viernes, 24 de julio de 2009

Revistas de poesía en México

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

Sería inútil trazar el mapa de las revistas de poesía en México en las décadas de los ochenta y los noventa sin contrastar este ejercicio cartográfico con el devenir histórico de las revistas de literatura y poesía que se publicaron en el país a finales de la década de los veinte y los treinta del siglo pasado. Cuando digo esto pienso sobre todo en revistas como Contemporáneos, Ulises, Taller, Taller Poético, Tierra Nueva, Estaciones. Pienso cómo, acaso sin saberlo, revistas y editores que vinieron después han pertenecido a, y perpetuado una tradición desconocida pero viva entre nosotros, en permanente diálogo y confrontación con el presente.
Pero ¿cuántas y cuáles fueron las revistas de poesía que se publicaron en México en las décadas de los ochenta y los noventa? La memoria es caprichosa y sólo me permite recuperar el fenómeno de los objetos y los hechos al azar de la propia biblioteca.

1. A principios de 1983 comenzó a publicarse en Puebla, con el sello editorial de la Universidad Autónoma de esa entidad, una serie dedicada exclusivamente a la poesía y sus “trabajos”. El poeta y su trabajo, como se llamó esa serie de títulos con formato de libro y periodicidad irregular, estuvo dirigida por Raúl Dorra y dio a conocer ensayos (con tema estrictamente poético) y poemas de autores como Charles Olson, Giorgos Seferis, Denise Levertov, Wallace Stevens, William Carlos Williams, Robert Creeley, Louis Zukofsky, Juan L. Ortiz, Maikovsky, Paul Celan, Gotfried Benn, Paul Valéry, Edgar Allan Poe, Cesare Pavese, Rainer Maria Rilke, es decir, autores pertenencientes —en una mayoría de casos— a la tradición poundiana de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo xx, poetas “clásicos” europeos y uno que otro autor sudamericano de los que en México poco se había escuchado hablar. A la serie la animaba la idea de que corresponde a los poetas principalmente escribir de la poesía, y la mejor manera de referirse a los poemas es a través del cotejo de los poemas mismos. El poeta y su trabajo tuvo una corta duración, y de hecho circuló poco debido no tanto a los tirajes de cada uno de sus cuatro tomos sino a una distribución deficiente. El editor y antólogo de los números 2, 3 y 4, el poeta argentino Hugo Gola, se aventuró a darle continuidad al proyecto en una segunda época, gracias al patrocinio del departamento editorial de la Universidad Iberoamericana, en el cual, a principios de 1990, Gola comenzó a publicar la revista Poesía y poética.
Los mismos principios que animaron a El poeta y su trabajo estuvieron presentes en las sucesivas ediciones de Poesía y poética. Con esto, no sólo se le dio continuidad a una línea editorial definida, que consistía en publicar poemas y ensayos en buenas traducciones, sino en encontrarles un nicho a poetas y escritores latinoamericanos que poco a poco irían ganando terreno en el imaginario de las generaciones más jóvenes de poetas mexicanos. Tales fueron los casos de Juan José Saer, Juan L. Ortiz, Edgar Bayley, Carlos Mastronardi, Javier Sologuren, el propio Gola y otros heterodoxos argentinos, peruanos, uruguayos y cubanos inclusive. A esta labor de difusión se le agregó una colección de libros que comenzó con la publicación de un título de Charles Juliet, Encuentros con Bram Van Velde, traducido por Gola. El diálogo infinito, una larga entrevista de Martha Canfield con el poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, fue el segundo volumen de la colección. Siéndole fiel a sus ideas sobre la preeminencia de los poemas y los poetas en materia de poesía, Gola publicó libros, cada vez mejor diseñados, de Valéry, Westphalen, Creeley, Andrea Zanzotto, Marina Tsvietáieva, Anna Ajmátova, H. D. y una enorme antología de poesía y poetas concretos brasileños (Galaxia concreta).
A finales de los noventa Poesía y poética dejó de publicarse abruptamente, debido a problemas administrativos que pusieron en conflicto a Gola con las autoridades de la universidad. El conflicto se resolvió de la peor manera y la universidad le retiró su patrocinio al proyecto, y Gola se vio obligado a retornar al título de El poeta y su trabajo para continuar con sus empeños editoriales, esta vez de manera personal y privada.
Uno de los principales beneficios de esta labor de difusión y edición de la poesía fue, desde luego, el magisterio que estas publicaciones ejercieron sobre la generación de poetas mexicanos nacidos entre las décadas de los setenta y los ochenta, quienes fueron inoculados con el poderoso germen de la tradición poundiana y de la poesía concreta brasileña, por mencionar solo dos vertientes de un espectro más vasto.

2. A finales de los años ochenta, el poeta uruguayo Eduardo Milán, entonces autor de tres libros de poemas publicados marginalmente en editoriales uruguayas y españolas, comenzó a publicar en la revista Vuelta una Crónica de Poesía, dedicada a reseñar novedades editoriales que se producían principalmente en el Cono Sur. Crónica de Poesía se convirtió en una referencia mensual donde comenzaron a circular nombres hasta entonces poco conocidos en el país, como Roberto Echavarren, José Kozer, Héctor Viel Temperley, Raúl Zurita, Néstor Perlongher, Augusto y Haroldo de Campos, Décio Pignatari; y otros ya consolidados, o en vías de hacerlo, en el imaginario poético mexicano, como Eduardo Lizalde, José Luis Rivas, Marco Antonio Montes de Oca y Gerardo Deniz. A través de una prosa incisiva y lacónica, que no renegaba de cierta oscuridad argumentativa, Milán comenzó a vincular, aunque fuese de lejos, la poesía mexicana de las décadas recientes con esa suerte de vanguardismo latinoamericano que llegaron a constituir Oliverio Girondo, Vicente Huidobro, José Lezama Lima, Macedonio Fernández, entre otros, y a demarcar los alcances de esta periferia con mecanismos retóricos centrales: Paz, Westphalen, Rojas y otros poetas de generaciones posteriores.
El trabajo de Milán como crítico de poesía no estuvo exento de consecuencias. En buena medida, a éste se debió la publicación en México de la antología de poesía neobarroca, que firmaron, en calidad de antólogos, Roberto Echavarren, Jacobo Sefamí y José Kozer, bajo el título de Medusario: muestra de poesía latinoamericana (1996).[1] Milán ha ejercido una suerte de fascinación sobre los poetas noveles de distintas generaciones, y no es raro, si se hace un repaso de la bibliografía crítica que se ha producido en los últimos quince años, encontrar que la retórica de Milán se ha infiltrado con singular alegría inclusive en quienes hoy son parte importante de sus detractores. Lo cierto y lo mejor de todo esto fue que Milán inauguró un debate, que apenas ha comenzado, sobre las formas de hacer y, mejor dicho, de des-hacer poesía en este principio de siglo.
Pese a ser fundada por un poeta, Vuelta no fue propiamente un revista de poesía, ni mucho menos una revista que privilegiara este género por encima de la reflexión política o de la reseña literaria. Sin embargo, en la década de los ochenta y los noventa Vuelta contribuyó a consolidar prestigios, y ayudó a levantar otros que con el tiempo probaron ser poco sólidos o en cierta medida dudosos. Su función, en ese sentido, fue la misma que la de revistas que compaginaban la edición de poemas con la de ensayos, reseñas, cuentos y narrativa en general, como la Revista de la Universidad y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica.[2]

[1] Aunque el discurso crítico de Milán ha sido objeto de severos cuestionamientos en los años recientes, es innegable la importancia que ha tenido para la formación de un criterio —entendido esto último como léxico y perspectiva para juzgar la propia poesía y la ajena— en las promociones más recientes de poetas mexicanos.
[2] Algunos números de La Gaceta, en la época en que el Fondo de Cultura Económica era dirigido por Jaime García Terrés, fueron de verdadera antología, y tuvieron repercusiones importantes en la gestación de los pensamientos y las vertientes poéticas de aquellos años. Pienso sobre todo en los números dedicados a Pound y a Eliot, y uno que otro que llegó a tener como protagonista a algún baluarte de la literatura europea “clásica”.

Poemas sobre el pensar

Juan José Macías

MIS QUERIDOS hermanos,
no dejéis la virtud, imitad a los griegos.
Bajad. Subid.
Tropezad.
No se tropieza sino sobre la cima.

Mientras camino pienso; y
según el camino,
es como va mi pensamiento.

Mi pensamiento adquiere
la discordante forma en que camino.

Caminar es una manera del pensar.



LA POESÍA deja ver
la ausencia del poema;

su escritura es ya un dios
de cuya acción
nos hemos redimido.

Mis queridos hermanos:
la ausencia escribe.



QUIEN PIENSA es el ausente
que anula la presencia
(lo cerrado) del mundo.

Pensar es abrir las puertas del mundo,

habitar el afuera
donde irremediablemente
nos perdemos.

Pensar es una manera de no estar.



HAY NO obstante eso como un llamado
o una fuerza a continuar

en esa manera de quedarse
en donde se espera que está uno.

Pero la razón y la voluntad
son un ruido vacío.

Pensar es acertar en lo indeterminado;

regresar las cosas conocidas
al grado cero del enigma.



PIENSA EN una mano calma
que descansa,
infinitamente alejada de la vivacidad.

Piensa, luego,
en la expresión inconmovible
que toma entonces el lugar de la mano

y que en el aparecer de esa apariencia
se presiente —oh hija mía
que me sobrevivirás—

un acontecimiento prodigioso:
un pequeño estremecimiento que
terca e inútilmente llama

desde muy lejos a la mano.



EN LA estación de los cuentos y los poemas
crece un árbol cuya sombra
caerá sobre nuestros corazones.

Cuídate de los elogios. Cuídate
de los artificios del lenguaje. Nada,

salvo el propio sonido de su triunfo
hará inclinar para nosotros
la amistad de su fronda.

Seremos ese árbol si sabemos podarlo.

Será nuestro país. La casa con la amada.
Será lo que tú quieras. Piensa:

él es como ese dios en cuya piel
lleva tatuada la apariencia del mundo.



DE LOS isomorfismos que aprendíamos
en un libro de Ludwig Wittgenstein
pudimos
al menos separar

o bien ramales
o árboles
o breñas: pequeñas realidades que cogía

involuntariamente, distraídamente
el pensamiento:

llegaban de golpe, entraban de lleno
sin hacérselas pasar (oh cuánto amabas eso)
con la amabilidad que se acostumbra.

Eduardo Lizalde: La poesía es una tarea compleja, lenta, torturante

Rafael Vargas
(Fragmento)

A Eduardo Lizalde no le gustan las entrevistas. Le parecen —lo señala dos o tres veces a lo largo de ésta— “deplorables: se repite uno mucho”. Y no le gusta hablar de su vida personal —“no soy tan importante”, dice—, pero no cabe duda de que conocer algunos aspectos de su formación como escritor y su vida personal ayudan a comprender mejor la versatilidad de su obra.
No le faltaría razón si la anécdota desplazara las más de cinco décadas que se le cuentan de ejercicio poético o, como al poeta mismo le parece, algunas de sus obras autobiográficas fueran, en efecto, relegadas o mal leídas. Los pequeños o los mayores éxitos en poesía se miden, más bien, por el fervor y la cita imprevista o inducida de versos y poemas que delatan la persistencia, la penetración y lo dilatado de una obra y un autor. Lizalde, no es exagerado decirlo, pertenece ya a la memoria colectiva: no es extraño que el tigre, la zorra, las tabernas, los amores desgraciados, tengan en los lectores de poesía la impronta de Lizalde.
Irónica siempre, letal en su ternura, en la poesía de Lizalde abunda una figura, el tigre, que ha terminado por identificar su obra como al autor mismo. Suntuosa y soberbia como el tigre, la voz que señorea desde
Cada cosa es Babel, pasando por Caza mayor, hasta Algaida es inconfundible en la poesía mexicana, entre algunas otras características, por su sonoridad y la precisión cortante de un alfanje.
Nacido en 1929, el 14 de julio Eduardo Lizalde cumplió los 80 años de edad. Como pretexto indiscutible, pero también por todo lo que la poesía contemporánea le adeuda,
Crítica ha reunido en estas páginas el testimonio del poeta, un poema casi adolescente (“La muerte”), y cuatro aproximaciones de cuatro críticos y poetas que no necesitan ya presentación: Eduardo Milán, Armando González Torres, Luis Vicente de Aguinaga y Juan Leyva.

