jueves, 24 de septiembre de 2009

Adolfo Castañón o el viaje a la pasión

Basilio Belliard
(Fragmento)

La presentación del libro de un amigo es un acto de amistad y celebración y, desde luego, un acto social. Entraña una secreta admiración a la persona y a la obra del amigo —y más cuando se trata de un amigo extranjero—. De ahí que la amistad sea un supremo don del amor que supera la raza, la nación, la cultura, la lengua y la relación entre parejas —en la que hay una atracción física—. En la amistad hay un hallazgo de lo que no encontramos en el erotismo. Buscamos tener amigos para encontrar aquello que no tenemos y que necesitamos para vivir. La amistad nos permite conectarnos con el mundo para adquirir los valores que no encontramos en la educación doméstica; es, asimismo, la prolongación del hogar en el mundo exterior. Leyendo a John Dewey aprendí que la amistad es una experiencia estética. La prueba de fuego del aprendizaje original del hogar es la amistad, cuando abandonamos el vientre hogareño. La experiencia de la orfandad y la soledad la recompensamos con el calor de la amistad. Los valores del sentimiento crecen y se fortalecen fuera del ámbito de la casa paterna. La amistad es un acto de amor, pero el amor pocas veces se convierte en amistad. Tiene la fortaleza y el valor de lo que no muere con la distancia, contrario a la pasión erótica, que con la distancia se atenúa y hasta muere en el olvido. Los amigos son la cura del paso de los años; son el consuelo para la vejez. En la amistad literaria hay de por medio la admiración no tanto a un carácter y a una persona como a una obra y, por lo mismo, también genera celos y rivalidad. Por eso hay tan pocas amistades entre pares, iguales o colegas de un mismo oficio. La amistad es generosidad, libertad y solidaridad; también es egoísmo y dependencia. De ahí que los premios, los reconocimientos, los viajes y el dinero son los enemigos más peligrosos de la amistad entre colegas literarios. Cuando ganamos un amigo ganamos un presente; cuando lo perdemos, perdemos una memoria y un tiempo compartidos. Perdemos así el sentido de los días y las noches compartidos en el tiempo de nuestras vidas. Los fundamentos de la amistad son el respeto, la lealtad y la admiración. Y su alimento: la conversación; también el silencio y la distancia. El silencio es la distancia estratégica que reconforta y le da oxígeno a la vida amistosa. Nuestras vidas transcurren entre estar en familia y estar entre amigos. La soledad reclama el vínculo afectivo entre la vida en comunión y la vida del yo. Recordamos con infinita nostalgia los tiempos perdidos del pasado compartido entre los amigos más que cualquier otro tiempo. De ahí el valor de la amistad en la conformación de nuestro diario vivir, en la definición de nuestra personalidad y nuestro carácter. La soledad es la prueba de la necesidad de la amistad hasta que nos llega la muerte, la suprema y eterna soledad. La amistad es el fruto de lo que sembramos. Por eso se debe alimentar igual que a los cultivos. Dependiendo de lo que sembremos, cosechamos. En la carrera de ganar amigos también ganamos enemigos. Por eso no hay nadie que no tenga un enemigo. Sólo que hay quienes eligen a sus enemigos. El arte de la amistad consiste precisamente tanto en conquistar amigos como en elegir a sus enemigos. Los dos enemigos supremos de la amistad son el chisme y la indiscreción. La amistad no los tolera. Olvidamos viejos amigos de infancia y juventud, y ganamos amigos en la madurez y hasta en la vejez. Buscamos amigos más jóvenes y más viejos que uno para aprender de lo que no tenemos y de la experiencia ajena. En esa diferencia estriba muchas veces el oro de la amistad y su perdurabilidad.
Entre Adolfo Castañón y yo hay tres lustros de diferencia, pero entre ambos nació una amistad que se nutre con los encuentros y los reencuentros, en su tierra, México, y en la mía, Santo Domingo. También en la afición por los libros, los autores comunes y en la mutua admiración por Octavio Paz, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, cuya amistad histórica se prolonga con y en nosotros.
Él ha venido seis veces a Santo Domingo y yo tres veces he ido a su tierra, sin contar las veces que he ido a la suya fuera de la ciudad capital. El golfo de la cuenca del Caribe nos distancia geográficamente, pero la pasión intelectual y literaria nos acerca. Sin embargo, la magia del correo electrónico y el teléfono mantiene viva la llama del diálogo y permanente la admiración. Yo, que tengo el privilegio de ser acaso, no sin orgullo, el dominicano que más conoce su obra —pues tengo la mayor parte de sus libros—, me siento en el deber de hablar, defender y promover su obra, sus ideas y su estilo. Hoy me regocijo en la pasión y satisfacción de presentar el libro Viaje a México, que recibió el codiciado premio Xavier Villaurrutia de México en 2008.
