miércoles, 6 de febrero de 2008

El rey duerme

Juan Villoro
(Fragmento)

A fines de 1993 concluí en la UNAM un curso sobre “la idea de la Historia en la novela mexicana”, dedicado a explorar las tensiones que la narrativa establece con los hechos. El siguiente semestre daría el mismo curso en la Universidad de Yale.
Una engañosa euforia dominaba México en diciembre de 1993. El tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá entraría en vigor el 1 de enero. Para muchos, así se anunciaba el ingreso al anhelado “primer mundo”. Mi viaje a Yale tenía que ver con esa circunstancia: el presidente de la universidad se sorprendió de que no hubiera una cátedra sobre un país que influía cada vez más en la vida cotidiana de Estados Unidos y sugirió que se impartieran dos semestres de literatura mexicana. Margo Glantz se hizo cargo del primero y yo del segundo. ¿Terminaba la época de los “espaldas mojadas” que trabajaban ilegalmente en los campos de algodón para pasar a los “cerebros mojados” que disertarían en las universidades? Estábamos ante otro espejismo de la relación entre México y Estados Unidos. La realidad era distinta: mientras las botellas de champaña se enfriaban en Palacio Nacional para celebrar el tratado de libre comercio, los indios chiapanecos aguardaban que terminara la Misa de Gallo del 31 de diciembre para iniciar su rebelión.
Antes de que eso sucediera, me despedí de mis alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras. Caminaba por el campus rumbo a mi coche cuando fui alcanzado por una alumna. Sobrevino uno de esos encuentros entre quienes sólo se han visto en un salón de clases y carecen de toda familiaridad. Ella quería decirme algo que no me dijo, y comentó que acababa de entrar a terapia. Me sentí incómodo y halagado: todo maestro sacrifica la claridad expositiva a cambio de lograr la confusión emocional de sus alumnos. Para mostrar que no había sido indiferente al curso, la chica me regaló un cuaderno de tapas ranuradas, color vino, con hojas amarillas, lo cual sugería que venía de Estados Unidos, donde los borradores se escriben en papel estridente.
Conservé el cuaderno como un talismán de las relaciones no siempre explicables entre maestro y alumno. Al llegar a Yale supe que Harold Bloom impartiría un seminario sobre “la originalidad en Shakespeare”. Durante un semestre asistí al salón 203 y usé el cuaderno para anotar las contundentes opiniones de Bloom con una letra mucho más pequeña y diáfana que la habitual en mí, como si el dramático profesor lograra el efecto pedagógico de producir actas de amanuense.
Bloom llegaba al salón media hora antes de que se iniciara la clase. Los alumnos inscritos se sentaban en torno a una mesa de roble, de unos veinte asientos. Los oyentes nos sentábamos en un círculo externo, las espaldas apoyadas en la pared de madera. El profesor parecía dedicar el tiempo de espera a despeinarse. Su pelo blanco tenía el desorden de quien acaba de pasar por una tormenta de nieve.
Nueva Inglaterra atravesaba uno de sus peores inviernos. Con voz jadeante, Bloom comentó en la primera sesión que odiaba “negociar” su camino entre la nieve; se sentía en peligro de caer de espaldas sin poderse levantar, al modo de Humpty Dumpty. Su cuerpo rubicundo era, en efecto, el de un huevo académico, y su voz, la de alguien inmensamente cansado. Estaba lejos de ser un anciano, pero tenía los tics del sabio venerable. Al estilo del doctor Johnson, le decía child a cada uno de sus alumnos, y asumía el aire de un profeta que predica en soledad. Detestaba la inflación teórica que se apartaba de los detallados artificios verbales y la personalidad de los personajes para buscar virtudes políticas o estructuralistas:
—Si quieren un Shakespeare francés, éste no es el curso. Por otra parte, si ya estudiaron conmigo y no les puse buena nota, les recomiendo que se vayan. ¿Para qué repetir el encuentro con el monstruo?
A pesar de la advertencia, las treinta personas que estábamos en el salón en la primera clase llegamos al final con pocas bajas.
Según su declaración de intenciones, Bloom no pretendía monopolizar el magisterio sino discutir en clave socrática. No se trataba de una cátedra sino de un seminario. Sin embargo, compartíamos un acuerdo tácito: lo interesante era oírlo a él. Bloom hablaba con el fervor de quien encabeza una cruzada. Estábamos ahí para defender el misterioso núcleo de Occidente y oponernos al rapto de los franceses, devoradores de ranas dispuestos a llevar al poeta a la gaseosa esfera de la sobreinterpretación. Lo que ocurría en el salón 203 no era un seminario sino un exaltado acto de bardolatría. El curso partía del siguiente presupuesto: Shakespeare configuró, como ningún otro, la noción que tenemos del individuo; por lo tanto, nada resulta tan difícil como desentrañar su originalidad, desandar el camino de la cultura hasta la hora incierta en que esas palabras surgieron por primera vez, desconcertantes y duraderas.
El enfoque derivaba del planteamiento agonista expuesto por Bloom en La angustia de la influencia: en su lucha por una voz propia, todo autor se opone a la tradición; de este modo la prolonga en forma crítica e “influye” en sus antecesores (la Divina comedia permite una lectura dantesca de Virgilio).
¿En qué medida un mundo shakespeareano puede entender la singularidad de su creador? El desafío roza la teología. Después de indagar al posible autor de la Biblia en El libro de J, Bloom leía a Shakespeare como autor de textos casi sagrados.
Para coincidir con las opiniones —siempre radicales— de Bloom, resultaba aconsejable aceptarlas de antemano. Su tendencia —a veces homérica, a veces meramente deportiva— a ver la literatura como una liga donde todos luchan entre sí y siempre gana Shakespeare, representaba un insólito caso de pasión literaria. En enero de 1994, Bloom escribía Shakespeare. La invención de lo humano. El seminario le servía de laboratorio para estudiar, muy en su estilo, los protagonistas literarios como personas capaces de decidir su destino al margen de su autor. Después de revisar los versos, la puntuación, los ecos de otros escritores y la estructura de la trama, Bloom llevaba a los personajes a su rincón favorito, la sala de interrogación de los sospechosos comunes: “Hay quienes me critican por tratar a Yago o a Julieta como persona. Para mí tienen más realidad que la gente que conozco.”
De acuerdo con Bloom, Shakespeare decidió el comportamiento del individuo, incluso de quienes no lo han leído, de ahí el vasto título de La invención de lo humano. Un ejemplo: la expresión to fall in love se consolida gracias a Romeo y Julieta. La obra fija un uso idiomático y permite entender el amor como caída, la zona de fragilidad donde alguien, voluntariamente debilitado, desciende hacia el otro. Bloom, que detestaba la reducción psicoanalítica de entender a Shakesperare según Freud, aprobaba la lectura del mundo según Shakespeare.
El seminario dependía de la teatralidad. Nunca vimos al maestro leer un fragmento de las tragedias. Las citas llegaban de memoria. Bloom cerraba los ojos, agitaba la cabeza como si las palabras convocadas fueran un dolor, y recitaba largas tiradas con voz tonante. No concedía distintas entonaciones a los personajes: la urdimbre de palabras formaba un continuo. Al final, el recitador lucía extenuado, recién salido de un trance.
A veces, sus apasionadas intervenciones desembocaban en una pregunta a los alumnos. Nunca se trataba de algo que ameritara estudios. Le interesaba vincular el texto con la vida privada de sus testigos, mostrar que Shakespeare era capaz de leer su intimidad: “¿Qué sintieron después de su primer fracaso amoroso? ¿Sabían ya que estaban condenados a volverse a enamorar?”
Estas preguntas, dignas de un psicólogo que habla en la radio, convertían al clásico en árbitro de los problemas de los jóvenes sentados a la mesa. Ninguno de ellos podía competir en erudición con Bloom, pero todos tenían sentimientos que oponer al texto. En esta zona de terapia, el profeta volvía a hablar pestes de Freud y lo mucho que le había robado a Shakespeare.
Las intervenciones provocaban dos situaciones típicas. La primera y más frecuente: un alumno que parecía haberse desvelado durante tres días para preparar la clase hacía un comentario y recibía esta respuesta de afectuosa melancolía: “Ay, hijo, me temo que estás brillantemente equivocado.” La segunda: una hermosa alumna decía alguna alegre banalidad. “Pero qué sagaz de tu parte” (how shrewd of you), opinaba el maestro. Shakespeare había inventado lo humano y en ese momento nadie lo representaba mejor que Bloom. El eros pedagógico se apoderaba con parcialidad de las discusiones.
La respuesta más extraña al espectacular protagonismo de Bloom eran los alumnos con gorra de beisbolista dormidos sobre la mesa. Bloom continuaba, imperturbable, acaso recordando un tema favorito de Shakespeare: la desgracia que cae sobre un rey dormido. Ajeno al curso, el inocente beisbolista labraba en sueños su desgracia.

