lunes, 28 de febrero de 2011

Yo no sé qué es un yo


Sònia Hernández

Siri Hustvedt, La mujer temblorosa o la historia de mis nervios, Anagrama, Barcelona, 2010, 240 p.

A lo largo de toda su obra, Siri Hustvedt (Minnesota, 1955) ha mostrado su interés por todo el brumoso espacio que se extien­de alrededor de la psicología, la psiquia­tría, la neurociencia y demás disciplinas afines. Quizás hasta ahora la muestra más obvia había sido su novela Elegía para un americano, estrechamente ligada a su úl­tima obra traducida al español por Ana­grama, el ensayo La mujer temblorosa o la historia de mis nervios. En la novela, uno de los protagonistas, Erik Davidsen, es psiquiatra y psicoanalista, por lo que la narración se adentra con frecuencia en reflexiones y descripciones propias de su profesión. Además, la historia de Erik y su hermana Inga parte del momento en que han de enfrentarse a la muerte de su padre, la ausencia y el significado de todas las vivencias compartidas.
Más allá de mostrar y acotar los territorios por los que transita la obra de la autora y las estrategias mediante las que transforma la propia experiencia en ficción o en ensayo, la comparación de los dos li­bros sirve para entender el proceso a través del cual Hustvedt ha llegado a un libro tan auténtico como lo es su último estudio. Si bien la sinceridad y el deseo de transmitir un mensaje genuino ha sido una constante en su trayectoria, con La mujer tem­bloro­sa ha superado los límites que parecían im­poner la ficción y el ensayo. Todo cuan­to amé se vio rodeada de polémica porque determinadas personas consideraban que las referencias en la novela eran demasia­do autobiográficas o reales; mientras que, por otra parte, sus ensayos siempre han par­tido de la propia sensibilidad para ex­pli­car y explicarse la evolución de la pintura, la literatura y la sociedad norteamerica­na. Es decir, que la propia autora no ha hecho ningún esfuerzo por tratar de disi­mular que la verdadera y principal finali­dad de su escritura es tratar de narrar el mundo para así poder aprehenderlo y com­prenderlo.
No es otra la voluntad que mueve su úl­timo ensayo, en el que ha trabajado ar­duamente para llegar a explicar por qué razón mientras hablaba en un homenaje a su padre todo su cuerpo empezó a temblar sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo, mientras su mente seguía desgra­nando el discurso. De esta manera, ella misma, su presunta enfermedad y su com­portamiento —“yo soy la mujer tembloro­sa”—, configuran la tesis que ha de ser demostrada en este estudio. El interés que siempre ha demostrado por el cerebro, la mente y las relaciones que se establecen entre éstos, así como sus incursiones an­teriores en estos temas, le sirven para acer­carse a un primer autodiagnóstico: histeria o trastorno de conversión. A partir de ahí, pone sobre la mesa todos los estudios, pu­blicaciones, experimentos y teorías con los que intenta buscar la explicación para sus convulsiones. Esta narración está lejos de la prosa sutil, ágil y directa tan propia de sus novelas, y es así porque está buscando el rigor científico de la misma manera que en sus ficciones busca una escritura sin concesiones, que apunta a lo más verdade­ro. No escatima referencias bibliográficas ni farragosas explicaciones teóricas proce­dentes de la neurociencia. Sin embargo, aunque el rigor de la investigación vaya en detrimento de la fluidez de la lectura, con­sigue construir una interesantísima narra­ción de la historia de sus nervios.
A partir de los casos estudiados por los científicos a lo largo de la historia, de Freud a Oliver Sacks, Hustvedt consigue cons­truir un muestrario de los subterfugios, los engaños, los escondites y las amenazas que la mente del ser humano es capaz de cons­truir cuando sufre o ha sufrido un daño anímico o físico. No es difícil que surja la empatía —ahora que tanto se habla de las neuronas espejo que nos empujan a sentir lo que siente el prójimo a quien observamos— ante la lectura de alguno o muchos de los casos estudiados y detallados; porque, en definitiva, Hustvedt consigue construir la narración de la propia vulnerabilidad, que es la de todo ser humano. Por eso siempre sus lectores acaban inmer­sos en su mun­do, en el universo literario que ha creado, a la vez tan propio y tan universal.
La gran pregunta que subyace duran­te todo el ensayo es la que se cuestiona sobre el enigma que rodea la relación en­tre el cuerpo y la mente: Hustvedt acabó de leer el texto de homenaje a su padre sin problemas mientras su cuerpo sufría violentas convulsiones. Así, otros muchos pa­cientes han llegado a sentir esa disociación hasta niveles tan extremos que no recono­cen sus brazos o sus piernas como parte de su cuerpo. A partir de este enigma, se desa­rrollan otras muchas apasionan­tes incógnitas a las que los neurocientíficos, psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas si­guen intentan­do dar respuesta, como la necesidad de crear un doble a quien tras­pasarle nuestras dolencias, la ubicación de facultades como la religiosidad o la creati­vidad en nuestro cerebro o la construcción del yo.
“Yo no sé que es un yo”, afirma Siri Hustvedt en su ensayo tras su inmersión en numerosos estudios sobre la materia. Los enigmas siguen siendo demasiados co­mo para poder saberlo, por lo que la autora puede darse por satisfecha si ha encontra­do una mínima explicación que aporte un pequeño destello a un territorio tan brumoso. En este caso, tanto esfuerzo sirve para llegar a aceptar que la enfermedad forma parte de la propia narradora y que, como tal, debe aceptarla. No llega a saber ni cómo ni cuándo ni por qué la mujer tem­blorosa se instaló en ella, pero sabe que es­tá allí y que sólo por eso le corresponde a ella hacerse cargo de sus cuidados. La aceptación de la presencia de los múltiples agentes y fenómenos que amenazan el equilibrio mental y físico es, a la vez, el reconocimiento de la propia vulnerabilidad, y Siri Hustvedt se ha acercado a esta verdad con una gran honestidad, la de quien acepta acatar las respuestas que reciban sus preguntas, sin trampas ni subterfugios, con el valor necesario para enfrentarse a los resultados que muestran los análisis y las observaciones. Ésa es la sustancia de su escritura, que siempre acaba ofreciendo al lector algún elemento que lo acerca a una esencia genuina.

El quinto río del Edén


Saúl Ibargoyen

Marco Tulio Aguilera, Agua clara en el Alto Amazonas, Universidad Autónoma de Puebla, México, 2010, 126 p.

Cuando hace unos diez años tuve ocasión de pasar algo más de una semana en la fascinante Manaos, en la juntura del río Ne­gro y el río Solimoes, era inimaginable pen­sar que en este mayo de 2010 Marco Tulio Aguilera me entregaría un ejemplar de su libro Agua clara en el Alto Amazonas. Mi agradecimiento es doble, al menos. Por un lado, el de un lector que ha ido eliminando prejuicios y rescatado al menos una parte de su ingenuidad literaria, o sea que se per­mite rememorar libremente su propio viaje amazónico; y, por otro lado, disfrutar a ple­nitud y sin trabas este viaje que un egocén­trico escritor y científico de 53 años realiza a la Amazonia colombiana cual un Dante guiado por su Virgilio, Mariño Riascos.
Es decir, borro de mi lectura cualquier alusión al autor real, cualquier dato que sugiera su existencia, que si Querétaro o Xalapa, que si Antonia o como la exigen­te esposa se llame, que si la revista científica o la escritura novelística, que si la fidelidad conyugal o el triunfo de la tenta­ción… Todo es realidad, ficción. Todo es frontera de verdor y agua.
Admira la felicidad descriptiva, diría ina­gotable, del autor de este relato de viaje. Autor que asume amplia cultura libresca y científica, lo que resulta una apoyatura invalorable para que este lector se asome a esa expresión del Edén-Infierno de tono detallista en sus enumeraciones adjetiva­das y suculentas de plantas y animales que parecen habitantes de otra dimensión cós­mica. El viajero ha entrado en los reinos de la desmesura atravesando laberínticos ríos, caños, caudales, cataratas, lagos, has­ta el quinto río del Paraíso. Desmesura de lo grande y de lo pequeño, de lo veloz y de lo expectante, de lo tensamente vivo y de lo brutalmente muerto, de lo erótico palpi­tante y de lo hediondamente descompues­to. El lodo, el aire, las súbitas aguazones arden; las estrellas crujen, se desorbitan; la luz solar teje monedas de oro entre las ceibas; la sombra es una espesa sustancia de zancudos; las hojas en el suelo son es­camas de una anaconda mítica.
Y el viajero, coleccionista de vivas le­yendas y escuchante de lo insólito, tenaz escriba en su libreta, necio caminador ha­cia sí mismo, marchador azotado por terro­res y caídas descomunales, hacedor de un futuro relato que tal vez sea el que está viviendo, dialoga con Mariño, su anciano maestro que todo lo sabe de ese mundo que es encontrado y perdido a cada mo­mento. Mundo al acecho, donde los indios huitotos y tikunas, ya alcanzados por in­fluencias “civilizatorias”, continúan su unión mágica con la naturaleza, aunque lejos del supuesto “buen salvaje” de Rousseau que el autor menciona. El viajero, pues, que se mueve en varios tempos narrativos y/o existenciales, suelta relatos dentro del re­lato mayor en un ejercicio de barroquismo necesario: hay mucho para decir, para mo­nologar, más tal vez para pensar, y más también para respirar en esos apretados días: de ahí la novela que, como autor, se promete escribir. Como si debajo de esta crónica viajera estuviera latente otra escri­tura esperando su avatar.
Claro que Mariño es la segunda voz, ya que si escribiera este relato sería la pri­mera, más allá del autor o con él incluido. Aquí este comentarista añade que, en Mede­llín, hace una decena de años, pudo ad­mirar con asombro la danza y el cántico con que los huitotos manifestaban su poesía. Tal añadido se produce gracias al espléndido torbellino en que se convierte la lectura de la gesta amazónica que el libro despliega. Me recuerda mi primera lectura del Ramayana con sus proteicos simios y el movimiento furioso de lo existente, simios que identifico con el monito fraile dedica­do a robar todo lo posible a los excursio­nistas que acompañan a Mariño, al piloto del barco y al autor del relato…
En torno a la pareja autor/Mariño, los demás excursionistas aparecen poco dibu­jados, salvo algunos momentos que se de­dican a Yolanda y al autoritario señor mormón (personajes/personas que podrían entrar en alguna otra narración). Además, son numerosos los personajes menores o que gastan poco tiempo narrativo, pero en su totalidad nada sobra de lo humano. Ah, las semidesnudas musas indias, como fru­tos primigenios de la carne más carne y de la piel más piel… Quizá los fragmentos que el autor se rinde egocéntricamente, en dis­curso libre, fuera de toda consideración confesional o de autocrítica, restrinjan es­pacio al desarrollo de otras presencias real/ ficticias, aunque la justeza de la cuidada descripción, no ajena al retrato instantáneo, las torna casi tridimensionales; esto en función de que la materia narrativa es percibida a otros niveles de sensorialidad y sensibilidad intelectual, es posible que más hondos y menos contaminados por los hábitos urbanos En especial, lo referente a las muchachas indias y a las mujeres re­cordadas en los relatos que, con base en la confianza, intercambian la primera y la se­gunda voz. Lo sensorial tiene su sostén en el olfato: los aromas zoológicos y vegeta­les, y aun los feos olores de la enferme­dad o la putrefacción, atraviesan luces y sombras, anuncian el alba y la oscuridad, delatan la asunción o la consunción de los cuerpos.
En ese cosmos selvático, largamente prehumano, se insertan señales de la rea­lidad exterior que a veces lo invaden. El narcotráfico ha logrado asentarse en ciertos puntos, el “agua clara en el alto Amazo­nas” está amenazada, el añejo conflicto cultura depredadora vs Naturaleza queda establecido de manera inapelable. ¿Podrán salvarse el Edén y su quinto río? ¿Cuánto tiempo llevará esta lucha terminal que no pocos auguran? ¿Cuánto de un ser huma­no muere con la muerte de una alta ceiba o de un delfín rosado? ¿Podrán envejecer en su selva los nietos y los biznietos de las inditas que coquetearon con el autor? Pero el sistema capitalista rapaz y sus derivados son implacables.
De todos modos, para no salirnos del via­je en que el autor ha sabido incluirnos, fal­taría agregar que una experiencia como la narrada puede producir (“asigún” cada cual) la apetencia de una riesgosa incursión hacia el fondo de las entretelas del ánima, donde se acumulan y entrecruzan pulsiones, culpas, miedos, deseos, angus­tias. Este negro hervor de lo interno gene­ra monstruos goyescos difíciles de eludir o anular o transformar, aun por medio de la escritura artística o el psicoanálisis. La na­turaleza amazónica, al inventar delfines, pirañas, caimanes, guacamayas, pitones, monos araña, zancudos… a más de insóli­tas manifestaciones vegetales y minerales, lo ha resuelto en un agua clara donde las muchachas indias duplican su hermosura y su sed sin fin.