Cuando nos conocimos, en 1998, ya yo tenía noticias suyas, pues lo leía en la revista Vuelta mientras estudiaba en Nuevo México, adonde llegaba cada mes y yo acudía a leer sus páginas. Recuerdo que unas de las que más me conmovían —y lo admito— eran las de Adolfo Castañón. Recuerdo que nos vimos por primera vez en persona en el stand del FCE en la I Feria Internacional del Libro Santo Domingo —en 1998, esa vez dedicada a España—. Recuerdo que cuando me dijo su nombre de inmediato reaccioné, sorprendido, pues pensé que nunca lo vería en persona. Unos meses después leería una crónica en la revista Vuelta de esa experiencia, de su visita a Santo Domingo, y de cómo nos conocimos. De modo que fue él quien dio noticias de mí antes que yo de él, con lo que sentí un gran orgullo, pues ya no era un joven autor anónimo, de un libro publicado, sino un autor cuyo nombre había figurado ya en las páginas de aquella revista, que tanto contribuyó en mí a conocer las letras mexicanas, en mi formación literaria y en mantenerme al día sobre su acontecer cultural. Vivía aún Octavio Paz y recuerdo que me dijo —para mi alegría— que si le escribía yo una nota a Paz, él con gusto se la entregaría. Recuerdo que se la dejé, pero no estoy seguro si mi admirado maestro la recibió. Transcribo aquí un fragmento de su crónica de viaje publicada en la revista Vuelta sobre Santo Domingo, de su segundo viaje a tierra quisqueyana y del momento en que nos conocimos en el stand de la feria del libro: “Estaba yo resignado a ir a la biblioteca el último día —soy de una raza que prefiere las librerías insumisas a los disciplinados acervos públicos— cuando, el último día de mi paso, un encuentro inesperado me aligera el ánimo. Llego al lugar donde exhibíamos los libros del fce en la feria un joven escritor dominicano, Basilio Belliard, que me empezó a hacer plática hasta que dio con el santo de mi nombre y el apellido de mis señas.”
Recuerdo que él me preguntó: ¿y usted, qué escribe? Yo le dije: poesía y ensayos. Y me preguntó: ¿pues me puede dar algo que usted haya escrito? Le pasé un artículo que acababa de publicar en la prensa sobre Flaubert. Luego me dejó unos ejemplares de Vuelta que había traído sólo para que las hojeara, y que eran para su amiga —y amiga común— Soledad Álvarez.
Así empezó la historia de mi amistad que revivió cuando, al año siguiente, la Feria Internacional del Libro tuvo como país invitado de honor a México, y Castañón volvió como invitado especial. Dictó dos conferencias: una sobre literatura hispanoamericana y otra sobre Octavio Paz, y participó en un coloquio sobre Paz —el cual organicé—. Luego me regaló varios de sus libros dedicados.
Paso pues a lo que me invitó mi amigo, a la presentación de su libro Viaje a México, libro de crónicas, ensayos y retratos: viaje al corazón de su cultura, sus letras y su historia. Viajero que escruta, no sin pasión y delectación, las grutas y los signos de la vida cotidiana del México del presente y del pasado. Heredero de una tradición pródiga en hombres de letras y pensamiento, Adolfo Castañón semeja un farmacéutico cuya farmacia platónica maneja con patriarcal secreto de boticario. El amor por los libros le nace de su vocación de editor que traslada a su sacerdocio bibliofílico, distante de la vida académica y diplomática. Y ese amor por atesorar libros es la causa sagrada de su amor por la escritura. No brotan de su espíritu intelectual la vocación magisterial, pero sí, en cambio, su vocación de lector impenitente, investigador para sí mismo y estudioso de las lenguas como filólogo autodidacta: “Por la noche, este lector duerme con un ojo abierto, hojeando las instrucciones de sus clásicos y oteando el horizonte para ofrecer a las naves que se acercan una cogida en la tierra al amanecer.” Así lo ha descrito su discípulo y hermano literario Christopher Domínguez Michael.
A Castañón lo salva su libertad crítica. No asume ningún método. Ni lo importa de Europa ni de Estados Unidos; ni lo trae del mundo académico americano. Por eso no resuenan en su música crítica Harold Bloom, Paul de Man, Edward Said, Jacques Derrida, Roland Barthes, Umberto Eco o Julia Kristeva. Si acaso algún eco resuena, éste viene de Montaigne —su lejano maestro—, o de Alfonso Reyes —“el caballerro de la voz errante”, según sus palabras—. Quizá de Bataille, Blanchot y Roger Callois, me apresuro a decir.