Labranda

Roger Santiváñez

1

Primer encuentro milagro devuelto
En tu boca despertada supo el sol
Ocultarse en la brisa blusa de uva

Talle de rosa firme en lo cenizo
De tu piel papel escrito & retocado
Reventazón de mástil bajo toalla

Así se alzó tu mano en el
Antiguo confite antes del baño
Espalda intacta destrenzada

La siesta suspendida por doquiera
Su chisguete se dispara curvilínea
Adormida la paloma más secreta

Conducta del cielo bajada en
El repliegue de torso & muslo
Acerca a Dios ceñida diosa

& en un canto de espumas
Mares blancos que se tejen al
Solaz de tu inocencia adivinada


2

Ganada la mañana no suave a tarde
Ser vacío de tu pensada piel a
Ceras santas escribanas fuimos

Enigma aliento tenue descubre
Blue-jean durante dulce dócil
Mente quitado holandas tersas

Ya no habrá la flama en fusión
Que vio la ave más rara del
Amor su corta nube misteriosa

Ni un mate de noche serenada
En la salva marina de tu concha
Ocaso casi al borde de mi tumba

Tus aureolas paradas que
Cantares advienen al poema
Luces férvida anudada in

Quieta parecían rosales firmes
Labranda sin prisa adorada
Cuota dada en sacra romería


3

Pelo negro sobre tus hombros blancos
Anochece sobre nosotros abrazados
Difumínase el día en la bóveda santa

Entreluces luces rosada rosa lozana
A la luz del crepúsculo crecen tus crespos
Ocultos en la seda angelical

Un silbo del aire se aproxima luna
Sobre el cielo de Lima brilla & rebrilla
Nimbo plateado bañando tu cabellera

En la quietud curvada ancestral
Retama viva & nocturnal surgiendo
En la penumbra recogida en tu regazo

Esplendor de tu espalda esbelta &
Recostada brote en la fuente verdi
Dorada adherida al bordado carmesí


4

Volvió su corazón al mío
Aire & respiro dióme su flor
Fragancia gozosa apasionada

Altura de ola sutra & rezo
Confiere la figura del alisio
Perdita nel oscuro & el dorado

Retornas sur los sures
Soñados leche azur zurita
Azul solita en tu blue-jean

Perdura deseosa fresca la
Matina alcanzada en su
Pantalla otra vez leída

Misiva alada in verso afán
Do huye la noche desolatrix
Serenado mar flotante renacido

5 (Ideología marina)

Espuma en el cielo que miras
Tendida sobre la arena besada
Expropia la delectación de los astros

Artificio converso en la canción
Se ha perdido vidrio nocturno
O antifaz helado por la brisa

Trópico acaricia el sentimiento
Límite del aire sucumbe ante
El contorno delicado rubor

& ficción sumergida en el
Anillo interior que se hizo
Espejo sobre flama ardida

De su amor saliva constelada
Fulgor quebradizo que a la inversa
Aloja bengala de las olas resaqueadas

Cuaderno de Pripyat

Carlos Ríos
(Fragmento de la novela inédita del mismo título)

