martes, 19 de mayo de 2009

Pronto llegará la noche: Tríptico del desierto

Luis Vicente de Aguinaga

Así como el azar hace las cosas bien, según suele decirse, la predisposición las hace casi siempre mal. Tratándose de Javier Sicilia, es un hecho que cierto prejuicio generalizado contribuye a entenderlo a priori como “poeta católico”, cargando en el adjetivo unas tintas que desde luego se le regatean al sustantivo. Cabe preguntarse, dado lo anterior, si etiquetar su lenguaje y sus preocupaciones con las fórmulas de la “tradición católica” y el “arrebato religioso” no acaba siendo tanto como juzgarlo un caso anómalo, excéntrico y, en consecuencia, más o menos ajeno a lo específicamente literario.
¿Se gana realmente algo al subrayar que determinado poeta mexicano del siglo XXI sea católico? Al menos en el México de hoy en día, referirse al catolicismo es apelar à tout et son contraire, indicando apenas una realidad proliferante y flexible que, si en ocasiones implica una verdadera ética del reconocimiento y el amor, otras veces colinda con el fanatismo y el desprecio; que, si está dotada en ciertos casos de un genuino sentido de cultura ―cívica, litúrgica o artística―, en otros adolece de intransigencia, mala retórica y superstición. Léanse, por ejemplo, estos renglones de Víctor Manuel Mendiola, de donde acabo de citar las expresiones “tradición católica” y “arrebato religioso”, y verifíquese cómo, por el solo hecho de girar en la órbita de lo católico, hasta las palabras “ejercicio” y “disciplina” se cargan de un significado parasitario que, lejos de cooperar en un mejor entendimiento de la poesía, retrasa y enturbia su comprensión: “En cuanto a la idea de un arrebato religioso informado, la nueva poesía mexicana presenta dos ejemplos dignos de ser mencionados tanto por la constancia como por el carácter apasionado que revelan: Javier Sicilia y Elsa Cross. Estos poetas más que explorar mitos buscan misterios y, además, realizan este ejercicio con una disciplina atlética. El primero, dentro de la tradición católica y, la segunda, dentro del hinduismo.”[1]
No rechazo las evidencias, por supuesto: en Sicilia, como en casi ningún otro poeta mexicano importante de las últimas décadas, no sólo el cristianismo en su versión más austera, sino igualmente los ritos, prácticas y creencias de mayor complejidad y sofisticación del catolicismo encuentran ya no se diga un lugar, sino un correlato con la historia (por lo general trágica) de la humanidad, con el imaginario poético y con la experiencia cotidiana. Ello, sin embargo, más que refrendarlo como buen católico lo refrenda como buen poeta, en la medida que sus libros han demostrado ser capaces de resistir ―no sólo de sostener― un diálogo intenso con autores profundos, bibliotecas enormes y cuestiones morales de suma gravedad. De ahí que, más que leer en su Tríptico del desierto el destino del catolicismo ante la posmodernidad, yo he leído en cierta forma el destino de la poesía del siglo XX (Rilke, Celan, Eliot) en la del XXI.
Tríptico del desierto es, como indica su título, una trilogía y, si se avanza un poco más en la descripción, una especie de triángulo cuya primera característica es la de ser no isósceles ni equilátero, sino escaleno. Cada una de las tres partes del volumen (“Las cuentas en los dedos”, “La noche de lo Abierto” y “La estría en el yermo”) tiene, pues, entidad particular, ya que ninguna es modelo ni repetición de las otras, pero a la vez resulta decisivo que los tres apartados no sean tres poemarios contiguos, puestos uno junto al otro por mera inercia o atavismo acumulativo, sino que sean en verdad tres estancias, tres averiguaciones, tres maneras de hacer una misma constatación: la del hueco, retracción o ausencia de Dios en el universo cuya creación se le atribuye. Se trata básicamente de la teoría del tsimtsum, esa retirada o contracción de Dios que, al menos desde la Edad Media hispano-hebrea, ya postulaba el cabalista Isaac de Luria, como enseñan Gershom Scholem y José Ángel Valente.[2]
Que la “teología del vacío” no sea novedosa ni original de Sicilia importa muy poco. Lo que importa, más bien, son las vías por las que percibe semejante abstracción y se apropia de su sentido gracias a un ritmo, gracias a una respiración, gracias a una percepción sensorial más que a una concepción del mundo. Conviene subrayar cómo Sicilia se adueña del pensamiento del tsimtsum en palimpsesto, como traduciendo y reescribiendo un texto anterior:



Hueco, hueco, hueco,
todo viene del hueco,

dice prácticamente al final del Tríptico, y al decirlo interpreta y reelabora el comienzo del tercer pasaje de “East Coker”, segundo de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot:



O dark dark dark. They all go into the dark.

En otra página el estímulo no es menos entrañable, sabio y profundo, pero no se diría tan denso ni tan intrincado como los Cuartetos. Me refiero a un epígrafe que remite al Bob Dylan de Time Out Of Mind, su disco amargo y sereno de 1997, y específicamente al estribillo de Not Dark Yet: “It’s not dark yet, but it’s getting there”. Sicilia va mezclando con ésta dos o tres referencias más, y la última estrofa del poema ―nítida en la sensación, enigmática en la evocación― impresiona por su poder sintético:



No recuerdo a qué vine
ni qué ciudad es ésta entre las calles;
ya no sé a quién esperas en tu vientre vacío;
la calle sube serpenteando
y el viento silba en la iglesia desierta.
No recuerdo a qué vine.
Aún no ha oscurecido,
pero dicen que pronto llegará la noche.

Cuando, en otro poema, Sicilia escribe: “A las puertas del templo me senté a llorar”, templo y llanto se perciben ―dado el contexto― como verdades macizas, arraigadas en la estricta vivencia del poeta. Las meditaciones y rezos del rosario, que determinan la disposición y el orden de “Las cuentas en los dedos”, primera sección del Tríptico, hacen perfectamente necesario y verosímil que, al alcanzarse los misterios dolorosos, haya un templo de luto y, por lo tanto, una desgracia que llorar. El ademán de sentarse a sufrir el duelo, sin embargo, remite a las palabras de un poeta, el padre Alfredo R. Placencia:



Me sentaré a raíz, sobre la tierra,
mientras la vida calla y la luz duerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra,

y a otras del ya referido T. S. Eliot, ahora en la Tierra baldía:



By the waters of Leman I sat down and wept,

y a las palabras de Nehemías:



Al escuchar estas noticias, me senté a llorar,

y, por supuesto, al salmo 137:


Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos
y llorábamos acordándonos de Sión.

En el poema de Sicilia, entonces, la selección de las palabras delimita un punto de confluencia en que se ven reunidas la tradición (religiosa, en efecto, pero de una religión escrita, y escrita fundamentalmente por los poetas) y el arbitrio individual. El propio Sicilia, buen lector de Placencia, prologó en 1990 el insustituible Libro de Dios del sacerdote jalisciense, modernista crepuscular. Entresaco de su “Presentación” estas líneas y enfatizo en ellas la noción de vacío, la experiencia del dolor, la conquista crítica de una conciencia, la recompensa de la revelación, el sentido del espacio y el centro y la forma como todas estas nociones remiten al problema de la identidad: “Podría decirse que el pecado vivido con la conciencia del dolor operó en Placencia con una fuerza semejante a la kenosis (vaciamiento) del místico. […] Sin embargo, a diferencia de [los místicos], el poema en Placencia no es un centro de la revelación, sino un espacio a través del cual el hombre calma su dolor y se confiesa esperando la misericordia salvífica. Así, el poeta es un hombre desgarrado y sufriente que en su dolor se asoma a su alma para descubrir su verdadera identidad.”[3]
Para todo católico, ese dolor y esa conciencia remiten desde un principio ―y casi exclusivamente― a la pasión y muerte de Cristo. En la poesía de Javier Sicilia, en cambio, el martirio del redentor desencadena toda una serie de asociaciones verbales y del imaginario cuyo núcleo es la liturgia pascual (y, más que nada, el oficio de tinieblas) y, con ella, un conjunto de rituales codificados en torno a la persistencia del fuego ante la oscuridad generalizada. Oscurecer el templo, en este contexto, es prepararlo para la manifestación de lo sagrado, lo mismo que oscurecer las palabras del poema ―o sea opacarlas, despojarlas de iluminación artificial― es ahuecarlas y vaciarlas con tal de posibilitar en ellas la expresión estética, que también es erótica y política:


Oscurecimos todo
para poder mirar la luz de donde vino […]
humillamos el río de la carne y su memoria
hasta volverlos noche de la noche en el silencio oscurecimos todo
licuamos cada parte de la sombra
cada uva de niebla
cada mosto de bruma oscurecimos todo hasta hacerlo indoloro
fingimos que era luz abrasados de sueños enlazados nos miramos
la noche tras los ojos
oscurecimos todo y al final el cirio de luz el cirio de la carne
contemplamos emergido del tiempo incontenible
fruto de su decir vuelto llama
que lleva en él la cicatriz del tiempo

Importa observar, entonces, los mecanismos por cuya operación las creencias particulares de Javier Sicilia encuentran respaldo en su conocimiento del ceremonial católico y de los textos bíblicos o teológicos, pero ante todo en cierta concepción de la poesía. Formado en la preceptiva del Siglo de Oro castellano, el Sicilia de Permanencia en los puertos (1982), Oro (1990), Trinidad (1992), Vigilias (1994), Resurrección (1995) y Pascua (2000) era un poeta que trascendía el mero neoclasicismo de la silva, la lira y el soneto gracias a la energía introspectiva y la conmovedora sencillez de su inspiración. En gran medida es otro el Sicilia de Lectio (2004) y de Tríptico del desierto (2009): más plural, menos empeñado en pulir la superficie del texto hasta volverla uniforme, más concertador y menos partidario del unísono.
Rainer Maria Rilke y Paul Celan, otros dos poetas de honestas y conflictivas relaciones con sus respectivas educaciones religiosas (el Rilke de “lo Abierto” contrapuesto al “mundo interpretado”, el Celan todavía discursivo de “Fuga de la muerte”) son presencias que también han contribuido a modelar el tono, la velocidad y el repertorio temático de Tríptico del desierto. Tono, velocidad y temario, quiero decir, que informan ―por lo menos aquí, por lo menos ahora― eso que suele llamarse un aliento. Amplio, deseoso de nombrar incluso los pliegues más enigmáticos del ser y, al mismo tiempo, respetuoso del misterio que lo impulsa encubriéndose, no revelándose del todo, el aliento mismo del Tríptico del desierto es aquello que lo vuelve irresistible, convincente, hondo y verídico desde que inicia el primer poema del volumen:


No sólo el río, tiempo incontenible,
sino la carne es un hermoso dios desnudo,
un puente edificado entre el allá y el acá,
débil, a veces fuerte y, no obstante, pleno en sus límites
como un ave tendida en el viento,
un signo en el abismo,
no una mera consecuencia de los dioses,
sino Dios mismo en su hueco,
en su presencia retraída…

[1] Víctor Manuel Mendiola, Sin cera, UNAM, México, col. Textos de Difusión Cultural / Serie Diagonal, 2001, p. 11.
[2] “Según la visión de Luria, el primer acto de Dios no fue un acto de manifestación de salida de sí mismo, sino de ocultación, de retirada, de retracción, de ‘exilio’ hacia el interior de sí, con el fin de generar un espacio vacío, donde algo distinto de él, el mundo, pudiera ser creado” (José Ángel Valente, La experiencia abisal, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 114).
[3] Javier Sicilia, “Presentación” de Alfredo R. Placencia, El libro de Dios, CONACULTA, México, col. Lecturas Mexicanas / Tercera Serie, 1990, p. 15.

martes, 12 de mayo de 2009

Dos poemas egotistas

Glenn Gallardo

ENFOQUE

Se para uno ante el espejo y piensa:
“¿por qué no?” Es insensible de cualquier modo
el envejecimiento.
Las arrugas se escamotean a la vista
pero también porque ésta pierde fuerza.
Y sin embargo uno se dice: “Sí,
hay más de una razón para confiar.”
Quizá la edad nos vuelve interesantes…
o más irresponsables.
Pero si uno tuviera que ponerse a pensar,
a reconsiderar los pros y contras,
se volvería imposible
ya no digamos avanzar desde el umbral
que la mañana pone ante los pies,
sino fijar las cosas con cierta claridad,
como el lente que falla en su objetivo.

Tratándose, pues, de aquella imagen
que refleja el espejo,
lo mejor es hacerse de la vista gorda.
Así, cualquier fenómeno que ocurra
a la intemperie
será como una nimiedad que nos oculta
la inminente catástrofe.


LA TRAMA ORIGINAL

Tal vez hubiera sido más sencillo
haberte dicho que no era ésa mi casa,
haberte confirmado que no eran
ésos mi cuerpo ni mi voz ni mis palabras.
Aquél que pude ser en su momento
se ha vuelto un perfecto anacronismo.

Algo falló desde la concepción
del personaje, desde los íntimos resortes donde surgen
sueños, ideas, frases; algo cambió
la trama original desde el principio.

Cuando entraste por fin en el reparto
todo se vino abajo. Fue como una catástrofe
de puertas y paredes de cartón
reducidas a polvo: yo fui el despanzurrado.

Frases y fechas de ilusión
yacen grabadas en mi tumba de fieltro
bajo una luz azul de turmalina.

Sobre relojes de cucú y encrucijadas de la novela en español

Pablo Sánchez
(Fragmento)

En la bibliografía sobre teoría del arte no suele citarse con frecuencia uno de los enunciados más sugerentes y cínicos sobre la relación entre creación artística y sociedad. Me refiero a las famosas palabras de Harry Lime, el personaje interpretado por Orson Welles en El tercer hombre, la película de Carol Reed con guión de Graham Greene. Por si alguien no lo recuerda, resumiré la memorable escena. Harry Lime es un canalla que se enriquece en la Viena posterior a la Segunda Guerra Mundial traficando y rentabilizando vilmente incluso el dolor de niños enfermos. Su maldad combina elocuencia y autojustificación, lo que le convierte en un cínico ejemplar. Ante la posibilidad de ser recriminado o sentirse culpable por sus crímenes y por la maldad del mundo moderno, recurre a un argumento perverso pero inquietante. El fragmento debería ser lectura obligatoria en todos los talleres de guionistas y dice algo así: “En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor y fraternidad, quinientos años de democracia y paz y ¿qué tenemos? El reloj de cucú.”
Naturalmente, no cuesta mucho encontrar las trampas del argumento desde el punto de vista teórico, pero ni siquiera así pierde su encanto y su capacidad estimulante. Y, por otro lado, no deja de haber una lucidez macabra que extrañamente no ha caducado. Porque la ecuación entre guerra y arte, entre poder y literatura, es fundamental en la historia de géneros como el novelístico y hoy presenta rasgos novedosos que podemos empezar a diagnosticar y también encrucijadas ante las que han de situarse creadores, críticos y lectores. No se trata de negar la autonomía del arte y caer en un burdo determinismo sobre el poder de los contextos históricos; bastaría pensar en el carácter semiprofético de Kafka, señalado por Canetti o Kundera, entre otros, que demuestra cómo la literatura puede incluso anticipar colapsos históricos. Pero eso no significa que el escritor, por mucha aureola mítica y seudodivina que tenga, esté al margen de las tensiones históricas del presente en el que vive. Es más: su condición de intérprete polivalente y sutil del tiempo que le ha tocado vivir es parte crucial de su valor cultural.
En ese sentido, el texto de El tercer hombre me hace pensar que la paz es siempre deseable, pero lo que no me queda del todo claro es que algunas formas de paz generen buenas novelas. Vargas Llosa definía en los años sesenta al novelista como un carroñero que se nutre de la descomposición histórica de las épocas de crisis, y su propia obra de entonces se basaba en recuperar un realismo nada mágico pero sí bastante crítico. Aunque esa propuesta no estaba de acuerdo con el optimismo revolucionario propugnado desde Cuba, sí podríamos decir que formaba parte de la visión utópica del arte como preludio de la subversión social. Pero podríamos multiplicar los ejemplos de lecturas sobre la correlación entre violencia histórica y evolución literaria. Hay quien afirma, por ejemplo, que la literatura argentina nace y se estigmatiza con la violencia esencial de Facundo y El matadero. Y no olvidemos que, según García Márquez, el gran mito aportado por la narrativa latinoamericana quizá sea el dictador, que tiene una evidente base empírica y que tanta prosperidad ha mostrado en algunas de las mejores novelas en español del siglo XX. Por tanto, a nadie se le puede escapar la fertilidad artística de la violencia y del conflicto histórico; pensemos en Guerra y paz, o en todo el cine derivado de la guerra de Vietnam, o en el impacto que las guerras mundiales han tenido en la literatura de vanguardia y en el existencialismo literario. De la misma manera, se me ocurre que, por ejemplo, la novela española de la democracia (es decir, la novela de los últimos veinticinco años) tiene el síndrome del reloj de cucú: mucha paz y estabilidad, pero poco riesgo literario, ninguna conmoción y demasiados pactos entre caballeros. O sea que tal vez Orson Welles no andaba tan desencaminado; a la novela le sientan especialmente bien el caos y las convulsiones, la mala conciencia y la polémica, el radicalismo y los extremos opuestos, porque todo eso favorece su sentido inquisitivo y problemático, su riqueza de significado ideológico, su valor como resonancia magnética que descubre la vida oculta del cuerpo social.
Desde esa perspectiva, ¿cuál es el balance que podemos hacer hoy, sin alardes proféticos o decadentistas y sin propagandas más o menos encubiertas? Si algo parece claro, como regla fundamental del campo del poder en el nuevo milenio en el mundo occidental o en fase creciente de occidentalización, es la hegemonía de la democracia más o menos liberal y de la economía de mercado. Tal vez sea ese el horizonte ante el cual debemos movernos, en un sentido o en otro, de forma propositiva o de forma reactiva, como votantes y como lectores. Es cierto que hay evidentes focos de resistencia desde la sociedad civil y experimentos de dudoso futuro como el neobolivarismo chillón y recalcitrante del sin par Hugo Chávez, pero la gran alternativa, el socialismo real, perdió la batalla hace algunos años y su sortilegio, la sagrada Revolución, ya no tiene efecto mágico y menos aún literario. El mundo desarrollado promueve constantemente la expansión del capital defendiendo sus efectos benéficos y una imagen generosa, y convenciéndonos de que no hay más opciones que los males menores de la democracia. Las apariencias engañan, naturalmente, pero el fin del sueño revolucionario ha favorecido la aceptación de una cierta paz o tregua histórica que se sostendrá hasta que todo vuelva a explotar y alguna nueva crisis como la que ahora sufrimos nos devuelva a la triste realidad de que el mundo nunca ha dejado de ser injusto.
Con todo, y a pesar de las lamentables excepciones que conocemos, diríamos que hay un cierto progreso en la democratización de sociedades como las latinoamericanas o las del Este de Europa, o al menos hay un declive de las estructuras autoritarias o totalitarias, a lo que habría que añadir la expansión global del capital como realidad económica irrefrenable. No voy a ser optimista porque, como decía Cioran, los optimistas son más propensos al suicidio que los pesimistas, pero quizás habría que admitir que no estamos peor que en el siglo XX, que desde luego es difícil de superar en el cómputo de atrocidades, genocidios y destrucción masiva. En realidad, el mundo no está en paz, claro que no; simplemente ahora hay otras formas de violencia que afectan quizá más a la población civil que a la militar, pero lo más importante es que la posibilidad de crear un gran modelo para la transformación del mundo está en crisis, después de los relativismos posmodernos, las descentralizaciones del conocimiento, y también, para qué negarlo, la lección histórica que supone el horror en nombre de ideologías redentoras. En ese sentido, la paz europea actual es la paz del mercado y de la derrota del socialismo.
Sin darle la razón al egocéntrico de Francis Fukuyama, el autor de la teoría del fin de la historia en 1990, es cierto que vivimos un momento de occidentalización y poderío capitalista, que en España, por ejemplo, es verdaderamente abrumador e incluso presenta una carga fundamentalista. En mi país, el empresario, que ha sido tantas veces el malo de novelas y películas, ha pasado a convertirse casi en un héroe social, en un altruista creador de empleo, generoso y desprendido, y el capitalismo, lejos de ser un modo opresor y anti-igualitario de organizar la producción de bienes para la convivencia, es un nuevo pacto social del que muy pocos, sobre todo entre los intelectuales y artistas, se quejan públicamente. La competitividad y la productividad son los valores máximos y, aunque algunos opongan a esos valores otros menos venales como la solidaridad, hay una cierta impostura en esa solidaridad biempensante y autocomplaciente de ricos que ayudan a los pobres. Obviamente, el caso de México es distinto por su irregular democratización y por la heterogeneidad socioétnica no resuelta, pero el poder también quiere venderse internacionalmente como producto liberal marcado por el pragmatismo tecnócrata tan habitual de nuestros tiempos.
¿Qué tiene que ver todo esto con la literatura? Bueno, la pregunta vendría a ser ésta: ¿vamos hacia la producción en serie de relojes de cucú o reaparecerá el espíritu borgiano, en este caso de los Borgia? Desgraciadamente, yo diría que gracias al increíble auge de la mercantilización literaria vamos hacia el “modelo suizo”. Creo que hay muchos lectores que coincidirán conmigo en que, al menos en lengua española, no vivimos un momento de especial esplendor novelístico, de incentivos vitales a través de la correspondencia entre literatura y realidad; por supuesto, hay novelas unánimemente apreciadas y apreciables y muchísimo movimiento literario, pero la sombra persistente del boom todavía aqueja y acompleja a la narrativa en español y lleva a comparaciones más que nunca odiosas. La nostalgia de la audacia de otras épocas es comprensible: sobre todo, porque yo diría que se ha impuesto hoy una cierta tibieza literaria, un apaciguamiento general de las exigencias después de décadas de agitaciones literarias y extraliterarias. Es comprensible la necesidad de paz, de tregua tras tantas revoluciones soñadas y gritadas, y ya nadie puede sostener cabalmente los idearios bohemios y el espíritu redentor de lo que fue la literatura antes de que la posmodernidad barriera con todo para hacernos creer, en el fondo, que lo de la muerte de Dios no era tan grave. Pero el panorama novelístico hoy me parece peligrosamente conservador y conformista. Es, sin duda, muy presuntuoso y anacrónico hablar de crisis de la novela, puesto que todas las llamadas crisis literarias no son más que procesos de transición y renovación estéticas, y ahora estamos en uno de esos procesos. No obstante, algunos indicios de apatía y desorientación merecen una mirada crítica.
Lo que quisiera preguntar, desde mi posición absolutamente subjetiva e implicada y con intereses en juego que no me cuesta admitir, es qué literatura debemos defender, propiciar o premiar en un contexto como el actual. La legitimidad literaria siempre está en permanente disputa, y este momento no es la excepción. Me parece importante definir el horizonte de posibilidades y criterios para la novela hoy, al menos en el ámbito hispánico (ya no me atrevo a hablar de toda la novela occidental). Sé que, evidentemente, todo tiene que ser provisional y que cualquier diagnóstico envejecerá rápido, pero me gustaría pensar que es posible todavía proponer nuevas opciones y luchar para que se seleccionen algunas expectativas literarias y no otras.