Clasicismo criollo



Carolina Benavente Morales

Rocío Cerón, Tiento, Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2010, 80 p.

…et plus il y a de corps plus il y a de pensée…
Antonin Artaud

Una voz honda mas no solemne. Esta carac­terística, atribuida por Rocío Cerón (1972) a un grupo de poetas peruanos contempo­ráneos, bien podría aplicarse a la propia poesía de esta escritora, artista, editora y gestora cultural mexicana. La ponderación y el riguroso trabajo en torno a la lengua podrían ser otros de sus rasgos destacados, al igual que los constantes cruces con la música, el video, la fotografía, la danza o el performance, ya sea en sus libros, ya sea en sus presentaciones. Tenemos así la paradoja de una obra densa, que podría ads­cribirse al linaje “metafísico” de la poesía mexicana —según observa Raúl Zurita—, pero que no deja por ello de interrogar sus vínculos con otros registros estéticos, así co­mo con la propia materialidad de la palabra.
El quehacer de Cerón conlleva un tratamiento de la relación con la modernidad que resulta singular en la actual producción artística y literaria de nuestro continente. En efecto, en contraste con las opciones de lo pop y lo neobarroco, Rocío elabora una suerte de clasicismo estético que me parece fundamental relevar al integrar otra faceta del acriollamiento entendido como poética de los fragmentos que, al mismo tiempo, resulta constitutiva de nuestras cul­turas. En principio, no hay nada más lejano de lo clásico que nuestras caóticas, bastardas sociedades, pero la obra de Rocío Cerón, y en particular Tiento, refuerza en mí la im­presión de un clasicismo criollo que no es obsecuente con el occidental, ya que no lo copia, sino que indaga en sus mecanismos.
Es imprescindible desmontar nuestros lugares comunes acerca de lo clásico. Usual­mente, éste remite, en estética, a un conjunto de formas o figuras surgidas en la Antigüedad grecorromana, líneas sobrias y depuradas, racionalmente organizadas según patrones geométricos y regidas por un ideal de equilibrio que habría que se­guir. De hecho, esta acepción, la del mode­lo a seguir, define lo clásico entendido como objeto de primera clase. No obstante, se­gún expone Gilles Deleuze en sus clases sobre pintura,1 la descripción realizada no se adecúa del todo a la concepción del ar­te griego, la que sería más bien orgánica, dinámica, volumétrica y colectiva, aunque preservando elementos del arte egipcio que, él sí, sería geométrico, esencialista, plano e individualista. En el arte griego, observa el filósofo francés, es posible leer el derrum­be de todas las certezas.
Lo anterior, aunque dicho en forma muy simplificada, me permite explicar que lo clásico occidental, su primigenio referente grecorromano, lo es en tanto ya anuncia el pliegue barroco que permitirá la consti­tución de un proyecto imperial occidental de clase mundial. De hecho, como sugiere el pensador antillano Édouard Glissant,2 no cabría oponer estrictamente movimiento y estabilidad, como tampoco abogar por uno de ellos en especial, sino más bien dar lu­gar a una apreciación de sus mutuas imbri­caciones. Para el caso caribeño, por ejemplo, él defiende la instauración de una fijeza —en su caso, vinculado al ejercicio de la escritura alfabética— impregnada de movi­miento —de oralidad y de ritmo—, de ma­nera de asentar el proyecto civilizacional de Lo Diverso. Y me parece que la articu­lación compleja entre tales elementos, pero también su veladura, el ocultamiento de esta relación, es lo que ha contribuido a rigidizar la imagen de lo “clásico” en el canon occidental.
Con base en lo anterior, observo que, mientras el proyecto neobarroco tiende a idealizar la convulsión, Rocío Cerón adop­ta una mirada relativa de lo fijo y lo convulso, aunque apuntando, al igual que Glissant, a redimensionar el primero de estos términos. Dado que en el Caribe el sentido de la fragmentación es mucho ma­yor que en México, podría invertir mi argu­mento inicial y señalar que, de hecho, lo más llamativo en la obra de Cerón no sería tanto su clasicismo en sí como el barroquismo de éste, generando desvaríos que conducen a nuevos estados de quietud. En Tiento, esto se percibe si se toman en cuenta algunos aspectos sobre los cuales me explayaré brevemente, apoyándome para ello en la pertenencia de este libro a una trilogía compuesta, además, de Basal­to (2001) e Imperio (2008).
El primero de estos aspectos tiene que ver con el libro mismo como soporte de una obra que trasciende el plano netamen­te literario para entablar un diálogo con el registro fotográfico de Valentina Siniego y la composición musical de Enrico Cha­pela, otros dos destacados creadores mexi­canos de hoy. Mientras que Basalto fue publicado ajustándose al formato conven­cional de escritura-poemario, Imperio dio lugar a una segunda edición en la que la palabra se enlazó a un tratamiento visual de parte de otros autores. Según la opinión de un crítico, esto se dio de un modo algo forzado, aunque la interdisciplinarie­dad en Tiento me parece bastante lograda, pues las colaboraciones de Siniego y Chapela se enlazan armoniosamente con la estética verbal de Cerón.
Por un lado, en cuanto a la visualidad aportada por Siniego, destaca el hecho de que se trate de fotografías, ya que esta téc­nica de reproducción basada en la captu­ra de la luz se encuentra hermanada con la escritura por medio del grafismo. Ade­más, sobresale a primera vista el hecho de que estas fotografías hayan sido impresas en blanco y negro, adaptándose sin mayo­res sobresaltos visuales al cromatismo em­pleado en las publicaciones literarias. La obra de Chapela, por otro lado, no fue anexada a través de un disco compacto u otro medio de grabación digital, sino in­tercalando en el texto los cuadernillos des­plegables con las partituras de sus dos composiciones, “Anotación sobre la bru­ma” y “Gramá­tica del nudo”. De hecho, Enrico Chapela es un atípico compositor de música clásica. Esta circunstancia tiene bastante que ver con mi lectura de Tiento.
El uso de los procedimientos señalados es sin duda el más llamativo en una primera aproximación al libro de Cerón, que adquiere de este modo un estatus audiovi­sual otro, como una suerte de videopoema estático pero dotado de un dinamismo de la escritura y, desde luego, de la lectura. Tiento no es en rigor un libro-objeto ni un libro que cabría dentro de lo experimental, sin dejar de serlo. Sería más bien un libro que ocupa una amplia gama de recur­sos de escritura para tensar y potenciar el espectro de lo literario, de lo letrado, pero sobre todo de lo racional como dominio orientado por el sentir y de una intelectua­lidad regida por la emotividad poética, pero que no abdica ante la exigencia del pensar.
Un segundo aspecto sobresale, después de hojear el libro, al comenzar la lectura de un texto dotado de una peculiar caden­cia y de pregnantes momentos de silencio, como si todo lo importante en él ocurriera en esos puntos y en los espacios que median entre aquellos versos. Si bien el uso de enunciados breves y como entrecor­tados no se da a lo largo de todo el texto, sí se da de manera reiterada, como ocurre en “Sisa. La cavidad. La hendidura. La madre”. Sobre todo llama mi atención el hecho de que estas oraciones, a veces palabras únicas, sean separadas por signos cuya función no sería únicamente la de culminar una idea para dar paso a otra idea asociada, sino ante todo la de proyectarnos hacia la conciencia de la poeta reflexionando sobre sus palabras. De un modo distinto al uso de palabras escalona­das en líneas, los puntos utilizados actúan aquí como verdaderos puntos de fuga ha­cia la subjetividad de la escritora que ha hecho pacto con la poesía. También en este nivel gramatical tenemos el recurso a la detención como elemento que toma realce en tanto permite la progresión del discurso verbal.
Desde este punto de vista, se acentúa la coherencia con el recurso visual a la fo­tografía, que es por excelencia el arte de la captura del momento y de la ilusión de una parálisis en el tiempo. Es interesante cómo las imágenes tomadas por Valentina Siniego no sólo van hilvanando una historia en su conjunto, cuestión sobre la cual volveré, sino que cada una de ellas muestra situaciones que nos invitan a construir historias: una casa, una mujer tejiendo, mi­gas de pan acompañadas de un cuchillo, las siluetas de algunos hombres sentados a una mesa, unas plumas que caen… En total son ocho imágenes, sin contar el re­trato de un grupo de mujeres ubicado sobre un montón de otras fotografías en blanco y negro que figura en la portada.
No estoy capacitada para referirme a la música en este nivel, pero he recurrido al conocimiento musicológico de la chilena Adriana Barrueto para lograr hacerlo de alguna manera. Debo precisar que sólo le pedí una impresión rápida basada en la escucha de las piezas de Enrico Chapela, las que son interpretadas en cello por Na­talia Pérez Turner y están alojadas en el blog de Rocío Cerón. Es decir, ella no tuvo acceso a las partituras. Sobra decir que está exenta de cualquier falla en el análisis de segundo grado que yo pueda hacer con base en sus observaciones. En “Ano­tación sobre la bruma”, señala Barrueto, puede leerse una transformación que va desde lo melódico a lo rítmico, dentro de una métrica muy libre que se basa princi­palmente en un rubato constante con varia­das inflexiones de velocidad. En “Gramática del nudo” predomina la relación de suspenso constante entre estados inciertos, quebrados y violentos y otros estables, pre­decibles, reiterativos y fluidos: esta relación podría definir la gramática del nudo, entendido éste como estado de enmaraña­miento creativo donde la quietud es cómplice del desvarío.
El tercer aspecto de Tiento es el narra­tivo. Si la belleza de Basalto radicaba en la instalación de la poética en el centro del poema, animado por una concepción plás­tica del idioma como roca a esculpir, la de Tiento se asienta en el descentramien­to de este esfuerzo hacia núcleos diversos de emotividad y afección. El combate cuer­po a cuerpo con la lengua persiste, pasión por la palabra cincelada, pero el peñón se ha domeñado en ese esfuerzo y reemerge como basamento de otras aventuras del decir, así como de nuevos enlaces dentro de la vívida tradición del sentir.
Al igual que en Imperio, hay en Tien­to una práctica de la poesía como rumiada lenta de los hechos del mundo, dispositivo estético que consiste en palpar su aliento y urdir los jirones de sentido que se alojan inescapables en la experiencia colecti­va. Pero mientras en el poemario previo la excursión parecía acontecer en las hendi­duras de una astillada pantalla televisiva, esta vez el viaje nos conduce a la memoria familiar migrante de un silencio incubado en medio del bullicio planetario, albergan­do sus atronadoras fracturas de ciudades bombardeadas desde el cielo, desiertos res­quebrajados por el sol y mujeres exiliadas de sí mismas que dibujan una genealogía doméstica y global a la vez. Lo interesan­te es que la trayectoria geográfica seguida por este maletín de recuerdos nos condu­ce de regreso al continente, esbozando un tiento-tentáculo filial que surge de las en­trañas de Europa y se desliza sobre el ma­pa de América, de Este a Oeste, de Norte a Sur, para arremolinarse en torno a un punto preciso que es un hogar y su casa, remanso de intimidad desde donde se lle­va a cabo una reflexión y una inscripción sobre/en la gran historia.
Las fotografías de Valentina Siniego acompañan de manera eficaz este viaje, ya que, a pesar de haber sido tomadas en Serbia y ser, por ende, documentales, no contienen detalles que permitan asociarlas a esta localidad concreta, evocando por ende un rango más amplio de culturas y personas que incluyen a las nuestras. Este emplazamiento coincide con el lugar don­de empieza el poemario de Cerón, que es la ciudadela serbia de Kalemegdan, lo que, de acuerdo con las autoras, sería una ca­sualidad. En cualquier caso, la travesía fo­tográfica de Siniego se inicia frente a una casa y parece recorrer distintos espacios de la misma, capturando oblicuamente a algu­nos de sus habitantes, para terminar con las imágenes de una puerta cerrada y de tres plumas como flotando en el aire de una extraña manera, como evocando la ligere­za fi­nal alcanzada por los tres personajes femeninos que protagonizan la historia de Rocío.
El análisis de Adriana Barrueto es muy importante pues me permite nombrar y per­cibir algunos fenómenos auditivos y sensoriales que ocurren al oír la música de Chapela. Por ejemplo, el contraste entre la quietud de “Anotación sobre la bruma” y la convulsión de “Gramática del nudo” me parecía evidente, pero no lo era la evolución general de este conjunto de dos composiciones hacia un estado de predominancia rítmica que, a su vez, está puntuado por diferentes “nudos” de estabilidad. Y esto sin contar con el efecto global de autono­mía que ello produce en el oyente, descri­to del siguiente modo por la musicóloga: “Ambas obras crean la sensación de fenó­meno autopoiético o de pequeños sistemas que al empezar a funcionar se transforman o mutan, casi sin la necesidad de la ‘orden’, la decisión o la creación del compositor, como si cada configuración sonora reaccio­nara a la acción de las anteriores.”
Se reitera aquí la idea de un equilibrio (“Anotación sobre la bruma”) generador de incesante potencia, tanto más cuanto que ésta descansa en la utilización de pocas no­tas (“Gramática del nudo”). Trasfondo de precariedad popular que encuentra corres­pondencia en los escenarios fotografiados por Siniego, así como en una pequeña his­toria que transcurre al margen de las gran­des narrativas de este mundo y que, si se ha encontrado atada a sus convulsiones, ha logrado crearse nuevas condiciones de equi­librio.
Hay excavaciones destinadas a erigir co­losales edificaciones verticales, pero otras, como la de Rocío Cerón, sostienen las pare­des infinitamente porosas de un laberinto de experiencias que se entrecruzan sobre las páginas de un libro como sobre la hor­migueante superficie del planeta. Tiento es esta madriguera donde se enlazan voces, memorias, historias, multiplicadas por las resonancias visuales y musicales de un poe­mario transdisciplinario y colaborativo. Es­te libro es un basamento. Un punto de equilibrio. Un haz de posibilidades en la difractada aventura del acriollamiento.
 
