional.
A Zaldívar lo habían honrado con patrullar el jardín derecho y un honroso séptimo turno al bat.
El lanzador de Leones terminó el calentamiento y se escucharon las no­tas del Himno Nacional. La percusión se había compuesto; ahora eran las trom­petas y el ritmo los que hacían aguas. Los peloteros tenían las gorras a la altura del pecho, pero era la peor versión que habían escuchado del Himno.

Por increíble que pareciera, Zaldívar logró embasarse en la segunda en­tra­da. Soltó un metrallazo por el short stop y al inicialista, como era de esperar, se le cayó la pelota. Quieto, decretó el árbitro. Zaldívar quedó varado en pri­mera. Troncoso temblaba de emoción. Los cinco minutos que estuvo el pastor en aquella posición bastaron para que el jefe de la planta se convirtiera en el más fiel seguidor que jamás hubiera tenido. El juego iba dos por cero a favor de los Cachorros. Zaldívar no pasó de la inicial.
Troncoso fue retirado en dos ocasiones por la vía de los strikes. Zaldí­var, en su segunda vez al bat, volvió a llegar donde Troncoso por intermedio de un pelotazo en medio de la espalda. Troncoso tenía un pie en la almoha­dilla y lloraba disimuladamente. Eso debía doler. Y de nuevo fue el verbo. A Zaldívar le dio tiempo de cantar un himno y a Troncoso aprendérselo. El pastor tampoco pisó el home.
Entre inning e inning, la retreta tocaba algo de su repertorio. La entusiasta hinchada de los Cachorros festejaba la victoria gritando desde las improvisadas gradas.
Troncoso fue ponchado de nuevo y los parciales pidieron a gritos que los sustituyesen.
Zaldívar se las arregló para ganar la primera base cuando el juego ya estaba de un solo lado. Del lado de los Cachorros. No obstante ser totalmen­te innecesario, el pastor se deslizó sobre la base. Los cuerpos se enredaron en el polvo y el árbitro aplicó la máxima de que, pisando y pisando, ventaja para el corredor. Zaldívar no esperó más y emplazó a Troncoso. Sólo él po­día ayudarlo a salir del penal. Para su sorpresa, el jefe de la planta le dijo que ya había pensado en eso.
Esta parte del plan era tan sencilla o más que la primera. En el taller de Lorenzo Peña estaría la máquina del médico del reclusorio, un Chevy 52 que cada veinte días el galeno entregaba religiosamente para que le revisaran el motor y los frenos. Si podía llegar hasta allí antes de mediodía, no habría problemas para que él y el Gordo salieran en ella por la puerta principal con ayuda de la propia posta. Era un ritual mecánico que ejecutaban a diario… Una larga conexión del octavo bat hizo que Zaldívar llegara a tercera. El plan quedó trunco y el tercer out lo cedió el propio Zaldívar tratando de regresar a primera.
Finalmente Troncoso logró conectar de hit, mejor dicho Zaldívar hizo lo imposible porque la pelota picara delante de sus narices y lo consiguió impecablemente. La jugada valió otras dos anotaciones. El partido se puso nueve carreras por una. La hinchada festejó el hit de Troncoso.
Fue en el último inning que Troncoso terminó de exponer su plan. Zal­dívar, víctima de otro bolazo, éste lanzado a ochenta millas, arribó a la al­mohadilla. Una vez fuera, llegarían hasta un punto de la carretera de Santa Fe. Allí abandonarían el Chevy 52 del doctor cuando vieran una camioneta Ford cargada de estiércol y, sepultados entre la carga, llegarían a El Júcaro. El chofer se encargaría de presentarlos a la señora Eva Preston. Ella se ocuparía del resto. ¿Y los guardias? Si daba tiempo, en una hora estarían es­condidos en El Júcaro. La máquina del médico y la camioneta: ahí sí había motores. Al otro día él le mandaría un mapa con el recorrido hasta donde es­taría la camioneta en un punto de la carretera de Santa Fe. Sería un mapa tan sencillo como el de La isla del tesoro, bromeó Troncoso.
Esta vez Zaldívar no avanzó de primera y el juego terminó diez anotaciones por una, con victoria para Cachorros del Plan sobre el Leones del Mantenimiento.
Había sido un lindo espectáculo y la fecha de un nuevo compromiso quedó fijada para dentro de quince días.
La retreta despidió el cotejo con “La marcha del 26 de Julio”, que, con­taban, fue escrita y compuesta en el mismo Presidio Modelo.
Desde las circulares los presos “plantados”, como se les llamaba a los que no se acogían al Plan de Reeducación, no dejaban de abuchear y gritar consignas contrarrevolucionarias.

La parte difícil del plan se solucionó de forma muy sencilla. Zaldívar y Wal­dy debían llegar a los talleres a la misma hora. El pastor lo haría llevando una pieza de una de las máquinas y el músico una de las tubas que no afina­ba bien por lo abollada que había quedado después de un accidente.
Zaldívar se paró en la puerta de la tintorería y miró por última vez a Eloy. El otrora héroe fumaba un cigarrillo sentado en el lavadero. Al pastor le pareció que le tenía un cariño especial… ojalá y volvieran a encontrarse en mejor situación.

Mientras esperaban a uno de los mecánicos, vieron al Gordo pasando un pa­ño por la parte delantera de la máquina del doctor. Los guardias estaban re­tirados dentro del taller. Y así como si nada, el Gordo se montó en el Chevy y los otros lo imitaron. Nadie parecía darse cuenta. El Gordo encendió el motor y el ruido y hubo la misma reacción. El Gordo, con toda la sangre fría que le insuflaba la presencia de Zaldívar, apretó el acelerador y se aleja­ron de los talleres. Desde su oficina Troncoso seguía al Chevy que de­sa­parecía por detrás de las circulares.
Zaldívar oraba sentado en el asiento trasero y Waldy, a su lado, temblo­roso, aún llevaba la tuba.