—En las primeras páginas de Cada cosa es Babel, se lee: “Cuando nací ya estaba creado el nombre, mi nombre, pero creció conmigo como un zarzal de letras...” ¿Por qué Eduardo? Tu bisabuelo se llamaba Trinidad; tu padre, Juan Ignacio...
—Mi abuelo paterno era Eduardo.
—Entonces, es en honor a él.
—Sí, eran costumbres familiares. Mi padre se llamó como mi bisabuelo, que era Juan Ignacio. Trinidad era el bisabuelo materno.
—¿Y conociste a tus abuelos?
—No, nunca conocí a ninguno de ellos. A la única abuela que conocí fue a la materna, que fue la única que sobrevivió hasta los ochenta y tantos años de edad. Mi abuelo y mi abuela paternos murieron cuando mi padre era muy niño. El abuelo materno también murió poco después de la Revolución, cuando mi madre era niña.
—De manera que esa metafísica del nombre que expresas en Cada cosa es Babel también está sustentada en un Eduardo concreto...
—Lo realmente extraño es que el nombre exista antes de que uno nazca. ¿Quién no ha reflexionado sobre eso? Y ése es el hilo conductor, la columna vertebral de Cada cosa es Babel, un libro que me llevó varios años. Lo rehice varias veces. Cuando se publicó, en 1966, ya tenía cinco años de haber sido escrito. Estuvo durmiendo el sueño del justo en los cajones del Fondo de Cultura, que ya había aprobado su publicación en 1965.
—Precisamente en el momento en que Orfila se va del Fondo...
—Orfila se va y Alí Chumacero, que en ese momento todavía estaba a cargo de la gerencia —luego renunció y se apartó del Fondo por unos años—, me dijo: “Retira tu libro porque aunque ya está aprobado, quién sabe cuándo se va a publicar.” Lo retiré. Poco tiempo después lo leyó Rubén Bonifaz Nuño, que era el director de la Imprenta Universitaria (yo era el jefe de impresión) y me dijo: “Hombre, publiquémoslo en la colección de Poemas y Ensayos.” Así fue como finalmente vio la luz.
—Es un libro al que el tiempo le ha hecho plena justicia. Se mantiene absolutamente vivo, sin hojarasca...
—Por fortuna ha escrito sobre él mucha gente. Entre los lectores más recientes están Evodio Escalante, Marco Antonio Campos... Pero recuerdo que cuando apareció a Octavio Paz no le gustó mucho ese libro. Octavio celebró El tigre en la casa, no Cada cosa es Babel, a pesar de que le pareció que estaba bien escrito.
Recuerdo también que Rubén Bonifaz Nuño me hizo alguna vez una broma a propósito de ese libro frente a Augusto Monterroso y Marco Antonio Montes de Oca —que por entonces era mi compañero de banca ahí en la Imprenta y se autonombraba el mayor poeta de México, sólo comparable con Octavio Paz—; Bonifaz Nuño le dijo a Marco Antonio: “Ese poema está muy bien escrito, y no lo has escrito tú; es un poema como Muerte sin fin. Hay mucho Valéry, hay mucho Góngora.” Yo me quedé azorado. “Pero les quiero decir —añadió Rubén— que a mí no me gusta nada Muerte sin fin.” Y remató diciéndome: “Te falta hacer más obra.” Pero en 1966, cuando se publicó Cada cosa es Babel, yo ya estaba metido en El tigre en la casa, que se editó en 1970 a instancias de Salvador Elizondo, quien lo llevó a la Universidad de Guanajuato. En realidad lo había concluido en 1968. Los primeros poemas de ese libro se publicaron en 1967. Ya no recuerdo qué revista publicó fragmentos de El tigre en la casa en esos años. Yo ya estaba trabajando en otra línea.
Pensé, por cierto, que El tigre en la casa no iba a ser un libro bien recibido, pero fue el mayor éxito editorial de mi entonces escasa y mal circulante poesía —porque después circuló un poco más—. Misteriosamente El tigre en la casa se leyó muchísimo y aún se sigue leyendo. Es un libro, como se dijo, de un escritor tardío, porque tenía yo 40 años de edad cuando se publicó. Ahora bien, eso no es del todo exacto, porque en realidad desde el final de los años cincuenta ya tenía yo bastante avanzado Cada cosa es Babel y escribí El tigre en la casa en la primera mitad de los sesenta, cinco años antes de ser publicado.
—Curiosamente, hay un traslape entre la publicación de Cada cosa es Babel y la aparición de Poesía en movimiento. A tus lectores les ha llamado siempre la atención que no figures en el índice de Poesía en movimiento.
—En realidad es algo muy explicable, porque Cada cosa es Babel se publicó al mismo tiempo que Poesía en movimiento pero, además, yo estaba algo distanciado de Octavio Paz. Unos cuantos años antes yo había dado una conferencia sobre él, agresiva e imprudente, en la Facultad de Filosofía y Letras a la que él asistió. Asistieron también Carlos Fuentes, Elena Garro, Ricardo Guerra, Jorge Portilla. Al terminar, creo que Fuentes me dijo: “No has sido muy afortunado.” Me lo dijo también Portilla: “Eres un sectario. Vas a terminar en el estalinismo más cerrado.” De esa conferencia salí con Octavio Paz discutiendo terriblemente sobre problemas políticos. Y Octavio se distanció, sentido conmigo. Yo le decía que era un gran poeta equivocado, porque había criticado el marxismo y el mundo socialista.
Nos reconciliamos a final de los años sesenta. Le escribí para decirle que lamentaba haberlo criticado por sus puntos de vista políticos, porque en ese momento mi experiencia política había hecho que mis ideas cambiaran y que reconocía mis errores stalinianos y mi ignorancia. Pero ese distanciamiento hizo que yo no le mandara mi libro —Octavio vivía fuera de México—, de manera que lo más probable es que en la época de Poesía en movimiento ni siquiera lo hubiera leído, y quizá tampoco ninguno de los amigos que se ocupaban de hacer la selección de esos textos que conformaron la antología.
En 1986 Octavio publicó un “Post-scriptum” a Poesía en movimiento en el que lamenta que no se me hubiera incluido y hace un elogio entusiasta de mis libros.[1] A partir de El tigre en la casa leyó ya con más atención y generosidad las cosas que yo publicaba.
Cuando leyó la primera Memoria del tigre —me refiero a la que publicó Katún, no el Fondo de Cultura— me dijo: “Es excelente el libro.” Y continué mandándole libros: Caza mayor; Tabernarios y eróticos, que se publicó dos veces con el sello de Vuelta, y me hizo muchos comentarios conforme aparecían nuevas cosas mías, más de viva voz que por escrito, aunque en las dedicatorias de los libros que me regaló siempre las celebraba.
Un día que fui a visitarlo, muy poco antes de su muerte, me dijo: “Estoy en deuda contigo. Debí haber escrito un ensayo más amplio sobre tus libros, que me parecen admirables.” ¡Imagínate! ¡Se encontraba en condiciones de salud tan terribles y todavía tenía esa generosidad! Por supuesto, le dije: “Octavio, no estás en deuda con nadie. En deuda estamos nosotros contigo, que hemos recibido no sólo la enseñanza de tu poesía, sino de toda tu enorme obra. Por favor no vengas con eso.”
Era muy exigente pero generoso. Creo que a veces se pasaba de generoso, y no siempre le resultaba bien la generosidad a Octavio Paz. Pero lo leía todo y lo trataba de comentar todo y de juzgarlo todo. Tenía una capacidad verdaderamente monstruosa, como lector, como crítico y como creador. Siempre acusaba a sus colaboradores más jóvenes de ser perezosos. Condenaba mucho la pereza. A mí mismo me criticaba un poco, pero no tanto. Me decía: “Tú publicas libros, publicas artículos, has publicado una especie de autobiografía, aunque te quedaste corto en la Autobiografía de un fracaso, que es un libro magnífico, pero debiste extenderte más, hacer crónica, hablar de la gente tratada...”
Era un hombre siempre atento a lo que hacían los demás, y se daba tiempo para tratar de enterarse, no sé a qué horas, porque trabajaba todo el día y acudía a cuantas reuniones nacionales e internacionales de cultura le era posible atender y era su propio agente literario. Sólo se apoyaba en un secretario. Tenía una capacidad de trabajo verdaderamente impresionante y un talento evidentemente excepcional.
Así que la experiencia del trato con Octavio Paz fue muy larga, muy fructífera y muy impactante para todos los que lo conocimos.

[1] Escribe Octavio Paz: “Un nombre —una obra— que ha cambiado nuestro paisaje poético: Eduardo Lizalde. Unos años antes de la publicación de Poesía en movimiento era conocido por un libro inteligente y, al mismo tiempo, sensible: Cada cosa es Babel (1960). [sic] Diez años después, en 1970, publicó El tigre en la casa. Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso. Desde entonces Lizalde ha publicado varios libros de poemas; cada uno de ellos, cada vez con mayor precisión y limpieza no exenta de piadosa ironía, es una operación sobre el cuerpo de la realidad. Mirada-cuchillo de cirujano, mirada de moralista, mirada de enamorado.” [Nota del entrevistador.]

La muerte

Eduardo Lizalde

Cuando a mi puerta llegue,
le franquearé la entrada…
Cuando me diga airada
que la existencia entregue,

me abismaré en la nada
de su mirar incierto,
y ante el umbral desierto
me esperará callada.

Cuando se acerque al lecho,
cuando la vea enlutada,
cuando me brinde abrigo,

me clavará en el pecho
su rutilante espada
y partirá conmigo.

