lunes, 16 de mayo de 2011
El viaje, la mirada y el desencanto
Alejandro Badillo
Gabriel Bernal Granados, Una finestra che guarda tramontana, Libros Magenta, 2010, 138 p.
Los libros de viajes han sufrido varias metamorfosis a lo largo de la historia. Desde los descubrimientos deslumbrantes consignados en El libro de las maravillas, de Marco Polo, a la guía de turistas actualizada, que ofrece al viajero una experiencia uniforme, controlada y libre de sorpresas, quedan varias preguntas para un lector que afronta un libro del género: ¿qué queda por descubrir? ¿Cómo rescatar para la literatura un mundo cada vez más estrecho, que ofrece sus enigmas en televisión o, etiquetados, tras un escaparate?
La respuesta en las páginas de Una finestra che guarda tramontana, libro de Gabriel Bernal Granados (México, DF, 1973), que mezcla el ensayo, la entrevista y la crónica de viajes, es el escepticismo, una mirada íntima que, al estilo del flâneur de Baudelaire, se sumerge en los desgastados engranajes de la civilización apartándose de cuando en cuando para reflexionar, para cultivar en cada paso un saludable sentido de extrañeza. La mirada de Bernal Granados concuerda con una prosa que transcurre sin sobresaltos, privilegiando a veces la imagen, añadiendo un dato, la luz de un detalle mínimo pero trascendente en el peso total de la obra.
El comienzo de la primera parte del libro “Villa Serbelloni” nos muestra al viajero en Milán, Italia, en la búsqueda del poeta y artista plástico peruano Jorge Eduardo Eielson para una entrevista. Las líneas que inauguran este capítulo, directas, ejemplifican la transición natural en la narrativa de viajes, donde la peripecia del traslado, la transformación antes de llegar al destino final, no existen. Bernal Granados comienza su diario de viaje in situ, en un país y en una ciudad que, en su irremediable condición turística, reproducen el esquema artificial de una sala de espera, el magro almuerzo en el avión, el folleto lleno de tours y promociones. Por esta razón el viajero-autor explota la subjetividad, la capacidad para encontrar nuevos significados en rituales manidos: la llegada a un hotel, un encuentro en la montaña, una cena en donde los comensales no cuentan anécdotas desopilantes. El desencanto pronto se hace evidente en el encuentro con un Eielson despojado de cualquier matiz romántico sobre Europa, dibujado como un viajero más, sólo que detenido en el tiempo, incrédulo del artificio de cierta poética barroca. El capítulo —casi fugaz— termina con una despedida que evoca, a su vez, una despedida anterior cuando Eielson conoce al músico John Cage en su departamento de Nueva York a mediados de los años sesenta, en un invierno gris.
El segundo y tercer capítulos (“San Francesco, il guarda della selva” y “El señor Fabergé”) encuentran correspondencias en los detalles: la inmersión en el terreno ajeno, la historia de unas ruinas evocadas por Plinio el Joven. Lejos de la ciudad, Bernal Granados se mueve con más soltura y, al estilo del autor-caminante de W.G. Sebald —cazador de pequeñas maravillas—, encuentra en la minucia el pretexto ideal para contar una breve historia, para volver protagonistas las ramas de un árbol, una banca de piedra junto a un lago, el mito de Orfeo y Eurídice. En “El señor Fabergé” la mirada se dirige, de inicio, al propio cuerpo: las uñas crecen más deprisa, sujetas a otra naturaleza; el cabello se cae en la regadera. Después nos topamos con el retrato del señor Fabergé, cuya singularidad es lo simple, no es un personaje azaroso, no cuenta una historia extravagante; su naturaleza —a pesar de las múltiples reflexiones del escritor— es la de un reflejo, una interrogante, un espacio en blanco que se va llenando poco a poco con breves referencias: un economista que viste con mucha pulcritud, que viaja en compañía de su esposa Rosamunda y cuya apariencia, voluble en la descripción del autor, transita de “una nota de jazz que brota de los labios gruesos de un saxofón del trópico” a “un simio burgués, arreolesco”.