Dos poemas

Alberto Blanco


VASO

Un
vaso
de vidrio
no es transparente

No
sólo el
vidrio es
claramente denso

El
vacío
también
tiene su espesor

La
luz que
lo atraviesa
se difracta al instante

Y
sigue
su camino
con leve alteración

Sin
que su
naturaleza
cambie para nada

Sin
nadie
que atestigüe
la plenitud del vacío

Su
nombre
es como un eco
del vaso que lo contiene


ESPEJO

Camino
y recuerdo
aquellas promesas
hechas a al calor de la pasión

Feliz
adolescente
con ánimo de complacer
a todos los que me rodeaban

Y hoy
muchos años
después de la promesa
¿qué es lo que queda en pie?

Yo
me lo
pregunto
sin hallar respuesta

Veo
de pronto
desperdigados
y brillando en la banqueta

Un
montón
de trozos de vidrio
de todas formas y tamaños

Veo
que ya
no existe
el espejo original

Pero
cada trozo
sigue reflejando
el mundo por completo

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El corazon instantaneo de un poeta

Kimberly A. Eherenman
(Fragmento)

—Alberto, voy a empezar con la pregunta quizá más obvia de todas, ¿por qué titulaste al primer ciclo de doce libros de tu poesía El corazón del instante y qué representa para ti?
—Kim, tal vez pensarás que voy a dar un rodeo muy largo para responder a esta primera pregunta, pero hace muchos años alguien me preguntó: “Al escribir poesía, ¿cuál es tu tema?” Claro, es una de esas preguntas obligadas, pero yo nunca la había tomado en serio. Me quedé pensando, primero, que era una pregunta muy absurda... como si la poesía tuviera un tema o tuviera temas, y me pareció todavía más absurda la idea de que un poeta tuviera que apartar un tema para sí mismo o hacer un tema suyo como los pintores o seudopintores que pintan cuadros para vender en serie que se especializan en pintar vacas o en pintar puestas de sol en el mar o en pintar desnudos. Y mi primera reacción entonces fue decir: todos los temas... o ninguno. Pero no dije eso, me quedé callado pensando: “Bueno, de veras, ¿cuál es mi tema?¿Qué quiere decir “tema”?¿Por qué me parece tan absurda la pregunta? Y lo primero que tuve que reconocer, claramente, es que he escrito sobre todo. Pero, ¿qué quiere decir “sobre todo”? ¿O qué quiere decir escribir “sobre cualquier cosa”? Por principio de cuentas, uno no escribe “sobre cualquier cosa”. Realmente sólo he escrito cuando “algo” me pide que escriba: cuando una situación o un recuerdo o un ser o una visión me piden que escriba. Y eso siempre sucede como una llamada muy fuerte. Y esa llamada siempre acontece cuando uno está atento, cuando uno está despierto, porque si no, no se escucha. De tal manera que mi primera reacción habría sido decir: mi verdadero y único tema es esa llamada. Mi tema es escuchar esa llamada, de donde venga, si es ese avión que está pasando ahorita, o esa ardilla que pasó corriendo, o la fuente, o tú, o la grabadora, o mi respiración. No importa. O sí importa, pero no es a final de cuentas lo más importante. Lo que importa, para mí, es ese grado de atención que permite escuchar la llamada. Y ese grado de atención no es más que una manera de decir: estoy aquí, aquí, aquí, aquí despierto. De tal manera que entonces, después de pensar todo esto y más cosas, le respondí a la amiga que me preguntó, “¿cuál es tu tema?”, diciéndole nada más: “Este instante”. Y así es. Éste ha sido siempre mi tema. Y lo seguirá siendo, porque no conozco otra cosa. Sin embargo, con el paso del tiempo —¡ay, el tiempo, siempre el tiempo!