LUGAR FRONTERIZO
El video abre con el caballo ubicado a la izquierda de la pantalla, el automóvil a la derecha y yo en medio, envuelto en un abrigo verde y amarillo. Domingo, 3 pm. Esa tarde paramos a un costado de la ruta porque nos llamó la atención su cabeza gigante, dotada de un maxilar absolutamente desproporcionado para su cuerpo de potrillo de carrusel. Un ejemplar rarísimo, de una docilidad sorprendente, como si fuese la versión amplificada de un perrito faldero. Como falsos ecuyeres seguimos la velocidad de sus patas desde la última curva en la que su cuerpo avanza hacia el vehículo. Descubrimos en la vacilación de esa bestia el reflejo de nuestra incertidumbre, a metros de ingresar en la ponzoñosa Pripyat. Avanza el animal hasta convertirse, por derecho propio, en el único guía posible, en este océano de sigilo donde traducimos el susurro de las hojas. Me acerco con intenciones de ofrecerle unos terrones de azúcar —más tarde me preguntaré qué hacía ahí el azúcar, los terrones en cuadraditos color café aparecidos en mi mochila— y se escucha la voz de uno mis acompañantes. El otro no deja de filmar. Así le dije: “Czarnobai, precioso estúpido, jamás dejes de filmar.” El caballo podría destrozarme la cabeza pero él tendría que continuar con su trabajo. Camino hasta llegar a un metro del potrillo. Inclina con cierta desconfianza su cabeza con el propósito de limpiar, con su lengua áspera y poluida, la mano que le da de comer. El caballo consume la ración y mueve el cuello en señal de agradecimiento. Luego se aleja. Duración: 3 minutos y 47 segundos. Son las imágenes que ha tomado Czarnobai esta mañana y que veo una y otra vez, después de subirlas al YouTube, ebrio de una tristeza que ya no es pasajera, y más cansado que de costumbre. Envío el link correspondiente a Frida y luego reviso si ella no puso algún video en la página. Aparece el último, de hace cuatro días, donde los dos peleamos en Barajas. Asunto: “Peleas conyugales”. ¿En qué momento filmó esa discusión? Yo no estaba dentro de mí (otros dicen fuera de sí) y cuesta creer que soy la misma persona que abre el bolso y le tira la ropa por la cabeza a esa mujer menuda, sin pechos, con el pelo corto teñido de naranja.
HOMBRE: No entiendes nada.
MUJER: Bestia indecente… Quieres arruinar nuestras vacaciones metiéndote en ese caldo radioactivo. ¡Pues muérete!
HOMBRE: Es mi familia, ya te dije. Dejémonos de estupideces…
MUJER: ¡Estúpido obsesivo! ¡No hay nada tuyo ahí! ¡Nada!
Todo eso y más, mucho más, y cuando digo “mucho más” me refiero a la bofetada, a los insultos. Para que lo miren los amigos. Humillación lanzada al ciberespacio para que juzguen cada decisión que uno toma. Desollamiento virtual, derrape escénico y vergüenza al por mayor, chillante, en tonos menstruales, epicéntricos. La tan perra, le cortaría la cabeza con una katana… etcétera etcétera, pero no es tan así, al pie de la letra, el recuerdo es un espejo deformante. Además tiendo a magnificar los hechos, es el famoso “dolor activo” que opera sobre mi biografía, animando sus látigos. Sin embargo, el video de la farsa está ahí, y tiene dieciséis comentarios que no me atrevo a consultar. Frente a la pantalla soy el caballo, el increíble y tan estúpido animal de la ciudad dormida, que repite en silencio una oración desesperada: “nunca seré un expositor moderno, el mediador que todos estaban esperando… me niego a llevar el acontecimiento hasta el zaguán de todos los hogares y allí hacerlo… representarlo de tal manera que todos sientan que están viviéndolo como si lo estuvieran presenciando, o mejor dicho, como si lo estuvieran viviendo...” Es mi lucha interna. Batallo a diario con la idea de la diferencia, de lo que “podría ser si”. El trabajo y su agenda postergan el asalto final. Cada día falta menos. Es crecimiento, cosecha, orden, la lógica majestuosa de la que todos hablan y tan pocos consiguen. Voy por ella. Si sobrevivo, allí estaré. La ciudad que duerme junto a mi habitación lo hará posible.