Rodeos a un tigre

Armando González Torres

Un repugnante ángel ciego y su mascota leprosa tocan a la puerta de una fiesta y se muestran a los invitados con todas sus taras, desgracias y enfermedades; un amante despechado se hoza en los belfos y jugos de la prostituta más vieja, fea y sucia para olvidar la belleza de su amada; una mujer, devenida perra, moja los dientes en el retrete para lastimar mejor a su víctima. De la poesía de Eduardo Lizalde podría extraerse un catálogo con muchas de las imágenes más violentas, perturbadoras y certeras de la poesía mexicana, y su obra oscila entre el equilibrio clásico y la explosión de ira, entre el divertido coloquialismo y la visión apocalíptica, entre la ligereza del poema de circunstancias y la gravedad de la arquitectura de largo aliento.
Perteneciente a una de las últimas generaciones declaradamente parricidas de la poesía mexicana (con sus compañeros de fechorías poeticistas Marco Antonio Montes de Oca, Enrique González Rojo, Arturo González Cosío), Lizalde se forma como escritor en el pasado medio siglo, una etapa de auge de la actividad poética (ensombrecida por la proyección de otros géneros como la narrativa y la pintura), cuando conviven diversas generaciones (Pellicer, Paz, Huerta, Chumacero, Sabines, Bonifaz Nuño se encuentran en plena faena creativa) y el espectro poético se enriquece con una imbricación más amplia en el mundo de las ideas (corrientes como el existencialismo, el estructuralismo, la filosofía analítica o el marxismo penetran en la literatura y modifican desde la visión del lenguaje hasta la autoconcepción del artista).
Hay quienes distinguen dos tendencias, el culteranismo y el coloquialismo, que dividen las filiaciones poéticas en esa época. Si bien esta dicotomía soslaya matices, en general es cierta y, en esas décadas en que el gusto poético también va a denotar el color político, estos dos polos forman el nucleo de la Guerra Fría en la poesía mexicana. Lo notable es que, como pocos, Lizalde cruza las marcadas fronteras entre las facciones y puede ser clásico o coloquial, poeta con mayúsculas o antipoeta, culterano o arrabalero. Los parentescos de Lizalde con sus contemporáneos nacionales son variados y hasta contradictorios, Gorostiza y Paz, por un lado; Bonifaz Nuño y Sabines, por el otro, y, muy poco mencionado, Revueltas (de viva presencia en su propensión a describir la violencia, la descomposición y el dolor). Todo esto aparte de la muy extensa lista de afinidades lizaldianas con la gran tradición de Occidente, desde los poetas romanos hasta la llamada poesía pura de Valéry y Mallarmé pasando por un acuciosamente leído Siglo de Oro y por la presencia tutelar de Baudelaire.
Pese a esta formación enciclopédica, la trayectoria de Lizalde no es la del poeta enclaustrado en su biblioteca y registra un tempestuoso tránsito por los radicalismos estéticos y políticos (su militancia en el poeticismo y en la disidencia a la izquierda de la izquierda) que, sin embargo, nunca renuncia a la adscripción clásica. Es conocido el periplo del poeta (narrado con humor por él mismo y descrito de manera rigurosa y erudita por Carlos Ulises Mata en su indispensable La poesía de Lizalde): los inicios en la vanguardia poeticista, esa fantasía de rigor y control que apunta a una destrucción cerebral del edificio de melcocha de la lírica mexicana por parte de una pequeñísima élite de poetas-filósofos. La militancia poeticista se trueca, poco después, en una poesía política que, teñida de abstracción y algo de pedantería, practica la denuncia y busca un despertar de la conciencia proletaria con versos casi gongorinos. De estas experiencias surge un par de plaquettes maldecidas por su autor, pero surge, sobre todo, un poeta dotado y adiestrado musical y visualmente (con los rigores del conteo de versos y la forja de imágenes); consciente del entorno social pero también de las trampas y limitaciones de la literatura militante, y con un temperamento intelectual abierto a las más diversas formas de creación, reflexión y pensamiento (sólo la pereza crítica puede explicar el olvido de las facetas de Lizalde como narrador y ensayista).
No es extraño que este arduo proceso de formación demore su lucimiento como poeta hasta 1966, cuando factura su primer libro de pantalón largo, el primero que el propio autor parece aceptar en su bibliografía, nada menos que Cada cosa es Babel, ese poema filosófico que alude a la tribulación adánica de nombrar y a la ambigüedad inabarcable del lenguaje. En una larga secuencia poética que, pese a su exigencia, fluye con naturalidad y tensión dramática, Lizalde asume que las palabras no responden a la esencia de la cosa y el vínculo entre el mundo y el lenguaje es arbitrario y contingente. La notación y dotación de significado al mundo proviene entonces del acto de libertad de una conciencia poética. Esto implica una responsabilidad abrumadora que puede observarse en ciertas imágenes en las que un paisaje y una fauna innominados piden a gritos un nombre al atribulado nominador que es el hombre. Este rasgo dota de dramatismo y violencia a Cada cosa es Babel y como dice Vladimiro Rivas Iturralde: “Este poema afronta el tema teórico, abstracto de la denotación; sin embargo, lo hace a través de una imaginería carnal de verdugos y víctimas, de lastimadores y lastimados, de sujetos activos y punzantes que inflingen heridas sobre objetos pasivos o vulnerables”. En efecto, en este libro que aborda argumentos de indudable altura y dificultad, Lizalde llega a una expresión al mismo tiempo desnuda y compleja, física y metafísica que, a través de la paradoja, produce el choque de una verdad revelada. Una poesía que quiere violentar el significado con una construcción que, a ratos, entreteje hallazgos y argumentos del pensamiento sistemático y que, a ratos, es más prosódica que lógica y arrebata con una extraña melodía intelectual.
El tigre en la casa (1970), que sigue de inmediato a Cada cosa es Babel, es el libro emblemático de Lizalde: un catálogo ejemplar de metros y ritmos, un acervo de metáforas precisas y originales, un entrecruzamiento de citas y guiños. Artificio y, al mismo tiempo, explosión, a partir del motivo del tigre Lizalde es capaz de desarrollar un extraordinario recorrido poético y una disparatada y aterradora zoología, que implica metamorofosis delirantes, enfermizas invectivas, metáforas horrendas de lo humano, que van desde la ridiculización a la devastación moral de su objeto. Uno de los grandes temas del libro (y de la obra ulterior de Lizalde) es la decepción y el despecho amorosos, la indignación por la incapacidad femenina de entender el amor de la misma manera que el hombre y que, desde entonces, propicia la elevación de Lizalde como el defensor por excelencia de una especie varonil, castigada y denigrada por hembras fementidas.
Con estos dos libros, está marcado ya el significativo alcance de la poética de Lizalde: por un lado, el maestro en el arte de la composición que cultiva el poema extenso y se habla de tú con un pequeño linaje de grandes poetas y, por el otro, el poeta de entrañable carnalidad y sentimentalismo, con el que es posible identificarse como si fuera un compañero de barra en la lacrimosa cantina.
El ánimo especulativo, unitario y de largo alcance, priva, por ejemplo, en libros como La Tercera Tenochtitlan (1999), esa declaración y reclamo que dialoga con los grandes poemas urbanos y que evoca la historia portentosa y malaventurada de la ciudad, sus rincones entrañables y putrefactos, su traza monumental y caótica, sus amados y sucios habitantes, sus esplendor y oscuridad; en Rosas (1994), ese delicioso divertimento que demuestra el desafío de inspiración y destreza que implica escribir sobre un tema autoasignado o en Algaida (2004), ese escrutinio en la espesura de la memoria, donde desfilan imágenes históricas y reminiscencias íntimas, donde se alternan la añoranza y el horror, la celebración de la vida y el reposado lamento crepuscular.
Por su parte, el ánimo coloquial e intimista domina en La zorra enferma (1974), un poemario epigramático, con fuerte olor a misantropía, que matiza el moralismo del género con la ironía y hace un ajuste de cuentas humano y político; en Caza mayor (1979), donde vuelve a los motivos del tigre aunque con un pesimismo más acendrado, o en Tabernarios y eróticos (1989), esa celebración del copular y del libar, evocación y glorificación de la bohemia, con una hechura exigente que improvisa con temas, sonoridades y motivos y rehace ritmos y giros populares.
En fin, desde el abordaje filosófico del lenguaje hasta las experiencias inmediatas del deseo y la decepción, Lizalde dispone de un abanico temático y un repertorio estilístico impresionante y se ha convertido en una referencia fundamental de la poesía mexicana. Acaso, como en toda obra poética de altura que traza su propio y exigente rasero, hay altibajos, momentos autoparódicos, textos de circunstancia o juegos de ingenio de pronta caducidad que se cuelan en algún libro. De todos modos, el hálito poético de Lizalde es imponente: dueño de una poderosa declamación poética, su escritura es sonora y contundente, rica en prosodia, original en imágenes, inmensa en referencias. Se trata de una poesía que ha influido las más diversas comunidades del gusto y tanto los perpetradores de la poesía del lenguaje, como los de la musa callejera, pueden celebrarlo y reclamar el ADN de una herencia poética.

Eduardo Lizalde: entrañas del poema

Eduardo Milán
(Fragmento)

1. Cada cosa es Babel (1966) es un tour de force en el contexto de la poesía mexicana del siglo xx. Lo es por su implicación autorreflexiva en un ámbito donde esa visión de la poesía es poco usual. Muerte sin fin de José Gorostiza había sido, en un sentido diacrónico, la gran tentativa de una obra autorreflexiva en el devenir de la poesía contemporánea escrita en México. Esa tentativa de poema total en cuanto a su concepción de indagar en profundidad sobre la esencia de lo poético es la gran referencia, el gran modelo implantado en el cuerpo de la poesía mexicana. Lo es también para Lizalde. La tercera sección de la primera parte del poema de Lizalde abre con esta cita del poema de Gorostiza:

La forma en sí que está en el duro vaso
…tenedlo ahí, sobre la mesa,
inútil,
epigrama de espuma que se espiga. (sic)

Cada cosa es Babel es una prueba de esfuerzo para el corazón poético. No todo poema resiste la prueba de su desencarnación. “Desencarnación” aquí significa tematizar la construcción del poema, señalarlo como acto que se cumple en el momento en que se está cumpliendo. Se trata de un ejercicio de extrañamiento del poeta ante su acto creativo. En una palabra, “desencarnación” significa desenmascaramiento, quitarle al poema su velo aurático, mostrarlo en su densidad fabril, de cosa que se hace. Es un doble acto reflexivo: un acto de distancia para ver el poema como cosa que se está haciendo —el “gerundio de la cosa”—, y tomar nota del proceso que ocurre mientras ocurre. Lo singular de este gesto creativo, el de atrapar el presente creativo —metacreativo hay que decir— es que al llevarlo a la práctica el poeta se vuelve el doble de sí mismo: se ve, en otras palabras, escribir. Y la tarea de escribir se vuelve una tarea de dos escrituras: la propiamente creativa, el escribir, y la propiamente crítica: describir el escribir. Aunque no con la voluntad explícita en Cada cosa es Babel, puede decirse que en la concepción poética general de Lizalde la conciencia “extrañada” ante el poema es un rasgo dominante y determinante. En el agudo texto Autobiografía de un fracaso, asunción autocrítica de su pasaje por el “poeticismo”, Lizalde daba como una de las razones fundantes de su búsqueda poética en aquel momento el desentrañar el mecanismo creativo de los grandes maestros. Vale la cita completa del fragmento: “La parte más interesante, en despectivos términos históricos, de la inocente teleología poeticista era, creo hoy, la relacionada con el mencionado método de análisis, suscitación y producción de imágenes inéditas y trabajadas, que obligaban a resistir las soluciones elementales de la expresión poética y, también, a entender, descubrir, disecar, desbastar los procedimientos de construcción lingüística y conceptual que daban sustento a la belleza impar de un texto de Blake, uno de san Juan de la Cruz, otro de Shakespeare.”[1] Ironía aparte —aparte pero en un aparte central, ya que la ironía constituye un recurso retórico siempre activo en la poesía de Lizalde—, la estrategia de la concepción poética manejada desde entonces no es nada ingenua ni mucho menos superflua si se la aplica a la propia poesía con el rigor operado en Cada cosa es Babel. La operación crítica no es, contrariamente a lo que suele subrayar una reiterada interpretación superficialmente romántica —tomado el calificativo en un sentido de “inocencia”, “originalidad”, “espontaneidad”—, el opuesto de la creación. Puede ser el resultado de una práctica complementaria, el polo que le es constitutivo por atracción “otra”. En grandes poetas de la modernidad lo ha sido. En Lizalde también lo es. Pero la crítica es, más que puesta en crisis, revelación de un estado crítico del lenguaje, no el desvelamiento de su misterio, su destrucción racionalizada o una forma del abaratamiento explicativo. Más radicalmente, dice De Man: “El poema no es ritual, misterio ni oración, sino un texto que ha de ser interpretado y que pide una solución al lector, como todo enigma.”[2] La distinción que plantea De Man es pertinente. La crítica, en la poesía escrita en la modernidad, es un lenguaje de acoplamiento. Así se percibe en la poesía que abre su construcción a ese otro lenguaje que parecería que lo necesita como figura de contraste. Sólo que es el lenguaje del poema, su parte crítica, la encargada de no desvelar el misterio y de aclarar el enigma. Ya no un “afuera” representado por otro, el lector en posición crítica y no de goce textual. Si se resuelve el enigma es desde un “adentro” del poema. Esto supone otorgarle a la parte crítica del poema un lugar de otredad que se descubre en la coexistencia con el lenguaje poético y no otorgarle a ese lenguaje la mera participación en un ejercicio de desdoblamiento. Más que una unidad desdoblada, son dos escrituras operadas por una misma mano. Y esa mano es siempre una mano “poética”. Ése es el juego que se advierte en Cada cosa es Babel: la escritura crítica del poema no interfiere con la escritura propiamente poética: más que serle ajena, le co-responde, la acompaña pero no la dobla. El lenguaje racional puede coexistir con el lenguaje poético en un plano de equidad. No hay —para repetir a Haroldo de Campos— exclusividad de los lenguajes. Y si ninguno es el lenguaje “debido” al poema, no hay por lo tanto ajeneidad. Importa señalar que en la poesía moderna esta coexistencia lingüística surge de una necesidad, de una necesidad de legitimación de la escritura poética como escritura todavía viable en una época —la moderna— que desconfía de esa viabilidad como propuesta vigente. Dicho de otro modo, el lenguaje poético encuentra la necesidad de justificarse en una época que lo arrincona a una posición de “mismidad”, de igualdad consigo mismo, de exclusividad. La autorreflexividad integrada al poema rompe esa exclusividad, abre el lenguaje poético hacia otras derivas lingüísticas posibles. Pero primero, antes de abandonar el núcleo de su exclusividad, el lenguaje poético parece “volverse sobre sí mismo”, sobre sus ingredientes desde siempre constitutivos. La poesía, el poema, la palabra, lo que la palabra nombra o dice —“cosa” para Lizalde, quien entra en el dominio de lo ente con una rara solvencia filosófica— son los temas a investigar con las herramientas prestadas por el mito, la filosofía, la historia de la poesía, y, en no menor grado de importancia, el sentido común, no sólo del pensamiento sino también del lenguaje que se habla. El lenguaje poético y lo que lo organiza —palabra, cosa, retórica, figuras de dicción— son materiales de acecho.
No es de extrañar que luego del acápite de Muerte sin fin ya citado como apertura de la tercera sección de la primera parte del poema, la “cosa” elegida para ejemplificar el “nombramiento” poético sea un ciervo:

Para nombrar un ciervo
hay que tener mejores músculos que el ciervo.

El ciervo es ejemplar figura de la caza. Y la caza, precisamente, es el acto de perseguir y apoderarse de una presa. El motivo de esa presa puede ser Dios —en el memorable verso de san Juan: “Y le di a la caza alcance”— y puede también ser la palabra. La acción aquí remite como metáfora al verdadero dar poético que es, con justeza, dar con la palabra en su doble significación de “encontrar” la palabra justa, y, con la palabra, ejercer la dádiva. Esa dádiva ejercida —nombrar— tiene una peculiaridad: la de otorgarse, para cumplirse cabalmente, una atribución superior a lo que nombra. El verso citado se propone como la definición de una poética, o, más simplemente, la razón de ser del acto poético. Se trata de una humildad: el mundo es superior en su manifestación al acto poético. Para darlo, para ofrecerlo, hay que estar por encima de lo que se da por la conciencia de la superioridad en valor de lo dado. El poeta debe ponerse en posición de un demiurgo a riesgo de “perder” en la batalla con el mundo que representa su oficio de nombrarlo. Subyace al texto, todavía, la concepción adánica del poeta como primer nombrador. Un primer nombrador paradójico ya que “finge” serlo con la conciencia de que no lo es. Ese “saber” impregna Cada cosa es Babel y toda la poesía de Lizalde: el saber que la poesía es una “segunda verdad” respecto del mundo. Toda la operación poética entra en crisis al ser desmitificada en su voluntad de práctica original —el mundo ya fue nombrado innumerables veces; la referencia al nombrar, sin embargo, remite siempre al primer nombrar o al primer nombrador: es con el origen del nombrar al careo—, en su voluntad inventiva, o sea, creativa.
¿Qué es el señalamiento de la “fracasada” empresa del nombrar que Lizalde insiste en recalcar sino la búsqueda de un acto que haga imposible justicia a las cosas? Todas las cosas del mundo están ahí para ser dichas y, al mismo tiempo, para ser calladas. El oficio poético pasa por esa disyuntiva cuya primacía es activa. El silencio le va a la zaga. Pero no hay “decir” “sin decir”, no hay silencio que no hable. El problema, todo el problema entre ambos actos —hablar, callar poéticos—, es la mediación, el establecimiento de un acuerdo, la formulación de un equilibrio que permita ver que no se ha cometido un acto irreparable. La metáfora —que Lizalde aprende a manejar con los poetas del Siglo de Oro español— es una cobertura frecuente en la mayoría poética. El simple acto metafórico puede salvar lo que el nombrar directo pierde. El poder de la metáfora en el poema es legitimante de por sí. Aunque resulte una metáfora fallida, la operación que conlleva —situar lo dicho en otro espacio que transfigura el ámbito entero del lenguaje en juego— puede absolver la torpeza creativa. Tótem poético, la metáfora juega el juego de encubrir. Desvelado el juego queda poco o nada. Hay una ira sofocada de Lizalde al comprobar la ineficacia del nombrar como motivo recurrente en la tradición poética, el resto desolado de la empresa poética que, al ser descubierto, da lugar a una piadosa —de parte de las cosas mal nombradas— contestación:

Nombres para despojos que la luz
omite en sus paseos
Obstáculos,
herrumbre
que la lengua secreta en su dicción,
bordea y esconde con su
espuma.

La pregunta anterior por el señalamiento se contesta así: equivocarse en el nombrar es reestabilizar el mundo.

[1] Eduardo Lizaldo, Autobiografía de un fracaso, en Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-1991), FCE, México, 1995, p. 28. Todas las citas de la obra de Lizalde están tomadas de esa edición.
[2] Paul de Man, Escritos críticos, Visor, Madrid, 1996, p. 274.

jueves, 23 de julio de 2009

Rumor de aquellos mares que fuimos

Juan Leyva

Algaida: bosque o breña; bajo de arena o médano; cobertizo de ramas o de paja; colina arenosa junto al mar. Duna. Y el mar es otro cúmulo de médanos, una modulación continua de cimas y hondonadas. Y el cielo, una serial de médanos nubosos. Y el bosque, una algaida de copas y cortesas. Y el aire, un mar de brillos, roces, olores, ecos, rumores que se pierden en la digitación de los años. El universo todo, un juego de formas y sabores, de pieles. Algaida es la memoria y es el sueño, la selva o el desierto o el rumor de aquellos mares que fuimos. Un es, un fue y un estar siendo. Una techumbre sin muros, propietaria de todos los umbrales. Escultura de arena, de recuerdos, cuya modulación cincela el olvido como en un contador de segundos, con lentitud, soplo a soplo, verso a verso, centímetro a centímetro: tic-tac de la palabra y los sentidos. Así, la casa verdadera, la única que poseemos, es la memoria y el cosmos; la piel que nos ha dado cada día. Algaida culmina en metáfora y en personaje, porque el héroe —llamémosle así a nuestra voz— le habla, la convierte no sólo en páramo y selva del pasado, sino en oído, en una tú que oye hablar de sí misma; en imagen, sustancia, motivo, textura y recorrido; universo creado y creador, tierra para la siembra del poema; en confidente que se deja hablar de la inminencia:
Tren silencioso de arena sin férreos andadores, sin convoy, sin
materia.
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano,
corpúsculo a corpúsculo
—polvo en pie delgadísimo que somos—
para
reconstituirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia
idéntico.

Es la inminencia de un viaje sin tornavuelta; y para Lizalde, ateo y escéptico, más allá del poniente no puede esperarnos más que la nada; una metamorfosis cuyo desenlace ignoramos, y aun así podemos honrar, como alguna vez lo hiciera Ovidio.
El poeta sabe que la ropa de antaño nos ha olvidado; las calles, los paseos, los árboles, los besos, los aromas, se quedaron en otras estaciones, y no sirve creer que los hemos traído con nosotros. Cuando volteamos, hurgamos en bolsillos sin costura: no hay nadie, nada, tan sólo una galaxia nebulosa, una confusión de imágenes… Y el gran reto es abrir muy bien los sentidos hacia una ilusión que nos dé significado, que parezca que atrapa el silencio de la memoria, o interpreta unas notas cuyo resplandor sólo para nosotros resulta visible. Dueños de un presente, si acaso, aspiramos a veces a poseer incluso un país de antaño.
Lizalde es un testigo del siglo, es ciudad y es palabra; música y roca; verdugo, enamorado, gourmet de huerto y raspa de palacio; marinero de asfalto y pájaro de sótanos y cloacas; astuto explorador de los elementos. Se detiene: la mirada cosecha desde el hoy hasta los territorios de la infancia, y estimula con ello los sentidos, las aves de la memoria alzándose desde cada una de nuestras radas, porque el poeta sabe que el cuerpo es el mundo.
Algaida es poema, es libro y es el solar que inventa un poeta a la manera de una geografía de la imaginación y de la memoria. Entra a ella por rutas diferentes, como si de una vez supiera que no la alcanzará, que es inasible, que no hay mapas que guarden las rutas que anduvimos; o bien, que todo mapa se transforma a cada paso, a proporción de intuiciones y espejismos. El poema nos sitúa a la orilla de un tiempo, a la orilla de un mundo suburbano que es, también, la orilla de la memoria: y por eso aquí algaida, la palabra, es hija de Proteo, como una voz que fue y será polvo, pero es también la suma de todas las armonías. A diferencia de otras de sus visitas al pasado y la urbe —donde campean pasiones negativas, si bien que no exclusivas—, en Algaida el poeta es un calculador y sereno paseante que contempla un terreno, el suyo; y va hallando los brillos y los ecos de la conmoción, los aires que levantan las páginas perdidas, los placeres estagiritas de la evocación. Portales, la colonia al sur; los años fundadores. ¡Ah mísera ciudad que aún tenías huertos! ¡Borracha que te ahogas en tus miasmas! ¡Puta de oficio precario!
¿Cómo no recordar el modo en que un balón se funde con la luna?; ¿los pájaros, con un aria desprendida de la vitrola paterna, de la casa que observa la vagancia intemporal e impune de la infancia, embarrada de pasto y estiércol, ungida de aves y cuadrúpedos, reseca al sol, sacudida de rayos y truenos, de granizos severos, de noctivagaciones en que las estrellas pendían a la mano como frutos de un árbol dormido o complaciente? Edén al fin, pese a nuestra incurable discusión con los mitos.Y la naturaleza es en Algaida un baño sin fin, un precipicio de delectación. Por eso el autor pareciera allegarse cuerdas y botas, brújula y croquis, barómetro y piqueta; buscar orientaciones celestes. Quiere que aquel jardín y aquella casa, en convivencia, no se le escapen en lo informe. Busca lo visual y lo auditivo, degusta el pasado, besa la piel del tiempo y se deja invadir de todas las aguas. No elude tampoco las llamas: volcán, cohete, fiesta, destrucción, apocalipsis.
Las tentaciones sistemáticas —que Lizalde ha sabido hacer a un lado cada vez con mayor habilidad— prevalecen en Algaida en una suerte de taxonomía del paisaje cuya base es la manera en que cada uno de los sentidos nos acerca al mundo y sus elementos. El poema, el pasado, así, se perfila en estratos, sin por ello escapar hacia la desintegración: “A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera / de los borrosos médanos que fuimos…” Los frutos y las hortalizas, la herbolaria olorosa de los guisos hogareños nos siguen más allá del poniente y de la noche, pero antes, antes está el poema, brindis gozoso:

Al filo de la tarde hay menos hojas que plumas en las frondas,
pletóricas de especies pajariles
(…)
El absoluto oído primigenio que repara el desastre.
El último jardín de la memoria…

Entonces, luego de vislumbrar vegetaciones y aves, frutos y nubes, viento, el poema nos lleva al mundo de los sonidos, al sonoro jardín, el master class de un Pan que pastorea en la altiplanicie azteca; el concierto animal de la tía natura de Rimbaud, para quien —como en el caso nuestro— la madre tal vez haya sido, más bien, la hembra artificial de la urbe. Pero enseguida:

A la espalda del ojo y el oído,
el jardín del aroma y el del aire,
poema del olfato y los pulmones y el alma de flores, pastos, bosques.
¡Naturaleza amiga, tía carnal de mi prole!

