martes, 17 de mayo de 2011
El reposo y la clausura
Víctor Alejandro Ruiz Ramírez
Elsa Cross, Nadir, CONACULTA, México, 2010, 88p.
La peor de las catástrofes es cuando todo se derrumba quedando en su lugar.
Maurice Blanchot
Según el decir de Arnold Hauser, las obras de arte oscilan entre la manifestación de dos experiencias: la de vida y la de cultura. Por eso ha de ser que las expresiones dan cuenta de algo distinto al arte o, por el contrario, se ciernen sobre éste como un gesto de retorno al lugar de origen. Se asuma una u otra, tal postura no podrá estar desligada de lo que cada artista, como es natural, alcance a sentir. No otra cosa, para no ir muy lejos, ocurre en Nadir. El más reciente libro de Elsa Cross refiere una experiencia de vida que se ha volcado en la palabra. Nadir, cuyos poemas, como el vórtice de un abismo, conducen a la sensación de haber perdido cierta esperanza, tanto como la experiencia última de la vida: el encuentro con la muerte. De principio a fin, Nadir contiene poemas que buscan compartir con el lector el dolor de la ausencia irreparable.
Dividido en siete apartados de sugerentes títulos, Nadir muestra diversos aspectos en la travesía del duelo. “Derrumbe”, la primera sección, se caracteriza por cierta sensación melancólica. A los once poemas que conforman este apartado, un hilo común los eslabona: el de la catástrofe, quizá la mayor de todas. Al orden regular del mundo —de las cosas, al devenir de la vida— le sobreviene un acontecimiento que hace girar, en sentido opuesto, su transcurrir, allí donde la presencia se convierte en ausencia: la pérdida del otro, la peor de las catástrofes porque “Todo se derrumba / y sigue allí / espectral”. Las cosas, el mundo, la vida, persisten en su transcurrir y el sujeto, melancólico, se desenvuelve en su añoranza, que es el lugar de la permanencia, del detenimiento, de las petrificaciones: “Petrifica la memoria / como en el valle los guerreros de sal, / vueltos hacia el levante”. En el rastro de la errancia, lo que aún permanece, se retiene asimismo el halo del ausente; en el recuerdo se busca recuperar la orientación de la conciencia que “deambula en la noche abismal”. No sólo desaparecen las voces, sino también sus ecos: “Las voces ya no están más de pronto, / y el silencio no sofoca / el asombro de seguir vivos / en medio de esos ecos extintos”. El eco que se va transformando en eco acentúa tanto la sensación de la pérdida como la de los rastros de esa pérdida: de la voz, el eco del eco; del ser, el recuerdo del recuerdo.
Aun en la evocación de los objetos donde se materializan los recuerdos —fotografías, diarios, huellas— se mira la inextricable fugacidad del mundo y los sujetos. “El abrazo”, segunda sección del poemario, nos deja dos figuras al menos. La primera, la del árbol en otoño, cuyo follaje desprendido, a pesar de su ingravidez y del viento que lo eleva, reposa sobre tierra: si el árbol se deshoja es para dar paso a otros retoños que dejarán hojas secas; la segunda, el pasaje de la vida a la muerte como un abrazo donde surge la incógnita de lo que hay entre una u otra: “¿Qué media en el abrazo / entre vida y muerte?” Habla de lo inefable ya que en ese traslado nada se puede decir. La pregunta sobre la mediación entre vida y muerte invita a reflexionar si en el encuentro de ambas la vida se termina o se continúa en la muerte.
Una pequeña ciudad griega le da nombre al tercer pasaje del libro. “Galaxidi”, nombre emblemático que, por la oscuridad de su etimología, da pauta para abordar el enigma del origen de la vida y su continuidad. En la paradoja de lo perecedero y lo durable, los poemas aquí contenidos danzan, tristes, el sentido de lo sorprendente de un retruécano para la razón: lo que permanece y dura es lo efímero y “solamente / lo fugitivo permanece y dura”, como escribió Quevedo en uno de sus más célebres sonetos. Mientras, las cosas que todavía quedan ya no son las mismas porque falta el sentido otro con el que el ausente las hacía existir. Pero “Galaxidi” también se configura como un recuerdo del lugar donde la poeta se reconoció con el otro ahora ausente en la palabra.