Volamos a Madrid, yo me vine a Pripyat a hacer mi trabajo y Frida se fue a rastrear lo que quedara del Merzbau, la casa que el artista Kurt Schwitters había diseñado en Noruega, una construcción delirante que era más bien una obra que crecía adhiriéndose a las paredes, abriendo techos y ventanas singulares y distorsionando todo parentesco con el interior de una vivienda. Yo me quedaba prisionero de sus ojos, escuchándola y admirando en sus descripciones esa casa-ciudad, desproporcionada para cualquier humano que quisiera habitarla. ¿Necesitábamos más cuerpo para merecerla? Tal vez era el refugio para una utopía que no nos animábamos a transitar. Nunca sabré. Luego abría bien los ojos y volvía, como si alguien me diera un latigazo en las orejas. Ella me reprochaba que jamás le hiciera caso y de nada servía explicarle que sus palabras eran justamente las que me transportaban a otras galaxias, donde sus habitantes construían casas desaforadas, guiándose por impulsos eróticos o estrategias de disuasión ininteligibles para una cabeza tan apocada como la mía. Doy un rodeo por los archivos de YouTube (intruso en las desgracias ajenas) y luego de un par de horas entro al chat con la idea de encontrarla, pero no está. O me ha quitado de su lista. ¿Qué hora es en Noruega? Llamo al hotel Gyldenlove donde habíamos reservado habitación. En un inglés seco y amable, una mujer me explica que no hay ninguna Frida Kauffmann alojada allí desde el miércoles. Desorientación. ¿Se habrá quedado a dormir en la Merzbau? ¿Se hizo amiga de alguien y así consiguió hospedaje? La imagino en uno de los 25 barrios de Oslo, digamos por decir alguno en Frogner, que es el más caro de todos, sentada plácidamente en una construcción que semeja el acordeón de un fiordo, rodeada por un séquito de hombres blancos, resplandecientes, bien dotados y muy interesantes. Vean, pues, cómo los celos empiezan a desmenuzar mi espíritu de bacalao mexicano que se niega a ser noruego. Es necesario despejar, le digo a su foto en el portarretratos. Ningún apoyo mágico ahora. FAMILIA, esa palabra que tanto la había hecho enojar, regresa porque tiene su razón de estar en estas páginas. Mi tío fue un ingeniero que había venido a Pripyat en 1969 para cursar un diplomado sobre energía nuclear. En vez de regresar a México, se casó con una ucraniana y se estableció en la ciudadela. Después de la explosión, nada supimos de él. Ese mismo mes mi padre murió en una pelea de borrachos en la colonia Santa María. El único familiar que tengo, o tuve, nunca sabré bien, es un primo que sólo conozco por fotografías. Se llama Piotr y es ucraniano. Fue evacuado junto con las miles de personas que desalojó el ejército en abril de 1986. Llegar a Pripyat para rastrear sus huellas es un hecho inútil. Frida tiene razón. Pero es la sangre la que me impulsa a seguir. De encontrarlo, es probable que no entendamos una palabra de lo que dice el otro. O tal vez mi tío le enseñó algunas palabras en español. Entro a Internet y hurgo como en un basurero sólo para que llegue el cansancio. A punto de rendirme, entro en el YouTube e ingreso en la ventanita de búsqueda la palabra clave. Aparece un video. Nunca había encontrado imágenes sobre el desalojo de Pripyat. Había visto mil y una veces fotos sobre la ciudad abandonada, incluso algunas imágenes sobre los efectos de la radiación en niños y animales, pero jamás había encontrado un documento fílmico sobre el arreo de personas hacia otras ciudades que ocurrió aquí hace veinte años. Encuentro estas imágenes y quedo viéndolas durante horas. Quiero tomar aire y salgo al balcón del Polissya. Desde el corazón muerto de Pripyat me llega una brisa en la que reconozco los olores de la ciudad sitiada. Necesito una cerveza, hablar con Frida, contarle que acabo de encontrar el tesoro que persigo desde hace un par de meses. Veo esa gente una y otra vez, hasta aprenderme de memoria las secuencias. Abril. Sol y viento. La entrada del ejército y de la Cruz Roja. Caras dobladas por el terror. La caravana de ómnibus. Quiero que todo eso entre en mi cabeza antes de ponerme a escribir. En esto, y sólo en esto, sigo a ciegas el consejo que dio alguien sobre cómo reconstruir los acontecimientos: confiar en la percepción y escribir a partir del recuerdo de aquello que hemos olvidado a medias. Es el único camino que soy capaz de recorrer. Abro una cerveza, el frío llega amargo y desgaja mi garganta. Primera disfonía. Mañana tengo la entrevista con Oksana Zabuzhko y sé que no saldrá una palabra de mi boca. Ahora vayamos a las imágenes. Mañana Dios dirá. El registro tiene una duración de 2 minutos 35 segundos. Las imágenes aparecen recopiladas por una tal Volinova —no es la persona que filmó— y fueron tomadas el 27 de abril de 1986. El reactor estaba en llamas pero la gente, ese mismo día y el siguiente, siguió haciendo su vida como si nada hubiera pasado. Quien puso el ojo allí decidió, tal vez de una manera premonitoria, mostrar imágenes de madres platicando mientras sus hijos juegan en el parque Lenin. Puede observarse en el cabello de las madres y en el movimiento de los árboles que es un día de mucho viento, un aire milagroso gracias al cual las cincuenta mil personas que residían en Pripyat no murieron de inmediato. Amanece. Las letras se deslizan como hormigas. Quiero olvidarme de Frida, dejar que chorreen las palabras, que hablen sobre aquello que estos ojos se niegan a admitir, que para eso —dicen ellos, los que están del otro lado, tras una cortina de papeles ácidos, un espacio que alguna vez tendré que transgredir, por gusto o por razones que todavía desconozco— me pagan. Suena el teléfono. Es la poeta Oksana Zabuzhko. Estoy lista para la entrevista, dice. No será más de media hora porque tiene que estar antes de que oscurezca en Kiev. El lugar elegido es un catamarán desventrado en medio del río, propiedad de la familia de su marido, en otros años, cuando Pripyat era una ciudad joven, con un inmenso futuro por delante, la perla más moderna y envidiada de esta región de Ucrania.

Sobre la historia natural de la reconstrucción

Carlos A. Aguilera
(Fragmento)