lunes, 11 de mayo de 2009

Bolaño y las muertes de la literatura

Marcos Natali

Fredric Jameson empieza un conocido ensayo de 1994 aludiendo al debate sobre el fin del arte que, en sus palabras, había sido “conducido acaloradamente en la década de los sesenta”.[1] No es inconcebible que se refiriera, entre otros, a Blanchot, uno de los participantes en la versión francesa de esos debates de mediados del siglo XX. Y sin embargo, si regresáramos a Blanchot, lo encontraríamos, en un ensayo de 1953 precisamente sobre la desaparición de la literatura,[2] remitiéndose a un tercer atestado de óbito, anterior al suyo: el lamento de Hegel, más de 120 años antes, por la decadencia del arte, el cual culminaba en la famosa declaración de que el arte era, ya en las primeras décadas del siglo XIX, cosa del pasado.
Las diferencias entre el sentido del óbito en cada caso no son insignificantes, pero para la discusión a ser emprendida aquí interesa señalar que no es inusual, en relatos sobre el fin de la literatura o del arte, que se describa la muerte como un evento ocurrido en un tiempo pasado, o que, cuando se concluye que la extinción no se ha consumado del todo, al menos se compruebe que la agonía de lo literario tiene una larga historia. De hecho, la idea del fin de la literatura, lejos de ser una propuesta escandalosa o novedosa, podría ya ser considerada canónica en la tradición de la reflexión sobre lo literario, surgiendo en diversas corrientes críticas, en distintos vocabularios teóricos, en las obras de escritores y críticos literarios de los más prestigiosos, en varias generaciones.[3]
Estirando un poco la idea, sería posible incluir en este linaje a Lukács, Adorno, Beckett, Kafka o Mallarmé, pasando por los ya mencionados Jameson y Blanchot y llegando a comentadores recientes como Agamben. En cualquier caso, el número, la variedad y la importancia de las voces parece sugerir que no sería un despropósito decir que la idea de la literatura como muerta, o al menos moribunda y amenazada de extinción, tiene un lugar central en la conceptualización moderna del fenómeno literario. Con eso llegamos a la situación actual, en que sería posible especular si hoy vaticinar el fin de la literatura generaría cualquier cosa además de un bostezo, o quién sabe, la interrogación: ¿se murió la literatura, otra vez? O entonces: ¿sigue muriéndose la literatura?
Empecemos entonces por un esbozo de respuesta a la pregunta: en fin, ¿podría la literatura un día acabar? (Invirtiendo el movimiento, y abordando la cuestión desde el otro extremo, las preguntas serían: ¿si siguiéramos retrocediendo llegaríamos a la primera muerte de la literatura? ¿O al día en que la literatura empezó a morir? ¿O a un tiempo en que la existencia de la literatura no estuvo bajo amenaza?) Por un lado, está claro que el fin de la literatura no tiene porque ser una imposibilidad histórica. La literatura, si un día empezó, podría —¿por qué no?— un día terminar. Como todo lo que tuvo un inicio, puede tener un fin, y sólo una perspectiva ahistórica supondría la eternidad de esta extraña práctica discursiva, esta manera peculiar de organizar la relación entre el lenguaje, el sujeto y la realidad. (Las definiciones ahistóricas de la literatura tienden a ampliar el concepto de literatura de tal manera que éste deja de ser útil, diluyéndose en concepciones generales de lenguaje.)
Si pensáramos, por ejemplo, a partir de Derrida, a través de la noción de la literatura como una institución, por más extraña que ésta sea, su fin sería seguramente un evento pensable. Si, siguiendo con Derrida, viéramos la literatura como hija de la filosofía, un concepto producido por la filosofía como estrategia de legitimación, un ligero desplazamiento en la auto-representación de la filosofía sería suficiente para que la literatura, por contraste, también se modificara. Valdría lo mismo, por ejemplo, para la historia —otro discurso cuya conceptualización cambió significativamente en las últimas décadas, pero cuya oposición continúa siendo importante en muchas definiciones de lo literario.
Cambiando de continente y de vocabulario teórico, pasando a un crítico como el brasileño Antonio Candido, poco parece cambiar para los fines de la discusión aquí desarrollada, al menos si circunscribimos la lectura a uno de sus textos. En su relato de la constitución del “sistema literario” brasileño, en varias ocasiones el crítico insistirá en la diferencia entre “literatura” y “manifestaciones literarias”. Para Candido, si éstas —las manifestaciones literarias— pueden existir sin un sistema literario, será apenas con la consolidación de una red que incluye a productores, receptores y mecanismos de transmisión que se podrá hablar de una “literatura propiamente dicha”. Sólo el conjunto de esos tres elementos permite, para Candido, el surgimiento de “un tipo de comunicación interhumana”, la literatura. Sin ellos, y sin “continuidad literaria”, “no hay literatura”.[4] (El riesgo, claro, es que las “manifestaciones” sean vistas como una especie de proto-literatura, un momento de subdesarrollo en el camino a una literatura plena.)
Sería posible seguir el ejercicio alineando otras definiciones de literatura y llegando a resultados más o menos parecidos. Y sin embargo, si nos acercamos con otro espíritu a la pregunta sobre el fin de la literatura, habrá que reconocer que hay en su formulación algo de incómodo: parece haber algo de demasiado “literario”, digamos, en la expresión “la muerte de la literatura”. Además de su lenguaje figurado, con la asociación de un término que describe la expiración de un organismo a una práctica discursiva, hay ecos románticos en muchos de los anuncios de la proximidad del fin de la literatura. Así, si, como tantos ya observaron, el relato del fin de los metarrelatos es una narrativa más grandiosa y ambiciosa que la mayoría de los relatos que ella condena al olvido,[5] ¿podría haber de la misma manera algo de “literario” en la proclamación de la muerte de la literatura? La fórmula, deudora tanto de procedimientos identificados como típicamente literarios como de la economía de la historiografía literaria, con sus constantes sucesiones, sustituciones y superaciones, en ese sentido haría lo contrario de lo que dice, cada anuncio de muerte revelando apenas la imposibilidad de su consumación y la persistencia de los espectros. Tal vez la propia idea de fin ya no sea productiva —al basarse en un esencialismo que parece suponer la posibilidad de una ontología o una metafísica de la literatura—. (Como recordó Derrida, la pregunta “¿Qué hay más allá de la metafísica?” es, en su estructura, una formulación metafísica. )[6] Y, efectivamente, en el caso de la literatura, hablar de su muerte como un peligro inminente parece suponer que un día la literatura estuvo plenamente presente, lo que haría del fin de su presencia un evento a ser evitado.
Sin embargo, la persistencia de esos relatos agónicos, tanto en la teoría cuanto en la propia literatura, suscita algunas cuestiones que deben ser enfrentadas en cualquier tentativa de construcción de una teoría de la literatura. Con la sorprendente duración de la agonía de la literatura, extendiéndose por un tiempo mayor que lo que sería razonable para cualquier moribundo, el estado agónico corre el riesgo de perder su necesaria excepcionalidad. Si la agonía es lo que caracteriza los últimos momentos de una existencia, la vida de la entidad no puede ser —toda ella— una agonía. De todos modos, esa agonía excesiva es un punto de partida posible, y tal vez recomendable, para una teoría de la literatura, que es lo que trataré de esbozar aquí.
Si es común en muchos de los pronósticos la percepción de la extrañeza de la institución literaria, esa práctica discursiva resbaladiza y traicionera que no estaría ni aquí ni allá; si la literatura parece tener la tendencia de escapar de las amarras que buscan fijarla, podríamos decir, usando otra fórmula de Blanchot, que la literatura empieza en el momento en que la literatura se vuelve una cuestión. (Estoy pensando la literatura, a través de la noción de ficcionalidad, como una práctica discursiva propia de la modernidad.) Así, si morir es no estar (del todo) presente, no sería otra cosa la posibilidad discursiva que la literatura representa. La peculiaridad de la literatura sería no ser exactamente una representación de la realidad. Nunca plenamente presente, y tampoco totalmente ausente, ¿ habría hecho alguna vez la literatura moderna otra cosa que no fuera agonizar y contemplar la posibilidad de su propia extinción? No estaríamos, en esas formulaciones, distantes del romantismo, pero tampoco, en otro sentido, de Adorno, ya que sería posible entender la autonomía del arte como un modo peculiar de negar la presencia.
Aceptada esa verificación —que la literatura, si es algo, es una forma de ausencia—, ¿no sería un contrasentido trabajar por su presencia más efectiva, por una literatura más viva? ¿En qué sentido, y para quién, sería deseable que la literatura abandonara su agonía, si ella es precisamente un discurso desde el fin?[7] La motivación de las preguntas es que la defensa de la preservación de la literatura, o del regreso a la literatura, sigue siendo el discurso dominante en algunos espacios contemporáneos, sobre todo en algunos lenguajes académicos, con la sugerencia, en algunos casos, de que sería posible una solución institucional para el problema de la literatura. Sin embargo, en último caso, ¿es viable defender la literatura transformándola en un derecho, una política pública, una ley, una disciplina académica?
La dificultad de los discursos ecologistas en defensa de la amenazada literatura es que en ellos la literatura no parece jamás estar asociada a la crisis, como si ésta le fuera externa, como si la literatura fuera apenas víctima de la configuración actual. Así, lamentar el lugar frágil reservado hoy a la literatura supone a veces que ese lugar fue determinado por los enemigos de la literatura y, en ningún sentido, por ella misma. Notablemente, diría Blanchot, el problema es que esta configuración corresponde también a la experiencia que la literatura y el arte desarrollan en su propio nombre.[8] La cuestión sería entonces cómo responder a los ataques, que de hecho existen, y si la mejor defensa sería la afirmación de la literatura. Inclusive habría que preguntarse, rescatando palabras de Gombrowicz, si es posible estar contra la literatura o si la oposición a ella también está condenada a ser transformada en (más) literatura. No faltan ejemplos, en las historias de diversas tradiciones literarias, de cómo puede ser productiva literariamente una postura anti literaria.