En “Naturaleza y autobiografía” la apuesta del autor se centra en una introducción y dos desvíos que, con diferentes matices, mantienen el devaneo enmarcado por reflexiones de largo aliento. Como en los ensayos de Charles Lamb y William Hazlitt, los temas se unen y alejan, gravitan en distintas formas sobre la naturaleza en el arte, la vida como referencia ineludible del creador, la autobiografía como un espejo en donde se refleja la obra. La parte inicial aborda la incredulidad ante el estrellato literario, el mercado que depreda la literatura, las manías y dilemas del escritor, sus modelos y la forma de encontrarse con ellos. En el primer desvío, “Il Cenacolo”, el viaje da un rodeo a la escritura para enfocarse en la pintura. El elemento que cohesiona sigue siendo la reflexión pero el viaje transcurre en los trazos de La última cena de Leonardo da Vinci. Partiendo del análisis de las figuras de los apóstoles y de Jesús, de las características de la escuela renacentista, el autor lleva su tanteo al vínculo entre la naturaleza y arte, pero más allá del concepto bucólico de lo natural el interés del autor bordea una relación íntima: la observación del fresco de Leonardo en el convento de Santa María Delle Grazie, los juegos de luz o las sombras que acontecen en ese instante y que ponen de manifiesto la tensión entre la naturaleza y la forma en que ha sido modelada por el discurso artístico. En el segundo desvío, “Si una noche de invierno”, el autor parte del libro de Italo Calvino para abordar las posibilidades de la reescritura como un elemento más de lo natural, regresar siempre al punto de partida, como un viajero indeciso sobre el camino a elegir, la perpetua duda que lo cerca. En este caso la literatura, para el autor, es como un espejo borgeano que devuelve —más que certezas— inquietudes y temores.
En “Varenna”, capítulo que cierra la primera mitad del libro, hay un acercamiento a lo cotidiano, la escritura fluye en una anécdota que nunca llega o que se hace presente en la intrascendencia, en las múltiples variaciones: las incidencias de un viaje en auto, de Varenna a Lecco y de Lecco a Bellagio; en realidad el trayecto es sólo pretexto para la observación de lo nimio, para formar en la mente imaginaciones, escenarios futuros que, de pronto, son interrumpidos por una carta que “visualiza mejor la escena” y, adelante, en el resto del trecho, se alínean instantáneas, pensamientos como fotografías que se añaden al diario de viajes.
La segunda parte del libro, “El viaje no ha terminado”, empieza por “Milán, ciudad irreal”. El andamiaje de este capítulo se reconcilia con la mirada desencantada, con la rutina del turista que es obligado, de nuevo, a buscar calles, entregar el pasaporte con displicencia, mirar los edificios como recipientes vacíos. El autor, ante la falta de diálogo, se limita a pasear la mirada por la ciudad, a buscar historias en vano. Incluso la reflexión sobre el arte desarrollada en los anteriores capítulos es remplazada por el hastío: artistas globales en la televisión de un pub, rebaños de turistas que convierten los objetos de arte en mero ruido de fondo. El viajero, entonces, sólo puede deambular, asistir a un partido de futbol para sumergirse en la masa.
En “Venecia, ciudad y materia”, el viaje inicia en la literatura: Marcel Proust, lord Byron, Robert Browning, Ezra Pound, entre otros, son evocados como fantasmas y su condición se acentúa en los canales artificiosos, en los habitantes convertidos en “vendedores de bagatelas”. Si hay una ciudad turística por antonomasia ésa es Venecia, decenas de autores la han retratado en distintas facetas: de la ciudad derrotada por el cólera en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, a la penumbra, el sutil engaño de Henry James en Los papeles de Aspern. Bernal Granados recuerda el legado de éstos tratando de rescatar en alguna rendija, algún destello, la individualidad que se niega entre cámaras fotográficas y promociones de folletos. Para situar su lugar en el mundo, el viajero mira los botones del elevador, las cortinas del cuarto, privilegia lo minúsculo, el flujo del tiempo que pasa desapercibido en las calles de Venecia.