En una de las fotos de Stefan Moses, uno de los pocos fotógrafos alemanes que ha continuado la “mirada” que August Sander desarrollara a principios del siglo XX en su serie Últimos hombres, se observa a una mujer del Museo de Higiene de Dresde decorando las vísceras de varios esqueletos humanos y colocándolos sobre una mesa, en orden. Estos muñecos pedagógicos, por llamarlos de alguna manera, y esta mujer —semiescondida, chiquitica, miope, cuadrada, sorprendida en el momento exacto de la “trepanación”—, casi pudieran pensarse como una metáfora perfecta del totalitarismo y las distintas uniformizaciones políticas que ha vivido el mundo en su historia más reciente. Una metáfora del horror, si pensamos éste como el intento ideológico de convertir a todos en uno, tal y como mostró Zamyatin en su novela Nosotros. Una metáfora de lo que siempre estará por regresar.
Para esto, Moses, que ha venido realizando desde los años sesenta exposiciones sobre los alemanes de ambas partes del muro, con una simplicidad e ironía muchas veces precisa, se coloca delante de los maniquíes (o detrás, según se mire), y encuadra una imagen donde a esta progenitora apenas se le ve aunque se torna todo el tiempo presente. Gran Hermano, al mismo tiempo que se esconde, controla.
¿Pudiera devenir esta foto resumen de todo lo que ha vivido Dresde desde la República de Weimar a la fecha? Creo que sí, e incluso pudiera decir que vendría a ser la portada perfecta para un libro como el de Kurt Vonnegut, un clásico de cómo se articulan comedia y sinrazón bajo eso que algunos filósofos han llamado “nuestra época trágica”. Estoy seguro que esos maniquíes fotografiados por Moses hablarían más sobre el libro que casi todos los cover que he visto de Matadero 5 en varios países e idiomas.
Vonnegut, quien en la noche del famoso bombardeo de Dresde y desde días antes se encontraba preso en una de las jaulas que el régimen nazi había preparado para sus enemigos en la “Florencia del Elba”, cuenta cómo las bombas de la Royal Air Force caían como garrapatas desde el cielo (un cielo oscuro y a la vez intenso) y cómo los edificios y personas saltaban a su vez en dirección contraria como insectos despedazados que aún quisiesen volver a saltar... Cuando todo cesó, hace una pausa el autor de Desayuno de campeones, todo era polvo, mal olor y huecos vacíos. Sólo eso.
Sin duda, una de las cosas que más llama la atención en Dresde, y quizás en todo el Este alemán, es el vacío. Primero porque debido a los bombardeos de las noches del 13 y 14 de febrero de 1945, el centro de la ciudad y, según los historiadores, en un radio de quince kilómetros a la redonda quedó todo muerto. Segundo, porque esos huecos provocados por la ideología (ya sabemos, no hay nada más ideológico que una bomba) fueron rellenados, también, por la ideología misma. En este caso, por esos espantosos edificios prefabricados que el socialismo diseminó como ratoneras por toda la ciudad y que durante años representó el orgullo de Honecker y los que como él convertían el hábitat humano en pura especulación marxista.
Esta situación incluso llegó a Cuba con sus microciudades prefabricadas, sus desastres urbanísticos, y hoy, quizá por el malestar que produce vivir en una suerte de ruina mal hecha, genera más conflictos que ganancias para la maquinaria despótica cubana. Muchos de estos lugares, por ejemplo en La Habana, son verdaderos emporios de trapicheo económico, si es que al mercado negro se le puede llamar keynesianamente economía, y diferentes focos de malestar o protesta proceden exactamente de estos leprosarios donde todos viven en un roce perverso y la privacidad ha sido tachada en nombre de la Patria, la Nación o cualquier otro de los emblemas totalitarios. ¿Es posible convertir al hombre en un perro cuando es obligado a vivir como una rata? Me preguntó una vez un dentista mientras conversábamos en Berlín, y esto parece ser lo que nunca entendió la zoofilia comunista. Perro o rata, rata o perro..., el ser humano nunca podrá ser las dos cosas a la vez, por mucho que se empeñe cualquier manual de marxismo-leninismo o la mayéutica colectiva en su variante más represiva, que es por lo general la que se aplica en países de control total. Por mucho que se empeñen los emperadores en turno.
Si traigo a colación este manual de zoología política es porque con frecuencia me pregunto qué tipo de personas habrán vivido en las casas abandonadas (vacías) que se pueden encontrar en Dresde, qué habrán comido o hecho durante sus últimos años, a quién habrán vigilado, qué habrán visto... Estoy seguro de que cada uno pudiera ser el Oskar Matzerah de una novela, la novela imposible sobre el Este alemán, al mismo tiempo que la negación de ella misma. Convertir a las personas en simples emigrantes o “animalitos” temerosos resultaría muy fácil, bastaría con ponerlos a moverse infinitamente de un lugar a otro o clavarlos en un punto fijo y ordenarles: “No se muevan.” Sin embargo, tal y como sabemos, la mayoría de las veces estamos fluctuando entre dos fronteras, la del deseo de irnos y la del deseo de permanecer: perpetuum mobile y mutismo. Y esta frontera es siempre lo más difícil. Nos obliga a caminar muchas veces, aunque no lo querramos, por el límite.