— he tenido que reconocer que la puntualidad flamígera del instante se halla siempre contrapunteada por lo que el poeta galés Robert Graves llamaba el único tema de la poesía, “El Tema” (así, con mayúsculas) de toda la poesía: el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección del Dios del Año. A veces el Dios puede referirse a su ciclo diario como el Sol desde una aurora hasta la siguiente; a veces, a su ciclo anual, desde el solsticio de invierno hasta el otro solsticio de invierno con los meses como estaciones de su avance (doce meses: doce libros); y otras veces a ciclos mucho más grandes, como al ciclo de 52 años que constituía la base del sistema calendárico mesoamericano, o hasta el magno ciclo de 25 800 años alrededor del Zodiaco. Ahora, ¿qué quiere decir este instante? Parece que tiene que ver con el tiempo... pero tengo mis dudas. Es muy probable que este instante no tenga nada que ver con el tiempo. O con las ideas que de modo común y corriente tenemos acerca del tiempo. En todo caso, es evidente que este instante parecería tener mucho más que ver con el tiempo que con el espacio, que son nuestras dos grandes categorías. En este sentido El corazón del instante sería como un pleonasmo, una repetición casi innecesaria, pero que en este caso se justifica. Así como podemos concebir el instante como el centro del tiempo, podemos concebir el corazón como el centro del espacio. “El corazón del instante” es para mí el centro-centro. El doble centro. El centro del centro. Por eso, este libro, a diferencia de todos mis libros anteriores, no tiene una dedicatoria.* El título es ya, en sí mismo, la dedicación y el fin de la dedicatoria: al corazón del instante0.
—En la “Nota preliminar” de El corazón del instante tú dices que esta colección de poesía tuya constituye un ciclo completo de poemas, un ciclo de veinticinco años de producción poética, pero que no está organizado cronológicamente. Entonces, ¿cómo organizaste estos doce libros de poesía y por qué decidiste organizarlos de esta manera?
—Porque lo vi. Porque vi ese orden. Yo no lo organicé en el sentido absolutamente literal que se le puede dar a esta frase: “yo lo organicé”. La verdad es que yo no lo organicé.
—Se organizó.
—Exactamente, se organizó de esta manera. Sólo tuve la suerte de estar despierto el día en que me mandaron el esquema, la forma geométrica de este trabajo. Y eso sucedió hace mucho tiempo. Sucedió hace veinte años, más o menos. Y, por supuesto, entonces todavía no estaba escrito todo lo que contiene El corazón del instante. Pero yo ya me había dado cuenta desde mi primer libro, Giros de faros, que los poemas que yo escribía con absoluta libertad —y he de decir que siempre los he escrito con la más absoluta libertad— tenían sus propias opiniones respecto a cómo juntarse, con quién les gustaba estar cerca, con quiénes no, etc. De manera tal que descubrí muy pronto en mi escritura que estaba trabajando con series. En realidad, y eso lo escribí ayer, fíjate, cada pensamiento, cada aforismo, cada poema inaugura una serie. Pero una vez que tú ves una serie, es muy difícil que más adelante no reconozcas algún poema que pertenece a esa serie. Es como distinguir familias o especies. Y a mí eso me sorprendió mucho, mucho, cuando lo descubrí trabajando en mi primer libro. Y ese primer libro se organizó en siete capítulos. Se llama Giros de faros. Fue terminado de escribir en 1977 y fue publicado en 1979. Tiene 77 poemas. Está dividido en siete capítulos. Y sé que todo esto puede parecer muy obvio. Lo que no es obvio es que yo no le impuse esa estructura desde fuera. No fue que un día yo dije, “Voy a adoptar el número ‘siete’ como elemento estructurador de este libro”, sino que simple y sencillamente durante mucho tiempo fui apartando los poemas que me parecía que tenían que ver uno con otro. Todo esto lo pude ver más claro todavía después de un año de trabajo en el Centro Mexicano de Escritores, que en 1977 me dio una beca para terminar de escribir este libro. Allí lo pude someter a la lectura y la crítica de Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monterde en sesiones semanales de varias horas. Pero el trabajo siguió. Y durante años yo estuve tratando de distinguir esas familias o esas series. De manera tal que sí, me daba cuenta de que había una manera de organizar los poemas que ya no tenía que ver directamente con la escritura del poema sino que tenía que ver con la manera en que los poemas se combinan entre sí. Así que empecé a pensar en estructuras más largas, más complejas; en verdaderos super-poemas, vamos