martes, 30 de noviembre de 2010

La madurez y la maduración



Adolfo Castañón

Jaime Labastida, La sal me sabría a polvo, Siglo XXI Editores, México, 2009, 164 p.

A los 70 años Jaime Labastida publica es­te poemario que consta de cinco partes y veinticinco poemas. Se presenta, y lo es, como obra de madurez y de maduración donde el poeta emplea una diversidad de registros rítmicos, todos regidos por versos de arte mayor, endecasílabos y alejandrinos en su mayoría.
El libro consta de veintiún poemas distribuidos en cinco partes; cada uno tie­ne entre 43 y 245 versos. La suma total que compone el volumen asciende a 1891 versos. El libro abre y cierra su pinza sa­ludando al idioma y al lenguaje (Sección I, “Palabras”), resumiendo su invocación y su exorcismo, auspiciando la catarsis. El idioma es aquí ante todo vehículo del testamento en que se resuelve este poemario que es repaso biográfico y recapitu­lación de lo que el poeta tiene o le queda. El libro se puede leer como un ejercicio de purificación y un ritual del amor, del recomienzo y de la muerte. “Crepúsculo” es el título de la segunda sección y ahí el libro tiene su centro, digamos su zócalo; se trata de una serie de diez poemas sobre el tema de la ciudad donde se explaya el motivo de la patria, la idea de comuni­dad. Es, sin duda, el tramo más desgarrador y acaso diría vehemente de este poemario. Obra de madurez, obra donde el impulso interior y su envoltura formal aspiran a la fluidez y a la insensible espontaneidad, a la “transparencia” del endecasílabo, La sal me sabría a polvo es un poema elegiaco. El poeta canta no sólo la ruina de la ciudad y la del país, sino la de la idea mis­ma de nación. También canta al idioma y al lenguaje, exalta el amor y eleva un him­no en ruinas sobre la ciudad en ruinas. Esto orilla al poema hacia la elegía y el desencanto que campea por algunas de sus páginas. El poema se adentra y des­ciende por una escala de preguntas con las que el autor se acecha y se castiga, con las que el autor se da ánimo y busca sal­tar su sombra. El juego de la poesía se desdobla en el fuego del amor y del aman­te-amado. El amor sacude el árbol de los signos y lo salva de morir de rabia. El sentido de la vida, el sentido del preguntar se resuelve en este canto que avanza por así decir agarrándose de los signos de interrogación, ascendiendo y descendien­do a rappel como los alpinistas por las laderas resbalosas del silencio. La pregun­ta torna y gira sobre sí misma hasta tra­zar un eje, un hueco en la voz que es el asombro. En ese hueco está el origen de la experiencia poética y la filosófica, está el nido de las dos lenguas originarias de Jaime Labastida de que se habla al final del libro.
En los poemas de “Ciudades” como en “Dura patria” cabe leer una respuesta a la Suave Patria de López Velarde, tanto como una réplica en el sentido sísmico a Efraín Huerta y Octavio Paz, a José Emi­lio Pacheco, a Eduardo Lizalde y a Homero Aridjis.
En Los muros de la patria se siente hablar a La pared de los padres. Pero se trata no de un tiempo con raíz y genea­logía sino de un tiempo huérfano, por así decir, de un calendario sacrificado. La na­ción y la guerra que es el progreso parecen dialogar de implosión en explosión en el cuerpo de este poema tenso y vehemen­te donde el poeta se atreve a llamar a la patria por su nombre.
El poema recuerda, por cierto, a la Patria podrida de Miguel Hernández o en otros aspectos a la dureza sintáctica del poeta español Gabriel Celaya en su libro Las resistencias del diamante. La Patria es el reino de los padres y el mundo de la raíz cultural: la patria grande. Ambos se oponen al ámbito de la madre, de la que­rencia. Hay aquí quizás una tensión entre los valores varoniles y los femeninos, en­tre Hermes y Andros. Esa tensión es res­ponsable de la pasión helada y abrasadora con que están escritos esos poemas.
El poemario expone la experiencia y la pasión del logos, el padecimiento de la escritura y de su inscripción cordial en el seno del poeta y de su lector.
Hay adentro, latente, en el soliloquio, un diálogo. El asombro se desdobla en contemplación, ésta en meditación. Así la poesía se orilla hacia la filosofía, de donde proviene. El susurro profundo de las pala­bras nace de la pregunta que lo alumbra en el tácito oficio de nombrar.
La inquietud por la zozobra del len­guaje, por la zozobra de la racionalidad y de la razón se transparenta en el epígrafe: “¿qué sucedería el día en que mueran las palabras…?”
Este elogio de la palabra se plantea como una guerra no dicha contra el reino de la imagen; sólo hay esperanza en el lo­gos: la imagen es literalmente y dice adiós a la esperanza.
Meditación sobre el lenguaje, La sal me sabría a polvo es como ya se ha dicho un testamento y también un intento de escritura de la historia de los signos interiores con los que el poeta se trata de co­nocer a sí mismo. Por eso no es posible pensar en sus palabras sin asomarse al abismo que convoca.
El libro nuevo de Jaime Labastida señala el lugar del canto como lugar del pensamiento subrayando la relación medi­tativa que existe entre la necesidad ciega del vivir y el oficio clarividente de examinar la vida con las palabras. En esa tensión se juegan los platillos de esta balanza vital que Jaime Labastida acaba de armar para asentarla en la mesa de la atención en vilo.