Esta curiosidad me llevó incluso a pensar en cierto momento en un libro que tratara únicamente sobre esas casas y fábricas abandonadas, esos comedores que poseían aún, algunas, el hule sobre la mesa o restos de empapelado en las paredes. Para ello hablé con un fotógrafo amigo, alguien que ya había hecho fotos “de lo vacío” en la ex Yugoslavia y Estados Unidos, y de cómo la arquitectura, combinada con la estupidez y la historia, no necesitaba otro aditamento para ser exacta (él diría bella) que ese “estar ahí congelada en sí misma”. Con esta idea nos pusimos en marcha. Y si el proyecto no llegó a su final —aún deben estar por algún lado las fotos que varias veces hicimos— fue por razones externas a nuestro deseo de llevar a cabo esa especie de novela posmoderna de lo alemán. Ya sabemos, perro o rata, rata o perro, como me repetía socráticamente el dentista caminando por la antigua Stalinallee y, en medio, el martillo aplastante de la cotidianidad.
Quizás una de las cosas que mejor ayude a entender esto que vengo diciendo sean las imágenes que en 1990 hiciera Moses del conocido dramaturgo alemán Heiner Müller en Berlín-Hellersdorf. Müller se encuentra delante de uno de estos grandes monstruos prefabricados con un tabaco en la mano, mientras alrededor, y suponemos por casualidad, un grupo de niños juega en un parque. El edificio (los edificios), que por la perspectiva y angulosidad de sus líneas parece imponente, nos lleva de inmediato a eso que con tanto énfasis el autor de Medea material y Cuarteto se preguntó en sus textos: ¿dónde termina-comienza el territorio público y cómo hacer para crear dentro de ese “nosotros” un bios privado que no pueda ser engullido por la garganta estatal? ¿Cómo devenir realmente individuo?
Como sabemos, de esto es precisamente de lo que se trata bajo el comunismo; la pregunta que, por mucho que la disfracemos, permanecerá siempre sin respuesta: la urpregunta. Y los edificios estilo Honecker, que al igual que en la época de Hitler no eran más que la decadencia de un movimiento anterior (en este caso, un neoclasicismo ridículo), son jaulas parlantes. No sólo porque eran más feos que todos los que se construyeron en ese momento al otro lado del muro —los sesenta y setenta fueron en todos los lugares, arquitectónicamente hablando, espantosos—, sino porque en el Este eran hechos en nombre del Hombre, la solidaridad humana y la grandeza de algo que nadie veía por ninguna parte. En nombre de “la victoriosa lucha contra la enajenación capitalista”, como cacarearon en diferentes momentos los altoparlantes del Komitern. Y no hay cosa peor que cuando el hábitat propio se convierte en artefacto ideológico, trofeo de guerra.
¿Tendría esta misma sensación Heiner Müller cuando Stefan Moses le sacaba las fotos? Eso ya nunca lo sabremos. Sin embargo en el rostro del dramaturgo hay un rictus irónico, una mueca, como de aquel que dice: “yo sé, yo sé...”, y sonríe bajito. Al final, los esqueletos del Museo de Higiene pudieran ser comparados a los edificios sajoneshabaneros por su serialidad, su afán pedagógico-propagandístico y su lado monstruoso; lado que ni siquiera se redime cuando pensamos en la “carencia”. Edificios y esqueletos representaban (representan aún) el triunfo del arte según la ideología, de la ideología mala quiero decir; esa que convierte en estereotipo lo cotidiano y construye pautas para la literatura, la arquitectura, la creación en general. Esa que nunca se equivoca. Y como escribiera Steiner, el reverso de la libertad no es la cárcel, la guerra o el despotismo, entendiendo esto último sobre todo como no-solución política. “El reverso de la libertad misma es el cliché.”
¿Entraría una reflexión sobre el cliché en ese proyecto Dresde que mencionaba antes? Lo más seguro es que sí. Y lo que me preguntaba cada vez que salíamos a realizar fotos era cómo hacer visible en nuestra metanovela ese vacío que se pega al estereotipo y termina convirtiéndose en la repetición para miles de personas: la abulia. Recuerdo que especialmente curioso nos resultó un conjunto de edificios medianos que se encuentran en el camino hacia Pirna... Conjunto que en el viejo Mitsubishi de mi amigo, el fotógrafo, alcanzábamos desde mi casa en veinte minutos, si teníamos la suerte de no perdernos en el hueco esquizo que es toda ciudad en la noche. Y con lluvia o sin ella nos obligaba a realizar interminables sesiones para poder captar lo visible sobre aquel cementerio de edificios que se extendía ante nosotros.
No es que estos edificios fueran interesantes en sí mismos. Podría afirmar con cierto cinismo que ni siquiera eso eran. Lo que les confería a estos “mamuts” otro estatus era precisamente su abandono, su valor-nulo-de-uso, la vida chiquitica que imaginaba había deambulado alguna vez por ellos y que ahora se contraía a cero. Ver que junto al timbre de la puerta colgaban aún nombres que nadie se había detenido a borrar: una tal familia Schmidt, un Magister Stepputat (magister en qué, se pregunta uno...), un tal Kohle..., le daban a ese futuro libro de interiores y textos una coherencia perversa, un punctum. Y una novela es sobre todo hacer que un pequeño núcleo vaya creciendo hasta que se convierta en algo dificil e intragable, para el propio creador, digo. Algo que probablemente nunca más volverá a leer el resto de su vida. De ahí que muchos escritores no puedan pasar de escribir la segunda o tercera novela, e incluso cuando lo logran, muchas veces acceden a ella desde la locura, como es el caso de Robert Walser, en Suiza, quien después del Jakob von Gunten sólo garrapateó pequeños microrrelatos hasta que se internó en un manicomio y desapareció.
¿Puede llegar a hablar la literatura de otra cosa que no sean experiencias privadas, ficciones, memoria colectiva, sujeto frágil, pasado?