Más allá de lo visual y lo auditivo, la partitura olorosa, la música afónica que nos invade hasta las venas; el sápido olor de la distancia que en una mandarina se transfigura en plato excelso digno pero ignorado de los dioses. Y el cielo. Por todas partes el azul destino: “Vivimos de lo alto, del cielo mudo y de la luz candente,/ pendemos, títeres, de los astros innúmeros…” Y ahí, como es debido, Lizalde se da tiempo para homenajear a la amada, para hacerle su sitio en el desfile de creaciones supremas. “¡Qué grandiosa tarea!” —declara—, “(dan ganas de creer en Dios al verla)”.
Jardín hasta que un día se descubre vacío, seco, el pozo, el flujo que alimenta la casa paterna, como debe de haberle ocurrido a muchos, arrojados, entonces, a “las milicias inquilinarias”; el regreso a la urbe y sus servicios o el ingreso a las filas suburbanas de la insuficiencia. Fin de una era, no sólo para la ciudad y sus alrededores, sino para la vida misma del poeta. Y otro día se vuelve, muchos años después; se retorna a los barrios de la casa antañona, la vieja calle donde el eco dijo… La abigarrada deformación incansable de la ciudad, los antiguos huertos y llanos convertidos ahora en colección de barracas, negocios rústicos y calles polvorientas: “figones, tugurios, cavernas de carbón”.
En la última zona entre el esplendor y la sombra, el autor se detiene y medita. El universo entero nos contempla más allá del sol y del horizonte, más allá de la noche, como un tambor lejano, como una fiera agazapada. No hay el menor pesimismo o debilidad ante la muerte aquí: llueve sobre nosotros por todos los milenios desde Gilgamesh. Se ofrece un brindis en homenaje al ocaso y, mientras tanto, se sale del infierno antes Anáhuac para mirar de nuevo la estrella, la noche, lo inmenso, la corriente de dunas del pasado, que otorgan solidez a este presente, al concierto del sol en su retiro. Ésa es quizá la tarea cotidiana de todo hombre: cae el sol, nos alistamos para la muerte.
Y Lizalde, ahí, en ese punto, recupera amigos y autores, la textura entrañable de otros idiomas, cuyas frases se mueven en una respiración y un hablarse a sí mismo que se abrazan al mundo de la palabra. El verso se modula en ese brindis rojizo, se ensancha libremente, se recuesta, se lanza en arrebatos y regresa mancito como un toro que vuelve a su querencia, olfateando la yerba entre las pausas. El verso en Algaida abunda en longitudes mayores que la alejandrina: una danza de pies quebrados, cláusulas, versos de arte menor y mayor en distintas combinaciones; y, ante todo, el verso como ese aire, ese “Galerna, vendaval del tiempo”, que dibuja las dunas del azar, el destino, la muerte, la memoria; que oscila y canta, derriba, erige, talla, se pasea, se recrea en las olas y en la sabbia: molde, artista y materia.
Lizalde ha sostenido muchas peleas: con el amor, el odio, la estulticia ideológica, la culpa y la vergüenza, la desazón, la tortura de lo irremediable; la incuria que nos mantiene postrados. Sin embargo, en Algaida es una voz serena que conserva la fuerza de todos sus libros, el seño firme y claro, la sonrisa, el temple a puño limpio, sin cuchilladas. Se ha dicho con razón que se trata de una obra madura, plena y armónica. Así es: talló Lizalde aquí una imposible Soledad, pues lo suyo es lo tenso entre la corte y la aldea, y viceversa. ¡Pero qué Soledad a un tiro de nuestras piedras!

viernes, 17 de julio de 2009

Sin rastro, sin luz

Víctor H. Benítez
(Fragmento)

Soy un tipo duro, amigo, soy tan duro que estoy aquí hablando contigo y debería estar muerto. Tengo el estómago deshecho. Y tengo miedo, es natural. El miedo es bueno, al menos lo ha sido en mi vida. Verás, a veces creo que todo este asunto es una réplica...
Pedía ride, un aventón sobre la carretera como cualquiera. Solo, mi gaseosa y una mochila en la espalda. Siempre lo hacía, me agradaba... sabes, fue la primera vez que visité Tijuana. ¡Dios! Mi situación ahora me hace recordarlo, estoy pensando en ello a cada momento... Oh, viejo, un aventón es fácil, llegas rápido y no gastas nada; además, si te toca un buen acompañante, el viaje se hace agradable. Ya lo había hecho en bastantes ocasiones, pero ese día el destino daba la estocada.
Nadie se detenía. Estaba lejos, amigo, más allá de Piedras Negras, dos horas al sur de Eagle Pass. En el verdadero culo del diablo. La carretera infinita con ese calor de desierto que te chupa como sanguijuela. No tenía más que la mochila y ni un cascado peso. Los camioneros pasaban frente a mí como fantasmas. Sucio, sin rasurar; nadie levanta a un andrajoso, tienen pulgas. Yo no era un mendigo, pero lo parecía.
Estuve así horas. Era muy tarde y, para colmo, la lluvia se soltó. Me senté en la mochila, con el pulgar alzado. No podía andar más, dejé que la suerte tomara la iniciativa. Y la suerte apareció, amigo, pero la suerte tiene muchas caras.Un camionero que parecía un mono, eso era. Un mono-hombre negro como las llantas de un camión. “El tuco”, un tráiler de doble remolque que paró frente a mí. Bajó el vidrio de la cabina y sacó la cabeza moviendo el brazo. Viejo, tenía los labios más grandes que había visto. La barba albergaba piojos o larvas. Sudando, me dice: “Oye... ¿No tienes pulgas?” Era un gorila de dos metros que hablaba y bebía de una botella. Yo mido uno ochenta y frente a él parecía un pigmeo.
—¿A dónde vas? —me dijo.
—A México.
—Voy para allá.

Me gusta hablar con la gente. Si bebe, bebo; si me cuenta historias, yo cuento otras; si calla, pues callo igual. Además el sujeto parecía agradable.
—Mira, chaval, a mí me gusta el rollo de la banda. Escucha, mis bocinas, buffers, los cuatro cañones que llevo atrás, todo es para escuchar banda. Ahí tengo otras cosas, pero no me gustan. Jajajaja. Si quieres saca algo. ¡Hazlo! Mete la mano ahí. Pon lo que tú quieras. ¡Dame en la madre pues! Jajajaja.
—¿De dónde eres?
—De Tijuana. ¿Y tú?
—De México.
—Cuatro días tiene que no pego el ojo. Desde que salí de Río Colorado hasta ahorita. Tengo prisa, debí llegar ayer. Pasé por Club Iguanas y me retrasé nueve horas. Varias clicas me tienen vetado por allá, siempre piensan que llevo ilegales. Me quedé dormido en las redilas de una Ford, no sé ni cómo llegué ahí, bien borracho y con la carga esperándome. Estoy temblando. Y eso que llevo la farmacia acá atrás. Jajaja. Antes de recogerte... no podía respirar. Antes de recogerte, ¡ya no sentía la cara...!
Enseñaba mucho las encías. Su quijada temblaba cada vez que daba una palmada en el volante. Yo le llevaba el juego. “Venga, dame otra cerveza...” Me daba igual que se estrellara.
Viajamos cerca de trescientos kilómetros poniendo y quietando discos, bebiendo. Nadie nos detenía, ni tránsito, patrullas, ni policías de carretera. Él iba sin quitar el pie del acelerador. Rugía el motor como un leopardo. Estaba borracho y todo fue bueno, muy bueno, hasta que comenzó a meterse más polvo.
Empezó por tallarse la oreja con el hombro, como un tic. Y reía más, miraba sus ojos en el retrovisor, abriéndolos como un buey agonizante, se secaba la frente. Sudaba más, mucho, las gotas le escurrían por las barbas... Y nada hubiera pasado de no ser por la lluvia que lo ponía de muy mal humor.
Y entonces sucedió, viejo.
Del camino salieron siete desgraciados esperando turno, su volado; pedaleando frente a nosotros. Siete bicicletas desafiantes que rodaban frente al “Tuco”.
Él bebía y se tallaba la oreja, el volante vibraba como su quijada; los fijó como un águila.
—Maricas. Pedalean en la carretera como si fuera suya. Andan como señoritas paseándose entre los camiones. Esos deportistas hijos de puta. ¡Mira esos insectos!
Los hombres hacían malabares suicidas entre la lluvia y los camiones que los rozaban. Hombres-bicicleta tratando de avanzar contra el agua que no cesaba.
—Les voy a echar la cagada de paloma. ¿Has visto la mierda de paloma en el pavimento? Se endurece con el sol, ni la lluvia la borra... Jajaja.
Giró el volante tocando el claxon varias veces para llevarse a los dos primeros que pedaleaban frente al camino. Debió rebanarlos tras el volantazo, algunos volaron hacia el barranco y otros enganchados por las llantas de atrás cuando zigzagueó. ¡Irreal! ¡Todo sucedió en segundos, en un pestañeo!
El retrovisor no mostraba bien los cuerpos dejados atrás, de carril a carril, difusos por el aguacero. El trailero seguía jalando la cadena de su claxon, y reía; parecía el conductor de un tren.
—Jajajaja. ¡Muñecas! ¡Quisiera ver sus caras!
Con todas las uñas pegadas comencé a sudar. Alarmas rojas. Miraba el parabrisas rechinando. Él parecía ahogarse de risa; le roncaba el pecho, azotando sus manos en el volante. Tomaba más cerveza, cantando mientras alzaba la botella; me veía y se echaba a reír, apenas si se notaban las rendijas de sus ojos.
—¡Qué nadie se meta con el camionero! ¡Que nadie intente parar la máquina de un güey loco! Jajajaja.
Viraba el camión. Oía la carcajada o el motor, los ecos de las gotas pegando en el vidrio. Mi mente parecía una coladera; tal vez pasaron horas, o segundos, cuando paró de golpe frente a un puente.
—Algo truena allá atrás.
El trailero-mono se quitó la gorra y buscó en la gaveta. Prendió las intermitentes. Sacó una pistola, puso el cartucho de balas y se rascó las barbas. Hundió el dedo en el hoyo de la nariz. Y me apuntó.
—Te bajas conmigo. Algo viene crujiendo y no lo veo desde el retrovisor. Bájate.
Le obedecí creyendo que era todo. Hasta ahí llegué, me dije.
Fuimos atrás de la mole, al último remolque. Seguía lloviendo. Se agachó sujetando la pistola para ver qué había abajo.
—Es un bicicletero. ¡Me lleva! Métete ahí, sácalo antes de que me ponga de malas.
Yo apenas podía moverme.
—¡Metete ahí y saca al bicicletero!
Me apuntó otra vez.
—¡Entra!
Me eché al asfalto, sobre la boca negra del tráiler y el pavimento. Me arrastré. Los ríos de lluvia me llevaban. Alcé bien los brazos para librar el agua. El armatoste hervía, echaba vapor por enormes tubos. Topé con algo antes de llegar al segundo remolque: un cuerpo partido a la mitad, atorado en la parte del cuadro de la bicicleta; tan pegado a la máquina que apenas se distinguía. De los pelos lo arrastré de vuelta. Al salir lo puse a un lado del hombre-mono y luego fui a vomitar.
—Tíralo allá. Fuera de la carretera, en esos charcos.
Yo vomitaba.
—Niño, tienes que aprender a obedecer.
Tiró un balazo al cuerpo, volvió a coger aliento y tiró otro.
Me limpié la boca y, sin oponer resistencia, lo volví a tomar de los pelos y lo eché al charco.
Cayó salpicándome. Pensé en el pobre desgraciado en un charco. Ahí acabó, le tocaron las cartas malas. Tal vez no lo reconocerán, quedará pudriéndose o comido por las tuzas. Su familia, su esposa, sus conocidos. Nunca darán con él.
Un empujón me volvió.
—Súbete, aún nos queda camino para México.
Subí empapado, lleno de cebo y grasa de auto. Eché un último vistazo al charco y pensé: “Mierda de paloma”.