Más adelante, en consonancia con el tono de los anteriores capítulos, hay una digresión, un extenso análisis de la pintura de Umberto Boccioni que se centra en su óleo La materia. Visto en la perspectiva general de Una finestra che guarda tramontana, el análisis de Boccioni —emblema del movimiento futurista con Filippo Tommaso Marinetti— es denso, lleno de referencias, encuentra su blanco en las bases del futurismo, sistema que parte del movimiento y que se desdobla en un cúmulo de significados que desbordan la velocidad, la experiencia casi instantánea de viajar a una ciudad donde las paredes, los puentes y las ventanas son parte de una inmensa escenografía. Sin embargo la digresión se antoja demasiada y pone en riesgo el equilibrio del capítulo, quizá por el tono evocado al inicio, más dubitativo, que se regodea en la apostilla final, por eso se extraña una transición menos abrupta, más suave, manteniendo la constante irreal, fantasmagórica, de una ciudad que se hunde y que contagia su incertidumbre.
Los dos últimos capítulos del libro (“Roma: una postal de San Pedro” y “Elijah Millgram”) forman viñetas, un último personaje que reafirma lo banal del viaje, la indiferencia ante el lugar de llegada. Sus palabras y observaciones regresan al viajero a su condición de minoría, de fugitivo en un mundo que avanza sin mirar atrás, devastando todo.
Finalizado el recorrido por los capítulos, el lector puede volver a la pregunta ¿estamos ante la decadencia definitiva de Occidente?, que plantea Gabriel Bernal Granados en el prefacio del libro, vinculada por el autor al clásico ensayo de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, escrito entre 1918 y 1923. Esta pregunta encuentra también correspondencia con El crepúsculo de la cultura americana (1999) del historiador cultural Morris Berman, en el cual —como en el libro de Spengler— se plantea la analogía con el derrumbe del imperio romano y los mecanismos que funcionaron para conservar la cultura en espera de un incierto renacimiento. Para Berman la historia cultural de la humanidad no es cíclica, un fenómeno de expansión-contracción, es una espiral que ramifica los escenarios futuros, los vuelve casi infinitos, como los pensamientos que suceden en la mente del viajero, los caminos a seguir en el interminable deambular. Berman aventura la posibilidad de una “resistencia monástica”, una especie de guardia que, espontáneamente, sin liderazgos ni organizaciones visibles, transmite pautas y códigos culturales. En este tenor se mueve Bernal Granados que, en su desencanto, aún se esfuerza en fijar objetos en la mirada, recuerdos. Como los románticos pone en relieve lo individual, la locura del artista frente a la masa homogénea y devoradora. Sin embargo la pregunta que plantea el autor, la “decadencia definitiva de occidente”, a pesar de su influencia, no es un elemento que cohesione los capítulos de Una finestra che guarda tramontana, porque pesa demasiado, abrumaría un texto cuya intención es sondear caminos ambiguos, imaginativos. Si el llamado posmodernismo relativiza todo, el viajero busca el relieve natural en las cosas y por eso la necesidad de aferrarse a la visión del arte porque es un momento que permanece, indeleble, en la memoria. La pregunta que siembra el autor sirve, en todo caso, para incomodar, para tender un anzuelo al lector y que éste se sumerja en la prosa desencantada y elegante que recorre las incidencias de un viaje a Italia.
Retomo una de las ideas que planteé al inicio de este texto: ¿qué sentido tiene la mirada del viajero en un mundo uniforme y estrecho? Aventuro, en el tramo final de estas notas, una nueva respuesta: el escepticismo y la extrañeza que encontré en las páginas del libro de Gabriel Bernal Granados: el rescate del asombro de los antiguos viajeros mediante el lenguaje, las imágenes que logra el autor al evocar, por ejemplo, a Venecia como una ciudad inmaterial, una ciudad semejante a las imaginadas por Italo Calvino, impregnadas de una intensa presencia femenina: “La boca artificial de los palacios se abre a los oídos del viajero y repite el abalorio de su historia, que la alejan, la transforman en una ciudad inmaterial; se abre como el cuerpo de una joven mora y al cabo de un breve lapso carnavalesco, se endurece para no decir una palabra más de su locura intensa.”
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