Nuevo capítulo antológico

Julián Herbert
(Fragmento)

Alí Calderón et al., La luz que va dando nombre. Veinte años de la poesía última en México (1965-1985), Secretaría de Cultura de Puebla, México, 2007, 208 pp.

Otra compilación llega a los estantes de lírica nacional: La luz que va dando nombre. Veinte años de la poesía última en México (1965-1985), coordinado por Alí Calderón en coautoría con Jorge Mendoza, Álvaro Solís y Antonio Escobar. Incluye un prólogo de atildada redacción, una puntual bibliografía y 176 páginas de poemas. No me parece que se trate de un volumen necesario, aunque sí interesante. Lo comentaré resaltando sus virtudes, describiendo lo que percibo como debilidades en su propuesta crítica y, por último, haciendo un apunte sobre su recepción entre un sector de jóvenes lectores.
Creo que su mayor logro es la brevedad: en 201 páginas presenta a más de 60 poetas mexicanos nacidos entre 1965 y 1985. Cumple asimismo, aunque en forma parcial, con una de las tesis suscritas por los autores: ser “estéticamente incluyente”. Desde una apreciación impresionista, la muestra me parece irregular: junto a poemas que me gustan encuentro igual cantidad de malos chistes, obviedades, orejas de artillero, cursilerías; ser incluyente y riguroso a la vez es un precepto intelectual que linda con lo utópico. Sin embargo los antologadores nos han corrido la cortesía de escoger textos medianamente aliñados —a diferencia de colecciones como Las afinidades electivas / las elecciones afectivas o Eco de voces, cuyos afanes democráticos pasan a veces no sólo por encima del sectarismo: también de la gramática. El prólogo, como ya dije, ha sido escrito con pulcritud. Y hago esta precisión: estoy hablando de la efectividad expositiva de la prosa, no del valor de verdad de sus afirmaciones —mayoritariamente falsas. [1]
El trabajo en cuestión quiere fundamentar sus tesis en las ciencias del lenguaje. Por eso lo interrogo a partir de la lógica.
La primera contradicción aparece entre el nombre propio o descripción del objeto y uno de sus nombres conceptuales o predicados (valga decir: una de sus funciones). Se nos ha dicho que La luz que va dando nombre. Veinte años de la poesía última en México (1965-1985) “Es una antología de poemas, no de poetas”. Si esto es verdadero, ¿por qué los límites del conjunto radican en las fechas de nacimiento de los autores incluidos y no en las fechas de publicación de los poemas seleccionados?... Una anomalía subsidiaria surge del presupuesto de que se compilarán veinte años de poesía y no veinte años de poetas, cuando todos los textos seleccionados fueron compuestos en fecha posterior a 1985. Ergo, una de las afirmaciones sobre las que descansa todo el sistema (“una antología de poemas, no de poetas”) es falsa.
En otro pasaje, los autores se desmarcan de antologías anteriores (Poetas de una generación 1940-1949; Eco de voces) por considerar que en ellas persiste “el arbitrario criterio —aunque operativo— de fijar generaciones literarias según el decenio en que nacieron los poetas recopilados”. Y abundan: “este modus operandi (...) confunde dos niveles de la comunicación: el acto de enunciar (…) con (…) el enunciado. (…) lo que leemos en estas obras nos habla más del antologador que de los poemas seleccionados”. Para trascender esta carencia, La luz… propone ocho lenguajes literarios que caracterizarían a la “poesía última en México”: connotación de sentimientos; trabajo del significante; neobarroco; imágenes de la naturaleza; música; humor/ironía; automatismo; slang citadino.
¿Pueden las ciencias del lenguaje avalar que son estas categorías y no otras los que dominan la norma de la poesía mexicana reciente? ¿De qué conjunto universo se ha extraído la noción de que su pertinencia es más clara que la de cualquier otra descripción? ¿Cuál es el proceso analítico que las reveló como más eficientes o precisas que, pongo por caso, los cuatro puntos cardinales propuestos por Jorge Fernández Granados en 1999?[2] No encuentro en el prólogo respuesta a tales interrogantes. Entre las dos principales funciones o nombres conceptuales de la antología (ser “estéticamente incluyente”; partir de los poemas y no de los poetas) y la fijación de estos ocho “lenguajes literarios que aparecen con mayor claridad en la poesía mexicana más reciente” se abre una laguna de la reflexión en tanto que proceso funcional: la hipótesis deviene tesis sin que en el proceso medie demostración alguna. No hay descripción del objeto de estudio; hay entelequia: estos lenguajes literarios “aparecen con mayor claridad” sólo porque así lo han decidido, unilateralmente, los redactores del prólogo. Se trata de una arbitrariedad operativa. Lo que me hace preguntar: ¿no nos habla esta descripción más de los antologadores que de los poemas seleccionados, más del “acto enunciatorio” que de “lo enunciado”? ¿No nos devuelve este enfoque a criterios que la propia antología considera caducos?
Al ser cuestionado sobre la ausencia en el volumen de ciertos autores, Alí Calderón respondió hace poco: “Hay nombres que no aparecen porque sus poemas no eran nítidos en cuanto a lenguaje literario; a veces no aparecen porque los poemas simple y sencillamente no nos gustaron ni nos parecieron meritorios; a veces, simplemente, no conocíamos a los poetas”.[3] El segundo y tercer argumentos me parecen incontestables; el primero en cambio (“sus poemas no eran nítidos en cuanto a lenguaje literario”) no sólo me parece absurdo, sino que manifiesta la ignorancia de Calderón en materia académica. Un elemento básico de la metodología de la investigación cualitativa es éste: si las categorías que has establecido resultan discordantes con el fenómeno, la carencia radica en el método y no en aquello que se analiza. Dicho de otro modo: si los poemas de autores meritorios “no eran nítidos” es porque las categorías resultaron insuficientes o no eran las adecuadas. Usualmente no le reprocharía esto a un antologador; pero quienes firman el prólogo de La luz… han pretendido blindarse frente a opiniones adversas recurriendo a un engreído discurso académico; lo que les abre un flanco del que quizá no son conscientes: su debilidad como teóricos (y sobre todo como investigadores).

[1] Mi opinión puede sonar autoritaria; los compiladores han amparado su discurso bajo esta matadora cita de Nietzsche: “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Como enseguida puntualizo, mi forma de enunciar en este escrito es determinada por la lógica (no un hecho: una interpretación). Por otra parte, no puedo suscribir aquí la frase del filósofo alemán por mucho que me agrade su sentido democrático, pues me parece un sofisma. A menos que estemos dispuestos a aceptar que las guerras de exterminio étnico son un servicio a la comunidad, o que la violación de una mujer es sexo rudo y no un crimen, o que Andrés Manuel ejerce en México el Poder Ejecutivo. No estoy preparado para tal relativismo ético e intelectual.
[2] La descripción de JFG es citada por los autores de La luz que va dando nombre: “norte, cultivadores de la imagen; sur, poesía referencial o de la experiencia; este, minimalismo o poesía del intelecto; oeste, constructores del lenguaje”. (p. 9). Este esquema no sólo es más sencillo: posee una línea de pensamiento lógico evidente. Parte de la funcionalidad lingüística tal y como la describe Jakobson en “Lingüística y poética” (función referencial: poesía de la experiencia; función metalingüística: constructores del lenguaje) y se complementa con la noción Sistema Simbólico establecida por la semiótica general (poesía del intelecto; poesía de imágenes). Cfr. Roman Jakobson, Ensayos de lingüística general, Ariel, España, 1984, pp. 347-395; Mauricio Beuchot, Elementos de semiótica, UNAM, México, 1979; Umberto Eco, La definición del arte, Roca, España, 1990.
[3] En www.laseleccionesafectivasmexico.blogspot.com. Entrada correspondiente a Alí Calderón.