Elogio del buen amor



Gregorio Cervantes Mejía

Enrique Serna, La sangre erguida, Seix Barral, México, 2010, 328 p.

Un mexicano, un español y un argentino. Uno, indocumentado; otro con problemas de impotencia (o disfunción eréctil, como se prefiera); el tercero, un afamado actor porno en el declive de su carrera. Alrede­dor, las obsesiones de cada uno de ellos, desde sus diferentes perspectivas, por el desempeño sexual. Y unos sutiles vasos comunicantes entre los tres personajes.
Ésos son los elementos básicos para de­sarrollar la trama de La sangre erguida donde, de acuerdo con la nota de contra­portada, Enrique Serna se propone hacer una sátira de los mitos acerca de la mascu­linidad y la obsesión de los hombres por sus habilidades eróticas.
Cierto, hay una fuerte dosis de tono satírico a lo largo de esta novela. Y un tono ameno y desparpajado que permite una lectura ágil, agradable. Las más de 300 páginas se leen casi sin sentir. A más de un lector le habrá arrancado alguna carcajada o lo habrá mantenido con la sonrisa bailando en los labios.
Y si bien el sexo es el elemento domi­nante en la novela —prácticamente no existe capítulo sin su buena dosis de encuentros eróticos—, lo que en el fondo se dirime es el tema del amor.
Sí, paradójicamente los tres personajes de Serna sufren por amor —aunque la fra­se suene trivial y cursi—. Bulmaro Díaz, el mecánico mexicano, cree encontrar el amor de su vida en Romelia, una mediocre cantante dominicana, y convencido de ello lo abandona todo: para emigrar a Es­paña, donde ella está convencida de rea­lizar sus sueños de fama. Así inicia una vida de estrecheces en Barcelona, consu­miendo los ahorros de toda su vida hasta involucrarse en el tráfico de Viagra pirata.
También el amor es el móvil central pa­ra Ferrán Miralles, un catalán con proble­mas de impotencia nerviosa cuyo empeño por superarlos le impiden establecer una relación amorosa estable y lo orillan a una serie que lo llevarán a la ruina.
Y, finalmente, Juan Luis Kerlow, un actor porno argentino hastiado de su vida ante las cámaras y con una gran capacidad de control mental sobre sus erecciones, quien encuentra en una joven estudiante la oportunidad de redimirse a través de una relación que considera auténtica y que acelera su abandono de la pornografía.
Si bien La sangre erguida pudiera ser catalogada, a primera vista, como una novela erótica y con tintes subversivos, desde las primeras páginas se aleja de este ámbito para revelar su verdadera in­tención: la defensa del buen amor y una sutil condena a los excesos de la libertad sexual.
Por lo menos, el desarrollo de la tra­ma se acerca más al Arcipreste que a Apo­llinaire. Y las voces que disertan en El banquete parecen resonar a lo largo de las más de 300 páginas que abarca esta historia, porque da la sensación de que Serna toma, como punto de partida, la distinción platónica entre amor vulgar y amor celeste; entre la pasión irrefrenable de la juventud y el populacho, y el amor sereno y reflexivo de los hombres ya maduros.
Como suele suceder en las novelas iniciáticas (y La sangre erguida contiene mu­chos elementos que la ubicarían como tal), las situaciones que enfrentan los persona­jes se convierten en pruebas que les permi­tirán conocerse a sí mismos, construirse una personalidad que al inicio está vedada. Y, a la vez, hacerse merecedor de la redención o la condena: Juan Luis Ker­low consigue abandonar el mundo del porno y consolidar su relación con Laia; Bulmaro Díaz, preso finalmente por tra­fi­car Viagra falsificado, disipa sus dudas acerca de la lealtad de Romelia; Ferrán Miralles, preso y enloquecido después de destruir la vida personal y la reputación de las mujeres con quienes se relaciona.
Para conseguir este resultado, Serna re­curre a una estructura sencilla, sustentada en una narración lineal en la cual se van alternando las historias de sus tres pro­tagonistas y sin complicaciones de orden estructural.
De ahí que a partir del quinto capítulo, el lector tenga claro ya el orden de las intervenciones: Bulmaro Díaz, Ferrán Mira­lles y Juan Luis Kerlow. Siempre en ese orden y, salvo el caso de Miralles —quien narra en primera persona desde su cel­da, por indicaciones de su terapeuta—, en ter­cera persona. Eso implica, además, una uniformidad en la voz narrativa, que se distingue apenas por la aparición de algún regionalismo dentro de los diálogos para enfatizar la nacionalidad de sus persona­jes o bien de algún otro recurso que permite al lector identificar cada uno de las historias.