a decirlo de esta manera. Empecé a ver los poemas como parte de un poema más grande que, tarde o temprano, se iba a convertir en un capítulo de un libro. Y el paso siguiente era obvio. Empecé a ver los libros como parte de un poema todavía más grande. Y lo que vi en ese momento hace veinte años fue la forma de ese libro que es El corazón del instante. Lo vi. Simple y sencillamente lo vi. Vi la forma, vi la estructura, vi los doce libros, vi la secuencia, vi en qué orden podían aparecer. Algunos ni siquiera se habían comenzado a escribir, pero ya estaban en ciernes, en germen. Digamos que tuve la fe de creer en ese descubrimiento o en esa visión y se me concedió la paciencia para llevarlo a cabo. Así es que veinte años después puedo decir que sí era cierto, sí era verdad. En realidad y hasta la fecha, Kim, aunque he trabajado en otros libros, no he publicado más que dos libros: El corazón del instante es uno, y el otro se llama Cuenta de los guías. Cuenta de los guías es un libro de doscientos sesenta poemas en prosa que ya está publicado y que no forma parte de El corazón del instante. Estos dos libros son todo lo que he publicado de poesía hasta el día de hoy. Dos libros de poemas en 25 años no es una producción exagerada... ¿No te parece?
—Mi próxima pregunta iba a ser, ¿por qué hay doce colecciones de poesía en una?¿Qué tiene que ver el número doce y el significado del número doce con la idea de publicar un ciclo completo de poemas?
—El número doce, si queremos hacer una lectura simbólica de los números, una interpretación numerológica, es uno de esos números redondos por excelencia. Es un número asociado con la idea de ciclos. No sabemos desde cuándo. Desde luego, no es una invención personal, no es una invención moderna, no es una arbitrariedad. Nosotros no inventamos que el año tiene doce meses, por decir algo, y probablemente ni Pitágoras inventó en realidad que entre una nota y su nota gemela, una octava más arriba, hay doce notas de por medio: siete blancas y cinco negras. Esta idea de los ciclos de doce aparece en muchas mitologías, en muchas leyendas... y muchos ciclos tienen que ver con el número doce. Así que en cierto sentido resultaba muy natural que un ciclo se organizara sobre el número doce, pero podría haber sido un ciclo trabajado con otros números. Podía haber sido un ciclo de cuatro libros, podía haber sido un ciclo de siete, un ciclo de nueve, podía haber sido un ciclo de doce, de dieciocho, de veinticuatro, de treinta y seis, de cincuenta y dos, de sesenta y cuatro, de setenta y dos, de ciento ocho libros, yo qué sé. Yo he trabajado muchísimo con los números porque me gusta mucho la geometría. Me gustan mucho las formas. Y es imposible que alguien que está interesado en el arte en un momento dado no descubra la maravilla de las formas geométricas. Digamos que ésas son nuestras dos grandes alternativas de construcción: la vía de las formas geométricas, de los cristales; o la vía de las formas orgánicas completamente libres, llenas de curvas, y, en cierto sentido, aparentemente caprichosas: la de las llamas. El cristal y el fuego. Yo he trabajado en ambas formas y con ambas formas. En cierto sentido podría decir que si El corazón del instante es un libro organizado geométricamente, Cuenta de los guías es un libro organizado orgánicamente, por más que esto suene, otra vez como un pleonasmo.
—¿En qué sentido está organizado “orgánicamente”?
Cuenta de los guías es un libro de poemas en prosa. El poema en prosa es un poema mucho más flexible, mucho más abierto que la generalidad de los poemas escritos en verso. Sin embargo, yo diría que los dos libros en su conjunto, es decir, los resultados de estos primeros veinte, veinticinco años de escritura, están muy claramente orientados del lado geométrico, del lado cristalino, formal, apolíneo. En realidad, la estructura de los dos libros está muy relacionada, pero esto ya nos llevaría a consideraciones de otro nivel y probablemente nos apartaría de la lectura de El corazón del instante.