Pasaron por debajo de una de las garitas y el custodio saludó a distan­cia. El doctor lo había curado ha­cía poco de una gonorrea de garabatillo. El Gordo, con toda la san­gre fría del mundo, sacó la mano y respondió el sa­ludo.
El Chevy se aproximaba a la puerta principal. El Gordo, asido al timón, sudaba copiosamente: sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal… Si no sincroniza­ba el movimiento, tendría que parar junto a lo guardias. Los labios de Zaldívar: firmes y adelante, hues­tes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve… La preocupación de Waldy: lo más ridículo que he hecho en mi vida es tratar de escapar de una cárcel llevándome una tuba abollada…
La posta encima de ellos… Y sería cierto eso de que Jesús los veía, tal vez, pero lo que eran los guardias, nada. Un cabo que se encontraba leyendo un periódico manipuló los botones de la puerta para dejar salir a quien, según sus ojos y costumbre, era el médico del penal. Y el Chevy 52, sin detener la marcha, salió limpiamente, veloz y seguro, bajo las manos del Gordo rumbo a carretera de Santa Fe.
Lorenzo Peña retuvo en sus pupilas la imagen del cabo armado de una relumbrante kalashnikov.
Zaldívar y Waldy se incorporaron en el asiento trasero. El pastor sacó el mapa. Tenía razón Troncoso, el mapa era tan sencillo y exacto como el que poseía Jonh Silver, el pirata de la pata de palo. Entre los dos, ridícula y abollada, estaba la tuba de la retreta.

Así de fácil, menos complicado que en el cine, buenos dramaturgos los án­geles cuando decidían inmiscuirse en los asuntos de abajo.
Tres minutos después de que los prófugos montaran en la camioneta Ford y se sepultaran en el estiércol, llegaba el médico al taller en busca de su auto, modelo Chevy del 52, motor en V, ocho pistones, etcétera.
Las sirenas retumbaron: ¡FUUUGA!
Se había producido una fuga y las autoridades estaban seguras de que sería como tantas veces, cuando algún recalcitrante lograba evadirse. Hom­bres y mujeres informarían de su paso y el cerco se iría cerrando lentamen­te. Al final, el o los evadidos tendrían frente a sí el mar inaccesible, las olas rompiendo a sus pies sobre las negras arenas y los milicianos detrás… Nun­ca escapaban.

La camioneta entró en el pequeño poblado marino de El Júcaro y se estacio­nó frente a un bungalow. Era una de esas casas de madera frescas y espacio­sas típicas de algún lugar de los Estados Unidos que sus ciudadanos habían construido cuando se asentaron en los campos de Isla de Pinos. El chofer se bajó y subió los escalones de madera y tocó el timbre. Zaldívar observaba debajo del estiércol. El hombre estrujaba su gorra de beisbol y se alisaba el cabello; por sus gestos se adivinaba que esperaba a alguien de respeto. Se escucharon unos ladridos dentro de la casa y la puerta se abrió.
Una hermosa pelirroja conversaba con el chofer y hacían señas a la camioneta. Luego la mujer se dirigió hacia un portón que había junto al bun­galow y el chofer de nuevo subió a la camioneta.
A esa hora las autoridades del penal recorrían sus alrededores seguidos de una veintena de milicianos y una inquieta jauría.
La camioneta traspasó el portón y los tres hombres bajaron cubiertos de estiércol y Waldy, apenado, se deshizo de una buena cantidad de deshe­chos acumulada dentro de su instrumento. Y así, con esa facha, fueron presentados a la señora Eva Preston, pelirroja, hermosa entre las bellas.
La Preston rió, seguro que de la mierda, y dijo que los ayudaba porque era cristiana y odiaba la libreta de abastecimiento y porque su amigo Luis Troncoso no hacía otra cosa que hablarle del señor pastor cada vez que la visitaba. Estaba encantada de recibir en su casa al pastor Eliaquim Zaldí­var. Por su parte, Zaldívar elogió su nobleza y valentía al acogerlos y la be­lleza de su nombre, el nombre primigenio. Y religión aparte, los evadidos, que eran hombres sin mujer, sintieron por debajo de la porquería algo más que el rubor instintivo propio de la ocasión. Y, como mansos corderos, siguieron a la americana dentro de la casa.
En una hora los convictos eran otras personas y estaban sentados a la mesa de Eva Preston y, antes de disfrutar de un almuerzo como Dios mandaba, Zaldívar, inspirado, improvisó un pequeño sermón que fue recibido como una bendición caída del cielo. Cuando el pastor terminó, la hermosa Preston lo besó en la frente. Y todos dieron gracias a Dios por proveerlos de los alimentos terrestres.
Eran las tres de la tarde y los perseguidores habían dado con el Chevy del médico y los perros daban vueltas y vueltas en el mismo lugar al parecer extraviados o mareados con el fuerte olor a mierda de vaca que aún quedaba esparcido en el ambiente.