jueves, 16 de julio de 2009

Thomas Bernhard (1931–1989)

Andreas Kurz
(Fragmento)



La literatura es, en realidad, una máquina de desilusiones. Así es. Ésta es la verdad. La novela, el teatro y la poesía, si son literatura, desilusionan. La literatura no puede ser otra cosa que una gran máquina de desilusiones. Quien dice otra cosa, miente. La novela sobre todo. Si la novela entretiene, no es literatura. La ficción no forma parte de la novela. La novela no inventa nada, es la realidad pura, nada más que la realidad. Ésta es la verdad. Los escritores que inventan historias son estúpidos. Los lectores que creen las historias son estúpidos. No se sabe quién es más estúpido: el autor que inventa la historia o el lector que la cree. La imaginación y la fantasía no sirven para nada. Son patrañas románticas. Los que hoy creen en la imaginación y en la fantasía son románticos. Románticos brutos. Estúpidos. Sólo nos engañan. En realidad, toda la literatura, en todos los idiomas de todas las épocas, nos engaña. Para eso sirve, para nada más. Es una gran máquina de engaños. El Estado la inventa. El Estado romano, el griego, el egipcio, el español, el francés, el alemán, el austriaco sobre todo. Los austriacos son el pueblo más estafador de todos. Ésta es la verdad. El Estado inventa la literatura para engañarnos, para vendernos la felicidad y el bienestar. El bienestar y la felicidad, así comprados, son la desesperación y la bestialidad. Cuando creemos que somos felices, nos deberíamos suicidar porque entonces somos los más brutos de todos. La bala que nos destroza la cabeza es el único remedio contra la felicidad. La literatura nos engaña con la felicidad y el bienestar. Por eso nos quiere matar. El Estado, que inventa la literatura, nos quiere matar. Nosotros tenemos la posibilidad de adelantarnos. Tenemos la obligación de adelantarnos. El suicidio es el único acto lógico, es el único acto verdadero. Todos deberían suicidarse. Pero son unos cobardes. Ésta es la verdad. Todos son cobardes. Vivir es el acto más cobarde que hay. Sólo el morir es un acto valiente. Pero la literatura nos dice que hay que vivir, aunque sea en medio de la ficción, del engaño. En medio de la ilusión. Pero ya no es literatura porque la literatura es, en realidad, una máquina de desilusiones. Ésta es la verdad.
Alte Meister (Maestros antiguos) se titula una de las obras tardías de Thomas Bernhard. Publicada en 1985, esta comedia, así el subtítulo del texto, causó un escándalo en Austria por su radical postura antipatriota y antitradicionalista, crimen de lesa majestad en un país que, después de la segunda guerra mundial, procura diferenciarse desesperadamente de Alemania, la nación de Hitler, quien nació en Braunau (estado de Alta Austria), y cuya industria turística, la más importante del país, vive de una gran tradición cultural dulcemente disfrazada por el kitsch de los niños cantores y los cuadros de Klimt, que impide que la cultura actual apunte hacia el futuro. Porque todo en Austria se pudre y todo se muere. Los edificios se mueren, la gente se muere, la cultura se pudre. En realidad, Austria no tiene cultura, nunca la ha tenido. Tampoco Francia tiene cultura, tampoco Alemania, ni Italia. Pero Austria se pudre en medio de una cultura que nunca ha existido. Ésta es la verdad. Mozart y Schubert… ¿Para qué sirven? Son chocolates, son imágenes cursis. Mozart y Schubert apestan. Klimt y Schiele apestan. Freud apesta más que cualquier otro. Escritores no hay en Austria. Grillparzer quizás, Stifter quizás. Gustan un tiempo, puedo leerlos, pero cuando los releo, con inteligencia y razón, empiezan a podrirse bajo mis ojos. Se deshacen. Tampoco Grillparzer, tampoco Stifter saben escribir. Balbucean estupideces, cursilerías: kitsch puro. Pero los austriacos creen que forman una gran cultura, creen que Viena es como París, que es más ciudad que Berlín, más que Roma o Madrid. Realmente lo creen. Son ridículos. Yo me río de ellos. En realidad, Austria no es nada, menos que Alemania, menos que Francia, menos que Italia. Tampoco hay cultura en Alemania, Francia, Italia. Pero no se creen tanto, no son tan estúpidos, tan feos, tan grotescos, tan mentirosos y peligrosos como los austriacos. Ésta es la verdad.
Thomas Bernhard nació en Holanda, en 1931. Pura casualidad, quizás un cinismo vital. Bernhard vivió en Austria, y ahí murió hace veinte años. El protagonista de Alte Meister se llama Reger. Un palíndromo que podría traducirse como “una persona que mueve algo, levemente rebelde y desconcertante”. De hecho, la rebeldía de Reger es una rebeldía-palíndromo: lo mismo antes y después, el cambio anunciado no se lleva a cabo, la revolución se cancela a causa de la inercia y decrepitud de los revolucionarios. Reger es un musicólogo y crítico de arte octogenario, respetado y publicado fuera de su patria; ignorado en Austria. Un genio incomprendido. Nadie puede entender a los genios, sólo los genios entienden a los genios. Ésta es la verdad. Si un genio habla con un no-genio, la comunicación se acaba. No hay cosa más ridícula que la comunicación entre un genio y un no-genio. No puede haber comunicación. No se entienden. El no-genio nunca podrá entender al genio. En realidad, nadie puede saber quién es un genio porque nadie podrá darse cuenta, porque nadie entenderá cuando se encuentre frente a un genio. En realidad, los genios no deberían hablar con nadie, no deberían publicar ni siquiera lo que escriben o componen o pintan. Cuando publican, se encuentran en la compañía de miles y miles, de millones de mediocres, y ellos mismos son mediocres. El genio es incomunicable e incomunicado. La mediocridad es una máquina destructora de la genialidad. La sociedad es una máquina destructora de la genialidad. El mercado también. La familia también. El Estado también. Ésta es la verdad.
Durante décadas, Reger observa el mismo cuadro en el Kunsthistorisches Museum de Viena: el Hombre de barba blanca, de Tintoretto. Un retrato mediocre, como Reger afirma, pero una obra que se convierte en obsesión para el espectador. Probablemente porque el hombre retratado hace unos 450 años ocupe el papel de observador cuya obsesión podría ser el crítico Reger: el mecanismo del palíndromo en el que ni la perspectiva ni el tiempo importan en lo más mínimo. Reger observa a un hombre viejo del siglo XVI que observa a Reger, un anciano del siglo XX. Esta constelación se duplica, dado que el observador Reger, observado por el anciano de barba blanca, es observado por un tercero, por el erudito Atzbacher, admirador de Reger, quien lo cita en el museo un día inusitado, lugar en el que Reger observa siempre el cuadro de Tintoretto. Bernhard construye, al inicio de su “comedia”, un cuadro y lo expone en el lugar más adecuado, lo fija sobre el lienzo y lo cuelga en alguna de las paredes del museo más tradicional de la antigua capital austro-húngara. De hecho, a lo largo de 300 páginas, ni Reger ni Atzbacher, y mucho menos el hombre de barba blanca, salen del museo. Hay otro ingrediente en el cuadro: Irrsigler, uno de los guardias del museo que observa a los observadores observados, aquellos que creen que lo saben todo de esta existencia oscura y un tanto miserable, pero que no se dan cuenta de que Irrsigler sabe todo de ellos, ya que no hay persona que más tiempo pase en el museo que el guardia cuyo nombre no en balde podría traducirse como “sellador loco y perdido”, es decir, un narrador desquiciado que finalmente pone su sello a la escena construida por Bernhard. No hay salida. No hay salida de la locura. No se escapa de la miseria. La enfermedad acecha, te asalta y siempre gana. Estamos expuestos a la enfermedad. En realidad, nuestros cuerpos se exponen a la enfermedad y nuestras mentes a la locura. Quizá lleguemos a la vejez con un cuerpo intacto, pero la mente falla. Y si no falla, entonces el cuerpo se colapsa. Pero lo normal es que ambos mueran antes de que nosotros muramos propiamente. En realidad, no sobrevivimos, sobremorimos. Sobremorimos a nuestra muerte. Somos máquinas que mueren antes de su final biológico. Morimos cuando no nos llega nuestra hora. Ésta es la verdad. Mi cuerpo se deshace, con cada día un fragmento más se pudre ante mis ojos. Observo mi propio cuerpo, registro hora por hora su estado de putrefacción. Hay quienes llenan las páginas de un diario con banalidades. Yo escribo un pudrario: día tras día, semana tras semana, registro la descomposición de mi cuerpo. Y de mi mente. Una célula menos, una idea se pierde para siempre. Se me cae el cabello, mi piel ennegrece. Mis neuronas se evaporan. Un pensamiento perdido más. Nos deshacemos en vida y a la tumba sólo van los restos que se convierten en un líquido apestoso. Ésta es la verdad. Esto es lo que yo digo, lo que yo pienso. Éstos son mis sentimientos y mi sensibilidad. Éste es mi yo que se deforma. Soy yo. Soy. Ser.
Reger descompone el arte y la literatura. Escudriña en las obras hasta que puede mostrar y demostrar su imperfección. Reger, como la mayoría de las figuras de Bernhard, es un anticreador. Destruye. La destrucción es su creación. El espectáculo de la descomposición, la crudeza de la desilusión, el cinismo del desenmascaramiento, lo inevitable de la desaparición: he aquí los temas bernhardianos, las obsesiones de sus antihéroes. El palindrómico Reger ama el arte, pero lo ama porque le permite desplegar todas sus debilidades ante los ojos y los oídos de Atzbacher, de Irrsigler, del lector. Ama el arte precisamente porque el arte no es eterno ni atemporal, ni mucho menos ideal. Es tan imperfecto, mortal y frágil como nosotros. Es lo único que puede volvernos humanos, lo más grande que la historia ha producido, pero tan perecedero y ridículo como sus creadores. El método de Reger consiste en observar una obra durante años, en leer una página, escuchar una pieza de Mozart o Bach una y otra vez, hasta que sus debilidades se revelan, hasta que su fealdad se vuelve obvia inclusive para el espectador (lector) menos sensible. Sólo Tintoretto resiste. Una obra mediocre, inexpresiva, posiblemente hecha a petición de algún burgués adinerado no revela su putrefacción ante los ojos de Reger. ¿Porque es un retrato de Reger? ¿Porque no puede observarse a un observador fijado desde siempre y para siempre sobre un lienzo? ¿Porque el hombre de barba blanca se nos adelanta y escudriña en nuestras propias imperfecciones y ridiculeces? ¿Porque el retrato del maestro italiano parodia la actitud de Reger, de Bernhard, de los lectores mórbidos y chismosos de Bernhard? ¿Porque lo que ya es una parodia no puede ser parodiado sin correr el riesgo de volverse insípido o verdadero? Y esto hay que evitarlo cueste lo que cueste. ¿Porque el anciano retratado sencillamente es, y no le cabe la menor duda sobre su ser en el mundo, en el retrato, sobre su silla, mirando a todos los espectadores presentes y futuros?