—En la colección Antes de nacer, del año 1983, tú dices que “la voz es pluma / que el espíritu da / mientras brota luz”. Y además me dijiste hace poco que un poema es “una cajita de música hecha con palabras”. Entonces, para ti, ¿qué es un poema?
—Se pueden decir muchas cosas. Entre otras, las dos que tú acabas de citar. Un poema es un milagro. Un poema es un juguete del lenguaje que te demuestra que jugar es un juego muy serio, que vivir es un juego muy serio. Que si prefieres vivir tu vida como un ser humano en toda su plenitud, en toda su extensión y profundidad, es inevitable que en un momento dado te preguntes por las capacidades del lenguaje, que es lo que, en muchos sentidos, nos hace ser seres humanos. Así que una posible respuesta tendría que ver con el lenguaje. Sí, somos seres del lenguaje, somos seres de palabras o seres constituidos por la palabra en muchos sentidos. No somos pericos; o no todo el tiempo; o no todos o no nada más. Son muchas las tradiciones que imaginan el origen del mundo, del universo, o del hombre, como una palabra o como un sonido, como un Creador diciendo: “hágase”. Una orden en palabras, por palabras, a través de las palabras, con la palabra. Ahora mismo nos estamos comunicando con palabras. Habría que reflexionar sobre todo esto muy en serio... y muchos filósofos lo han hecho, y muchos poetas también. Me vienen a la mente, de inmediato, por citar un ejemplo, Wittgenstein, del lado de la filosofía, o Paul Valéry, del lado de la poesía. El mismo Octavio Paz. ¿Cuál es la relación entre pensamiento y lenguaje? ¿Podemos pensar sin palabras? ¿Podemos pensar sin lenguaje? ¿Qué quiere decir pensamientos sin lenguaje? ¿O pensamientos sin palabras? ¿Hay conocimiento sin lenguaje? Y si es así, ¿de qué conocimiento se trata? En todo caso me queda claro que la poesía, dentro del campo del lenguaje, es la punta de la lanza, la vanguardia, la utilización más riesgosa, más intensa, más intencionada, más aventurada, de las palabras. Para ver hasta dónde llega, hasta dónde da el lenguaje. ¿Qué podemos conocer y qué no a través de las palabras? Y lo que sucede con la poesía —y eso lo descubre uno en un poema— es que tal parece que en el límite del lenguaje un poema sería justamente un testimonio de que algo muy extraño y maravilloso sucede con las palabras. En el límite del lenguaje tal parece que el lenguaje se da la vuelta y te comienza a decir a ti. Estamos muy acostumbrados a usar las palabras como si nosotros fuéramos los dueños, como si nosotros tuviéramos las riendas y las palabras fueran un carro que podemos manejar hacia dónde nosotros queramos. Cualquier poeta sabe que en la poesía no sucede exactamente así. Y, de hecho, no costaría mucho trabajo llegar a plantear la idea contraria: que en la poesía es más bien el lenguaje el que le dice al poeta de qué se trata, qué es lo que quiere. ¿El lenguaje? ¿La Musa? ¿El inconsciente? ¿El espíritu? ¿El misterio? ¿El sueño? ¿La otredad? De todas formas son maneras muy extrañas de hablar. Porque, ¿qué quiere decir que el lenguaje nos dice? ¿Qué es lo que quiere decir? Sea lo que sea, un poema es un testimonio de esa inversión de flujos. ¿Cómo lo hace el lenguaje? Quién sabe... ¿Viste el salto que dio la ardilla?
—No.
—Ese salto en el vacío es lo que yo llamo “un acuerdo”.
—¿Es un tipo de salto dado a ciegas con mucha fe?
—Es un paso al frente. Es un brinco de lo conocido a lo que no conocemos. Un poema es como aquella flor de la que hablaba Samuel Coleridge, y que tanto le gustaba citar a Jorge Luis Borges. ¿Qué pasa si soñaste con que ibas al Paraíso y cuando despiertas hay una flor allí, abajo de la almohada, que trajiste de allá, del otro lado, de “la otra orilla”. Entonces, tu sueño fue real. Esa flor debajo de la almohada es un poema, evidentemente, puesto que ya ha sido dicha: esa flor fantástica es, no lo olvidemos, una flor escrita. Es una cajita de música que no deja de dar sorpresas. Pero es una cajita de música construida con palabras.