Esa noche pasó una patrulla por el poblado, compuesta de cinco milicianos y dos perros escuálidos. Iban en un Willis del ejército y llevaban cara de pocos amigos: a ningún miliciano le gustaba andar por ahí detrás de nadie a esa hora acompañado de dos perros inútiles y hambrientos.
Zaldívar y sus seguidores estaban a buen recaudo en un cómodo sótano construido por el esposo de la Preston cuando la guerra de Corea. La mujer había dispuesto cada detalle con eficacia y cuidado anglosajones.
A petición de la anfitriona, Zaldívar sermoneó durante un rato acerca de la virtud que une a pueblos de razas diferentes cuando se reconocen en el amor a Jesús. La Preston lloró esta vez… para cerrar la pequeña velada, el Gordo cantó un conmovedor himno de la inspiración de Walditrudis titulado “Ven­ga tu reino, Señor; la fiesta del mundo recrea y nuestra espera y dolor transforma en plena alegría. Aie, eia, ae, ae, ae, la chambelona.” Co­mo el título era un poco largo, Zaldívar lo había rebautizado como “Dios el gozador”.
El Gordo cantaba desafinado que partía el alma, pero le ponía tanto al himno que apenas dejaba escuchar el sonido grave y abollado de la tuba.
Después de los cantos y las oraciones estuvieron conversando hasta tar­de. El Gordo y Waldy cabeceaban abatidos por el sueño y la americana pidió al pastor que subiera con ella porque quería mostrarle algo.
Y ese algo estaba en la habitación de Eva Preston.
La mujer entró en su cuarto y Zal­dívar quedó parado en la puerta. La habitación se abría ante él antojándosele un espacio diabólico, no importa­ba que fuera el lugar de la amorosa Preston. Suspiró tan fuerte que la mu­jer dio la vuelta y le preguntó qué hacía parado en la puerta. Zaldívar pidió per­miso y entró.
La Preston le pidió que se senta­ra junto a ella. El pastor apenas podía controlar su respiración y evitar mi­rar de soslayo el hermoso cuerpo de su an­fitriona. Era imposible que no advir­tiera su turbación. Recorrió con su vista la habitación y reparó en un re­trato mas­culino que había encima de la cómoda. Nunca antes Zaldívar ha­bía visto a na­die tan parecido a Errol Flynn.
—¿Es tu esposo? —le preguntó, y su voz sonó nerviosa y quebrada.
—No, es Errol Flynn —respondió la Preston, muy dueña de la situación—; es mi actor favorito. Estuvo en Nueva Gerona en 55.
Zaldívar resopló a modo de dis­culpa y la mujer abrió un cofre que tenía sobre los muslos y sacó un libro que debía tener como trescientos años. Era una Santa Biblia, propiedad de la familia Preston, que había sido lleva­da a los Estados Unidos por un pa­dre peregrino en el siglo XVII. La mujer puso el libro en manos del pastor. Zal­dívar abrió el libro pero estaba tan nervioso que apenas se dio cuenta de que era el mismo texto sagrado que él conocía, pero en inglés.
—¿Te gusta? —le preguntó, y su cuerpo se acercó peligrosamente al de Zaldívar.
¿Desde cuándo no experimentaba algo tan encantador? Entre los dos abrieron el libro y las manos se rozaron. Hermosas e irrepetibles las manos de la pelirroja. Las páginas pasaban y el pastor no distinguía nada. La Pres­ton puso el índice encima de una enrevesada capitular y Zaldívar admiró su belleza, la del dedo exquisito, en contraste con el papel envejecido, y de pron­to le entró la terrible duda de si estaba de nuevo a prueba. Los mortales ni si­quiera imaginan cómo operan los ángeles. Las manos seguían conspirando entre los pasajes del Antiguo Testamento. Un miedo cerval se apode­ró de Zaldívar: sufría una erección, una soberana y tremebunda erección provocada por aque­lla mujer. Eva tenía que ser. Pero la luz se abrió paso en las tinieblas: era una prueba, no tenía dudas, y él no caería en el error del incauto Adán.
Zaldívar repasó para sí, de memoria, el pasaje de la estancia de Jesús en el desierto luchando a brazo partido contra las tentaciones del Maligno. ¿Cuarenta días de solapada maldad qué significaban comparados a estar jun­to a una mujer que, en definitiva, era parte de un plan que lo trascendía? El resultado no se hizo esperar: la erección se evaporó dentro de la porta­ñuela. Y otra vez dueño de sí retiró el libro de las manos de Eva Preston.
Zaldívar leyó el fragmento en que había pensado y luego tradujo. El corazón de Eva latía disparado.
El pastor bajó el texto y la mujer se tendió sobre la cama. Dejó el libro dentro del cofre y la tomó de las manos haciendo que se pusiera de pie. Los ojos de Eva expresaban todo su amor y ansiedad largamente reprimidos. Zal­dívar la condujo fuera de la habitación. Evita los lugares donde coletea el demonio y de buena te librarás.

Ahora estaban sentados en el comedor. Eva hablaba de la soledad de viuda en que se consumía. Su esposo había desaparecido durante un huracán. Dos días después del meteoro apareció encima de una palma. Nadie sabía cómo logró llegar a semejante altura. Lo habían descubierto las auras y, cuando lo bajaron, mister Preston estaba irreconocible. Sus restos descansaban en el ce­menterio norteamericano de Columbia. Zaldívar pensó, compungido, que ésta era la función que Dios había otorgado a esos animalitos: limpiar los campos de desperdicios. ¿Qué era un americano muerto encima de una palma real?
Zaldívar no sabía qué responder a los mundanos sentimientos de Eva. En todo caso no con palabras de predicador.
—Si te quedaras nunca te encontrarían…
—Sabes que no puedo quedarme, ellos darían conmigo tarde o temprano.
—Tendríamos una linda familia, puedo darte hijos, todavía soy joven.
—Mañana debo estar en el mar.
—Me voy contigo si me lo pides, tú y yo en otro país…
—¿Conoces el significado de la Anunciación? ¿Qué puedes hacer si estás predestinado y eres parte de un plan supremo?
—Sabía qué clase de hombre había debajo del estiércol.
—No está bien que te enamores de mí.
—Eres un hombre maravilloso, mueve un dedo y me tendrás para siempre.
—Tú también eres muy bella… Eso me hace sentir halagado… aunque no mueva nada…

—Isabel —dijo Eva—, se llama Isabel…
—¿Quién es Isabel?
—Isabel es el bote. Isabel te alejará de mí. Los espera en el muelle.
—Estoy… seguro —dijo Zaldívar, que no sabía qué decir—. Pronto co­nocerás a alguien que te hará muy feliz… Eres tan… tan… linda…
Antes de bajar de nuevo al sótano, Eva le pidió que se quedara con la Biblia que una vez había navegado con los padres peregrinos. Zaldívar acarició el libro y le explicó que el salitre podría arruinarlo, además no se sen­tía señalado para privarla de semejante reliquia. La Preston no entendía de excusas.
La madrugada era un enjambre de milicianos.
Nadie, nadie, escapaba.

Al día siguiente los ex-convictos no se movieron del sótano. Un heli­cóptero sobrevoló la zona y varias patrullas habían vuelto a pasar por el case­río. En alta mar unas lanchas rápidas surcaban el horizonte a eso del mediodía. Zal­dívar se ocupó de escribir una larga carta de despedida llena de aliento a Luis Troncoso, en la que mencionaba que uno nunca debe dejarse llevar por las apariencias, pues a pesar de tener un apellido bastante inapropiado había echado el resto por ellos.
Al tercer día las patrullas dejaron de pasar.
Al quinto las lanchas desaparecieron del horizonte.
Por las noches, Eva y el pastor eran protagonistas de largas y profundas charlas. Luego rezaban y la viuda cantaba algo de Nat King Cole. A Zaldívar le parecía mentira que alguien tuviera tanta memoria.
Nadie, nadie, escapaba.

Eva ofició una sencilla ceremonia, algo pagana, para desearles una exitosa travesía, que consistió en la quema de varias libretas de abastecimiento. El papel crepitaba y la viuda dijo que el comunismo era una estafa y que ar­dería asimismo, estaba escrito.
Por fin se echarían a la mar en medio de la noche apacible y estrellada.
La viuda no quiso ir al muelle. “Mañana quizás ames a otro”, se despi­dió Zaldívar, aunque sospechaba que no eran buenas palabras. En veinticuatro horas la Preston conocería en las calles de Nueva Gerona a un ¿hombre? sin­gular si los había.