1 Gilles Deleuze, Pintura: el concepto de diagrama, Cactus, Bue­nos Aires, 2007.
2 Édouard Glissant, El discurso antillano, Mon­te Ávila, Caracas, 2005.

viernes, 25 de febrero de 2011

Ni perra ni brava



Felipe Oliver

Orfa Alarcón, Perra brava, Planeta, México, 2010, 204 p.

La violencia en general, y la narcoviolencia en particular, es un motivo recurrente de la literatura mexicana contemporánea. No es quizá la tendencia dominante ni mu­cho menos la única, como se ha preten­dido en más de una ocasión en diversas revistas literarias, gritos y reproches inclui­dos, pero es imposible negar que el narco en la actualidad ocupa un porcentaje im­portante de la producción narrativa. Por eso cuando supe de Perra brava, de Orfa Alarcón, me interesó de inmediato. Espe­cialmente porque me topé con una entusiasta reseña de Ignacio Sánchez Prado. Entre los puntos que éste destacó sobre la obra, al igual que otros críticos que se han acercado a la novela de Alarcón, qui­siera detenerme en “el enorme valor lite­rario del desenfado, de una escritura fresca y directa donde no se siente la necesidad ni de mostrar los tejidos ni de parecer pen­sado”. Justamente sobre este punto me veo obligado a discrepar. Sí, el lenguaje de Pe­rra brava no se parece en nada al de Los trabajos del Reino, de Yuri Herrera, acaso la más notable de las novelas hasta ahora escritas sobre el narcotráfico. Con Herrera, a quien el crítico cita en su reseña, encon­tramos el giro sorprendente en cada oración, la salida ingeniosa, el lenguaje manipulado hasta causar el extrañamiento que desau­tomatiza la palabra hasta volverla casi aje­na. Perra brava, por su parte, recorre el camino inverso y apuesta por un lenguaje que pretende ser espontáneo, incluso des­cuidado. Ésa es la propuesta, pero no el logro. Al contrario, si de algo peca la no­vela es de abusar de la espontaneidad. Permítanme profundizar el punto:
Abro la página 125 y me encuentro la siguiente oración: “Julio se fue y me dejó a tres Cabrones tirando hueva en el sillón”. Más adelante, “supuse que sería un solte­ro codiciado. Guapo, bien acomodado, con lana, alto, señor estilo”. Otro ejemplo, “Cuando llegué me integré inmediatamen­te a un grupito de chavos que estaban ro­lando una bacha”. Páginas más adelante, “No debía estar pendejeando tanto”. Y, por último, “Me cagaban sus juegos, sus insinuasiones no-insinuasiones, sus frases que querían decir mucho y terminaban en joterías”. Sirva este breve compendio de extractos para hacer evidente el exceso de argot. El lenguaje literario posee una regla no escrita: entre más, menos. Si el objetivo que se persigue es ser espontáneo, co­loquial, fresco, nada peor que atiborrar las páginas de jerigonza pues el “descuido” se vuelve tremendamente cuidado. Si acaso valen los símiles, sucede como el comediante que a fuerza de querer ser chis­toso todo el tiempo termina por resultar insoportable, o como el actor que representando al borracho arrastra todas las pa­labras, cabecea como papalote al aire y tropieza a cada paso.
Del mismo modo, si Alarcón pretende narrar espontáneamente, ¿por qué enton­ces se toma la molestia de traducir al lector sus propias expresiones?: “‘Pedo’ podía significar no sólo un aire, sino también pre­mura, pleito, borrachera o problema. In­cluso podía significar algo que no es lo que parece, como decir ‘puro pedo’, para in­dicar que no había nada de qué preocuparse. Irse de pedo podía ser irse rápido o irse a emborrachar.”
¿Existe acaso un lector mexicano que necesite que le aclaren los múltiples significados posibles de la palabra “pedo”? ¿Cómo puedes ser espontáneo traduciendo a la “lengua estándar” tu propio desparpajo? ¿Qué es más reflexivo que el acto de es­bozar una explicación para asegurar la ca­bal comprensión del lector? Perra brava, a su modo, constituye un claro ejemplo de lenguaje muy trabajado. Habrá que añadir, de lenguaje muy mal trabajado; ex­ceso de argot y explicaciones innecesarias, nociva combinación que automáticamente anula la búsqueda de un lenguaje llano y directo.
Por otra parte, la novela ve mermado su impacto inicial porque es imposible ne­gar que, en las primeras páginas, atrapa con escenas rápidas y de intensa violencia, por una evolución nada favorable de los personajes. El centro argumental es la rela­ción de amor entre Fernanda y Julio. La primera es “una niña bien” de Monte­rrey, estudiante universitaria que arrastra un pasado familiar traumático y, el segun­do, un poderoso narcotraficante. Esta re­lación, no es difícil comprenderlo, gira mucho más en torno al miedo, la humilla­ción y la dependencia que las víctimas del maltrato confunden con amor, que al ero­tismo o a la pasión. Guardando las debidas distancias, una relación que pone a Fer­nanda en una situación muy similar a la de las heroínas de Elena Garro, completa­mente reprimida a pesar del enorme poder que posee. Sin embargo, en algún momen­to se invierte la tortilla y Fernanda se con­vierte en la mandamás y Julio en el pelele que obedece todos sus caprichos. Hasta ahí nada del otro mundo. Las relaciones de pareja están sujetas a dichos cambios y es interesante que Orfa Alarcón se atreva a explorar esa otra posibilidad: la de la vícti­ma que deviene victimario. El problema es que en la vuelta de tuerca se desdibujan los personajes y el tono narrativo, hasta entonces de una tensión admirable, langui­dece. Es como leer dos novelas diferentes encuadernadas en un mismo volumen: un primer texto, narrado desde adentro, visceral, que tiene al miedo como punto de partida y destino de todo el ser de Fernan­da (miedo a Julio, a la violencia que la ro­dea en Monterrey, al fantasma de su padre); y una segunda novela sobre una “fresita” estúpida con mentalidad de adolescente que sólo es capaz de pensarse a sí misma con frases hechas como necesitaba “meditar y estar en paz conmigo misma” para encon­trarme y “descubrir cómo soy”. Así, lo que empieza como una novela que promete re­llenar el gran hueco de la narconarrativa mexicana al tomar a una mujer como pro­tagonista (digamos la versión nacional de Rosario Tijeras) termina como una colección de lugares comunes y frases cliché en la que sólo faltó un “no eres tú soy yo”. Dos ejemplos de este popurrí de imágenes y motivos desgastados: la heroína, Fernan­da, sentada en la sala de espera del aero­puerto, observa el ininterrumpido tránsito de pasajeros y fantasea con la posibilidad de tomar “cualquier vuelo, a cualquier ciudad” en donde nadie la conozca y empezar des­de cero una nueva vida. Y el peor de todos: Fernanda enamorada de su guardaespaldas, el Chino (extiendo al lector la dirección web de la página Tvtropes en donde aparece una enorme lista de películas, se­ries de televisión, novelas, mangas y hasta videojuegos en donde aparece este motivo: http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/%20Main/BodyguardCrush).
De igual modo, en el nuevo escenario amoroso que ensaya la obra, Julio se des­vanece y el texto pierde fuerza e interés. El miedo, elemento al que el autor implícito se encomienda, encarnado esencial más no exclusivamente en Julio, pierde su potencial como núcleo de cohesión y la novela muere de nada. Algo así como si a la mi­tad de la Fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, Trujillo se volviera bueno y los dominica­nos dejaran de temerle.
No todo está perdido: en algún momen­to, Perra brava logra atrapar al lector y consigue al menos un par de escenas fuer­tes, atractivas y bien narradas. No es un secreto que la narconarrativa tiende a des­cribir el mundo desde espacios interiores; el palacio del rey en Los trabajos del Reino; la casona en Fiesta en la madriguera, en el caso mexicano; el hospital, en Rosario Tije­ras, o el cuarto de hotel en Delirio, en lo que a Colombia respecta. Orfa Alarcón da un paso más lejos, o mejor dicho hacia aden­tro, y escoge el más íntimo y céntrico de los espacios: el cuerpo. En efecto, Perra bra­va pone especial énfasis en experiencias corpóreas como la delgada línea que, en el contacto sexual, separa el erotismo de la dominación o incluso de la violación, la exa­cerbada repulsión que la heroína siente ha­cia la sangre, los efectos paralizantes de la depresión, el contraste entre la descomunal fuerza de Julio frente a la fragilidad de Fernanda. Ése es el acierto. Sin embar­go faltó sostener el aliento y no perder el tono y, sobre todo, moderar el uso del ar­got y los lugares comunes.

lunes, 21 de febrero de 2011

The rake’s progress*

Ana Rosa González Matute

El grado de lentitud es directamente proporcional
a la intensidad de la memoria;
el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.
Kundera