*

Con esto llego a algunos textos literarios que me ayudan a pensar la relación entre literatura y muerte, a algunos paradójicos relatos (¡literarios!) del fin de la literatura. Antes de llegar a Bolaño, anunciado en el título, evoco tres imágenes surgidas en la literatura mexicana reciente. La primera, presente en Salón de belleza, novela de Mario Bellatin: un “Moridero”, espacio construido para recibir a los que están al borde de la muerte, en una ciudad azotada por una epidemia. Bienintencionadas instituciones de caridad, al ofrecer ayuda insisten en llevar medicina, la cual es rechazada por quien mantiene el espacio: “tengo que volver a recalcar que el salón de belleza no es un hospital ni una clínica, sino sencillamente un Moridero”.[9]


No sé dónde hemos aprendido que socorrer al desvalido es tratar de apartarlo, a
cualquier precio, de las garras de la muerte. A partir de esa experiencia, tomé
la decisión de que si no había otro remedio lo mejor era una muerte rápida
dentro de las condiciones más adecuadas que fuera posible brindársele al
enfermo. (…) Lo único que buscaba evitar era que esas personas perecieran como
perros en medio de la calle, o abandonados por los hospitales del Estado. En el
Moridero tenían asegurados una cama, un plato de sopa y la compañía de todos los
demás moribundos.

Recupero esta imagen, la de un espacio creado con la función de defender el derecho a morir de una determinada manera —recordando la idea de Freud de que el organismo desea morir de su propio modo[10], para tratar de pensar un lugar (imposible) para la literatura.
Segunda imagen. En un cuento de Álvaro Enrigue se narra la historia de un indio yahi encontrado en el norte de California en 1910, anunciado como el “último indio en estado de pureza de los Estados Unidos”. Ishi, el único sobreviviente de la masacre de su comunidad, se transforma en una atracción local, pero antes de que se lo lleve el dueño de un circo es rescatado por un profesor que se entera de su historia a través de un periódico de San Francisco. Desconfiando de que se trate del último hablante de la lengua yahna, lo lleva al Museo Antropológico. Después, aunque algunos traten de convencerlo de que regrese a su lugar de origen, Ishi insiste en pasar en el museo el resto de su existencia, primero en exhibición, después como empleado, guardando las monedas que recibe por su trabajo. El cuento describirá “la soledad inaudita del que se sabe al final de algo que ya no tiene remedio”, y, sobre las monedas, dirá que “Si uno es el último de algo, sus guardaditos no son un ahorro, sino el saldo de todo un universo.” Las últimas líneas del cuento hablarán de “conceder lo que queda, aceptar el museo y contemplar el saldo en espera de la muerte. Poner en la mesa nuestras cajitas y saber que lo que se acabó era también todo el universo.” El título del cuento es “Sobre la muerte del autor”.[11]
Tercera imagen. En los últimos años fueron publicados dos libros con el título El último lector (una novela del mexicano David Toscana en 2004,[12] una colección de textos críticos del argentino Ricardo Piglia en 2005).[13] Algo tendría que ser dicho sobre la temporalidad del último y su lugar de enunciación, sobre la voz del moribundo. Y también sobre el acto de declararse el último, proyectando el fin hacia el futuro próximo y situándose justamente antes de él. Pero aquí también me quedo apenas con una escena, sacada de la novela de Toscana, donde dos lectores dialogan en la biblioteca de un pueblo mexicano.


Los impresores podrían estar en huelga desde hace diez años y nadie lo notaría.
¿Sabía usted que de cada veintiocho páginas que se publican sólo se lee una?
Porque hay libros que se regalan a gente que no lee, porque caen en una
biblioteca sin usuarios, porque se adquieren para abultar un librero, porque se
obsequian en la compra de otro producto, porque el lector pierde interés desde
el primer capítulo, porque nunca salen de la bodega del impresor, porque también
los libros se compran por impulso. Yo acabo de deshacerme de El otoño en Madrid,
dice Lucio, iba en la página sesentaitrés; quedaron doscientas ocho sin leer. Yo
no pasé de la veinte, dice ella. Para que un tedio como ése llegue a Icamole se
requiere de la complicidad de autor, correctores, editores, impresores, libreros
y hasta lectores; eso sin contar a la pareja del escritor, que le dice sí, mi
vida, tú sí escribes muy bonito. Delincuencia organizada, dice él.

El problema, aquí, es que se publica demasiado.[14] El bibliotecario pasa a dedicarse a la destrucción de libros, con un espacio de la biblioteca reservado para los libros descartados, rechazados por el filtro de su lectura. El problema es el exceso, no la falta. La amenaza a la literatura es el ruido, no el silencio, como diría Blanchot.

*

En Roberto Bolaño, uno de los escritores más celebrados de los últimos años, se concede a la literatura un lugar complejo y ambivalente. En su obra están presentes desde la representación de las intrigas poco lisonjeras del campo literario, el rechazo del buen escribir y la sugerencia de la posible complicidad entre literatura y autoritarismo (o entre ficción y dictadura), hasta el sello fuerte de la literatura como deseo. Cuando es positiva, la literatura tiende a ser una esperanza, no un hecho, un bien o un derecho. No por casualidad abundan en los relatos de Bolaño las figuras del aspirante a poeta y del detective, como abundan las búsquedas, en ocasiones con un texto o autor como objeto. Y sin embargo el impulso en repetidas ocasiones llevará al fracaso, cuando no a la destrucción del objeto, como en la búsqueda de una escritora vanguardista por poetas adolescentes en Los detectives salvajes, novela sobre poetas en que la poesía está casi siempre en el horizonte y raramente se materializa.
Para una literatura pensada como deseo, la institucionalización se transforma en una amenaza, no una salvación. Bolaño inclusive propondrá que la literatura existe contra el sistema literario, y al revés. En el texto “Los mitos de Chtulhu”, Bolaño utiliza el terrible panteón cósmico de Lovecraft para describir el medio literario hispanoamericano: la industria editorial, las revistas culturales, la crítica académica. Como en el caso del campo literario mexicano en Los detectives salvajes, la representación aquí también tiene algo de mafia cinematográfica. Se comenta, por ejemplo, que el único grupo en que habría más intrigas y maniobras excusas y apadrinamientos e intercambios de favores que entre los políticos es el de los literatos. A todo esto se refería Bolaño, posiblemente, cuando, en respuesta a una pregunta sobre la posibilidad de salvarse a través de la literatura, dice que: “sobre mantenerse a salvo de lo que sea, no sé qué decirte, en literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha. Supongo que hay novelistas que opinan lo contrario. Dios les conserve su candor (o su estupidez) por mucho tiempo.”[15]
A la inevitable pregunta sobre el consejo que daría a un escritor principiante, Bolaño daría tal vez la siguiente recomendación cáustica: agradecer, agradecer siempre, agradecer con fervor, agradecer inclusive cuando no se sabe bien qué se está agradeciendo, y, “sobre todo, no morder la mano que te da de comer”.[16]
En esas representaciones del campo literario los investigadores y críticos académicos tampoco aparecen siempre como aliados de la literatura. Se señala, de esta forma, la ambivalencia de la absorción del elemento extramuros por la universidad, con aquello que es su objeto de estudio surgiendo como un evento traumático a ser asimilado por la “economía de captación” de la academia, aunque la incorporación sucesiva de saberes menores sea anunciada “con pompa”.[17] Como en este “transplante de saberes” se exige que los saberes primero hayan declinado en favor de la universidad, que se hayan subordinado a la universidad, Willy Thayer, de quien viene esta descripción de la dinámica universitaria, concluye que “toda universidad empírica estará contra el poema y no protegerá al poeta”.
Y sin embargo, entre las figuraciones de la literatura en la obra de Bolaño surgirá también lo siguiente: Auxilio Lacouture, personaje que aparece en Los detective salvajes y en Amuleto, uruguaya que vive en México y ronda como mosca el campo literario del Distrito Federal. En el día 18 de septiembre de 1968, cuando el ejército entra a la Ciudad Universitaria de la UNAM, Auxilio, ella última lectora en varios sentidos, se esconde en el baño del cuarto piso de la Facultad de Filosofía y Letras. Allí se queda, durante días, siempre en el baño, teniendo por compañía apenas algunos libros. De esta forma se sitúa la supervivencia de la literatura en un espacio universitario —aunque sea, es cierto, en un baño, y a través de un personaje que es apenas oblicuamente asociado al medio universitario, una mujer que limpia las casas de algunos escritores y hace trabajos ocasionales de secretaria—. Del baño, y desde su delirio, Auxilio ofrecerá una especie de testimonio de la inminencia de la muerte de la literatura. (Mucho más podría ser dicho sobre la inminencia de la muerte en la obra de Bolaño.)
Es en momentos como ése que Bolaño podría ser considerado un escritor romántico (ésa es la tesis, por ejemplo, de Rodrigo Fresán).[18] Dijo Bolaño: “Yo creo que en el fondo la parodia sólo disfraza el deseo enorme de ponerse la llorar.” Y también lo siguiente: “La escritura es un peligro”, y escribir bien es


saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la
literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del
precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno
quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la
comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que
cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura es un peligro.[19]

Y además esto, en otra definición de literatura:


La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái que no
pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además,
que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser
derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.[20]

Tal vez en esos momentos Bolaño no estuviera tan distante del candor que describió con desaire. Lo que parece representar es una especie de apuesta final: al representar el campo literario —y el mundo entero, en realidad— con todo su horror, y al hacerlo desde la propia literatura, parece mantener la esperanza de que sobreviva alguna diferencia entre la literatura y el campo (y el horror). En palabras del propio Bolaño, todo eso “suena un poco melodramático. Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.”[21] Aunque no sea exactamente un final eufórico para estas notas, la puta honrada es acaso mejor que otro modelo de prostituta que aparece en la obra de Bolaño: la puta asesina.

*

Este sería un lugar oportuno para terminar estos apuntes. Sigo, sin embargo, más allá del fin, para señalar un punto más, precisamente sobre la dificultad de terminar.
Algunos relatos de Bolaño parecen no acabar. Al contrario, van formando una red de historias interligadas, con enredos y personajes retomados en otros cuentos, novelas y poemas. Pienso, a partir de esa dificultad de terminar, o de esa resistencia al desenlace, en la posible importancia del fin y del límite para el propio concepto de literatura. ¿La imposibilidad del fin sería incompatible con la poesía, el cuento, la novela? (Para Agamben, el verso es una unidad que encuentra su principio apenas en su final.)[22] ¿Sería posible hablar de literatura —de literatura en general, de una obra en particular— sin la posibilidad de que termine? ¿Tendría significado la literatura si no tuviera fin —o comienzo—? ¿Si no tuviera contornos claros, más allá de los cuales ella no existiría, y empezaría otra cosa? ¿Habría literatura sin la diferenciación de los campos y la identificación, por ejemplo, del punto en que termina la cultura y empieza la economía?
Este puede ser el peligro representado por soportes como la televisión y la internet, con sus relatos sin fin o comienzo, sin la propia posibilidad de cierre. En sus series interminables, cada narrativa lleva a otra, sin pausa o silencio. Ya para Blanchot, hacia los cincuenta, la principal amenaza a la literatura era la ausencia de silencio y la desaparición del espacio en blanco. Tal vez, para que muera la literatura, sea necesario desaparecer la posibilidad de su fin, la tensión entre ella y otros discursos, o sea, que la literatura deje de estar amenazada de muerte y esté demasiado presente.


[1] Fredric Jameson, “Fim da arte ou fim da história”, A cultura do dinheiro: Ensaios sobre a globalização, Vozes, Petrópolis, 2001, p. 127.
[2] Maurice Blanchot, O livro por vir, Relógio d’Água Editores, Lisboa, 1984, p. 205. (Hay traducción castellana: El libro que vendrá, Monte Ávila, Venezuela, 1969).
[3] Es posible que, si la muerte de la literatura puede ser anunciada a cada nueva generación, el evento no sea el mismo en cada caso, cambiando la entidad que se extingue (lo que llamamos literatura) o el sentido de la extinción (lo que llamamos muerte). Tendríamos que pensar, en este caso, primero en una historia del concepto de literatura, pero también en una especie de historia de la muerte, describiendo diferentes formas de extinción, diferentes grados de vida y de muerte, diferentes formas de pensar la vida, la muerte y la sobrevida.
[4] Antonio Candido, Formação da literatura brasileira, Ouro sobre Azul, Rio de Janeiro, 2006.
[5] Peter Osborne, por ejemplo, citado por Terry Eagleton en The Illusions of Postmodernism (Blackwell Publishing, 1996): “The narrative of the death of metanarrative is itself grander than most of the narratives it would consign to oblivion.”
[6] Jacques Derrida, “Deconstruction and the Other”, States of Mind: Dialogues with Contemporary Thinkers, ed. Richard Kearney, Manchester University Press, Manchester, 1984. [7] Para un argumento diferente, que sostiene que la literatura latinoamericana, sobre todo durante el Boom, estuvo de hecho presente, y demasiado presente, volviéndose indisociable del Estado, ver Brett Levinson, The Ends of Literature: The Latin American “Boom” in the Neoliberal Marketplace, Stanford University Press, Stanford, 2001.
[8] Maurice Blanchot, Op. cit., p. 207.
[9] Mario Bellatin, Salón de belleza. Tres novelas, Ediciones El otro el mismo, Mérida2005, p. 29.
[10] Sigmund Freud, Obras completas: Más allá del principio de placer, Amorrortu, Buenos Aires, 1989.
[11] Álvaro Enrigue, “Sobre la muerte del autor”, en Hipotermia, Anagrama, Barcelona, 2005.
[12] David Toscana, El último lector, Mondadori, México, 2004
[13] Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, Barcelona, 2005.
[14] Ver, al respecto, Gabriel Zaid, Los demasiados libros. Océano, México, 1996.
[15] Disponible en http://www.letras.s5.com/rb260505.htm.
[16] Roberto Bolaño, “Los mitos de Chtulhu”, en El gaucho insufrible, Anagrama, Barcelona, 2004, p. 172.
[17] Willy Thayer, A crise não moderna da universidade moderna, UFMG, Belo Horizonte, 2002, p. 22.
[18] Rodrigo Fresán, “El secreto del mal y La Universidad Desconocida, de Roberto Bolaño”, en Letras libres, México, junio de 2007.
[19] Roberto Bolaño, “Discurso de Caracas (Venezuela)”, en Celina Manzoni (org.), Roberto Bolaño: La escritura como tauromaquia, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 2002, p. 211.
[20] Rodrigo Fresán, art. cit.
[21] Roberto Bolaño, “Estrella distante” (entrevista), Entre parêntesis, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 333.
[22] Giorgio Agamben, “O fim do poema”, en Cacto, n.1, São Paulo, 2002, pp. 142-148.