El timón y el motor de la embarcación eran responsabilidad del Gordo, convertido en patrón y capitán.
Waldy cargaba con la tuba abollada.
El pastor Eliaquim Zaldívar llevaba apretado contra su regazo la Santa Biblia de los padres peregrinos.
Faltaba poco para que los pescadores salieran a alta mar.
La noche se tragó a los improvisados marinos que hicieron proa en la “Isabel” surcando rumbo al sur la inmensa planicie salada.

lunes, 23 de mayo de 2011

Cuatro poemas

Víctor Ortiz Partida


EL PUERTO SERIO

Los colores se apagaron en el puerto. Antiguas casas yacen en la línea costera. Mis hermanos se prostituyen para tener dinero extra en las fiestas del santo. Siguen las enseñanzas de un libro sagrado. Ella suaviza con sus canciones la furia de los extranjeros en el bar. Él navega en el yate del patrón y obtiene el pescado para alimentarme. Juntos, mi hermana y mi hermano, se pasean por el malecón en un convertible modelo 1952. Quieren preservar mi pureza y me ocultan sus verdaderos negocios. Mientras mi santidad se alarga, me contemplo de cuerpo entero en el espejo que la interiorista trajo ayer a nuestro departamento —un escenario de mármol negro, de líneas puras, ideal para la hecatombe que se vislumbra.


RECHAZO EL AMOR

Rechazo el amor. La tierra se abre o se cierra para el agua. Yo soy una zanja por la que fluye el líquido amoroso. Luis XIV construyó un canal estrecho, navegable, en el sur de la nación. Engalanado como él se fue el amor de Elena hacia el mar.


VI UN PUNTO ROJO Y ERA EL INFIERNO

En los vestuarios, vi un punto rojo, luminoso, titilante, comenzó a moverse y lo seguí fascinado. Rápido se fue hacia las regaderas, se perdió en el vapor por un momento y luego apareció en la nalga de Nathan. Malicioso, continuó su viaje hacia los cuerpos macizos de mis otros compañeros de equipo. Se confundió con la tetilla de Rob, se untó en el abdomen de Mark, se deslizó por la pierna de Kevin, se enredó en la pelambre de Danny, hasta que se detuvo en el sexo de John. Todos hombres casados.


SALAMANDRA

Me alertan los fantasmas y los monstruos en el sueño. La salamandra estorba en la cocina. Irisada, enorme, se convierte en esa banca del pasado en la que nos sentamos a disfrutar el incendio del gran puerto: una idea ferviente se iluminó en el horizonte y pronto lo rodeó y ahora lo somete. Surge una pirámide de ceniza al amanecer. Se derrumba al primer movimiento de tus ojos. No parpadees, se podría desvanecer el siglo nuevo.