Las desventuras de la “teoría”

Gustavo Adolfo Morán
(Fragmento)

A.A. V.V., La luz que va dando nombre. Veinte años de poesía en México (1965-1985), Secretaría de Cultura, Puebla, 2007, 208 p. (Prólogo de Alí Calderón y Jorge Mendoza; selección de José Antonio Escobar, Jorge Mendoza y Álvaro Solís)

Las generalizaciones son contraseñas de ingreso que, tras la lectura, deben de abandonarse. En México, y en los países donde la democracia —incipiente, plena— posibilita diversos modos de manifestarse, la proliferación de la escritura —expresada en la abundancia de publicaciones periódicas que instituciones públicas o privadas ponen en circulación— dificulta las taxonomías: por más que éstas se empeñen en albergar juicios duraderos, la movilidad de quienes escriben torna ficticias esas instantáneas. No habiéndolas, la mirada crítica elabora discursos temporales que requieren de mayor sagacidad para revestir de firmeza sus apuestas. Quienes, con malicia o sin ella, interpretan la realidad literaria en papeles que el tiempo trastorna, poseen los méritos que revisten los agitadores del orden: los acontecimientos los arrastran, los condenan o les ofrecen pedestales rara vez perdurables. Con frecuencia, en un gesto que se quiere ganado por la candidez, invocan “sanidad” literaria en tanto emiten guiños destinados a conseguir espacios de poder.Aunque Gabriel Zaid elevó la voz en su Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) por la vigencia de un mapa poético que se detuvo en 1966, las posteriores fotografías de grupo con paisaje que son las antologías no han dejado de merodear ese comienzo de lustro. (Asamblea de poetas, no está por demás decirlo, repara más en el número que en la calidad, más en la voluntad del testimonio que en el examen de la poesía.) Así, Poetas de una generación (1940-1949), de Jorge González de León, prolongaría y cubriría al mismo tiempo los siguientes años a 1966. Así, en otra aproximación, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002, de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, arranca su selección con Jorge Fernández Granados, un poeta nacido en 1965.
Más objetada por los intereses que nacen de la vida pública que por razones estrictamente literarias, El manantial latente… abre sus páginas con Fernández Granados también, sin duda, por una razón más, una razón de orden especulativo que el autor de Resurrección ayudó a construir. Sus reflexiones sobre la poesía de fin de siglo enriquecieron, se infiere, las aproximaciones teóricas de Lumbreras y Bravo Varela. Las “intencionalidades o actitudes frente a la escritura” que Fernández Granados atribuyó a cada punto cardinal poseen un fondo no menos lúdico que descriptivo: Norte: Cultivadores de la imagen; Sur: Poesía referencial o de la experiencia, etc. Por su parte, El manantial latente… ordenó su muestra en “cinco estratos de discurso”: experiencial, metalingüístico, imaginístico, adánico e inefable.
Si en el año 2002 la muestra de El manantial latente… incluía a 38 poetas, en 2007 La luz que va dando nombre. Veinte años de poesía en México (1965-1985) propone casi el doble: 74 vates con mucha barba, unos, y, con mucha falda, otras. El primero, Jorge Fernández Granados; Samuel Espinosa, el último, nacido en 1985. ¿Y qué hay de original o de nuevo en esta antología? Nada, o casi nada, aunque las apariencias y las ganas de creerlo obliguen a pensar lo contrario. Primera impresión: La luz que va dando nombre… parece el “lanzamiento” de doce poetas originarios o residentes en Puebla; el 16.2 %, planteado en términos estadísticos. Segunda impresión: Alí Calderón y sus contertulios no tienen paciencia; la prisa los condena.
Lo que el prólogo de La luz que va dando nombre… enuncia con visos de novedad —en una prosa que, conforme se despliega, exhibe más sus contradicciones—, Calderón & Mendoza pronto lo echan por la borda. Aseguran que la suya es una “antología de poemas, no de poetas”. Se escudan en Borges: “Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura (…) Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.” Ofrecen partir, modestos como son, “de la verdad débil, no totalizante, no infalible —mucho menos infalible—, que se resume en el aforismo de Nietzsche: ‘No hay hechos, sólo interpretaciones’.” Su criterio infalible: el “lenguaje literario (que) sustenta nuestra antología y la organiza”. Así que encuentran en la poesía mexicana reciente ocho tipos o lenguajes literarios: connotación de sentimientos, trabajo del significante, neobarroco, imágenes de la naturaleza, música, humor e ironía, automatismo, norma juvenil o slang citadino. Hasta aquí lo sustancial. Sustancial, sí, como propuesta. Lo demás es cuestionable por su pobreza sociologizante o porque el prólogo se empeña en polemizar, distante de la honradez intelectual, con quien se ponga el saco.
La enésima querella que entablan en diez líneas con El manantial latente… es una boutade en medio de un discurso indeciso: “académico” y a ras de suelo, pero también irresponsable. “Académico”: después de glosar, en la página nueve, el planteamiento de Fernández Granados, la cita innecesaria —recurso de pedantes— de Bertil Malberg. Irresponsable: ningún otro calificativo merece la referencia, en la página diez, a Pablo Molinet. Como si de Jesucristo superestrella se tratara, la aparición intempestiva de ese nombre eleva el párrafo a las alturas que exhibe la prosa del pendenciero alebrestado por las copas: “Liquidar —como lo ha dicho Pablo Molinet— en cinco líneas el trabajo de una cantidad de poetas es querer convertirse en pontífice de la poesía mexicana.” ¿Importa el lector? Está claro que no.
Como La luz que va dando nombre... y su adhesión “a la verdad débil”, los prologuista de El manantial latente… escribieron que “no puede jactarse [el libro] de crear dictámenes definitivos sobre la producción lírica actual de nuestros país; reconocemos que las bajas y altas de los poetas que conforman esta promoción será, en los próximos años, una dinámica regular”. ¿Entonces para qué pleitear?
La verbosidad que Calderón & Mendoza esgrimen al señalar que en la poesía mexicana siempre ha habido bandos es el último suspiro de quienes anhelan contendientes para justificar sus ambiciones. Cancelada la utopía, disminuido el deseo por el reblandecimiento de la ley, los bandos que continúan viendo los prologuistas de La luz que van dando nombre… son, más bien, fantasmas: fantasmas que carecen de lustre porque a su alrededor ningún Hamlet asoma. Obran como si los prologuistas fuesen san Jorge y, por su inmaterialidad, el amenazante Dragón en el que descubren la peligrosidad del otro bando. Es artículo de fe solicitar que “poetas, críticos y lectores (sean) honestos hasta el fanatismo (…), fieles siempre, rabiosa e irremediablemente, a la palabra poética”, salvo que Calderón & Mendoza carecen de candidez: cada paso que dan se distingue por el lustre del huarache.