Estambul

Lourdes Noriega

Una cabellera extraordinaria se cruzó frente a mí en el vuelo a Estambul. No tendría más de veinticinco años, rostro común, turca ciertamente. Esa cascada de rizos oscuros y brillantes que le llegaban a la cintura me decía algo de estas mujeres, y también de sus hombres que buscan ocultarlas. Se trata de evitar la exposición a la mirada ajena de uno de los signos de seducción más antiguos y más fuertes que han existido. Y no sólo hablo de la cabellera de una mujer sino también la de un hombre. Pero en estas latitudes el signo en lo femenino es el que debe ocultarse: evitar esa mirada que se enredaría en los hilos de seda de las mujeres turcas. El hombre puede exhibir y exhibirse, cuanto y lo que quiera.
Y son precisamente estas cabelleras lo que no volví a ver durante el tiempo que estuve en la ciudad: pañoletas en unas, velos negros en otras, cualquier lienzo era bueno para ocultar esa belleza reservada únicamente al hombre de la casa.
Aquí nació Medusa, la de cabellos de serpiente, esa mujer convertida en monstruo por los celos de una diosa. ¿Y cómo no iba a celarla si aún monstruosa seguía fascinando? Por eso los griegos la transformaron en un mito y los romanos se la robaron y gracias a ellos pude ver, sí, antes dije mal, dos cabelleras de piedra enmohecida por el paso del tiempo en las profundidades de una cisterna que subyace junto a la iglesia de Santa Sofía, en la parte antigua de Estambul. Y es que esta cisterna está construida ocho metros bajo tierra a la manera de un palacio con cientos de columnas, todas de mármol, que sostienen igual número de bóvedas de ladrillo rojo. No puedo evitar pensar que puede irse la luz y convertir este lugar en algo temible. Sin embargo, así iluminado, es un lugar mágico: las columnas se reflejan en el espejo de agua sobredimensionando el espacio que da la impresión de estar frente al infinito. Aquí me podría quedar un buen rato. Hay poca gente y eso lo hace más agradable. Caminamos por un pasillo hasta el fondo de la cisterna para encontrarnos con las Medusas. Sabemos por algunos letreros que ahí se encuentran. Son dos cabezas de gran tamaño que forman la base de cada columna. Una está de cabeza y la otra de lado; extraña posición la que está de lado, pues la que está de cabeza sigue la línea de la columna como si ésta fuera su cuerpo. De las 336 columnas, estas dos son las únicas labradas en el tiempo en que fue construida la cisterna, es decir, cuando los romanos conquistaron Bizancio; hay una tercera, el fuste tapizado con los “ojos turcos”, labrada después de la caída de Constantinopla.
El mito griego de Medusa habla de cómo una hermosa joven fue transformada en monstruo. Un día se encontraba en el templo de Atenea mirando su rostro reflejado en un espejo de agua, cuando dijo en voz baja: “Soy hermosa, incluso más que la diosa a la que está consagrado este templo”. Enojada, la diosa la convirtió en monstruo y la mandó a vivir al país de la Noche con las que ahora serían sus hermanas: las horribles gorgonas. Medusa quedó convertida así en un ser contrahecho, de cuyas espaldas nacían dos alas enormes cubiertas de plumas doradas y en lugar de manos y pies, unas garras de metal; en vez de cabellos, un sinfín de serpientes venenosas se retorcían en su cabeza; de su garganta sólo brotaban terribles rugidos. Cualquiera que mirara su rostro sentiría tal miedo que quedaría convertido en piedra. Perseo logró matar a Medusa cortándole la cabeza, la metió en una bolsa y se la llevó consigo, pues seguía conservando el poder de matar a quien la viera. Los romanos se apropiaron de esta cabeza para usarla como amuleto en sus casas, ahuyentando a todo aquel que intentara entrar sin permiso. Por eso las encontramos aquí, en este lugar de sombras perpetuas, en la profundidad de la Gran Cisterna de Yerebatan. Por eso, verlas ahí, enmohecidas por el tiempo y la humedad, en lo más profundo de la cisterna, es encontrarse con la Gorgona del mito griego.
Ésta es la tierra donde habita la Medusa y las mezquitas se construyeron para ocultarla, para cubrir su cabellera de oro y bronce con sus múltiples cúpulas-cuevas, cúpulas-pañoletas, cúpulas-lienzos. Porque las mezquitas turcas siguieron la tradición bizantina de los templos cristianos con sus grandes cúpulas y su planta en cruz griega, a diferencia de las mezquitas de la región del norte de África y el sur de España, donde el cuarto de oración se resuelve en hileras de columnas que sostienen el techo de un recinto cerrado, o encontramos un patio a cielo abierto rodeado por un gran muro. Veo las mezquitas como un harén cupular custodiado por los alminares-falos esbeltísimos desde donde el almuecín llama o dirige la oración. Hileras interminables de pequeñas cúpulas se suman al harén, encuadrando un patio exterior. Un muro perimetral impide la visión hacia dentro. Observar la mezquita desde lejos es entrar a Las mil y una noches e imaginar sultanes y scherezadas, alfombras voladoras y magos que salen de lámparas maravillosas; es entrar a la cueva de Alí Babá y encontrar un tesoro; es vivir un cuento. La mezquita parece flotar en el horizonte. Entrar a la mezquita azul es salirse del cuento, es arrancarte la ilusión sin que puedas hacer nada, te quedas ahí, mudo, triste, porque el espacio interno no se deja hacer, no te lleva a ningún lado; te das cuenta de que es un puro cascarón. Aquí todo nace de la distancia; sin ella, el cuento se esfuma en el aire condimentado de Estambul.

*

Entro a la Mezquita Azul, llamada así por los miles de mosaicos azules que cubren las paredes interiores y que reflejan un azulado resplandor en la inmensa sala de oración. La entrada de los visitantes es por una puerta lateral. Por la puerta principal sólo entran los musulmanes hombres, las mujeres lo hacen por la puerta lateral junto con nosotros. En el patio, frente a la entrada de la mezquita, hay unos lavatorios con varias llaves donde los hombres se lavan los pies, los brazos, la cara. ¿Dónde se lavarán las mujeres? Ellas van todas cubiertas, sus vestidos son muy amplios y, cuando se quitan los zapatos, se quedan con unas calcetas gruesas blancas amarradas a sus pies: sólo parte de la cara queda al descubierto. Nos dan unas bolsas de plástico para guardar nuestros zapatos. Me da asco a pesar de que llevo calcetas; me quito los zapatos y me pongo una bolsa de plástico en cada pie, pero una persona a la entrada me dice que no puedo pasar así, que debo quitarme las bolsas. Me las quito y entro. Siento la alfombra húmeda y pienso en todos los hongos y lo sucia que debe estar de tantos años y tantas personas que la pisan todos los días; después caeré en la cuenta de que está húmeda porque los que van descalzos se lavaron los pies antes de entrar y no huele mal. Me entero de que todo el tiempo hay alguien limpiándola. Mi predisposición hacia lo que me podía encontrar nació de un viaje a la India, donde dicen que las mezquitas están sucísimas, y siendo ésta mi primera experiencia en una… Bueno, entré, y en lugar de encontrarme ante un espacio abierto como había imaginado me sentí comprimida hacia el suelo sin que pudiera abarcar con mi vista toda la extensión del recinto. ¿Qué estaba pasando? ¿Sería que habíamos entrado por una puerta lateral y eso me daba otra perspectiva? Una alfombra roja con motivos florales abarcaba toda la superficie del piso. ¡Inmensa! Caminamos hacia el centro del llamado cuarto de oración y mi sensación permaneció igual. ¿Habría mucha gente, sobre todo visitantes, y eso impedía mi visión? Un barandal de madera dividía la mezquita en dos y separaba el espacio reservado a los hombres de los visitantes y de las mujeres, que apiñadas contra la pared opuesta a la quibla (una hornacina que señala la dirección de la Meca) y detrás nuestro, tras otro barandal de madera, rezaban y se inclinaban varias veces rozando la alfombra con la frente; sus voces se podían escuchar a diferencia de los hombres que, en grupos o solos, veíamos a lo lejos sin que sus murmullos llegaran a nosotros. Los hombres, los visitantes y, al último, las mujeres. Así funciona este lugar.
Nos acercamos al centro de la mezquita para tener una visión más completa del lugar. Mi sensación no cambia, empiezo a sospechar lo que pasa: una inmensa estructura de metal sostenida por una maraña interminable de cables está suspendida sobre nuestras cabezas: un candelabro plano y circular con cientos de lámparas de cristal de colores que simulan las lámparas de aceite de otros tiempos. Aquí todo es inmenso. Me cansé ya de repetir la misma palabra una y otra vez, pero el candelabro es inmenso. Puedo decir grandísimo pero no sería lo mismo; su circunferencia parece coincidir con la cúpula central que se encuentra varios metros arriba, y su altura, en proporción con el claro del recinto, está casi al ras del piso, por lo que sientes que algo te comprime al suelo. Los cientos de cables que la sostienen, en todas las direcciones posibles —arriba, a los lados, cogidos de las columnas, de las cornisas o del techo en diversos puntos—, me dan la sensación de estar viendo esos postes de luz en alguna vecindad de la ciudad de México, donde cientos de tomas salen a sus respectivos destinos sin que nadie sepa bien a bien cuál de ellos es el suyo. El conjunto es una gran telaraña que impide ver más allá de su absoluta oscuridad y fealdad: las cúpulas, los vitrales, la luz. Toda la magnificencia de la mezquita se retrae a la región de lo invisible. La opresión es sofocante y el espacio al frente se hace tan extenso que no se ve el fin. ¿Dónde queda ese resplandor azulado del que tanto se ufana la mezquita? Queda allá arriba, para quien pueda mirarlo a cinco metros del piso, porque para nosotros los mortales sólo queda la triste sensación de haber sido engañados. Y cabizbajos, porque no podemos hacerlo de otra forma, nos acercamos a una de las cuatro inmensas columnas acanaladas de mármol blanco que sostienen la gran cúpula. Y una vez más digo inmensas porque no encuentro otra palabra: deben medir unos tres o cuatro metros de diámetro. Me hubiera gustado rodearla con mis brazos o, tomando de la mano a varios de los presentes, jugar a la ronda: “Doña blan-ca está cubier-ta de pila-res de oro y pla-ta, rom-peremos un pilar para ver a doña blan-ca.”
Adentro de la mezquita no hay casi adornos, se ve vacía. Mosaicos con motivos azules cubren las paredes y las bóvedas de las cúpulas, por eso le llaman la Mezquita Azul, pero ése es el nombre que le damos los extranjeros porque su verdadero es otro: Mezquita de Ahmet. Ahmet fue el sultán que la mandó construir. Y lo hizo precisamente en este lugar, frente a la iglesia de Santa Sofía, como un contrapeso a ese monumental edificio arquitectónico que en vano quisieron transformar en mezquita, para alabanza y gloria del propio sultán. A pesar de las interferencias, dentro de la mezquita nos rodea una tonalidad azul muy suave que proviene del reflejo de la luz de los vitrales sobre los mosaicos azules que la recubren. Cristales emplomados en rojo, blanco, azul, verde, amarillo, dejan pasar una luz que se vuelve violeta al chocar con el azul de los mosaicos y el oro, que abunda en los adornos, deposita su polvo dorado en cada partícula del aire. Aquí, la paleta de un pintor tiene su paraíso.
Vuelvo a sentir el vacío. ¿De dónde viene? Lo primero que pienso es que casi no hay objetos donde detener la mirada y, los pocos que hay, no parecen estar dispuestos de alguna manera determinada, sino más bien lanzados al azar: algo parecido a un púlpito recto y tieso labrado en madera en medio de nada; en otro extremo, una especie de plataforma sostenida por columnas arrojadas a donde sea, sin ninguna posición determinada porque en ese inmenso espacio no hay más frente que una minúscula hornacina que marca la dirección de la Meca pero que está tan aplanada a la pared que parece más bien pintada. Si no sabes que está ahí, no la ves. Y yo sin poder llenar la inmensa alfombra vacía porque nada en ella reconozco, y me pierdo; miro de un lado a otro y en nada me detengo, sigo perdida: no tengo de dónde asirme. Se pierde la perspectiva, todo se ve lejos; lo cercano es solamente lo que puedes tocar. Aquí no hay ningún signo que me indique la presencia de un dios, aquí sólo hay un gran vacío para el extranjero. Es desconcertante. Siento un mareo espiritual difícil de describir. Algo me avienta hacia afuera, es absurdo. ¿Venir desde tan lejos para conocer este lugar y luego quererme ir apenas llego? Permanezco ahí a pesar de que desearía salir y volver a mi cuento de Las mil y una noches, a todo lo que imaginé cuando la veía de lejos. Y pongo cara de que “estoy bien”, cuando en verdad no lo estoy. ¿Habrá alguna diferencia en venir un viernes, cuando se dirige la oración desde la plataforma? Entonces los hombres ocupan gran parte de la sala de oración y, formados en filas, rezan, se inclinan, tocan con sus frentes la alfombra. ¿Una simulación de orden o realmente se logrará imprimir algún sentido al espacio? Su cuadriculado efímero sostiene mis dudas en la imprecisa región de lo posible.