Las armas

Javier Caravantes

para Antonio

El cuerpo del indigente tirado. La enorme piedra aplastando su cabeza. El rostro de mis amigos al darse cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Se­guía recordando. Mi padre, acelerando y señalándome un microbús, me dijo:
—Esa ruta vas a tomar mañana para llegar a tu nueva escuela. La voy a seguir. Fíjate en el recorrido.
El colegio se llamaba Emile Durkheim. Era una escuela particular de pocos alumnos. Eso me había dicho mi papá al elegir en dónde inscribirme para el tercer año de preparatoria. También había decidido que me fuera a vivir con él a su departamento en Puebla. Yo estaba agradecido. No podía con­tinuar viviendo con mi madre en Atlixco. Quería escapar. En mi cabeza no dejaba de ver a aquel señor, tirado, suplicando. Todavía sentía el peso del tubo en las manos. El ruido de los huesos al romperse. La piedra. Necesitaba alejarme de ahí antes de que alguien se enterara de lo que habíamos hecho, tenía miedo. Mi padre me lo propuso, acepté sin dudar. Él claramente me ad­virtió que si no mejoraba mi conducta y mis calificaciones me regresaría a Atlixco. Yo prometí cambiar.
Mi madre recibió la noticia y durante tres semanas escuché chantajes. Ahí iba el hijo mayor a vivir a la casa de su padre, a ver si él lo corregía.
—En la esquina voy a dar vuelta a la derecha, aquí te bajas mañana del camión, sólo son tres cuadras hasta la escuela —continuó con las indicaciones.
La prepa era una casa pe­queña, distinguida sólo con el nombre de la escuela sobre una lona blanca. Bajé y mi padre aceleró rápido, apenas con un adiós que alcancé a leer de sus labios en el retrovisor.
En las oficinas una secre­taria me atendió, dijo:
—Bienvenido. Ése es tu sa­lón —y señaló detrás de mí.
Era un cuarto pequeño con una mesa cuadrada, seis sillas y un pizarrón. Fui el pri­mero en llegar. En quince mi­nutos entraron dos chavos, uno de mi edad, del que pensé po­dría ser amigo; el otro era un rubio alto de cabello largo, ti­po vocalista de banda de rock. Entró el director. Con voz muy grave explicó que la preparatoria mantenía un sistema didáctico diferente. Aceptaban a pocos alumnos; de esta manera lograban clases personalizadas. Se realizaban exámenes cada quince días y de inme­diato las calificaciones eran enviadas por internet a nuestros tutores. Tocaron a la puerta. Eran tres tipos. El director les repitió el mismo discurso. Nos informó que en unos minutos llegaría la maestra y se fue dejando un silencio incómodo.
En las clases tenías que poner atención, los maestros estaban demasiado cerca y al pendiente. Me gustó su amabilidad: “¿Se entiende? ¿Alguna duda? ¿Está claro?” Mis compañeros no se hablaban entre ellos; sólo los tres que llegaron juntos intercambiaban unos papelitos y se reían de mane­ra burlona. Casi ni los miré.
De regreso, caminé el mismo trayecto hasta el bulevard. Abordé el camión, iba lleno y con música horrible a todo volumen, pero daba igual. Yo no dejaba de mirar mi sonrisa en el reflejo de las sucias ventanas. No estaba dispuesto a desaprovechar la última oportunidad. Sólo tenía que sa­car más de ocho y tener aceptable conducta, ni siquiera era tanto. Estaba seguro de que en Atlixco, junto a mis amigos, había dejado lo malo.
En la comida, mi padre me interrogó sobre la escuela. Se puso feliz. Le dije que me había gustado. Entré a la nueva recámara. Saqué algunas libretas de la mochila. En cuarenta minutos terminé la tarea. Esperaba an­sioso las clases, los trabajos y los exámenes: las buenas calificaciones. Por fin olvidarme de lo que había hecho. Cambiar. Demostrar que podía ser una buena persona.
Al otro día, en el receso, me animé a salir. Raúl, el tipo parecido a mí y Claudio, el de cabello largo, estaban sentados en la banqueta. Al verlos me acerqué. Me invitaron a que camináramos hasta una tienda que estaba en la otra esquina. Hablaron de los otros tres tipos que eran nuestros compañeros: se llamaban Cristian, Héctor y Luis. Me contaron que los papelitos que se pasaban y demás palabras que se decían casi al oído eran comentarios despectivos hacia nosotros. Se notaban preocupados, casi con miedo. Hablamos de las ventajas de la preparatoria en comparación con las anterio­res de las cuales veníamos. Éramos parecidos. Ellos también habían repro­bado y ahora estaban entusiasmados con esta escuela. Caminamos al lado de la que yo creía que era una bodega. Conforme avanzamos, descubrí que era una enorme escuela, rodeada de muchos coches estacionados. Raúl y Clau­dio me dijeron que nuestros compañeros y muchos alumnos de la escuela eran tipos que habían sido expulsados de ese colegio, el más caro de la ciudad. Llegamos a la tienda; estaban ellos. Los tres, al vernos, comenzaron a reírse e intercambiar palabras que yo no escuchaba. Al observarlos en esa actitud, también me dio miedo que la escuela se complicara.
En la clase de lengua extranjera, Raúl, a petición del profesor, leyó el fragmento de un libro y los otros tipos se burlaron ya abiertamente de su acento. Se lo quitaron y cada uno leyó en un perfecto inglés británico. El jo­ven profesor no hizo nada. Ellos comenzaron a ridiculizar, también en inglés, nuestro aspecto físico. Me sorprendió la seguridad con que agredían. Hasta el maestro se puso nervioso. Decidió terminar la clase. Ellos también se le­vantaron. Antes de salir, él más alto, Cristian, advirtió:
—Agarren confianza, esto se va a poner divertido —y salió azotando la puerta.
Claudio nos dijo:
—Acusarlos en la Dirección no va servir de nada. Tal vez los regañen pero a ellos les vale madre. Si no les importó que los corrieran del colegio donde iban, el director no puede expulsar a tres tipos de un salón donde hay seis. Acusarlos sólo va a dar más motivos para que nos chinguen.
—Pensé que no iba a haber pendejos así en la escuela —lamentó Raúl.
—Cabrón, estamos atrás de ese pinche colegio de mierda —contestó Claudio.
—Si tú lo sabías, ¿por qué te metiste aquí?
—Está cerca de mi casa. Además revisé la lista de inscritos el último día, sólo estaban ustedes. Yo fui a ese colegio un año, el peor de mi vida. Conozco los apellidos de los güeyes de ahí, siempre son los mismos. Me aseguré de no encontrarme con alguno pero ves cómo llegaron al último. ¡Puta, qué pinche mala suerte!
Al ver a Claudio quejarse así, con sus ojos verdes y melena rubia, en­tendí el nerviosismo de Raúl, que casi lloraba. Preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Pues nada, cabrón, aguantarte, si quieres pónteles pendejo, a ver có­mo te va, o de plano perder el año —le contestó Claudio.
—No puedo, ya reprobé.
—Ni yo, cabrón, así que aguantamos.
Estaba sentado en los últimos lugares del camión, apretaba con furia mi cabeza. Mentalmente me repetía que no podía hacer algo. Nada de madreár­melos, ni siquiera responderles con palabras. Me daba miedo de que algo se complicara y terminara arruinándolo todo como siempre.
Conforme transcurrió la semana sus ofensas se acentuaron. Al cuarto día los enfrenté. No pude controlarme. Se quedaron callados con la burla que le solté a uno de ellos, pero en el receso se acercó a mí de manera tranquila y me dijo que yo sí le caía bien, que fuéramos a comer. Me pasó el brazo derecho por el hombro mientras caminábamos, como si realmente fuéramos amigos. Aunque yo estaba alerta, no reaccioné a tiempo, el puño derecho se hundió en mi cuello y advirtió: otra burla me iba a costar una golpiza. Cruzó la esquina para alcanzar a sus amigos, que reían a carcajadas, mientras yo frenaba las ganas que tenía de levantarme y romperle su madre. Miraba fijo al suelo recordando el cuerpo tirado, el tubo, la pie­dra. Logré tranquilizarme.
En los siguientes días im­provisaron otra forma de moles­tarnos en clase. Como si fueran niños de primaria, empapaban bolitas de papel con saliva y las arrojaban sobre nuestros rostros. Raúl y Claudio se habían vuelto más amigos, juntos sopor­taban las agresiones casi sin inmu­tarse, a mí me costaba trabajo. La primera vez que aventaron una de esas bolitas los amenacé: “Se los va a cargar la chingada.” Las carcajadas estallaron otra vez. Provocándome, me decían: “Levántate, a ver si eres tan cabrón.” Con las manos sujeté lo más fuerte que pude mis rodillas para que no realizaran nin­gún impulso, debía controlarme. La lluvia de papelitos con saliva duró toda la sesión.
Las veces en que era insoportable poner atención a lo que algún maestro decía mirando al pizarrón y sin vernos (ellos también tenían fórmulas para no comprometerse con lo que pasaba), me salía al baño. Cerraba la puerta con seguro y no encendía la luz, adivinaba mi expresión contra el espejo, respiraba sin dejar de pensar que lo único importante era seguir es­tudiando. Me duró cuatro veces; a la quinta, al abrir la puerta, ahí estaba uno esperando para arrojarme una manzana.
Días después, sin darme cuenta, coloqué mi mano derecha junto a mi rostro: creaba una muralla que impedía el paso de sus insultos y de mane­ra física cubría algunos de los objetos que me arrojaban.
Ellos se dieron cuenta de que no me molestaban sus palabras y aumentaron el rigor de cada ofensa; es más, no les dijeron nada a los otros dos, se dedicaron a agredirme sólo a mí. En uno de los recesos salimos a la tienda, yo caminaba al último. Casi llegando a la esquina, iban Claudio y Raúl y treinta metros atrás los otros tres platicando. Miraba sus espaldas con ira. Los primeros exámenes empezaban la próxima semana; aunque había cum­plido con todas las tareas de cada materia, no había entendido las últimas clases. Necesitaba subir mi promedio para ingresar a la universidad; sólo podía hacerlo si las notas que obtuviera fuesen casi excelentes. Yo nunca había alcanzado ese tipo de calificaciones. Uno de ellos dijo algo a sus amigos y comenzó a correr hasta llegar a Claudio y Raúl, que esperaban el rojo del semáforo para cruzar la calle. Con el impulso de su carrera, más el de su brazo, le pegó con la palma de la mano en la nuca a Raúl. Hasta donde yo estaba se oyó un chasquido duro, hueco. Raúl se agachó, con las manos se cubrió la nuca. Claudio, a su lado, no hacía nada por defenderlo, y Luis, el que le había pegado, se reía mirando a sus amigos que le respondían con el mismo gesto.
Llegó el fin de semana y mi padre permitió que fuera a Atlixco. Mi ma­dre ya estaba más tranquila. Cenamos, al terminar cada quien se fue a su habitación. Esperé que pasaran dos horas, abrí el balcón, me colgué de él para soltarme y caer sin hacer ruido. Anduve ocho cuadras hasta llegar al bar donde mis amigos se reunían, tenía ganas de verlos. Los encontré repartidos entre una mesa de billar y enfrente de una tele donde pasaban la repetición de algún partido. Saludos, abrazos, preguntas. “Me va bien”, res­pondí mientras me actualizaban de lo chido que se la pasaban esos días y de todo lo que habían hecho. De los seis ya sólo estudiaban dos. Cervezas, cervezas y más cervezas el resto de la noche hasta que, ya entrado en confianza y con la necesidad de ser comprendido por casi iguales, les relaté lo que en verdad pasaba: “Tengo ganas de que me vaya bien, pero hay algo que lo está impidiendo.”
Félix me fue a dejar. Antes de que bajara de su coche, dijo: “Tu pro­blema se arregla de volada; es tan fácil como sacar un ojo. Nada más llamas o nos mandas un mensaje; nosotros vamos.” Se lo agradecí.
El domingo regresé a Puebla. Estudié para el examen de Química, que junto al de Física y Estadística era de los más difíciles.
El maestro repartió el examen y salió. Yo había estudiado muy bien; en media hora lo resolví. Fui a buscar al profesor. Uno de ellos me arrebató el examen: “Cálmate o lo rompemos.” Cerré con fuerza los puños; ya estaba dispuesto a golpearlo: vi la cara de miedo que él ponía, de terror, igualita a la del indigente cuando lo comenzamos a molestar. Eso me hizo sacudir las manos. Me di vuelta, dejé caer mi cuerpo sobre una silla. Ellos lo copiaron completamente. El cuerpo me temblaba. Al final lo aventaron al piso y fue­ron a entregar los suyos. Tardé en levantarlo. Se lo di al profesor, le conté lo que había pasado. “¿Qué, los repruebo a los cuatro?”, contestó irónico. Fui a la tienda: compré una botella de ron. Era la primera vez que lo hacía en Puebla, le di varios tragos hasta que regresé al salón. Ellos ya estaban ahí, me dijeron: “Oye, ya nos caíste bien. Te invitamos a una fiesta, va a es­tar chida.” Tomé mi mochila rápido. Salí huyendo antes de que no pudiera aguantarme.
En la noche, al querer estudiar para los dos exámenes del día siguien­te, me di cuenta: las dos libretas de esas materias no estaban. Física y Es­tadística. No pude dormir.
Me presenté a los exámenes. Los resolví como pude, escuchando a cada momento las risas burlonas de los tres. Ellos terminaron primero. Cuan­do salí, ya me esperaban en la esquina. Al verlos me detuve. De una de sus mochilas sacaron mis libretas. Con el fuego de un encendedor las intentaron quemar. Se dieron por satisfechos con la mitad de cada una y se fueron en sus coches.
No caminé hasta la parada del camión; descansé en una banca del parque que estaba de paso. Agaché mi cabeza sobre las piernas. Cerré los ojos. Imaginé escenarios distintos para mi vida estando en Atlixco, allá con mis ami­gos, en el mismo bar. Matando a otra persona y tomándolo como un accidente. Por culpa de tres pendejos no iba a desperdiciar mi oportunidad. No tardé en buscar alguna solución. La encontré rápido, ya la tenía: la asumí. Fui a la parada de camiones y tomé uno hacia la terminal, donde salen los autobuses a Atlixco.