La insensatez

Gabriel Wolfson

Alberto Chimal, Los esclavos, Almadía, 2009, 149 p.

Dados los encasillamientos tan acostumbrados en nuestro mercado literario —que en buena medida propiciamos los reseñistas, aunque también los lectores con delirios enciclopédicos—, no será difícil encontrarse pronto con renglones que enjuicien este libro de Alberto Chimal como un salto audaz, una prueba de fuego: siendo un narrador ya bien instalado en el género del cuento y, se diría, en la ficción fantástica —suele promoverse así una imagen de cierta puerilidad, de candidez, con la que es fácil lidiar—, que ahora se aventure no en el cuento sino en la novela, y en una de corte “realista” (la palabra y las comillas son del propio Chimal, en sus agradecimientos finales), con una temática, para colmo, escandalosa y extrema, supone una decisión arriesgada, que servirá de base para pronunciar una condena o un elogio: que se dedique mejor al cuento porque no tiene “empaque” de novelista, o bien que continúe por esta senda que consiste en apartarse de la senda conocida, poniéndose permanentemente a prueba. De entrada discreparía de las dos opciones, productos por lo pronto de mi mera imaginación: mejor que alguien se dedique a la novela justo porque no tiene “empaque” de novelista, y mejor dejar de pensar que el espacio ya conocido y explorado de un narrador sea necesariamente un terreno cómodo.
Pero la primera reacción contra mis conjeturas tendría que ver con el propio encasillamiento: nos resultaba aquí, sí, cómodo clasificar a Chimal como “cuentista fantástico” (noción casi tan ruin como “ensayista literario” o “poeta de la experiencia”), y sin embargo Los esclavos nos hace ver ahora cuánto de lo que ya había escrito Chimal no sólo prefiguraba su primera novela sino que rebasaba sin duda unos límites —cuento, fantasía— que, supongo, al autor no se le habría ocurrido fijar ni desear. Por ejemplo: ahora notamos que en Grey, de 2006, el “Catálogo de sectas” anunciaba ya a la probable secta de sadomasoquistas de Los esclavos, y más puntualmente algunos textos como “Tanto gusto” o “Su carne”, que entonces descubren su fondo de exploraciones obsesivas lejano de la viñeta sólo hecha, digamos, de frases buenas y correctas; que en Éstos son los días, de 2004 (lo reseñamos en el número 109 de Crítica), se incluye el relato “Shanté”, que bien podría haber sido un capítulo de Los esclavos, donde se ensaya sobre las relaciones de mutua dependencia y sobre la adicción, la persecución pulsional de un objeto, y donde también se construye con eficacia un entorno “realista” como base para las deformaciones de la imaginación o de los juegos enunciativos. Y sobre todo, ahora notamos que los libros de Chimal, antes que como conjuntos de cuentos o novelas, son concebidos como libros, un puñado de páginas que se buscan unas a otras, que se defienden solas pero que parecen encontrarse mejor en ese lugar preciso que se les asigna y junto a esas otras precisas páginas que las rodean (signo de ello son los índices de Chimal, trabajados por el autor y no por el formador o editor para cumplir con el requisito). No son muy distintos, creo yo, los modos en que se relacionan entre sí los textos de Grey o Éstos son los días, calificados como libros de cuentos, que la dinámica de ecos, amplificaciones y rectificaciones que opera en Los esclavos, y supongo que, así fuera por mera provocación, Chimal pudo haber presentado este libro como un libro de cuentos sin mayor problema para nadie, excepto quizá para los redactores de cintillos y notas de prensa.
Si obviamos los “agradecimientos”, el índice de Los esclavos refiere cuatro capítulos nombrados con incisos y en desorden: a), c), b), d), más otro capítulo, “Años después”, justo a la mitad. Los cuatro incisos ofrecen dos historias paralelas en su asunto y en su arquitectura: en a) y b) se narra la historia de Marlene —sucesora tecnologizada de las hermanas Baladro, de Ibargüengoitia; una “señora decente” para los vecinos del pueblo donde vive—, quien ha montado una industria casera de cine porno cuya estrella es Yuyis, una esclava adolescente que habita en casa de Marlene sin haber salido nunca de ahí. En c) y d) asistimos a las sutilezas de Golo, un millonario aburrido que posee un nuevo esclavo, Mundo, sometido a tratamientos brutales y a quien Golo presume en reuniones con otros amos, hastiados hombres de poder (políticos, jerarcas del clero). Al final del libro, el lector puede creer, si lo desea, que ambas historias se tocan anecdóticamente, pero su verdadero contacto, como señalé, se da en la forma como Chimal concibe y despliega sus líneas argumentales y sus irradiaciones de sentido. Hay varios elementos para sostener lo anterior: a) y c) funcionan como estampas narradas en presente donde las acciones, disueltas en el tiempo, se convierten en atributos, caracterizaciones, mientras que b) y d) se encargan de dotar de profundidad a aquellos cuadros vivos al brindarles un pasado y un desenlace; la línea a-b comienza y termina con la misma escena, Marlene que enciende o apaga la luz, en tanto que la línea c-d muestra a Golo que abre o cierra la puerta (motivos simbólicos ambos: se abre la puerta, se encienden las luces y comienza la función: las dos historias empiezan por desarrollarse como una gran mascarada para el ojo de la cámara o del amo respectivo —o del lector, claro—: roles encima de los roles, nombres sobre nombres —como “Zorayda, que en realidad se llama Fabiola”; como “Trixy, o Trixxxy”, nombre bajo el cual se esconde Yuyis, ya de por sí un sobrenombre; como Mundo, que sustituye el nickname de un chat, “busko ligue”, que a su vez oculta el nombre vulgar de un burócrata padre de familia—, capas y capas de maquillajes, disfraces, discursos memorizados: estratos de representaciones bajo los cuales nunca habrá, desde luego, tal cosa como el “sujeto real”, ni siquiera cuando se apaguen las luces y se cierre la puerta); en una historia, Marlene imagina escribir, como si fueran sinopsis para las cajas de los dvd’s, fantasías alternativas para Yuyis, lo mismo que Golo, en la otra historia, escribe o dicta una serie de apuntes donde se elucubran procesos de sometimiento igualmente alternativos para Mundo; y sobre todo, las dos líneas argumentales son enunciadas en principio por un narrador de dudosa entidad, quien en el mismo momento para ambas hace un alto y dice: “en lo dicho hasta ahora hay varias mentiras”.
¿Qué se desencadena con la revelación de la falta de veracidad o confiabilidad de lo narrado hasta entonces? Lo que primero se nos mostró había sido, en las dos historias, una sucesión de crueldades extremas —más impulsivas y en bruto en el caso de Marlene-Yuyis, planificadas y refinadas respecto de Golo-Mundo—, la puesta en escena de relaciones sadomasoquistas llevadas más allá del estricto límite espacio-temporal donde suelen tener lugar, un nuevo ámbito en que el acuerdo tácito de ayuda mutua entre amo y esclavo ponía en cuestión precisamente su condición de acuerdo. Sin embargo, algo había de excesivamente racional y estilizado en las escenificaciones que quizá ya nos hacía dudar, y que en todo caso las devolvía al fin al terreno acotado del ceremonial: costumbrista, podría decir, en el caso de Marlene-Yuyis; kitsch en el de Golo-Mundo. (Al respecto, quizás el mejor ejemplo: un productor de pornografía infantil trata de justificarse ante Golo, aduciendo que la vida que le da a los niños es tal vez mejor que aquella de la que provenían. Entonces Mundo, “quien llevaba un traje de hule rosa” y estaba en cuatro patas, se pone de pie y pronuncia un discurso impecable, una explicación de su conducta: “Es totalmente distinto, porque lo que existe entre el señor y yo es, en muy buena medida, un acuerdo de caballeros”. De inmediato, sin embargo, se nos aclara que Golo había hecho memorizar a Mundo aquel intachable parlamento de quince minutos.) A partir del corte del narrador, en cambio —cuando, parco, sin ostentación, confiesa sus “mentiras”—, va revelándose un estatuto mucho más mundano y azaroso para estas relaciones amo-esclavo, un estatuto a primera vista menos cruel pero que entonces descubre su auténtica tercera dimensión, frente a la bidimensionalidad anterior: por una parte, el deseo descarnado o encarnado de Marlene y Golo por Yuyis y Mundo; por otra, el verdadero alcance de sus descontroladas representaciones. Transcribo una idea de Giorgio Agamben para clarificarlo: “Pero lo que constituye la sutileza característica de la estrategia masoquista, casi su sarcástica profundidad, es que sólo puede llegar a gozar de aquello que le excede a condición de encontrar fuera de sí un punto que le haga posible asumir la propia pasividad, el propio placer inasumible. Este punto exterior es el sujeto sádico, el amo.” ¿Qué pasa, parece entonces preguntarnos el libro de Chimal, si el amo extravía esa posición exterior, si metido quizá desde siempre en la circularidad incesante de la disciplina y el placer confundidos borra todo posible punto de apoyo para sí y para el esclavo, sujetos ahora ya no sólo intercambiables sino, como las partículas subatómicas, indeterminables como pura materia o como pura energía?
Lo que también se activa con la revelación de las “mentiras” es una especie de dimensión performativa en Los esclavos. Cuando al final del capítulo c) leemos: “En lo dicho hasta ahora hay, cuando menos, tres mentiras: los escritos de Golo no son tan extensos, copiosos ni elocuentes como se ha sugerido hasta el momento, sus hábitos no son del todo los descritos y, sobre todo, Mundo no es víctima de tratamientos ni torturas decididas por otros”, podemos pensar que tanto nos sorprende la revelación en sí como la sencillez con que es transmitida, el desplante de un narrador sin ningún reparo y, digamos, sin ningún tacto para desdecirse con rapidez y en términos muy simples. Es que entonces se comienza a sospechar que los enunciados anteriores no sólo han dicho las fantasías de los protagonistas sino que han puesto en funcionamiento el mecanismo propio de la fantasía y el deseo. De no existir las apresuradas rectificaciones del narrador, en Los esclavos asistiríamos a otra exhibición más de lo que aparatosamente podríamos llamar el ritual sadomasoquista en la era postindustrial, un ritual excesivo, torpe y muy violento, sí, pero puesto en nuestras manos como una confiable representación; con el desdecirse del narrador, en cambio, aparece de pronto que el relato y la rectificación sobre aquellos rituales, ahora vistos como maquinarias complejas, racionales, jerárquicas y perfectas, era el modo de comenzar a reflexionar sobre el proceso del deseo en acto.
Y así, tras de que el lector acaso sienta transformada su experiencia de lectura en un experimento que muestra cómo se desea, las historias pueden ahora ofrecernos sus antecedentes y derivaciones. En la línea Marlene-Yuyis, un origen impensado y turbio, y un desenlace, sin embargo, donde se inmiscuyen policías, funcionarios y empresarios menores, en mi opinión cercano a lo convencional, limitado a las obligaciones de narrar hechos y explicar desarrollos. Para la línea Golo-Mundo, en cambio, un primer capítulo magnífico —del inciso d)—: un foro de internet donde Golo contacta a “busko ligue”, lo nombra Mundo y le da caza como el líder de una iglesia que gana adeptos con la promesa de la felicidad y el fin del sufrimiento; y después, sobre todo, un final en verdad perturbador, tras de que Golo haya alcanzado el último de sus refinamientos haciendo que Mundo llame por teléfono a Andrea, la esposa que dejó hace años, Golo se cansa de su esclavo y lo expulsa de su casa y de su vida, a través, justamente, de cortar el continuo de la representación: “Bueno [dice Golo], podría haber sido peor. Podrías haber empezado a hablar normalmente. Así habría visto que no te tomas muy en serio nada de…” Pero si Mundo se desprende de su papel no es a causa del corte impuesto por Golo, sino porque de pronto se halla desnudo, abandonado en medio de la calle. La primera opción que contempla es, claro, volver a la casa de su mujer y sus hijos, pero no será ésa la ruta que siga: Mundo ha dejado atrás a Golo como un paso en el camino de la liberación de su placer, y ya no es Mundo sino Golo quien seguirá necesitando la mediación de unos límites establecidos así sea fantasmagóricamente desde fuera y promovidos desde dentro (Andrea representa para Golo ese límite), porque la conquista de Mundo es esa intemperie, el terreno de una libertad tremendamente ardua que lo dejará solo en sus decisiones y responsabilidades.
La última frase de Los esclavos que transcribí, sin embargo, es a la vez sintomática de la única nota del libro que, me parece, limita su potencial: como ella, hay decenas de frases interrumpidas por puntos suspensivos que se suman a los numerosos vacíos entre cada pequeño capítulo de los que componen los grandes incisos —y desde luego, a los vacíos entre los propios incisos—: montones de huecos que el lector tiene que rellenar. ¿Me quejo de la posición activa a que esto nos insta? No, sino de lo predecible que puede resultar esa posición. Hace poco vi El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, lo que me sirve para ilustrar lo que quiero decir: el personaje que interpreta James Stewart es un abogado joven, recién llegado a un pueblo del oeste, sin conocimiento de armas ni de trato con forajidos, experiencia que sí posee el personaje a cargo de John Wayne. Apenas pasada la mitad de la cinta, el tembloroso abogado se enfrenta a Liberty Valance, que tiene aterrorizado al pueblo, y lo mata. La película, es claro, podría terminar ahí. Y sin embargo, por un asunto ajeno a la película, el espectador deduce que faltan cosas por ver: en primer lugar, quedan muchos minutos; en segundo, algo tiene que pasar con el personaje que interpreta John Wayne, puesto que John Wayne es John Wayne y no puede haber sido contratado para un papel tan menor. En efecto: la historia sigue y casi al final James Stewart escucha contrariado a John Wayne explicar que en realidad fue él quien, oculto por la noche, disparó y mató a Liberty Valance. Por cuestión de una elemental competencia como espectador de cine, quien ve el western de Ford realiza una lectura que en buena medida se anticipa a los acontecimientos de la cinta. Algo parecido en Los esclavos: en razón de cierta competencia narrativa, uno sabe que falta algo, que tantos huecos, vacíos, elipsis, deslices y sugerencias no son descuidos ni detalles gratuitos sino material sobre el que hay que hilar y tramar para organizarlo y llevarlo a un destino en buena medida ya preparado por el autor. Lo que parecía un capricho o una insensatez siempre es en el fondo una señal: en Los esclavos todo está por algo, y todo está diciéndonos que está por algo todo el tiempo.
He dejado para el final el pequeño capítulo central, “Años después”, porque me parece que están ahí las mejores páginas del libro. Están ahí y no: el texto puede sin duda alguna leerse sin el resto, pero su completa irradiación se alcanza justo cuando se lo concibe como un núcleo que, aunque autónomo, condensa las energías del libro, el punto ciego de todos los capítulos. Se presenta un escenario miserable, degradado, con ecos de José Revueltas y Eduardo Antonio Parra, una barranca de viviendas infames donde habitan, entre otros, un barrendero-pepenador y una prostituta. El capítulo permite suponer que al menos uno de los esclavos de las historias principales reaparece aquí, efectivamente “años después”, lo que resulta en una lectura inquietante y sorpresiva. Por ejemplo: Mundo, el liberado Mundo, ha encontrado en este entorno de podredumbre su verdadero paraíso, un mundo privado e incondicional de placer (tan es así que ocurre la siguiente escena: el barrendero y su mujer entran a comer a una fonda. Se les acerca un poeta insoportable a leerles una de sus creaciones, “Esclavo nacido”, que sugiere el disfrute, más allá de la pura virtud, inscrito en la sumisión a una fe: el barrendero lo echa casi a patadas, a base de frases claridosas). Lectura sorpresiva, sí, pero que al mismo tiempo aludiría a una lógica causal, cerrada, que por tanto aparecería como ineluctable. Prefiero pensar que existe la otra posibilidad: ni el barrendero ni la prostituta ni menos el poeta son continuaciones de nadie, y entonces, de esta manera, el capítulo tampoco prolonga nada: la novela se ha escrito para disponer un espacio con un centro vacío. Y ese centro, que paradójicamente orbita en torno a los cuatro capítulos principales, es “Años después”, donde se nos ofrece una réplica a la posible subordinación entre los niveles socioeconómicos o “educativos” y los caminos de la subjetivación, y donde, además, nada ni nadie, nunca, está muriendo a manos de ningún sueño racionalizador que incida sobre los cuerpos: en vez de eso, el goce que campa a sus anchas en la insensatez.