El simbolismo de las flores en el acto funerario se despliega en las líneas de los versos abarcados en la cuarta parte. “Asfódelos” sugiere no únicamente la imagen de la bella flor ni sólo sus propiedades curativas sino, a la vez, la evocación de su figuración profética para tratar el tópico del advenimiento ineluctable e inminente de la muerte: “Azahares por dondequiera, / subrayando el carácter de antigua nupcia, / de hecho irrevocable— / el de esta muerte acercándose”. La anunciación de la flor deviene rastro del pasaje a la muerte, del encuentro de ésta con la vida, en cuyo abrazo queda la melancolía desencadenada sólo al poder recuperar, en ausencia y como recuerdo, la presencia del otro. Así, la figura de la flor muestra otro aspecto de su hacer simbólico en el acto funerario, no nada más como impronta del pasaje de una vida a la otra sino como una prueba, para el ser que parte, de la andanza en este mundo.
“Ganges”, el siguiente subtítulo, comienza con un epígrafe lapidario que indica el origen del poema. La visceral experiencia de la pérdida de lo que fue engendrado se describe en el acto funerario de arrojar las cenizas, “el paso, el peso de la vida”, devolviéndolas al movimiento del agua para que simbólicamente continúe el ser despedido hacia las transformaciones. Considerada la vida como un viaje hacia la muerte, la muerte se concibe como una “vida otra” donde lo único perpetuo es seguir viajando. De esta manera se responde al cuestionamiento surgido a partir del encuentro entre vida y muerte, donde una se continúa en la otra porque se concibe ésta como inherente a la vida.
Al evocar el Puente Mirabeau en el título de la sexta división, pues es ése el encabezamiento que lleva, resulta difícil no evocar la sensación de la muerte que se manifiesta en el suicidio y, más puntualmente, en el de Paul Celan. Aunque no es de Celan de quien se habla, pese a que algunos versos suyos figuren como epígrafe, la imagen del suicida se aproxima a la del melancólico, para quien tampoco hay suficientes salidas, con la salvedad de que uno actúa con desesperación mientras que el otro se deja consumir con falsa parsimonia —falsa por falta de sosiego—, el gesto de serenidad con el que aparece el melancólico muestra más bien la peor de las catástrofes. El mundo con sus cosas permanece en su sitio. Las aguas del río no apagan el madero aún abrasador. La mirada generada por la melancolía se sitúa en lo efímero, en la vieja metáfora del río y la vida. De modo tal que se elige entre estar en el río, desplazándose en su discurrir, y plantarse ante él contemplando su incansable transitar. El avance del río figura también lo pasajero del estado del alma, ya que la melancolía se acabará cuando se transite a esa vida otra.
Para concluir, una “Coda”, de expresión melancólica en relación a lo que permanece y dura en el mundo, que sólo tiene las formas de “una leve reverberación, un halo difuso”. Las últimas líneas versan sobre la manera en que se mira desde el sentimiento de la pérdida irreparable lo que queda. Del derrumbe provine un resurgimiento dado en la posibilidad del decir. Si en el soñar se manifiestan nuestros deseos, entonces la página vuelta un sueño es en Nadir la búsqueda del alivio por parte de un sujeto quebrantado, el escribir se vuelve una decisión: seguir las palabras “al lugar donde todo se recompone / después de la disolución”. El poema significa la espera del consuelo en la palabra antes que en la muerte; entonces se siente que la pena amaina.
En Nadir habla un sujeto no situado ante el dolor sino en él: una sensación que le resulta inevitable y que se distingue del sufrimiento por ser éste siempre optativo, ya que se trata de una actitud; en cambio el dolor tiene lugar como padecimiento en el alma y en el cuerpo. El título del libro permea cada verso. El nadir constituye la figura del estado de alma de un sujeto que, tras lograr el cenit en la vida mediante la breve felicidad, ahora retorna y permanece en las profundidades del recuerdo con una tristeza sin fin.
Con este nuevo título Elsa Cross comparte una poesía profundamente meditada sobre un tópico constante en su reflexión: la clausura, pero ahora bajo la forma de la ausencia del otro en la muerte. Con ello, Nadir se inscribe en la concepción del acto poético como dador de sentido de la experiencia y posibilidad de reposo, de donde tal vez provenga el rasgo que ha caracterizado hasta el presente su poesía: la conjunción entre el pensamiento profundo y detenido con la claridad de su expresión.
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