Excusé la tardanza diciéndole a mi padre que había ido a estudiar con un compañero.
Al día siguiente tocaba un examen fácil; estudié poco tiempo. El resto de la tarde estuve ansioso, ni en las hojas de los libros me podía esconder. Empecé a dudar si lo que había hecho era lo correcto, tal vez no, y sólo me acarrearía mayores problemas. Tenía miedo, qué tal si las cosas se salían de control. Había muchas posibilidades de imaginar a mis amigos excediéndo­se. No logré dormir.
El camino se hizo rapidísimo y, justo cuando me bajaba del camión, vi claramente el coche viejo de uno de mis amigos de Atlixco que venía rumbo de la escuela. Conducía rápido. Di algunos pasos más. Me llegó un mensaje al teléfono: “Ya está hecho.”
Tampoco pude caminar hasta la prepa. Me quedé sentado en el parque, la misma banca. Estaba paralizado. Intenté prender un cigarro pero el cuerpo no me respondió, sentía escalofríos. El teléfono sonó, apenas pude sa­carlo de mi bolsa. Dudé en contestar: era mi padre. Logré apretar el botón y dijo: “Hace rato recibí las calificaciones de la escuela. Felicidades. Llevas puro nueve y diez.” En ese momento escuché la sirena de una ambulancia que venía también de la escuela. El coche del director la seguía. Sólo hasta escuchar las palabras de mi padre me sentí con fuerzas para levantarme de la banca.

Dos poemas

Ángel Ortuño


AVENTURAS DE UNA NEGRA EN BUSCA DE DIOS

Cada uno de los hombres
que ha golpeado

Incluso
el más pequeño o sobre todo él

es como estar más cerca.

Sabe que Dios la huele
y se esconde.           Su miedo
se asemeja a un gran árbol sin hojas

pero nadie diría
con las ramas desnudas
porque ella es feroz cuando está así.



RADIO REDENCIÓN

A veces
cometemos errores y alguien muere

¿A eso
le llamas
lastimar? La pequeña
niñita que perdió sus corderos podría hacerlo mejor.

¿Es acaso
correcto que nadie abra la boca
y no te atrevas
a comer más azúcar porque así se construyen las casas de las brujas
o se cortan
trajes de emperadores cuando no entiendes nada?

Tendrías que estar aullando pero la cantidad
de veneno
resultó insuficiente

además

era cianuro y siempre pesa
el recuerdo de los campos de exterminio.

¿Te parece bonito? Su venta y uso
están estrictamente regulados por la ley.
Tenemos diferencias
en cuanto a la naturaleza de la expiación.