*

La mezquita es el mar o el desierto deleuzeanos, el espacio liso donde no hay puntos de referencia ni marcas delimitantes. Es el espacio nómada donde los elementos carecen de una posición fija, siempre móviles y distribuidos al azar. El infinito es su naturaleza. Desorden que incuba vacíos. Vacíos que fracturan el entorno produciendo infinito. En otros espacios arquitectónicos, la repetición del orden es la que abre una ventana al infinito: es el caso de la catedral-mezquita de Córdoba en España, donde el infinito surge de la repetición interminable de columnas y arcos: columnas moras sobre columnas visigodas, arcos moros sobre arcos visigodos pintados con franjas alternativas en rojo y blanco, rojo y blanco, rojo, blanco, siguiendo el arco de un círculo invisible, que se repite y se repite, nervaduras que proliferan en otras nervaduras, mármol hecho filigrana de espuma, etéreo. La mezquita es el espacio táctil, es el espacio sonoro: aquí lo visual pierde todo su poder. El recinto se convierte en un mercado de voces que murmuran rezos altisonantes y que no se acaban, van, van, van, sin pausa, sin descanso. Barullo que se une al asombro de los visitantes que susurran y comentan. Es una mezquita-mercado y Jesús sacaría a latigazos a los mercaderes por estar profanando la casa de Dios; pero éste no es un templo cristiano ni su dios habita en él. Pero… por un instante yo me sentí en ese mercado.

*

Salimos por fin de la mezquita. Nos volvemos a poner los zapatos pero antes me quito las calcetas húmedas porque no los quiero mojar; las guardo en la bolsa de plástico para lavarlas más tarde. Una caja metálica con una ranura en su extremo nos pide unos yuanes, pero no me detengo, busco alejarme lo más pronto de ahí. Sentada en las bancas del parque que rodea a la mezquita, trato de olvidar por unos momentos lo que acabo de vivir y miro a lo lejos a Santa Sofía: la iglesia-mezquita. Es hermosa. Me atrae su gran cúpula en forma de gorrito invernal, de esos que rematan en un pequeño pompón, y el color rosado de sus muros, pero sobre todo me atrae esa pared que, ligeramente sumida, imita el perfil de la cúpula tiñéndose de un rosa profundo. Aquí no veo ningún harén de cúpulas; los alminares son toscos, pero el conjunto fascina: es como la síntesis de su hermana gemela a la que mira a lo lejos. Una frente a la otra. Una disfrazada de mezquita, la otra creada para competir con ella. Me pregunto si se platicarán algo después de quinientos años. ¡Seguro que Sofía debe hablar turco! Luego me entero de que no fue un templo dedicado a una santa, sino que es uno de los tres títulos dedicados a Dios: “Santa Sabiduría” o la Divina Sabiduría o, “Aya Sofia”; la Divina Paz o “Aya Irene” y el Divino Poder o “Aya Dinamus” son los otros dos. Aquí mismo en Estambul encontramos una iglesia dedicada a “Aya Irene”; sólo el Divino Poder, creo, se quedó sin casa.

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Hoy vamos a Santa Sofía. Presiento que algo distinto me espera: el estilo románico de sus líneas coronada por esa gran cúpula o los contrafuertes de piedra, o la barda perimetral de hierro forjado que deja ver su interior. Todo me dice que no es una mezquita, aunque sé que trabajaron mucho para transformarla en una. Las ruinas de unos frisos tallados en mármol con motivos cristianos y una pila bautismal nos dan la bienvenida en lo que debió ser un gran atrio ahora ocupado por diversos recintos. Son los restos de la iglesia construida por Teodosio en el año 416 d. C. sobre las cenizas de la de Constantino. Será Justiniano el que la reconstruya como la conocemos ahora. Estructuralmente es una basílica, con una nave principal y dos laterales, y fue la sede papal durante casi mil años hasta que los turcos conquistaron Constantinopla. Entonces la transformaron en una mezquita. ¿Será esta pluralidad de formas, lo romano y lo turco, lo que le da un carácter tan especial? Sé que en la confluencia de formas diversas nace la fuerza de lo plural. Se me viene a la mente la iglesia de San Juan Chamula en México: templo cristiano convertido en lugar de prácticas chamánicas donde se siguen antiguos rituales mayas entrelazados con elementos del rito católico. La nave vacía, sin bancas, está habitada por los chamanes que ocupan un suelo cubierto de agujas de pino; cada uno separado del otro por círculos concéntricos de velas tan delgadas como finos dedos, cada uno con sus rezos, con sus santamarías y padrenuestros iniciando una interminable letanía en lengua tzotzil. Los afligidos con su petición, los ojos cerrados, el cuerpo siguiendo el ritmo de los rezos, y el gallo amarrado con un lazo sin sospechar que pronto le torcerán el cuello; el refresco o el frutsi, porque al escupirlo sacará los malos espíritus, el copal con su humo oloroso y el montoncito de pesos ya borrosos de tan manoseados. El suplicante, de rodillas, bisbiseando oraciones incomprensibles frente a un altar despoblado que sirve de mesa para colocar lo que se ofrezca: un niño Dios, un nacimiento, una serie de foquitos porque es Navidad, cajas de cartón, bolsas de plástico, ramos de flores secas; y más velas prendidas en hileras irregulares y pegadas al suelo, con su propia cera, que apenas dejan un pasillo por donde transitar. Vuelvo a la Mezquita Azul: guardando las debidas proporciones, ésta y San Juan Chamula tienen cosas similares. Veamos: una nave vacía que es un cuarto de oración también sin bancas; una alfombra de agujas de pino que mitiga los sonidos; los rezos en voz alta que se conjugan y entremezclan unos con otros en una letanía sin fin, ¿acaso no son los mismos que escuché en la mezquita? El mundo indígena de América es el Oriente del mundo Occidental. Cristóbal Colón buscaba el Oriente y lo encontró, pero no el Oriente Medio, ni el Lejano Oriente, sino el Oriente Americano. Entrar a San Juan Chamula es traspasar el umbral a otro mundo, es recibir una descarga. Santa Sofía también conjuga el Oriente y el Occidente, pero su transformación en museo la ha momificado desplazando las fuerzas plurales de impacto al orden de los conceptos. El visitante católico completa el escenario, los ritos y la experiencia mística en un movimiento involuntario que pasa por la razón; los elementos islámicos se perciben de manera independiente como huellas de un pasado histórico. En cambio, al ser San Juan Chamula un templo vivo, donde los ritos orientales americanos se siguen practicando en el espacio de lo Occidental, el impacto sobre el visitante es del orden de lo vital, de la experiencia que no pasa por una racionalización de los eventos y que golpea al cuerpo de manera intensiva y directa. En San Juan Chamula la pluralidad está en acto. Ni síntesis ni conjunción armónica de los opuestos; es una guerra, es la tensión entre elementos diversos donde ninguno es reabsorbido en el otro, donde la resistencia activa es la opción del elemento débil, mientras el que domina proyecta siempre su estrategia en relación con el débil. Lugar donde la mezcla, el mestizaje, el sincretismo no son sino un sueño más del poder.