La conversación de mi vecino —coleccionista malhumorado— siempre estuvo llena de anécdotas. Historias, chistes, mitos, fábulas, intrigas. Aunque se re­pitiera, sabía imprimirles un tono especial de ritmo variado que sorprendía a los oyentes. Conforme pasaron los años, la mayor parte de su repertorio se fue desvaneciendo por su renuencia a anotarlas. Sentía que en el momento en que las llevara al papel perderían su brío y, peor aún, se grabarían en él de manera deforme, pues el recuerdo estaría ligado irremediablemente a los límites de lo escrito y no a la fidelidad de su mente.
Viajó durante tres décadas por tres continentes —Asia, África, Amé­rica— y cuando yo era pequeño reunía a los hijos de los vecinos y a mí en la terraza que daba al jardín y nos hablaba largamente de esos viajes. Según él, era bueno para una educación que no obtendríamos de nuestros padres, ni de la escuela, al incitar nuestra curiosidad por otras culturas. Lo cierto es que disfrutaba sus narraciones sobre algunos de los sucesos que recordaba con mayor viveza.
De niño ignoraba la importancia que tenían algunas de esas personali­dades del mundo del arte y de la ciencia de las que él hablaba con entusias­mo. Tal el caso de su viaje a Venecia en 1951, cuando conoció a Stravinsky, a Auden y a Montale.
En esa ocasión se hospedó en un cuarto veneciano frente al Canale di Cannaregio para estar cerca del Palazzo Labia, decorado por Tiepolo con imágenes de Cleopatra. Tenía ya las maletas listas para dirigirse a Florencia en el momento en que le dejaron por debajo de la puerta la invitación para el estreno de una obra de Stravinsky: The rake’s progress, con libreto de W. H. Auden y Chester Kallman e inspirada en los grabados de William Hogarth.
Sin dudarlo, pospuso mi vecino su salida y alargó su estancia en Ve­ne­cia por tres días más. Viajaba solo. En cambio Stravinsky llegó con toda su comitiva o suit: esposa, hijo, médico personal, algunos de los artistas partici­pantes y otros personajes cercanos al maestro. Y como sucede con frecuencia, una hora después de enterarse de que Stravinsky había llegado, andaba mi vecino paseando por la gran piazza, de hecho se dirigía al Harry’s Bar que Hemingway hizo famoso (fundado por un amigo del novelista, Giuseppe Ci­priani), cuando vio al compositor acompañado de su hijo Theodore tomando un espresso en el café Ducale y hablando en su idioma.
A simple vista —decía mi vecino— a los genios no se les trasluce su genialidad: Stravinsky se conducía con tal sencillez que difícilmente se hu­biera pensado que se trataba de uno de los artistas que con mayor impacto cambiaron el rumbo de la música en el siglo XX —si no el que más—. Des­pués corrió el rumor de que el hijo de Ígor sabía todo sobre su padre e inclu­so había escrito un libro sobre éste. Pero como no se habían visto en cuando menos diez años, Theodore —que se abría campo como pintor— no se le des­pegaba al padre, pues tenía la ambición —no secreta— de decorar no pocas iglesias con sus frescos. Le preguntaba Theodore:
—¿No es presuntuoso creer que el estilo define la idea?
Stravinsky permanecía en silencio.
—Ya sé que me vas a decir que la idea no engendra el estilo, sino que el estilo impone la idea. Pero... ¿no es peligroso querer ser deliberadamente parte de la historia, es decir, obedecer a una concepción finalista de la evolución?
Stravinsky escuchaba a su hijo. Ambos se comportaban como simples turistas. Pero sabían que por toda la ciudad se exhibían letreros y carteles que anun­ciaban el estreno con un re­parto espectacular que incluía a Elisabeth Schwarzkofp co­mo Anne, a Robert Rounse­ville como Tom y a Otakar Kraus como Shadow. En los letreros también aparecían las típicas máscaras venecia­nas, siempre útiles para llamar la aten­ción de los turistas caza-eventos.
Mi vecino siempre fue amante de la ópera y, en es­ta ocasión, sentía una curiosidad especial por ver el resultado de un trabajo donde los cantantes asumirían una parte significativa. Era también inusual que se cantara en inglés y sin una gran orquesta ni padding sinfónico. El dia­blo estaría acompañado por un piano.
Siguió mi vecino su camino hasta llegar al Harry’s Bar. Cuál no sería su sorpresa al encontrar ahí a Auden comiendo y bebiendo con los poetas Ste­phen Spender y Louis MacNiece. Al igual que Stravinsky, se comportaban con aparente sencillez y devolvieron el saludo que desde su mesa les hizo mi vecino, quien acabó sentándose con ellos. Aunque perdía el hilo de la con­versación, bebió hasta que terminaron todos en franca borrachera.
Llegó el momento del estreno en La Fenice: un 11 de septiembre de 1951. A diferencia de La consagración de la primavera, que fue un escánda­lo cuando se presentó en 1913 en París, The rake’s progress triunfó desde su inauguración. Decía mi vecino que Stravinsky dirigía con sobriedad, sin moverse casi, dando a los músicos la pauta con un gesto casi imperceptible y enérgica batuta. Al terminar, subió al escenario a agradecer con los cantan­tes la ovación. La emoción se extendió hasta la fiesta que en honor del músico se organizó en el Rialto: un vermouth al que no sólo asistieron los participantes, sino gente del lugar que vestía con elegancia y que brindaron con él y por él. Desde luego mi vecino se acercó al compositor para felicitarlo. Con­taba que al hacerlo sintió en Stravinsky esa soledad que acompaña a quien emprende un trabajo de creación de gran envergadura, combinada con cierta modestia. Ni la fama, ni el dinero parecían afectar al artista.

De las variadas historias que mi vecino nos contó, ésta fue la que llamó más mi atención, en parte porque siempre he admirado la obra de Stravinsky —que a veces oscila entre la violencia y la ironía, en obras como El pájaro de fuego o Noces. Era sobre todo la ironía la que llevaría a Stravinsky a usar abier­tamente la parodia y —al igual que Picasso en ese tiempo— a introdu­cir objetos encontrados dentro de un complejo estilístico donde su funcio­nalidad va vinculada a la distorsión.
Después del importante viaje, mi vecino volvió a nuestra ciudad. Enton­ces sucedió algo que mi memoria insiste en recordar.
Al día siguiente recibió una carta de Ígor con una invitación para asistir a la puesta en escena de The rake’s progress, esta vez en París.
Preparó mi malhumorado vecino lo necesario para irse de inmediato, y fue ese mismo día cuando sufrió un infarto que le paralizó las piernas por el resto de sus días. Vivió cinco años sin poder hablar. Era difícil verlo, pero me pude acercar en algunas ocasiones a contarle sus propias historias. En la mesa de noche tenía un libro de Schopenhauer, de sus primeros manuscri­tos, abierto en una página donde había subrayado estas palabras: “Cada vez que respiramos estamos rechazando la muerte, la cual empero no cesa de progresar.”
 
* En español, La carrera del libertino.

Cuatro poemas

Silvia Eugenia Castillero


LEJOSCERCA

Ya no de amor ni de odio.
Un derramamiento del color en los ojos
de quienes caminan cerca.
Sin escucharse. Un derramamiento de vocales
cuando la gente ríe.
Entre gritos como de pájaros huyentes,
desconcertados, se ve un relámpago a medio
bulevard, un patio con lazos atravesando.
Sin ropa tendida. Ese lejoscerca es una abertura
en medio de la acera. Y pasé apresurada y tropecé.
Y ni Dios permaneció conmigo. Se abrió el cielo
pero de inmediato cerró su movimiento nítido.
Su porosa superficie de paz, o descanso:
lejoscerca. El alma vio un movimiento largo
que desapareció en el mismo instante de haber sido.
A media calle.


EL ALTO CEDRO

El alto cedro se desprende en ramas heridas, ramas desvaneciendo entre savia, ramas ardientes, madera astillada y hueca, vacía su médula por el fuego. Incisivo. El alto cedro posee entre sus ramas un águila, o tal vez un nido de águila, el recuerdo del águila y su nido, el vuelo más alto del águila. No el águila. Posee en la claridad de su brillo, de su incendio, en su propio corazón que arde en cientos de lascas, los rayos del sol, el resplandor del sol, las tribulaciones del recuerdo. El águila madura —en vuelo— alegre en su disolución. Entre el querer y el deseo arde ella, arde en el alto cedro, arde embelesada. En el alto cedro, en el abismo —entre recuerdos— como vuelo de águila. Como en un nido. Arde.


CAUCE

Se apagaron las luces. Apareció con orillas —crudo— un eco. Sonido peregrino, un felino —dirías. Cauce abierto para ofrecerte el mar. No tengo razones —dice. Lo oigo completo, sin palabras, lleva un como mirar por el cauce abierto. Eco y fluido —corriente— es la voz desentendida que pasea. Sin sed. Sin conocer. Une verdad y rudeza. Urde su pizca de asombro con los bordes del agua. Por el cauce, vuelta hacia la nada del día, desaparece.


MIENTRAS

Mientras alistas en filigrana la boca y los dientes tiemblan sin ser vistos, mientras te conviertes en nadie (la voluntad que producía el deseo está muerta). Mientras te pintas la boca detrás del muro y avanzas ligera como cuando ibas a mitad de la noche a la piscina y cruzabas el reflejo de las estrellas. Mientras buscas un argumento en tu cabeza y entreabres los labios, esa nada crece y el todo inunda tu sensación (la voluntad que producía el deseo está muerta). Mientras el rocío del alba te salpica la mirada tus pasos recorren aquella avenida donde el tren para y suben a tu pecho los ires y venires de la memoria. Desde ahí vienes, con la taza de café tocando todavía las comisuras y el olor en los dedos. Cruzas el umbral, te desvistes, te miras sin espejos, sientes la plegaria de los otros (la voluntad que producía el deseo está muerta). Lo sabes todo, lo tienes todo, lo quieres todo. Y terminan tus cenizas en nada.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Cinco poemas

Laura Solórzano


PLANTA

Que mi boca exponga un abrazo al sonido
y exhiba una erupción que vibre hacia la hechura del vuelo:
quiero escribir para abrir mi libro.

No quiero soltar un asunto de palabras con el metrónomo
del estudiante: sílaba sí, silaba no, y llorar de llanura perdida.

Experimentar el vehículo de la mano, la tinta de la mano
o el tachón del doblez despierto en que tropieza el fraseo.

Escucho lo que quiero con cierta amargura de editores cegados
al símil resuelto, atentos sólo al uso y clavados en una copa elemental.

Mi respiración sube al registro aéreo en la línea que activa mi página.
Quiero la nube en el sobre, quiero un rayo en la carta,
quiero un viento valiente para dotar de nostalgia a la emoción herida.

Un verso destrozado por la llanta primaveral es un vaso de equilibrios.
Un violín en la necesidad de la planta madre es un ventanal.


NUEVA VIDA

Un zarpazo es mi añoranza, mi funcionalidad es un deseo adoptado por la maquinaria del ser. Este círculo hubiera querido seguir sangrando, se ha detenido frente a mi casa de dos pies y duerme como un bebé.

Un bebé circular en la esperanza de terrazas y vistas comprimidas. Un bebé de señales punzantes que silba en el aire como una daga perdida y reencontrada. ¿Un bebé pavimentado en el sendero espinoso de la médula infinita?

Me levanto a comprender el poder de un cuerpo, preñada de un millón de meses anhelantes en el paisaje de la ansiedad. En la piel del vientre un zarpazo inicia un destino y la materia se retuerce, ingobernable y álgida.


CORPUS LÁCTEO

La razón trabaja en el camino espectral
como un fantasma físico

Es un sismo en la línea o un lugar en la lengua
(llevar al otro lado el hecho que huye)

Amplia quietud queriendo el terciopelo de la luz

Mi línea persigue su garganta
Mi huella plantea la soledad en uso
(ciertamente escucho la calle que no quiero atraer)

Se trenzan las partes y se mastica esa música
¿Esto vive o se marcha?¿Miente?