Si Dios existe
caminaré al infierno para exigir que me devuelvan mi dinero.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Nativos excéntricos: la subversión de la nacionalidad

Idalia Morejón Arnaiz
(Fragmentos)


Si bien la literatura cubana de los últimos cincuenta años cuenta con un vasto expediente de historias de arraigo y desarraigo producidas fundamentalmen­te desde el exilio en los Estados Unidos, el nuevo orden mundial ha estimulado la movilidad de los escritores cubanos por otros territorios, como los antiguos países comunistas del Este europeo y Asia.
Desde Cuba, el Estado, que ha usurpado la nacionalidad y la ha transformado en un valor irreductible a las fronteras, interfiere más allá de esas fronteras con el objetivo de debilitar una literatura que no cultiva el arraigo y la continuidad local. Esto le permite cuestionar la noción de autenticidad de esta literatura creada fuera del territorio nacional, por tanto le niega una participación compleja en su historia que, a pesar de los obstáculos, no sólo ha sido interactiva sino además persistente. El Estado invoca la idea de patria y la utiliza como mecanismo de control para garantizar la separación entre lo que se escribe dentro y fuera del país. En el adentro se afirman la permanencia y la pureza, que deben remarcar constantemente su territorio contra las fuerzas históricas de movimiento y contaminación que, llegando del exterior, son obligadas a “pagar peaje en la frontera”.1 Sin embargo, como en Cuba la frontera es el mar, el protagonismo que los bordes adquieren en otras geografías al constituirse en zonas de contacto, por los cubanos sólo puede ser ejercido en el interior de otros países, lo que complejiza aún más la ex­presión de la identidad. Ellos representan una nueva articulación de la diáspora, entendida como subversión potencial de la nacionalidad, como modo de mantener conexiones con más de un lugar, al tiempo que practican formas no absolutistas de ciudadanía.
Interesa aquí mencionar a dos autores, ambos nacidos en los años posteriores a 1959, cuando triunfa la Revolución cubana: José Manuel Prie­to (1962) y Carlos A. Aguilera (1970), y sus libros, respectivamente, Enci­clo­pedia de una vida en Rusia (2004), Livadia. Mariposas nocturnas del im­perio ruso (1999) y Teoría del alma china (2006). Ambos responden a prác­ticas de desplazamiento diferentes una de otra, pero tienen en común el hecho de no ser extensiones o transferencias culturales, sino un núcleo constitutivo de significado cultural: no reclaman la pertenencia a un país o la participación civil en los marcos de la nacionalidad desde una postura de ex­tranjeros, puesto que continúan siendo “nativos”. Sin embargo, ¿cómo probar su identidad con la lengua y la literatura de su país de origen, si a partir de determinado momento se encuentran permanentemente fuera de él? Para tratar de responder a esta pregunta, me propongo analizar algunos aspectos que tornan estas obras representativas del debate literario sobre nacionalismo, posnacionalismo y otredad: los lazos que estos libros postulan con las for­mas tradicionales de representación de la realidad en la literatura cubana; los modos exóticos de manifestación del poder político y/o económico; la pa­rodia de los clichés del orientalismo y la figura del emigrante como exótica.
En la actualidad, los libros de José Manuel Prieto se han convertido en paradigma de descentramiento territorial para la literatura cubana. Su eje no sólo gira en torno a la antigua Unión Soviética y la Rusia actual, sino, de modo más específico, en torno a lo ruso, si entendemos esta expresión como una forma de “viaje educativo” (Bildungsreise).2 En su literatura podemos observar cómo los objetivos del viaje educativo, además de cumplirse, se desdoblan en la ficción, separándolo definitivamente de su primer campo de actuación profesional. Este viaje educativo comprende la interrelación entre la enseñanza académica y la vida cotidiana en un país extranjero, en una lengua extranjera. El autor aprende a convivir en ese medio; reflexiona sobre la relación entre nativo y extranjero, al tiempo que se convierte en agente de cambio de mentalidad hacia la problemática de la identidad; cono­ce distintos ambientes mediante la interpretación de las variables culturales, socioeconómicas y geográficas; conoce espacios urbanos y rurales absolutamente diferentes a los de su lugar de origen; practica nuevas formas de su­pervivencia; participa en formas no convencionales de turismo; comprende las dificultades que se presentan en la organización de un nuevo tipo de vi­da; y, finalmente, accede a una forma de solidaridad que consiste en tomar parte dentro de una nueva comunidad.
En principio, su viaje tiene objetivos pedagógicos y didácticos, puesto que Prieto viaja a Rusia para estudiar Ingeniería en Siberia. Durante la épo­ca de la Perestroika vivió en San Petersburgo. Es decir, su estancia soviético-rusa, entre los años ochenta y noventa, coincide con la transición del totalitarismo de Estado a la democracia en los países de Europa del Este. Posteriormente residió en México (1995-2005), donde escribió Livadia, y des­de 2006 vive en Nueva York. Este itinerario constituye el principal factor que lo ha llevado a localizar sus cuentos, crónicas y novelas en torno al viaje y a otra cultura. Livadia, su segunda novela, fue publicada en Barcelona y ya ha sido traducida a siete lenguas. También ha sido recibida como una joya por los críticos literarios de importantes publicaciones legitimadoras del mercado editorial internacional, como The New York Times y The New York Review of Books, entre otros, por la manera en que crea una red de referen­cias sobre la literatura mundial, por la fina labor de crear texturas narrativas en las que rinde homenaje a Vladimir Nabokov, y principalmente por la trama, que refleja la Rusia posterior a la soviética.
En el centro del argumento de esta novela hay un contrabandista que aguarda en Livadia, la antigua residencia de verano del zar Nicolás II, las cartas que va enviando V., la mujer a quien ayudó a huir de un prostíbulo en Estambul. En ese retiro, J. aprovecha para reflexionar sobre su participa­ción en una extraña aventura: desde que un entomólogo sueco le encomienda la búsqueda de un raro ejemplar de mariposa, la yazikus, hasta la inespera­da desaparición de su corresponsal femenina que, una vez a salvo, lo abandona para regresar a su Siberia natal. Estos recuerdos y reflexiones sobre la manera en que J. llega a Estambul, se enamora de V. y la ayuda a escapar están contados en un largo borrador dividido en siete partes, que al final de la novela J. quema, para de nuevo comenzar a escribir toda la historia en una carta que dirigirá a V. Estamos frente a una novela itinerante que tiene lugar en tres ciudades: Estocolmo, San Petersburgo y Estambul, y que trata de recuperar la tradición epistolar del siglo XVIII, generosamente comentada y citada en la novela. Prieto utiliza ese género para estructurar la narración, adentrándonos, a través de los lugares desde los que las cartas son escritas, en otros viajes por territorios como Helsinki, Praga y Moscú.