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Entrar a Santa Sofía es entrar a lo ya conocido: a una basílica cristiana. A pesar del esfuerzo que los turcos, o debo decir, los “trucos” hicieron para transformarla, el edificio sigue llevando la impronta de una iglesia. Una antecámara nos recibe con la imagen de Dios Padre hecha de mosaicos a la manera bizantina, colocada en una media cúpula que nos hace elevar la mirada hacia el techo. “Ésta es mi casa, eres bienvenido”, nos parece decir y, confiados, entramos a la basílica por la puerta principal. Mis pasos resuenan en las piedras que cubren toda la extensión de la nave produciendo un hermoso eco al fondo del recinto. Sonido que me repite con cada paso: “aquí estoy”, “soy alguien”. Aquí no hay alfombra que anule mis pasos, y con mis pasos se reafirma mi cuerpo, y con mi cuerpo, mi persona. Aquí Soy alguien y eso me da confianza. Mis pasos se unen a los de los demás en un coro de sonidos: unos quedos, otros agudos, otros graves, cada uno distinto según la suela del zapato y el andar. Piso con más fuerza para confirmar mi presencia. Entrar a Santa Sofía me hace actuar como una loca o como una niña. No, no actúo como…, devengo loca, devengo niña y me pongo a jugar a pisar fuerte y escuchar el eco de mis pasos. Pero me detengo un momento para contemplar la basílica: el espacio se dilata frente a mí en una explosión de luz y belleza. El asombro me invade y caigo en la cuenta de que aquí nada detiene mi mirada: ella puede viajar sin obstáculos hasta el último rincón del templo. Más, ¿puedo decir sin obstáculos cuando un andamiaje de postes y travesaños que va de piso a techo obstruye todo un costado de la nave? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué no lo veo? Porque mi mente lo elimina al construir su imagen especular: la ventaja de lo simétrico, que siempre se puede completar. Por otro lado, aquí el vacío lo lleno sin problemas: no hay bancas pero yo las veo cuadricular el espacio; ya no hay oficios y, sin embargo, yo guardo silencio porque es un lugar que me infunde reverencia; ya no hay altar, pero me parece verlo en todo su esplendor iluminado en oro por esa luz estratégicamente dirigida a ese punto. Aquí el espacio habla: nada se deja al azar, todo tiene un sitio, un sentido y un significado. El Orden y la planeación son su ley. El espacio también está cuadriculado: hay un frente señalado por el altar, un centro que es el lugar de las bancas, un atrás que es la entrada, un alto donde va el coro, unos lados que son los ambulatorios: nada ni nadie se pierde aquí, en todo momento se sabe dónde se está y quien se es: yo, un feligrés católico que camina hacia el altar por una doble hilera de columnas que marcan no sólo el paso lento del caminante, sino que me guían hacia adelante gracias a la perspectiva visual que construyen; “mira”, me dicen, “el camino se irá haciendo angosto conforme te acerques al altar para que no puedas perderte, y una vez que estés ahí, frente al Señor, alzarás la mirada hacia el cielo de la gran cúpula que parece flotar sobre el templo”. Pero cuando llego, me doy cuenta que el altar ha sido sustituido por una hornacina que señala la Meca; está descentrada unos veinte grados, desplazándola fuera del lugar sagrado, lo cual hace que pierda toda su fuerza. Los escalones que llevan al altar confirman este desplazamiento, esta dislocación de sentido. La plataforma que habíamos visto en la mezquita se encuentra aquí a un lado del altar apoyada en una de las columnas que sostienen la gran cúpula, y el púlpito de escaleras rectas que simulan la escalera por donde Mahoma llegó al cielo se encuentra a un lado de la quibla. Los elementos islámicos están puestos ahí de manera forzada, no funcionan con el conjunto, pierden fuerza. La disfunción surge cuando dos elementos ordenados se enfrentan. Y si hay un elemento inamovible en la mezquita es la quibla. Cuesta trabajo imaginar las hileras de hombres rezando inclinados hacia la Meca en una línea oblicua al eje central de la nave. Ese pequeño diferencial que no se llena basta para que la pluralidad aborte. En la pluralidad no hay espacios vacíos, los elementos aleatorios funcionan como moléculas que ocupan hasta el último rincón de las estructuras molares o rígidas; como no tienen una dirección ni un sentido, se distribuyen libremente: para ellas no hay Meca ni Jerusalén. Esto es lo que sucede en San Juan Chamula, donde el ritual maya no tiene elementos fijos y donde el espacio es usado por feligreses y chamanes para sus fines, y no al revés. El rito indígena es de naturaleza molecular y sigue movimientos vibratorios: cada chamán es independiente del otro y se distribuyen donde sea (cualquier huequito es bueno), no precisan de una dirección determinada; un rezo no se interrumpe con el de junto porque no hay unidad de rezos; los cientos de velas, delgadísimas (a diferencia de los cirios usados en las iglesias) y cada una de sus llamitas, en su repetición infinita, hablan de esa luz microfracturada, electrónica, que repite la estridencia del insecto y que traspasa el cuerpo movilizando cada uno de sus átomos. Por eso en Santa Sofía la pluralidad es ficticia, los distintos elementos no trabajan juntos: la ligerísima falta de flexibilidad (la dirección de la quibla) es suficiente para hacer del elemento islámico un pegote fuera de lugar; su posible fuerza queda neutralizada frente a la avalancha molar del elemento católico. Y es así como, nada más al entrar a Santa Sofía, ya se sienten como intrusos esos inmensos platos con inscripciones árabes que cuelgan de cada una de las principales columnas. He de decir: ¡horrendos!

En el instante del lenguaje

Ernesto Lumbreras

Hugo García Manríquez, Los materiales, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 80 pp.

En el trabajo de investigación de El manantial latente (2002), Hernán Bravo Varela y el autor de estas líneas, decidimos incluir en su índice de autores a Hugo García Manríquez (Camargo, Chihuahua, 1978) tras la lectura de algunos de sus poemas publicados en revistas que circulaban en aquellos años. Sólo él y Pedro Guzmán, de los 38 poetas antologados en el referido volumen, no habían publicado hasta ese entonces un libro individual. ¿Qué fue lo que leímos y nos entusiasmó para incorporarlo como uno de los dos guardianes de frontera de nuestro libro? En una primera lectura, aquellos poemas manifestaban una tácita elección de los medios retóricos y gráficos para esbozar propiciatoriamente una experiencia del mundo, intelectual como sensorial, entrevista instante por instante, avanzando para desvelarla centímetro a centímetro en la selva virgen de un lenguaje extrañado de sí mismo y de lo que pretendía nombrar. Al mismo tiempo, notamos que su escritura sugería, expresada con inventiva y sin dogmatismos, una de las pocas certezas de la lengua poética, a saber: el conocimiento supremo de un poema se encuentra en el poema mismo. Y sí, en distintos momentos sus poemas daban cuenta de este saber esencial pero que no siempre, en la mayoría de los poetas, se asume saberlo desde el ejercicio mismo de la escritura de un poema.
Por supuesto, en este poeta se encuentran otros valores: la glosa con las voces de otros poetas en un juego transcreativo, la emotiva contención del hablante lírico puesta al servicio de la emotividad del poema, el paisaje tipográfico de su discurso que enfatiza, entre otras cosas, la ruptura con la linealidad del decir y la coexistencia de tramas y voces alternas dentro del mismo flujo lírico. La aparición de No oscuro todavía (2005) y Los materiales (2008) corroboran la pertinencia de comentar y discutir la poesía de García Manríquez, ya no desde una intuición producto de la lectura de unos cuantos poemas, sino a partir de un corpus poético “bien plantado mas danzante”. Después de la temporada de huracanes antológicos, nunca tan prolífica y devastadora en la historia de la poesía mexicana contemporánea, se torna necesario volver los ánimos y la reflexión a un conjunto de libros y de autores que han sobrevivido al “sonio y la furia”. No es nada temerario colocar a este poeta chihuahuense en el selecto grupo de poetas que importa leer y analizar para dilucidar el siempre escurridizo y cambiante presente de la poesía de México.
Cercano a tradiciones foráneas, la norteamericana con los poetas de Black Mountain y los Objetivistas y, también la brasileña, en particular la de los poetas concretos, la genealogía de Hugo García Manríquez presentó desde sus comienzos un gusto por dotar al poema de otras implicaciones vinculadas o no a la literatura. En su primer libro —por ejemplo, la disposición de una collage de escrituras y registros, no tan radical como La nueva novela del chileno Juan Luis Martínez ni como El Odiseo confinado del argentino Leónidas Lamborghini— echa a andar una maquinaria verbal dispuesta a medirse con el universo y apuesta para conseguirlo todo: un derroche de giros de oralidad, asociaciones librescas y privadas, tautología lógicas y metafóricas, parodias de su empresa mesiánica y del yo lírico que pretender llevarla a cabo. A diferencia de lo que pasa en Los materiales, en su opera prima el poeta confía en el poder de la palabra para “perturbar el universo”, en su capacidad de asumirse, aunque sea de manera provisional en el doble de la realidad; por eso dice y reitera: “La hierba como la canción que empieza. / —¿La canción del nuevo mundo?—.” Con una resonancia creacionista como punto de embarque, el viaje de No oscuro todavía llamó la atención de propios y extraños antes incluso de que se publicara. Me parece que el adjetivo de “raro” para calificarlo resulta a la postre un fardo que distrae y simplifica la aventura de leerlo desde la coordenadas de la experiencia lúdica, en “ese juego que salva”, como declaró él mismo en cierta poética publicada.
El espíritu y el talante de Los materiales son contrarios al ímpetu expansivo, vertiginoso, de múltiple conexiones y cabos sueltos de su primer libro. Ahora persiste la duda de que la palabra, incluida la poética, entre y se posesione del objeto que nombra para multiplicar su sentido primigenio. Entonces, contra la audacia verbal impera la suspicacia y el recato en el decir. Pero también, entre estos dos libros, hay semejanzas inocultables: la desconfianza en la subjetividad y en la emoción del hablante, el gusto por ceder la iniciativa a la cosa, en el orbe de Francis Ponge, para que sea ella la que hable de sí y diga lo que sabe y lo que no. De cierto, esta última estrategia es la premisa que rige el camino que hacemos para recorrer las diversas estancias de este volumen. En un sistema de composición acotado por poemas de corta extensión que se van sumando, minimalista respecto de su menú tipográfico, austero en su economía verbal y en los tonos cromáticos y de inflexión, esta segunda entrega de García Manríquez se coloca en una zona fronteriza donde el lenguaje avanza hacia su desaparición: “El mapa abunda también / pero mapa no es territorio.”
De principio a fin, el devenir de los poemas de Los materiales, ora dubitativo, ora francamente escéptico, glosa el tema de la pintura y sus inagotables encrucijadas en torno de lo que representa y crea a partir de los materiales que se encuentran en la mesa de un artista plástico. Es verdad que la palabra madre y la palabra material comparten la misma etimología latina, “mater”; de esta misma raíz, por cierto, también surge el vocablo matriz. La aparición de dos pintores en este libro, Martín Ramírez, el migrante jalisciense que se descubre pintor en un manicomio norteamericano, y Guillermo Sánchez Arreola, además de pintor también novelista y traductor, ponen de relieve las quimeras e imposibilidades del lenguaje visual para representar el mundo según la poética aristotélica. En las ideas y analogías que Hugo García Manríquez pone en circulación sobre este tema, la palabra poética expone, en la acepción fotográfica de la palabra, el alma o el espíritu de los materiales, su animosidad como él mismo la llama, ámbito de origen, matriz de lo que está por decirse o ser para que, en el ars combinatoria de las elecciones y renuncias, haga posible, como dice Juan García Ponce —el mejor crítico de arte que hemos tenido—, “la aparición de lo invisible”.
Con el doblete de No oscuro todavía y Los materiales, además de su anunciada y esperada traducción del mítico Paterson de William Carlos Williams, Hugo García Manríquez estará en la mira de todo aquel que se interese, con rigor, en la poesía mexicana de los años recientes.