Madre blanca en la bandera de mi vena: ven
Madre inmortal de misterios en la máquina

Mi fondo es un fantasma cincelado en el frío

Cuando toca con su tacto de razones
y el rodar de las horas se enrosca en el viento


ÉMPATA

a Úrsula K. Le Guin

Es hora de encontrar un eje temerario.
Un color de angustia en espiral o aquella terraza que amabas.
Es hora y minuto de hora y volantín instantáneo, esto mismo.
Obsequios de escuchar el reloj, mientras el amor desprevenido
se encaja en la ausencia. Ausencia es la palabra
que busca un eje sin remedio y no por sentirla como por vencer
su fuente, verdad de cara a la mentira que nada en la hora,
como si en albercas pereciera de una vez. Un color
de angustia táctica, que olfatea, llenándose de alegros independientes,
de colibríes intactos: digo que hace falta amar esa terraza,
fina, lívida, desbaratada por minuteros acústicos de un ritmo frío.


VIVERO

La voz surge insegura en la semilla. Desespera entre canciones de sucesos pasajeros. En ese viaje divaga, en esa esquina la voz se nubla impenetrable y germina en la antesala de las palabras. Yo atisbo con el ojo olfativo, con parpadeo de impaciente espera. Este ánimo es el mirador de un comienzo. Un murmullo que afirma en cada paso la persecución de un fruto. En cada ser el nuevo humus promete la planta, la geografía, el sistema y emprende un crecimiento hacia el diseño de sí.

José Kozer, la poesía por el todo

Pablo de Cuba Soria

Una Obra que intente aprehender/retar el Cosmos, una poesía como resulta­do del “arte por el Todo” o de un máximo de mundo posible.
En 1879 Mallarmé le escribía a Méry Laurent: “ya sólo puedo escribir frases cortas”. Uno de los indicios que llevaría al escritor francés a alcanzar ese catálogo de contracciones poéticas que es Un coup de dés jamais n’abo­lira le hasard. Mallarmé tensa hasta límites inusitados toda la tradición occidental de la lírica moderna que se inicia con Poe y Baudelaire (aunque ya dos siglos antes Góngora y Quevedo tienen mucho de culpa en esa moder­nidad), y desplaza/condena definitivamente la suma de liras románticas por “simplemente un Libro, arquitectónico y premeditado, y no una colección de inspiraciones fortuitas, aunque sean maravillosas”.
El autor de Divagations pretendió la Obra que rivalizara con el mundo, una locura genial que desembocó en pasmosas esterilidades cercanas a la mudez. Paradoja: un demiurgo desprovisto de creación. Pero quedó una Obra y sobre todo un Síntoma. Modo distinto de entender la poesía que marcó los caminos siguientes. La poesía occidental posterior a Mallarmé es desde y a pesar de él. Como es común que acontezca, ha hecho daño y provocado la escritura —sea por asimilación o por rechazo— de grandes poetas posterio­res. Llevó a Valéry a reducir la poesía a un cálculo, a Huidobro a poner en boca de su Altazor un final (“Lalalí /Io ia /iiio /Ai a i a a i i i i o ia”) más próximo a visibles costurones vanguardistas que al deslumbramiento, y arras­tró a Gottfried Benn hacia sus grandes piezas expresionistas y a señalar que “en el centro de mis pensamientos no está la poesía, ni la escritura, ni la ideología, sino el poema. No me mueven las irradiaciones del poe­ma en lo sociológico, pedagógi­co, político, histórico literario. Me atengo al poe­ma: lo produz­co. No me ocu­pan las corrien­tes que parten del poema, sino las corrien­tes que llevan al poe­ma; me ocupa el yo lírico”. Otro poe­ta, José Kozer, ha escrito: “Una vida normal no se empeña ni se desempeña haciendo poe­mas. Yo, por ende, soy un anormal: participo, sensu stric­tu, de una anormalidad, de una exacerbación. Algo en mí se dio vuelta y me puse a hacer, desde bastante joven, quizás con unos quince años de edad, poemas. Desde que aquello ocurrió sentí surgir, concomitante, la obsesión del poe­ma: el afán, ya voluntario, toda una voluntad, de hacer poemas, sólo poemas y más poemas.”
Los poemas de José Kozer retoman aquel Síntoma mallarmeano de tex­tos que rivalizan con el Mundo, pero ahora se asiste a una totalidad donde no hay demiurgo —caído o no, poco importa el crepúsculo de los dioses— que la pretenda; hay un poeta, así de simple, que chancletea por casa escribien­do el viceversa de lo estéril/el vaciamiento: la página llena. No los espacios en blanco, sí la tinta cubriendo los espacios. El blanco metastásico, erosio­nado por Kandinsky, se sustituye por el poema o “combustión de moscas en perpetuo movimiento eslabonado, sin origen fijo, sin destino ni destinatario determinado” (Kozer). No hay entidades desconocidas dictando el verso, sí el hacedor que desde un control crítico/consciente hace poemas. “La inte­lec­tualidad tiene una participación decisiva en la composición del poema hoy, no surge en un ánimo llorón o en un ambiente de ocaso de sol, sino que sur­ge por conciencia, es un producto artístico que se hace” (Benn). El ocaso de sol y/o posibles amaneceres no provocan el poema, se meten deliberadamen­te como un elemento más en el entramado lírico donde confluyen todos los tiempos y espacios posibles. No se va en busca del tiempo perdido, se habita el tiempo del poema. La inspiración resulta/se deriva de la voluntad de hacer/producir. “Sólo poesía; hacerla: y no intentar novela, teatro, ensayo: sólo el deambular zigzagueante de los poemas” (Kozer). Ya resulta impro­bable invocar la musa romántica (ni qué decir de la homérica o virgiliana); la palabra primera del poema es traída por el acto meditado. El poeta sabe que lo único que posee es el lenguaje y un manojo de impresiones en cons­tante dinamismo, desde los cuales se lanza a asir la realidad:

Subo la persiana, entra la noche.
Siete emperadores chinos de la noche de anoche pescan todavía en un canal de agua (Ft. Lauderdale).
Mi amada acaba de aterrizar (B747) proveniente del Lejano Oriente en nuestro aeropuerto provincial (hoy internacional) he estado en China pensando en ella todo el santo día: taxi. ¿Sólo una maleta? Ligera de equipaje (a lo Antonio Machado): hay café
Maurice Blanchot señaló, a propósito de Celan, que resulta inmensa la diferencia entre un destino y una profesión. José Kozer deshace tales antípo­das a través de su literatura. Escritura de lo cotidiano, escritura de lo infinito. Textos que se hacen, destruyen y rehacen un día tras otro. Palimp­sestos de las épocas, incluso las que están por llegar. Sí, cada poema (llamémosles Kozer-poemas) del creador de Carece de causa va de un diario acontecer a una invariabilidad relativa a lo eterno. Necesidad de abarcar el Cosmos. En una misma concurrencia léxica caben sin jerarquías la historia íntima/per­sonal y la historia exterior/universal, ambas ficcionándose en una: la historia del poema. El poeta (se) exige, como Góngora, que “no me pongáis freno”. Poéticas/estilos lineales le resultan insuficientes a un creador como Kozer, su lengua necesita ser expresada a través de un barroquismo en continuo desbocamiento controlado, una especie de “action writing: aplicaciones en capas de lectura escrita sobre la materia verbal extremando su porosidad, ilacio­nes de lo imprevisto visitado” (Reynaldo Jiménez). Un barroquismo concebido/asimilado como intelección con el mundo, lejano de momentos y/o co­rrientes histórico-artísticas. Barroco: especie de “morfología o fundamento natural” (d’Ors), una constante que se manifiesta indistintamente a través de los tiempos. Ritornelo. Un barroquismo en el que se presencia la desa­cralización y desjerarquización de los elementos en el discurso, de ahí que pertenezca más acertadamente a una estética (neo)barroca, donde el centro poemático tiende a perderse:

Escribo simulación porque a mí no me ocurre nada.

Ni los calcetines blancos ni la enfermedad del oído, tampoco esta primavera que aún no arranca: tengo ganas de otro lugar, una cerveza larga (helada) se suben las cosas a la cabeza (ocurren) letras derramo: simular Zúrich, Berlín, y simular Muralla y Compostela, existen a caballo las estatuas de los parques.

Simulan por mí un libre albedrío, una maraña de pensamientos intermitentes, y yo simulo verano, sol, olor a yodo (ya no huelen los mares) un mirífico muelle donde reconocer las tres cuatro formas (redomas) del pez del loto del viejo rescoldo que ilustra el núcleo de una palabra.

El fragmento del poema anterior contiene/resume varios de los presu­puestos estéticos de una poesía (neo)barroca: cancelación del pensamiento en virtud de una experiencia poemática lúdica, dándose ese quiebre/esci­sión definitiva entre poesía/poema y filosofía/pensamiento que ya había postulado el yo lírico moderno. El poema se encierra en sí mismo; contrariamente, el pensamiento va a la búsqueda de referentes históricos-contextuales. El mismo espíritu lúdico que sostiene el poema enfatiza esa inversión jerárqui­ca de los componentes/reguladores poéticos del texto. “Este yo lírico mo­der­no vio arruinarse todo: la teología, la biología, la filosofía, el materialismo y el idealismo, se agarró sólo a una cosa: a su trabajo en el poema. Se cerró contra todo pensamiento que estuviera unido con fe, progreso, humanismo; se limitó a palabras que unía en el poema. Este yo es totalmente a-histórico, no siente ninguna misión histórica, ni por medio siglo ni por uno entero” (Benn). Un yo lírico (neo)barroco que se ramifica desde un sostén metonímico, rom­piendo con el reinado de la metáfora barroca gongorina y con la imagen que Lezama Lima llevó hasta engranajes insospechados. La masa de lenguaje leza­miana se sostiene en la imagen (“Es el secreto poner dos dedos en la bola de cristal. Sortijas que se derriten porque los oidores /clavan juncos para apuntalar la monarquía”), los tentáculos poéticos de Kozer se desplazan en la metonimia (neo)barroca:

No llueve: la raposa es una figura poética que me resulta a estas alturas inservible.
Mis abuelos dejaron de conversar en yiddish o en español macarrónico.

El portaestandarte Fujiwara no Teika tiene una yegua baya que monta a mujeriegas.

No llueve durante la noche parece que a la Vía Láctea se la tragó la tierra.

Metonimias donde la emoción y el intelecto se conjugan. “Cada anda­rivel convive por gracia metonímica” (Jiménez). Historias/escenas y sensaciones que venidas de por doquier se van trasvasando hacia/imbricando en la textura lírica, en un exceso textual regido por sus propios órdenes. Si bien el intelecto provee de contención electiva al poeta moderno, la emoción (que no sentimentalismo) resulta también parte indisoluble del yo lírico. El poeta tiene en cuenta el lenguaje, pero no convierte al lenguaje en su Dios. Tiene en cuenta el distanciamiento, pero no como antípoda de la emoción. Conju­ga­ción de Ilustración y Romanticismo superados. Cyril Connolly ya había adver­tido que “el artista moderno es víctima de la dualidad de su propia naturaleza, resultado de una herencia de inteligencia crítica y sensibilidad expansiva”. La poesía de Kozer bien se adhiere a ese sentir que Richard Aldington ha expresado en sus Notas personales sobre la poesía:

Creo profundamente que la emoción es la esencia íntima de la poesía, pero creo también en la expresión acertada de esa emoción. El hombre incapaz de gran­des emociones —amor apasionado, sentimientos hacia la belleza, conciencia de estar vivo—, el hombre que no tiene suficiente emoción para hacer un loco de sí mismo algunas veces nunca logrará un poema a pesar de tener a sus órdenes toda la literatura y el intelecto de un superhombre. Por otro lado, el mero emocionalismo desorganizado no es poesía; es, a menudo, aguanieve. La emoción debe ser forzada por el intelecto, por así decirlo. Debe haber un significado inte­lectual además de emocional. Un poeta es, después de todo, otro tipo de crítico: critica, en lugar de libros, percepciones, emociones, sensaciones.