Así, mientras Bulmaro Díaz sostiene frecuentes discusiones con su pene que, a partir de la aparición de Romelia, sigue sus propios deseos y no los de su propie­tario (discusiones, además, con una fuerte carga humorística), en el caso de Kerlow la voz narrativa alterna entre la arrogancia y el estupor: el actor famoso por el férreo control mental sobre su miembro viril se ve, de repente, reducido a la im­po­tencia ante el amor que siente por Laia.
Los personajes de La sangre erguida, por lo anterior, parecen definidos a partir de sus circunstancias: su nacionalidad, su condición de migrantes, su miseria o prosperidad, sus oficios. Pero sus conduc­tas y percepciones son idénticas, quizá porque desde el principio Serna los mues­tra como individuos con una misma obse­sión: su desempeño sexual.
Tal vez por esta misma razón los personajes femeninos son todavía más im­personales: vistos a través de la óptica de sus contrapartes masculinos, de Romelia, Laia y las múltiples amantes de Ferrán, sólo sabemos lo que sus propias parejas sexuales muestran. Ésta pueda ser la ra­zón de que Romelia sea presentada al ini­cio de la historia como una tirana que ha reducido a Bulmaro, gracias a sus artes eróticas, a un régimen de servidumbre in­digno de cualquier hombre mexicano cria­do en la tradición machista.
O Laia, presentada como una estudian­te mojigata, se debate a lo largo de la novela entre este papel y el de una mujer hambrienta de goces sensuales.
En el caso de las parejas de Ferrán, terminan reduciéndose a un conjunto de nombres que aparecen y desaparecen, contribuyendo tan sólo a generar las con­diciones para la ruina del seductor recién descubierto.
Quizá sea ésta, la de Ferrán, la historia con mayores debilidades entre las tres que integran La sangre erguida: desde su aparición, Serna abre la expectativa so­bre las circunstancias que llevaron al perso­na­je a prisión: debido a una recomenda­ción del psiquiatra, como parte del tratamiento para refrenar sus impulsos suicidas, Mi­ralles empieza a narrar la serie de acon­teci­mientos que culminaron con su de­tención.
Y esa serie presenta varios falsos de­senlaces: en cada una de sus relaciones, Ferrán Miralles comete un acto cuyas con­secuencias podrían llevarlo a prisión sin que esto ocurra, a pesar de que el pri­me­ro de ellos es referido antes de llegar a la mitad de la novela (una maratón sexual que deriva, prácticamente, en una viola­ción). Así, se acumula una serie de actos a partir de los cuales se esperaría resultara el incidente determinante para la de­tención del nuevo seductor, hasta que el motivo aparece de manera inesperada cuan­do Miralles —tras perder empleo, departamento y comodidades luego de arruinar la reputación de la principal clienta de la inmobiliaria donde aquél trabaja—, inten­ta reconstruir su vida en una pequeña co­munidad rural.
Serna recurre, aquí, al mismo elemen­to que inicia la caída de su personaje: la nueva pareja de Miralles, una mujer em­peñada en llevar un estilo “sano” de vida, descubre la dependencia de éste al Via­gra y la discusión derivada de ello se con­vierte en un intento de homicidio.
Así, Miralles no es castigado por los familiares de una virgen musulmana sedu­cida por él; tampoco por las represalias de una mujer aristócrata envuelta en un escándalo gracias a unos videos revelados de manera accidental por el propio seductor. Ni siquiera por haber ocasiona­do la ruina de la familia de una examante suya (cuyo marido se suicida al descubrir la infidelidad).
La ruina de Miralles viene (volvamos otra vez al afán edificante de la novela) de traicionar la segunda oportunidad de es­tablecer una relación sustentada en el amor y no en el sexo.
Si bien La sangre erguida no deja de ser una historia amena y contada de ma­nera atractiva, que hace una sátira puntual sobre los lugares comunes en torno a la virilidad y el machismo, se mantiene den­tro de una línea políticamente correcta y con una visión muy clara desde el principio: el carácter destructivo del sexo vacío, egoísta; y la capacidad redentora del amor.