David Olguín
Geney Beltrán Félix, Habla de lo que sabes, Jus, México, 2009, 160 p.
Geney Beltrán Félix es un escritor acucioso; pero más allá de saber que meditó largamente las páginas de Habla de lo que sabes, me interesa poner énfasis sobre el hecho de estar ante su primer libro de narrativa. Para ciertos escritores, el “primer libro” es una especie de mapa de ruta que presagia el porvenir. Al final de los diez cuentos reunidos, Beltrán Félix incluye una cita de Alejandra Pizarnik a manera de epílogo: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.”
Este epílogo se convierte, así, en un prólogo de la aspiración literaria de Beltrán Félix y el porqué de su escritura de ficción, una especie de acta poética. En este sentido, los protagonistas de esta colección de cuentos no son las complejas relaciones entre ficción y realidad, ni las refinadas acrobacias de la inteligencia o del ingenio. Beltrán Félix habla de lo que sabe y busca escribir, al decir de Nietzsche, “con sangre porque la sangre es espíritu”. Sin duda es un escritor con un depurado oficio, pero ante todo aspira a saber de la gente; desentrañar el interior de las personas determina su acercamiento a la ficción. No en vano nuestro autor entiende de teatro y le apasiona Dostoievski, y conoce también los tristes paisajes de las almas en la estepa rusa, saberes que no sólo están presentes en la habilidad con la que dialogan los personajes de Habla de lo que sabes.
En el único poema que escribiera mi maestro Ludwik Margules, un poeta de la escena y buen lector de poesía, pero a quien la escritura de una carta podía provocarle varios insomnios, el doctor Chejov hace acto de presencia de manera extraordinaria:
La fugacidad del tiempo y un mapa de África sustituyen la
facultad del lenguaje
La conversión del escenario en la platina de un microscopio
Permite la observación dilatada de la agonía del hombre
El doctor es un estudioso
Vigila meticulosamente la antropología del sufrimiento.
Beltrán Félix, contador de historias, busca pulsar la fibra humana en la grandeza de su razón y su sinrazón. Padece con sus personajes, habita delirios, escarba en la dignidad de su miseria y en sus sueños, construye paisajes mentales —fragmentarias explicaciones de cómo esas criaturas tratan de articular su idea muy personal que se hacen de las cosas.
La conciencia de la irracionalidad del dolor, su “por nada” casi irrisorio, hacen de Chejov y de Kafka, a pesar de estilos tan diferentes, escrituras hermanas. El absurdo es el trasfondo de una visión del mundo que puede hacer de la estepa rusa, de un ghetto judío o de una urbe infinita como la nuestra —ciudad irreal, diría Eliot— un paisaje interior. Como los doctores de Chejov que miran la irracionalidad del sufrimiento, como los introspectivos y delirantes sonámbulos dostoievskianos, Beltrán Félix quiere hablar de lo que sabe en una ciudad del alma, real e ilusoria, una ciudad que habla, respira, suspira, exhala. No es un telón de fondo; vive y muere en las permanentes crisis interiores, apocalipsis de conciencia y en los conflictos de jóvenes, escritores fracasados, un cajero, burócratas, estudiantes, ancianos y madres de familia que pueblan esta colección de cuentos.
La ciudad de esta gente adolorida es lo que no es, una fuga: en el cuento que lleva por título “Keppel Croft”, ese nombre, “un paraje bellísimo en Ontario, frente a Georgian Bay”, le parece a un hombre amaridado, que fantasea con una adolescente en pleno cuarto conyugal, la invitación a huir de todo (su familia y empleo, la ciudad y los días grises), desaparecer. Pero él solo invoca los fantasmas mirando a través de la ventana a una ciudad donde nunca neva: “supo que nada había entendido, él, ella, el significado de Keppel Croft, ese nombre viejo que lo seguía esperando por dentro en la forma de un terremoto milenario”.
En otro cuento, un oficinista mata y convierte a la ciudad en un río que devora y cuyo caudal ojalá pudiera ocultar el crimen: “Toda la noche y toda la mañana ha llovido, no tarda el río en rebelarse a los diques y se llevará mi casa y el cadáver de Porfirio, y yo también habré de ser muy pronto carne sin conciencia.” Ciudad rabiosa y violenta, ciudad donde, en el cuento “Anoche soñé que volaba”, un cajero de Superama, tras matar a un cliente, huye y tras correr y correr respira tranquilo por un instante: “Y mientras cada cosa se hace más nimia y él se siente ligerísimo, ve con alegría el sol ponerse como un candado ígneo sobre la Ciudad, todo tiene contornos, todo es real y vive y vibra y brilla y su cuerpo se va disipando y se vuelve polvo, bruma, nada, sólo aire anochecido sobre la ciudad, esta bella y agria Ciudad sin remedio.”
En 1856, Melville publicó Bartleby. Ese Wall Street de hace 155 años es visto como un mausoleo, rascacielos de entonces, oficinas con ventanas que dan hacia muros ciegos, hombres que cruzan en domingo —vestidos de riguroso negro burocrático—, plazas solitarias que, en días de oficina, atestadas de gente, transpiran la misma soledad.
Geney nos lleva de la realidad, del paisaje externo, a la construcción del paisaje mental, castillos de aire que se fincan en la carne de la gente. El asombro o lo extraño, en sus cuentos, no da pie a lo fantástico. Tampoco su temple pertenece a la limpia geometría que mira el absurdo de nuestros comportamientos ilógicos con agudeza racionalista. Borges dice a propósito de Bartleby: “Es como si Melville hubiera escrito: ¡Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo!”
Pero la palabra universo es tan absoluta que olvida lo minúsculo, la tortura interior que nace de emprendimientos cotidianos, la mazmorra del alma, la angustia de Apollinaire que, en la madrugada etílica de Zona, dice: “Oh torre Eiffel, el rebaño de tus puentes bala”, o de la ciudad irreal en La tierra baldía con sus catástrofes del espíritu.
La Ciudad de Geney Beltrán es el paisaje interior después del terremoto cotidiano, un paisaje de ángeles caídos. Un hombre parece recorrerla —¿acaso muerto o muriendo?— y queda atrapado en un puente peatonal que se convierte en su jaula inescapable. En “Sara antes del fuego”, una mujer, maltrato sobre maltrato, da un par de pasos, cruza el umbral de su garage y accede a una posible liberación interior al avanzar hacia lo desconocido. En “Hondonada”, un pesado escritor joven —para nada un peso pesado sino un mediocre escriba gordo, de más de cien kilos a la sombra—, literalmente se pierde y una caminata verifica el drama humano del extravío y la muerte.
Borges llama a este género de historias “el de las fantasías de la conducta y el sentimiento”, pero si el delirio hace del paisaje mental una cárcel piranesiana, ya estamos en otra cosa, algo cercano a la pesadilla. Habla de lo que sabes encierra el vértigo de lo extraño, pero tiene la sabiduría de los que despiertan del mal sueño para contar. “Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo”, dice Pizarnik. “Oh habla del silencio”. Beltrán Félix no sólo escribió un buen libro de cuentos, sino un libro que es un alegato sobre algunos porqués de la escritura.
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