El poeta deviene además, como ha señalado George Steiner, “un etimó­logo, [que] con frecuencia violento y arbitrario intenta abrir a la fuerza la con­cha erosionada o congelada del habla para arrastrarla a la luz del día y liberar las dinámicas y cristalizaciones primarias de percepción que pueda haber en las raíces”. Justamente, el afán incesante de búsqueda lingüística en los poe­mas de Kozer (sobre todo su uso de frases y términos propios de hablas popu­lares, en especial la cubana, y de otras variantes geográficas del español) resulta una arista más de su intención aprehensiva del Mundo. No es la frase o vocablo gratuito, es el poema que exige tales giros/incrustaciones en su in­finito afán de abarcar. Hay una fórmula poética implícita en Kozer: agotar el diccionario del Uno a la Zeta, de la A hasta el infinito. Da la sensa­ción, incluso, que el poeta pretende que sea el diccionario quien lo agote a él.
Por un Kozer-poema transitan lo mismo objetos y eventos del devenir cotidiano (conversaciones con su esposa, familiares1 y amigos, angustias y ale­grías íntimas...) que las más vastas asimilaciones culturales (sobre todo lo cu­bano-hispano, lo judío y lo Zen a nivel ideotemático, y la tradición de la poesía norteamericana en lo relativo a las rupturas formales), siempre regulado por un espíritu crítico/vigilante, distante de flujos de conciencia y/o subcons­cientes. Asimilación que no se limita sólo a Occidente, ¡Kozer también raspa/ tuerce el Oriente de un Basho o un Li Tai Po hasta imbricarlo en la urdimbre única del poema!

Escucha, Guadalupe; escribo para ti de soslayo esta imitación tomada de Pound de Li Po tomada, venerando al imitar, dado que mis fuerzas (gracias a lo cual, ahora, todo se sostiene) flaquean: ya estamos viejos; unos más que otros, los tres, concomitantes: tres pirámides viejas, tres barcas en la noche a orinar; un río; Rapallo; un reparto habanero roído por onzas de carcoma llamadas tiempo, las onzas relojeras del tiempo, aquí, allá en la China, y entre la China y aquí, Pound Pound, péndulo y martillazos la contera del tiempo: hace falta el punto de la tinta o de la mina del lápiz, Guadalupe, para clamar a tu figura vaciada desde hace años de matriz pero llena de frondas, de receptáculo, oído vivo de José: oye a Li Po a Pound óyelos traquetear palabras coordinadas, perfección por encima del tiempo: ellos lo igualan.

El ensayista Jorge Luis Ar­cos ha apuntado que hay en la poesía kozeriana un “afán, en el fondo, trascendente, suerte de verbo en­carnado, proyección adánica de nombrar las cosas, y más: de dar testimonio”. Un hermoso error, no hay tal “afán adánico” de nombrar las cosas en la poesía de Kozer, sí una voluntad aprehensiva de lo ya creado, el sujeto lírico utiliza de forma voraz la creación, la lengua, para entonces fracturar la tradición asimilándola; bronca/ofensiva de­clarada contra el lenguaje (realidad, mundo) ya existente. No es el deseo fundador, sino el deseo de darle cabida en el poema al verbo que ya era desde un principio, y al que le insufla nuevas vibraciones. Es decir: cabida desde la desacralización (neo)barroca. Toda fundación es optimista, pretende un origen/comienzo y su consecuentes líneas de impulso; la poesía de Kozer no lleva puesto tal bisoñé, carece de causa lineal en virtud de pliegues que se dilatan/tensan en el tiempo del poe­ma. Los referentes, en apariencia ajenos al colisionar de frases en el cuerpo poemático, terminan insertándose/rehaciéndose en ese chisporrotear prosódi­co/tonal hasta que aquellos “originales” campos de referencias apenas pue­den dar razón de sí mismos. Transmutación de sentidos. Metamorfosis de significantes. Así, cuando Kozer mete a sus antepasados y a la tradición en el poema, borra/traslada los nexos históricos y/o contextuales hacia los nexos propios/intrínsecos del poema.
Tampoco la poesía kozeriana pretende una comedia humana que testimonie ordinarias e históricas realidades, sino que tales realidades devie­nen un nivel más dentro del discurso poético, un fragmento más dentro del todo pretendido. No se asiste a la fundación, sí a la reinvención. El Ave Fénix se debe a sus cenizas, no a la nada. Pareciera que el texto siempre ha estado ahí: a la espera del que tropieza, a sabiendas del que lo encuentra:

Soy ave fénix, producto de una mala traducción: en verdad soy recopilación de las majadas algún enjambre y tal vez hato de cualquier cosa: abeja en la majada, la cuarta pata del gato (gata, cae de pie en tres patas: a ver) en un hato: atajo, a unos primeros años inactuales en arco hacia un escombro de vejez.

Como en toda poética auténticamente moderna, los textos de Kozer no se reducen al quiero decir ni al voy a nombrar, sino al esto es. Una poética que deviene en sí misma un ES, un todo autosuficiente. Se aboca, a manera de implosión, hacia sí misma. Estructura ósea que va cediendo lugar a lo que el centauro. El poeta habita un universo ya creado, entonces lo que le asiste, metonímicamente, es desplazar/aunar las significaciones de los elementos que conforman el Mundo. A la manera de un l’art pour tous, como exigió el ya citado Benn. Ahí gravita el centro kozeriano: en la voluntad de un todo en el poema. Mientras Pound “perdió” su centro “fighting against the World”, Kozer sostiene su centro en la voluntad de atrapar lo infinito abarcable. Dosis de desasosiego existencial, paradójicamente sobreabundante (suerte de zozobra dadora de plenitud), se dan en la poesía kozeriana a través de la certeza de que no existe fe ni bien posible fuera del poema. Kozer resulta la especie de poeta que contradice sarcasmos y sopores vitales. Totalidad de vida en/por el poema. Tampoco el idioma de Kozer pretende un antes de Babel, lo que procura es abarcar los fragmentos idiomáticos posteriores a la Torre, y entonces con sus tentáculos poéticos asirlos:

Mi idioma
natural y materno
es el enrevesado,
le sigue el castellano
muy de cerca, luego
un ciempiés (el inglés)
y luego, ya veremos:
mientras, urdo (que no
Urdu) y aspiro a un idioma
tercero para impresionar al
clero, a ver si puedo de una
vez por todas acabar con esta
errancia

El poeta de La garza sin sombras tensa en cada uno de sus intermina­bles versos (la búsqueda, el logro en las formas/estructuras poéticas también marca una diferencia en Kozer) una oceánica capacidad asociativa que exi­ge del lector un profundo conocimiento del mundo y una arriesgada sensibilidad. El lenguaje del Kozer-poema (algunos críticos han hablado de un alfabeto-Kozer o una sintaxis-Kozer) resulta un tejido (intensa, caóticamente organizado) en el que se echan por tierra (ya que se aceptan para entonces superarlos) conceptos como tradición y ruptura, profesión y destino. Estruc­tu­ras resultantes de un trabajo sistemático, de una comprensión profunda de los periodos sintagmáticos sobre los que se edifica el poema. “Versos koze­ria­nos arrojados al infinito” (Jiménez), que quieren abarcar la extensión del mun­do en un tirón. Un fluir de impresiones que provocan el vértigo de una totalidad desbordada. Día a día ese hijo habanero de padres judíos, pluma en mano, lo mismo a martillazos que a suaves trazos, cumple con su profesión escribien­do el poema, que es también su destino. Un Gran Poema que cuenta hasta ahora con más de siete mil partes donde la extensión (intensión sería sustantivo más exacto) para nada responde a alardes gratuitos, sí a una voluntad de poder del hacedor, cual alfarero que cada mañana moldea las figuras y prende el horno. Trabajo metódico, manos de obra:

Resumo: no he hecho, no hago libros: rezumo poemas. Los segrego. Vienen a mí, los acepto, los transcribo. Es algo a lo que estoy acostumbrado. Esa costumbre es mi ocupación, mi cargo y mi descarga. No la niego. Ahí está, y es algo que agradezco, en verdad no sé a qué ni a quién: pero agradezco la necesidad, la actividad, de hacer poemas. No soy poeta, no soy autor, no soy escritor: soy persona que durante años ha hecho y hace poemas: decirlo de otra manera sería falsear, falsificar todavía más esta extrañeza.

Asimismo, estos poemas se manifiestan en/desde un inquietante proce­so poético: la derivación de significantes y prosodia en materia visible. Pero no la idea del significante desde el punto de vista lingüístico, es decir: en rela­ción con un significado, sino el significante asimilado como recurso autosufi­ciente, desprovisto de interpretaciones posteriores que no correspondan a un proceder meramente poético. Poetas como Kozer hacen simplemente eso: poemas, pero desde un quehacer/proceso que surge de una voluntad de de­sintegrar los paradigmas sintácticos. El poeta destruye conocidos engranajes de la sintaxis en la bús­queda de un orden melódico distinto, acaso inédito, lo que a su vez se traduce en proliferación infinita de sentidos donde toda significa­ción poco importa, ya que el escu­char y el mirar por sí mismos alcanzan sobrecogedoras dimensiones esté­ticas. En esta escritura las pala­bras construyen —y aquí radicaría su única razón de ser— la visibilidad del significante.
De manera intencional utilizo la idea de sentido a diferencia de la de significado, ya que la primera se sostiene en una noción menos re­duccionista/atascada e independiente de los valores extraliterarios que gene­ralmente sobrecarga/reduce todo significado que se pretenda esgrimir en una obra de arte. Un poema no significa, sino que es. Intentar encontrarle significaciones al decir poético kozeriano más allá de los valores poéticos que lo sostienen es caer quizás en una especie de cul de sac que ocultaría el feliz de­sacomodo que la escritura provoca. Sus textos se sostienen en el decir y es­cuchar melódicos, en significantes que todo lo visibilizan o vuelven real a través de bloques prosódicos.
Pero, ¿cómo se transmuta en visible lo prosódico/el significante? De to­da línea melódica o verso se desprenden expansiones de objetos y situacio­nes que gracias a un empuje/impulso barroco engendran nuevamente otras situaciones y otros objetos. El cuerpo poético es esponjoso, compuesto de in­contables esporas (travestidas en paréntesis o en figuras poéticas) desde las que emanan esos flujos prosódicos dadores de un discurso en constante fuga (semejante a Bach). Como diría Lezama Lima en uno de sus versos el poe­ma escapa en el momento en que ya había alcanzado su definición mejor. Lea­mos a modo de ejemplo el siguiente fragmento del poema “Autorretrato”:

Tres o cuatro nociones, un poco de café, la común inmortalidad de
los demás, ni más ni
menos hambre, un plato de lombarda, una presea de
pollo, vino de tavola, por cada copa de vino dos
vasos de agua, en épocas de abundancia mudar a
diario la ropa de diario, en épocas de carestía vestir
(mendrugo a mendrugo) (y mendrugo de mendrugos)
la ropa del bufón: nacer como el que más de una madre

En la cita anterior se percibe cómo cada frase no se detiene/muere en su última sílaba; por el contrario, engendra otra frase de un sentido dife­rente gracias a un aluvión léxico en constante desplegar que parece no tener freno. Incluso en no pocas ocasiones los periodos sintácticos sufren convulsiones o metástasis en la mitad de su fluir debido a impredecibles golpes de paréntesis (golpes de anacolutos en constante agujerear del discurso) que con­tienen en su interior otros significantes que a manera de afluentes se su­man/ adhieren al discurrir de las palabras:

Estamos todos a la mesa, fiesta campestre, estamos todos en un cuadro
(Giorgione)
(Watteau) (Manet) (Seurat) todos estamos atónitos en
un libro (aún sin titular): invoco coros celestes en tronos
de madrépora (sólo Dios en su silla de abstracción)
preciso siete nombres (de algún modo con un solo
apellido basta) el título, por favor, el título

Fíjense cómo cada término, o conjunto de términos entre paréntesis, in­duce en la cadencia discursiva del poema líneas de fuga que parecen ir en direcciones diferentes al aparente sentido central que rige el texto. No obstan­te la aparente dispersión que tal proceso origina, el poema jamás pierde su principio integrador, a semejanza de cómo ocurre en una sinfonía barroca. Así los poemas se estructuran desde dos niveles de manifestación de signifi­cantes: el motivo en apariencia principal del texto, y esos otros motivos/vo­ces/líneas de fuga que perturban e impiden una codificación —que no es otra cosa que reducción al significado, al esto quiere decir— del mismo. De ahí el constante troquelado de sentidos, o lo que sería lo mismo: un proceso donde se violenta al lenguaje para lograr nuevas unidades sintácticas que ya no son lingüísticas, sino que pertenecen a una realidad poética. “Me aden­tro en el bosque me adentro en los diccionarios”, se lee en el inicio del poe­ma “Iluminación”.
En sus Diarios íntimos Ludwig Wittgenstein le dice a un amigo, a pro­pósito del acuse de recibo de unos poemas de George Tralk: “Querido se­ñor Von Ficker: le doy las gracias por las poesías de Tralk. No las comprendo, pero su tono me hace feliz. Es el tono propio de los hombres verdaderamente geniales.” Otro de los rasgos significativos de los poemas de Kozer es precisamente la prosodia en la que se sostienen. Entre los soportes fundamen­tales de la poesía moderna está el ritmo, ese discurrir tonal que avanza “a lo largo de una línea melódica” (Zukofsky). El tono del poema es el idioma en que se expresa el poeta, casi su razón de ser. La cadencia rítmica es el regulador de la poesía kozeriana, la cual, por demás, alcanza su máxima connotación en su lectura en voz alta (allí todo indicio de dificultad receptiva se deshace), ya sea para un público o a solas. El poema no sólo entra a tra­vés del ojo, también mediante los compases propios al oído. Además de un decir, es un escuchar. Un ritmo que se desvía de prosodias tradicionales, que va pautando sus propios principios tonales. Los paréntesis, los signos de puntuación, las disposiciones tipográficas, cada una surge a disposición del tono, cada una dadoras de ritmo. No es propiamente la sintaxis, sino el tono lo que contiene al poema, el elemento que le otorga el equilibrio/armonía, el regulador de un caos organizado, un (neo)barroco alado por una tonalidad que engrana lo difícil necesario:

Y ahora es que recorre los versículos inalcanzables del libro cada palabra que toca la yema de uno de sus dedos de la mano derecha, se abre: en la frontera (se abre). Pasada la raya de guerras (raya) de la embriaguez (toca) la yema del dedo sobre dulcemente sobre casi imperceptiblemente en el libro, palabras: una es silla una es cuero una pergamino (todas) caballo.

Se ha señalado que “Kozer practica una suerte de suspensión narrativa que bastante parece deberle a los climas proustianos” (Néstor Perlon­gher). En efecto, toda la poética kozeriana podría leerse, además, como una inmensa novela repleta de infinitos personajes que sólo Balzac, en ese senti­do, podría igualarle con su comedia humana. Personajes cuyas identidades son prosódicas, de manera tal que lo narrativo se suspende, quedándose ellos entonces atrapados (deslizándose) en el tono de una poética que provoca espacios donde se deshacen los géneros. De eso se trata esta escritura: contar una historia personal de la humanidad desde miles de poemas en un me­lódico desbordar continuo.
Y precisamente en una escena del primer volumen de En busca del tiem­po perdido, Marcel, el narrador y protagonista, entabla una conversación sobre poesía con un amigo de infancia (Blojk) a propósito de Bergson, el cual le dice que “los buenos versos eran tanto mejores cuanto menos significaran”. Creo que Proust, a través de su personaje, resume una de las esencias de la poesía moderna: un gran poema va más allá/se deslinda de significaciones contextuales e históricas, de recurridas interpretaciones. Un poema moderno es un sistema volcado hacia sí mismo, con sus propias leyes. La poesía de José Kozer es continuadora de tal tradición, la del poema cuya única fe es la de aprehender/insertarse en el mundo a través del logos poético. Una poe­sía por el todo; una proliferación de significantes exteriorizándose en lo visible.
 
1 En unos versos de Ricardo Alberto Pérez se lee: “José ha puesto a su familia / en el poema, / la ha sentado / cómoda, tranquila. / Kozer sabe, como Velázquez, / de esas cosas.”

martes, 15 de febrero de 2011

Sobreperdonar

Armando González Torres
(Fragmentos)


IX

El perdón es distinto en el sueño y en la vigilia, pero en su estado más puro se confunden.

No invocarás razones, actuarás como un esclavo a la hora de ejercer el perdón.

Hay un perdón virtuoso que no se pronuncia, sino que se contagia.


X

El perdón es un bello, y arriesgado, paso de fantasía en el baile de las conciencias.

El perdón no es solemne, al contrario, se trata de jugar con las palabras y, si se puede, cantar.

Un buen perdón es grato a los sentidos.

Lo mejor para perdonar, ensalada de lechugas mixtas, alcachofa cocida y agua simple.


XI

Para perdonar: hay que sentarse en una posición que plazca al cuerpo; permanecer en ella con los ojos cerrados; alejar las emociones banales, las imágenes impuras y los pensamientos graves; apreciar el orden con que navega la sangre por conductos inauditos y hacer fluir el calor interno hacia los poros que se rociarán de un sudor purificante; aspirar entonces pausada pero profundamente antes de que la palabra se dibuje casi imperceptible en la punta de los labios.


XII

Hay que admitir que es imposible perdonar sin ayuda divina y, por supuesto, es imposible perdonar desde la razón.

Sin embargo, si no perdonáramos, nos quedaríamos para siempre convertidos en las criaturas que quiso moldear la imaginación enfermiza de los victimarios.

No perdonar, entonces, es como aceptar que nada, ni siquiera nosotros, somos dignos de remisión.

Y que toda vida consiste únicamente en una sucesión de episodios mudos, que no dejan aprendizaje ni esperanza.

Por eso, de la manera más necia e injustificada, hay que perdonar; con asco y con rabia, hay que perdonar, apelando a la fe más honda y, al mismo tiempo, sin esperar nada de este acto, hay que perdonar.


XIII

Ningún perdón, ni el más generoso que me concedas, colmará la medida de mi culpa y de mi angustia.

Es más, dicen que uno se acostumbra a un pasado imperdonable.

Aunque también dicen que, a fuerza de perdones, uno acaba perdonándose.

No importa, ¿sabes?, he llegado a ese punto límite en que el estado de mi alma ya no me concierne.


XIV

Era una visión horrorosa: las peticiones y concesiones de perdón se multiplicaban por la faz de la tierra.

Los hijos perdonaban a sus padres y los padres a sus ancestros y así hasta llegar al simio.

Las mujeres y los niños perdonaban a sus violadores y competían por servirles limonada.

Los animales perdonaban a sus amos por haber desquitado en ellos su desdicha e impotencia y, con el lomo quebrado por los azotes, les lamían los zapatos manchados de sangre.

Dios perdonaba a los demonios y se dejaba toquetear por ellos, aunque fingía no darse cuenta.

Sí o no

Javier Caravantes
El deseo siempre oscila entre el sí o el no
Julio Hubard

Preferí estar con Pame. Era tradición que el 15 de septiembre mis amigos y yo nos pusiéramos una peda brutal, viendo los fuegos artificiales desde la terraza en la residencia de mis abuelos. La rompí, preferí ir con Pame. Mi pa­dre ordenó que yo estuviera, junto a mis hermanos y mi madre en el Ayun­tamiento, para la recepción que daría el gobernador después del grito. No quise. Preferí manejar mi Z3 con Pame al lado, escuchando “Don’t stop”, mientras seguía la camioneta de su madre hasta ese pueblo: Xoxtla. Casi no ha­blamos. Ni estábamos enojados, ni era porque no tuviera algo que decirle; tampoco me molestó que una de sus primitas quisiera venir con nosotros en el coche. No. Ver a Pame sentada, de perfil, cantando o mirando el hori­zonte era perfecto y, como desde siempre he sido malo para hablar, no quise arruinar el momento. Apenas me confor­maba con que ella me tocara la pier­na o acercara la punta de sus labios hasta mis oídos. Con eso bastaba para mandar a la chingada lo demás y seguir manejando.
—Está vieja la carretera —dijo.
—Sí, y tu mamá es buena para caer en los baches; bien que les atina —le contesté.
Pame se rió, le preguntó a su primita si estaba cómoda. Se animó a poner otra canción y me advirtió:
—Xoxtla es el pueblo más feo que he visto en mi vida.
—En el periódico leí al­go del lugar, no me acuerdo qué.
—Seguro, problemas.
Pensé en los preparativos que mis amigos estarían ha­cien­do pa­ra la borrachera: deci­diendo qué to­mar, a qué hora llegar, en qué antro terminar­la. Pame, justo en ese ins­tante, me dio un beso en la boca que se fue resbalando suave por mi me­jilla hasta llegar al cuello. Esa sensación me hizo dejar de ex­tra­ñar la rutina y continuar su­miendo el acelerador. Su primita preguntó:
—¿A qué saben los besos?
La iglesia parecía una bodega que ni si quiera estaba pintada. Así de horrible era Xoxtla. Fue difícil encontrar estacionamiento. Tuve que dejar a Pame y a su primita en el zócalo, junto a su madre, Leonor, que ya había encontrado donde dejar su camioneta. Yo le daba vuelta a la manzana para buscar lugar, mi teléfono sonó. No contesté al ver el nombre de uno de mis amigos escrito en la pantalla. Para qué escuchar los reclamos de siempre. Me hacían sentir como un títere que obedecía a cualquiera menos a sí mis­mo. Me fui alejando. Tuve que dejar el coche en un una cancha de futbol cubierta de ese polvo fino que se levanta fácil y que ahora servía como estacionamiento improvisado. Me dio miedo dejar mi Z3 ahí pero no había otra opción.
Pame me llamó al celular, me dijo que me esperaban en las oficinas de la presidencia municipal. La mayoría de las casas era de un solo piso, tan feas que parecían reproducciones a escala de la iglesia. Me puso de malas ca­minar esquivando gente, a vendedores ambulantes, y ver tantos perros calle­jeros que iban hacía el centro, como si ellos también estuvieran invitados a la celebración.
En el zócalo había mucha gente esperando a que un grupo comenzara a tocar. No supe cuál era la presidencia. Tuve que preguntarle a alguien, que me señaló la fachada de una casita tan pequeña como las demás. En la en­trada había dos policías, altos, encapuchados; sujetaban escopetas y tenían el dedo al lado de gatillo; parecían dispuestos a disparar en cualquier mo­mento. Ni siquiera me acerqué. Preferí llamar a Pame, que salió en seguida. Me preguntó por qué había tardado tanto y me jaló hacía adentro. La mirada escrutadora de uno de ellos me hizo detenerme antes de cruzar la puerta. Pame se dio cuenta, le preguntó:
—¿Algún problema?
—No, señorita.
Dirigiéndose a mí, ella dijo:
—Vamos. Mi tío te quiere conocer.
En la planta baja había una sala de espera formada por sillas de plástico. Un escritorio de triplay destartalado era atendido por una mujer gorda que apenas cabía en su silla. Subimos una escalera que no tenía pasamanos y llegamos a una oficina.
—Tío, mira, te presento a mi novio.
Era un tipo alto, muy moreno, flaco; usaba lentes con micas amarillas que le ensombrecían la cara. Me extendió su enorme mano:
—Soy el presidente municipal, Luis Andrade.
En ese momento a Pame le sorprendieron los ojos hinchados y la cara de preocupación que tenía su madre, como si en los minutos en que ella bajó por mí se hubiera hablado de algo grave. Pame le preguntó:
—¿Qué pasa, ma?
—Nada… Mira —dijo Leonor dirigiéndose a su hermano, cambiando el tema de conversación—, este muchacho es hijo del empresario Germán Olid.
Mi suegra comenzó a enumerar las virtudes de la familia Olid, hasta que irrumpió la esposa del presidente municipal. Antes de saludar, se dirigió a su esposo, alarmada:
—¿Ha pasado algo?
Luis Andrade le contestó intentando sonar tranquilo:
—Todo bien. Mira, aquí esta Pame. Trajo a su novio.
Fue hasta ese momento en que la señora se dio cuenta de las demás personas que estábamos ahí y, apenada, saludó a su cuñada Leonor, a Pame, a la sobrinita que estaba entretenida mirando la ventana y a mí. De nuevo comenzaron a hablar de los Olid, a preguntarme por ellos: una enorme sombra siguiéndome a todas partes. Me sentí incómodo, le pedí a Pame que bajá­ramos a la plaza. Ella les avisó.
Leonor dijo:
—No, mejor quédense aquí.
—¿Por?
Luis Andrade interrumpió:
—Está bien, Leonor, déjalos que bajen.
Había aumentado el número de policías. Ya eran cinco resguardando la puerta. También la gente en la plaza, que con fuertes silbidos reprobaba la tardanza del grupo musical. Seis hombres distraídos, como si no escu­charan nada, seguían afinando sus instrumentos.
—¿Qué se traen allá arriba? Andan raros —le pregunté a Pame.
—Te digo que mi tío tiene muchos problemas —contestó.
—¿Como de qué?
—Política, ya sabes… ¿Quieres comer algo? Mira, hay tostadas, chalupas, pambazos.
El aceite recalentado hervía sobre alguna masa hasta freírla.
—No se me antoja nada pero tengo un montón de hambre.
—¿No que te gustaba esta comida?
—Sí, pero la que hace la cocinera de mi abuela.
Pame hizo un gesto en la boca, como si estuviera apenada por la gente pobre que estaba comiendo, como si fuera su culpa. Me le abalancé a los labios intentando borrárselo. Nos decidimos por tostadas. El celular de nue­vo sonó; era mi madre. Me sentí seguro al apretar la tecla del desvío de llamada y al apagar el aparato. Pame, a mi lado, no dejaba de sonreír y yo de besarla.
El grupo se puso de acuerdo. Tenía la esperanza de que fuera una banda norteña pero no: cumbias, de ésas pasadas de moda. Cuando por las bocinas salió una voz que cantaba “no te metas con mi cu-cu” y justo por la comida grasosa me dolió el estómago, Pame me dio el mejor beso del día.
Me quedé callado, viéndola y pensando en la enorme terraza de los abuelos, en el verdadero palacio de gobierno. De nuevo la preferí. Morderle suave los labios en lugar de ver al horrible grupo de cumbias. Rodear con mis brazos su estrecha cintura en lugar de contestar el teléfono. Preferí a Pa­me antes que cualquier otra cosa.
—Creo que tu familia no va a bajar —le dije.
—En un rato será la corona­ción de la princesa de las fiestas patrias, después el grito y ahí es cuando van a bajar. Mi primita se ha de estar dando una aburrida horrible, vamos por ella —me respondió. El presidente municipal estaba hablando por teléfono, su esposa y Leonor estaban en otro cuarto, mirando en la tele la transmisión nacional del Grito de Independencia. La niña se puso contenta de que la lleváramos. De nuevo Leonor nos advirtió:
—Tengan cuidado.
Los policías seguían alertas, custodiando la entrada. Dije:
—Oye, Pame, esos cabrones no parecen cualquier pinche gendarme.
—Son la escolta personal de mi tío.
La primita pidió:
—Quiero pintarme una banderita en la cara.