Así, el hecho de que su obra sea considerada doblemente descentrada dentro de la literatura cubana está relacionado a su subjetividad, a su formación y experiencia de vida prolongadas en un contexto completamente distanciado de su país natal, el cual, por si fuera poco, no constituye una marca referencial ostensible dentro de su obra. En su reseña de Livadia, Rafael Rojas concede a Prieto la primacía, dentro de la literatura latinoame­ricana, de ser el primer escritor “que narra ficciones rusas”, al tiempo de ser el único autor cubano que “se empeña en no escribir una sola novela sobre Cuba”.3 Es cierto, como trata de mostrar Rojas en otro texto sobre diáspora y literatura, que en la literatura cubana desde mediados de los ochen­ta hasta el presente, especialmente en la diáspora, existen fuertes indicios de una ciudadanía posnacional: se trata de un núcleo de autores que rechaza la idea de exilio por la ma­nera en que este término se encuentra conectado a la nos­talgia, al regreso a la nación como lugar de origen y de re­cuperación identitaria. Así, el narrador protagonista de Liva­dia dice: “Yo no era una divi­nidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esta palabra (pre­fiero una anterior a 1917 e in­cluso a 1789). Era tan sólo un viajero. Pero la condición del viajero emula la de la divinidad, que está en todas partes. Entonces, lo que es cierto pa­ra un cuerpo divino lo es tam­bién para un viajero.”

[...]
 
Carlos A. Aguilera, autor de Teoría del alma china, también reseñó la novela de Prieto, defendiendo en ella la presencia de un mundo donde “lo íntimo deviene público, lo ontológico descentramiento”: “los escritores cubanos participan de un error: el de confundir lugar-donde-escriben con literatura, arcadia con creación, como si una determinada geografía fuera a otorgarle el boleto a la posteridad —haciendo legible lo que no es más que mala prosa— o la invención de un mito fuera a sacarlos del horror donde viven.”4

Vale resaltar que Aguilera y Prieto coinciden literariamente en el espacio de la revista Diáspora(s),5 un tipo de publicación que en los países comunistas del Este europeo se dio a conocer con el término samizdat (edición por cuenta propia, al margen de la legalidad). Ambos autores se encuentran entre los fundadores de dicha revista. El objetivo fundamental de Diáspora(s) consistió en marcar una diferencia entre lugares comunes como la identidad nacional, lo que el grupo denominó “fundamentalismo origenista”, y el ca­non de “lo cubano” como medida de todas las cosas. Para el poder totalitario es conveniente que todo signifique una sola cosa; para Diáspora(s), la significación es una bifurcación que niega el poder, ya que este último se po­siciona como aquel que detenta la palabra. La pluralidad de poéticas es la marca registrada de esta publicación, cuyo título indica la proyección transcultural de sus autores y mantiene la cohesión de su diversidad de escrituras, justamente en el pensamiento contra el nacionalismo cubano. Así, en su reseña, Aguilera lee Livadia a partir de un discurso común a todos los miem­bros de Diáspora(s): el descentramiento del canon literario nacional.
Como Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, Teoría del alma china, de Carlos A. Aguilera, también acusa indicios de posnacionalismo. Su trama se encuentra localizada en China, un estado igualmente totalitario, por tanto la referencia al Estado-nación es geográficamente diferente, pero al mismo tiempo equivalente. La forma de representación de Teoría del al­ma china la coloca en un proyecto de escritura mucho más cercano a la obra del cubano Virgilio Piñera, mientras que Prieto busca su identidad escrituraria en la obra de Vladimir Nabokov. En Teoría del alma china, la presen­cia de un discurso político y la parodia de los estereotipos de la otredad son llevadas ad absurdum. Su escritura definitiva y su publicación en libro fueron posibles una vez que Aguilera consiguió salir de Cuba en 2002 gracias a las gestiones del escritor alemán-palestino Said, presidente del PEN Club de Alemania, el primer punto de un largo itinerario por ciudades de ese país, además de Austria, Croacia y otros países del Este europeo.
A diferencia de los vaivenes de Prieto, la salida definitiva de Cuba pa­ra Aguilera fue precipitada, lo cual no le permitió amenizar el tránsito de la aculturación a la transculturación que es posible cuando se habla la lengua del otro. El desconocimiento de la lengua alemana, la sensación de ridiculez que siente en los primeros momentos, tornan la comunicación difícil; sus ras­gos físicos, que en Europa lo acercan más a un turco que a un caribeño, cons­tituyen motivo de distanciamiento y trauma social. Siente el exotismo del Otro como un síntoma de xenofobia y racismo, tan propio de los nacionalismos.
Debido a que el primer borrador de Teoría del alma china fue escrito en Cuba, es fácil detectar que las estrategias narrativas de representación de la otredad apelan a otro modo de descentramiento, marcado profundamente por la metáfora, por la ironía y por la mentira. No puedo dejar de mencio­nar que Tanya N. Weimer concluye su libro sobre la diáspora cubana en México reconociendo que la teoría del tercer espacio (Edward Soja), que le sirve para sostener su tesis del doble descentramiento de la novela de Prie­to, puede ser aplicada, inclusive, dentro de los espacios céntricos (en este caso Cuba). Así, Teoría del alma china, independientemente del lugar donde su autor comienza a escribirla (Cuba), donde la termina (Austria), o donde la pu­blica (México, Croacia, Alemania, República Checa), es un libro marcado por su lugar de origen: el insilio cubano de un intelectual que aplica cínicamen­te los códigos y juegos de silencio para criticar al totalitarismo de Estado y zafarse de la aplicación de los discursos nacionalistas a la interpretación de su obra.

1 J. Clifford, Itinerarios transculturales, Gedisa, España, 1999.
2 F. Bacon, “De los viajes”, en Adolfo Bioy Casares (Comp.), Ensayistas ingleses, Jack­son, Argentina, 1950.
3 Rafael Rojas, “Las dos mitades del viajero”, en Encuentro de la Cultura Cubana, Es­paña, núm. 15, pp. 231-234, 1999/2000.
4 A. C. Aguilera, “J. M. P.: La búsqueda del yasikus", en Diáspora(s), Cuba, núm. 6, marzo de 2001.
5 Diáspora(s), La Habana, núms. 1-8, 1997-2002. Entre los años 1997 y 2001, Aguilera y Prieto formaron parte del comité de redacción de la revista Diáspora(s), precedida desde ini­cios de los noventa por un proyecto homónimo de escritura, del que han salido algunos de los más signi­ficativos poetas cubanos de esa época: Rolando Sánchez Mejías, Pedro Marqués de Armas, Rogelio Saunders, el propio Carlos A. Aguilera y el novelista José Manuel Prieto.