La volatilidad de la arena

José María Espinasa

Salvador Gallardo Cabrera, Sobre la tierra no hay medida, Umbral, México, 2008, 168 pp.

Es éste un libro extraño, incómodo, pero fascinante. Un ensayo en la mejor tradición de ese término, el de ser una obra de creación, pero es tan peculiar y cuidado su estilo meditativo que a veces se nos aparece como si fuera un ensayo-ficción. Los espacios nos develan sus secretos, que son un secreto a voces pues están en nuestro accionar cotidiano. El mar, el desierto, nos muestran, más que su capacidad de producir metáforas y conceptos, la manera en que el hombre —su prosa— los habita o los deshabita, o los llena de sentido, como se llena el odre en la fuente. El autor avanza por meandros complejos, añadiendo matiz a lo ya de por sí sutil, pero construye un castillo de arena que nuestra lectura desvanece, evapora, sopla como el viento sopla la duna, que no por ya no estar no existe, pues su sustancia misma es el cambio, la volatilidad de la arena. Y cuando el ensayo alcanza esa condición fantasmal es que algo grave ocurre con el acto mismo de reflexionar.
Este tipo de ensayos se dan, incluso con cierta frecuencia, cuando hay un contexto reflexivo rico en estilos y propuestas, en Inglaterra, en Francia, pero no es el caso en México. Por lo mismo se presenta como un caso aislado y extraño. Llama la atención el manejo de referentes y su libertad para ir de unos a otros, e incluso saltar de géneros y lenguajes —el cine, el teatro— y su capacidad para formular ideas redondas con la rotundidad de un aforismo, pero que tal vez por eso mismo no llaman a la discusión ni invitan a polemizar, hay demasiada contundencia, que —además— se reviste de un ropaje retórico suntuoso, como de una academia de toga y birrete, ropaje en el cual se está adivinando todo el tiempo no sólo la representación sino también el afán paródico.
Si se le pregunta a los lectores al acabar de qué trata el libro muchos de ellos se mirarían desconcertados pues no se plantearon la pregunta durante el tiempo de lectura, atrapados por esa cadencia reflexiva que nos lleva hacia delante como en una novela. No sería tampoco cierto contestar que no trata de nada, pues toca diversos puntos y situaciones, reflexiones sobre cuestiones genéricas que a veces, no muchas, se conectan con hechos concretos. Pero sería más cierto decir que es una apuesta de reflexión sobre la libertad que otorga la imposibilidad de medir, por lo tanto de jerarquizar y valorar las ideas.
Lo que el lenguaje popular significa cuando dice esto no tiene medida, describe a la vez la ausencia de límites y el exceso mismo, que en principio sólo podría valorarse si hubiera límites. Este tipo de paradojas siembra todo el libro, pero todavía resulta más brillante cuando hace de la capacidad de encontrar metáforas el motor de la reflexión. El desierto es un estado del alma. Para que esta expresión tenga sentido no puede ser intercambiable, es decir no todo lugar puede ser un estado del alma. ¿Por qué no? Lo que habría que saber distinguir es si esa sustancia —el alma— es asimilable por el desierto o, en su caso, por el mar. Salvador Gallardo Cabrera, hijo y nieto de Camborios (quiero decir, hijo y nieto de escritores), propone una condición radical del ensayo literario, no es recuperable como teoría, no se puede “resumir” ni proyectar a otros temas salvo como estilo, nunca como enseñanza (a la manera de Castañeda) o moraleja (a la manera de Esopo). Sin embargo no se parece al ensayo-ficción a la Borges, pues aquí siempre se reflexiona y medita gracias a una dinámica de las ideas que sólo a veces, y no muchas, cede a la tentación anecdótica.
Se inscribe, eso sí, en una tradición romántica que, de Novalis a Jean Paul, abreva en el romanticismo alemán y lo prolonga sin proponérselo. Su dinámica asociativa permite que lo leamos, y sobre todo lo releamos, sin que se agote en sus hipótesis y enunciados. Lo dicho antes señala claramente que se trata de una práctica civilizada, evade la polémica y no presenta flanco fijo nunca, como un boxeador en el que todo fuera juego de piernas. Por eso puede, libremente, desprenderse de su contingencia académica. Las referencias no necesitan fuente, porque deben ser juzgadas por ellas mismas y no por un argumento de autoridad. A la vez, el nombre detrás del hombre, sea Rilke o Foucault, sí crea un espacio de contingencia, más de reconocimiento que de autoridad, como aquellos que se hablan de tú hasta que el escenario corre su cortina y entonces, por deferencia al público pero también a sí mismos, cambian al usted.
El brillo de la escritura de Gallardo hace lamentar que no haya escrito más —nacido en 1963, había publicado antes poesía y ensayo, pero con mesura y sin premura— y también que no haya más escritores que practiquen de manera tan radical el género y con los que pueda dialogar. Antes se señaló su condición de texto para releer. Esto se debe a que, por un lado, sus ideas son sorpresivas y se expresan de manera sorpresiva —un texto aquí incluido que ya se había publicado antes, “Máximas políticas del mar”, es un buen ejemplo desde el título mismo, y por lo tanto hay que rumiarlas para sacarles el jugo— y, por otro —tal vez más importante—, porque, como el agua y arena que le sirven de combustible metafórico, no dicen siempre lo mismo, tienen una cualidad cambiante que, curiosamente, resulta perfecta para un tiempo de incertidumbre como el que vive el país, aunque esté plagado de vociferaciones seguras de si mismas e imposiciones de los discursos dominantes.
Tal vez sus límites partan de la condición señalada por el clásico —no es agua ni arena la orilla del mar— y por eso no se establece como una reflexión ni dominante, que más que molestarle le resultaría aburrida, ni marginal, pues los márgenes no existen. Una ensayística que se propone como “una morfología de los espacios”, en el colmo de la paradoja, no tiene lugar, porque el texto no es un lugar sino una ausencia de lugar, un presente que no necesita dejar de serlo para ser pasado. Libros como Sobre la tierra no hay medida requieren un lector alerta —y hablo del lector como representante de una comunidad, pues un lector es en su singularidad la expresión de un deseo plural— para no perderse, pues no lo llevarán a su molino ni academias ni partidos. Quien se anime a recorrer sus páginas se vera retribuido.