Pasé una hora aburridísimo hasta que comenzó la coronación de la princesa. Fue ridículo. No había una más fea que la otra. Comparar su caras y sus cuerpos con el de Pame me hizo sentir contento. En media hora se decidió el nombre de la nueva dueña de un cetro de plástico con chaquira, luego se anunció al presidente municipal. Luis Andrade ya estaba parado en la en­trada. Caminó seguido por su esposa, por Leonor, y rodeado de los cinco policías. Lo primero fue un gran abucheo, chiflidos, mentadas de madre. Pame me miró un poco preocupada y acercó a su primita, que estaba a unos pasos de nosotros. Los policías iban aventando a la gente que se acercaba demasiado a la comitiva. Una señora se aproximó lo suficiente para jalar de los pelos a la esposa del presidente. Leonor y un policía ayudaron para za­farla. Pame corrió hasta su madre, yo detrás de ella, cargando a la niña. Entramos al círculo que protegía la escolta. Aunque Andrade gritaba que siguiéramos avanzando, fue imposible llegar a la tarima. Tuvimos que regresar corriendo a la presidencia. Durante el camino, un hombre alcanzó a ja­lar del abrigo a Pame hasta arrebatárselo; yo sentí un madrazo en la nuca. Al vernos entrar, la secretaria se levantó alarmada y salió huyendo. Noso­tros subimos al segundo piso mientras los policías resguardaban la puerta. De inmediato Andrade fue al teléfono y le rogó ayuda a algún político. Una piedra reventó el cristal, por lo que corrimos hacia otra habitación. Dos po­licías subieron solicitando órdenes.
—Si es necesario utilicen las armas pero no los dejen entrar —contestó Andrade.
Leonor estaba aferrada al cuerpo de su hermano, como si sus brazos al­canzaran a defenderla de todas las personas que cada vez gritaban más fuer­te afuera. A su vez, Pame abrazaba a su madre. La esposa gritaba “nacos”, dirigiéndose al cubo de las escaleras. Yo seguía cargando a la niña, cuyas lá­grimas le habían borrado ya la banderita que tenía dibujada en la mejilla.
—Va a pasar por lo menos una hora en lo que llegan refuerzos del otro pueblo. Es mejor que se vayan —resolvió Andrade.
—¿Qué no hay más policías? —le pregunté.
—Esos cinco de afuera son los que quedan.
Leonor, babeando, dijo:
—Yo no te dejo.
Busqué la mirada de Pame, pero ella recargaba su cara contra la espalda de su madre. El todavía presidente dijo:
—Al menos deben irse las niñas y el muchacho Olid.
Pame respondió:
—Me voy a quedar contigo, ma.
Ellos se me quedaron viendo. La niña que cargaba me pesó más. Le estuvieron insistiendo un rato a Pame, que siguió negando con la cabeza, sin abrir los ojos. Leonor, harta, le tiró una cachetada.
Andrade, habló:
—Bueno, mejor… vámonos todos. Hay una forma de salir por la calle de atrás. Lo peligroso es que dejamos los coches muy cerca del centro. La gente se va a dar cuenta.
—Yo dejé mi coche varias cuadras lejos, donde está la cancha de futbol —dije.
Subimos al techo. Desde ahí bajamos por una escalera de caracol hasta un patio en el que había una puertita lateral. La abrimos y salimos a la calle. Correr hasta darle vuelta a la manzana, pasar junto al zócalo. El ruido de la gente. Las piedras que arrojan a los policías. Ellos, nerviosos, apuntan sin dis­parar todavía. Los puestos de comida tirados. El grupo mete los instrumentos rápido a la camioneta. Afuera de la iglesia, las princesas de las fiestas patrias lloran junto a sus familiares. Ya no hay perros callejeros. Cargo a la niña, sigo las sombras de Pame, de Leonor, de Andrade, de su esposa. Siete cuadras y llegamos al campo de futbol. Encontramos mi Z3 destruido, las varillas que deformaron el chasis y dañaron el motor están tiradas al lado del coche. Le­tras blancas sobre el único parabrisas dicen “ratero”. Hay mucho polvo fino levantado, parece que tardará mucho antes de bajar y descansar en el sue­lo. Veo a Pame. Me pregunto sí todavía es tiempo de preferir algo. En ese momento se escuchan los pasos y los gritos de gente que se acerca.

Aurelio de la Vega encuentra su compás

Enrico Mario Santí


Poetry is about listening.
W.S. Merwin



I. AIRE

Un clarinete en medio del verano,

un viento sin trombón

(tenía su forma),

varios oboes borrachos:

todo eso fue lo último que oí

antes de que el chubasco—

violento, aterrador, fugaz, furioso—

me obligara a guarecerme en los arbustos.

Era como el anillo que encontré en el Almendares,

sólo que húmedo,

más húmedo que el río porque era aire.

Y el aire era una tromba

que atraviesa las calles del Vedado,

sopla en el Malecón

y llega hasta las puertas de Erich Kleiber.

Quiso saber si yo sabía

algo de música.

Nada, le contesté.

Perfecto, dijo él.

Y amasando el huracán que se avecina

me ordenó dar un salto hasta Berlín.



Nunca pude regresar al Almendares.

El viento me olvidó.

Y otro tren de cornetas

dijo adiós.



II. TIERRA

¿Cómo será vivir en tierra roja?

Vivir en tierra roja y ser jinete azul.

¿Será el piano el que habla con la flauta

o el arpa lo que pasa por violín?

Las valkirias de este otoño me levantan

hasta el Valhalla de Hollywood

donde el sinsonte que traigo embalsamado

se convierte en el pájaro de fuego

y la farsa de un Ariel criollo

corre a saltos por la Ruta 66.

No hay nada que me impida

escuchar los dos arbustos

que hablan conmigo al mediodía.

El fénix en que el sol me ha convertido

sabe que algo se muere por vivir.

Por algo es este otoño en el desierto

tierra roja que pide algún gladiolo.



No sé por dónde voy.

No encuentro el mapa de mí mismo.

Mi compás no funciona en el desierto.



III. FUEGO

Para combatir el frío

hay que atravesar el fuego.

Aunque ya sé:

no hay frío, no hay fuego.

No hay combate.

¿Se trata de un invierno infernal,

o tal vez de un infierno musical?

Tampoco hay tierra roja

(se la tragó la ciudad:

dicen que los indios la obligaron),

la isla se extinguió

(tuve que abandonarla

como una amante que engorda y envejece).

Luego vino el asedio

del enano y sus secuaces:

burbuja de diamante, pan barato

que corrompe al mundo sin anuncio.

Pero soy camarada errante y con el tiempo

aprendí a decir:

Ich bin der welt abhanden gekommen.

Ahora no soy otro que ese mundo

que viene, se retira, se consume

y al regresar,

desaparece.



IV. AGUA

Voy por la ribera de tu río.

Tu río no te reconoce.

Pero te nombra.

Tu nombre es agua.

La flor que te saluda

no sabe quién tú eres.

Y no importa.

Importa que la flor no te abandone

ahora que este sol es todo tuyo.

El pájaro que canta por la tarde

sabe que vas despacio

y que el coro que presides ya perdura.

La ribera de tu río te encarece.

Los guijarros de su suelo alzan tonos

y la luna que los mira dan reflejos

que son ecos que son flores que son notas.

Vas por este río de riberas.

El oro del anillo ya no es tuyo.

Pero eres oro.

(El oro que siempre fue tu nombre.)

Y ahora que el río se te pierde

en el mar de espuma que aparece

en los caminos de tus aventuras,

el anillo vuelve al río,

un anillo que es oro y que es agua.



Voy por la ribera de tu río.

Río de piedras, reflejos de burbujas.

Voy para llegar al mar

porque el mar no se preocupa.

Su rugido es un rumor,

un rumor que desvanece

el canto de los seres que ahora arrastra.

Voy para llegar al mar

con el único compás que desconozco.

Para llegar al mar.

Para escucharte.


Bakio-Claremont,
Julio 2010