* Las dedicatorias de los libros anteriores de Alberto Blanco son las siguientes: En Giros de faros, “Al farero”. En Tras el rayo, “A la raíz del rayo”. En Cromos, “Al dador de forma y color.” En Canto a la sombra de los animales, “A la luz de los animales”. En El libro de los pájaros, “Al corazón del cielo”. Y en Materia prima, “Al más visible sonido de todos”.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Rito de paso

Alejandro Badillo
(Fragmento)

I
Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas hacían guarida en ellos, las habilidosas se encaramaban a los afilados. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor, me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba dañando. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas amaneciera iría al pueblo.
Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos ni las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces.

II
Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizás. El lento latido del tiempo.
—¿A dónde va?
—Al pueblo
El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice:
—Entre, parece que está penando.
Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados colmillos.
—Puros fantasmas en el pueblo, ¿no? —me dice
—Me levanté con ganas de ir —le confío.
—Nadie quiere ir.
—A lo mejor hay mujeres, algunos perros.
El hombre suspira.
—Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa.
—Dígame.
—Antes del pueblo, voy a una casa. ¿Le importa?

III
El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice:
—Ya mero llegamos, no desespere.
—No se preocupe, no tengo prisa.
Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa
—¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme.
—¿De qué?
—Del pueblo.
—No sé, hace mucho tiempo que no voy
—Por eso —insiste—, ¿cómo lo imagina?
Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria.
—Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves. Nada más —digo por decir.
—Muy bien… algo es algo —dice
—¿Es importante?
—Uno nunca sabe.
La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio.
—Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la carretera.

El crítico como estratega: Rama y Retamar vs. Monegal

Idalia Morejón Arnaiz
(Fragmento)

Al ser interrogado acerca de la posible influencia de Emir Rodríguez Monegal en la expulsión de Ángel Rama de los Estados Unidos a comienzos de la década del ochenta, el director de Casa de las Américas (La Habana, 1960) respondió: “Emir Rodríguez Monegal fue sencillamente un instrumento, y creo que no es el dedo de Emir Rodríguez Monegal, es el dedo que estaba detrás de Emir Rodríguez Monegal (...). Si me pregunta usted, y esto es una conjetura, no creo que Emir hubiera hecho eso. Creo que Emir escribió algunas majaderías en las cartas que se han publicado después, sin embargo era un caballero, y no hubiera hecho una cosa de esa naturaleza. Pero repito, Emir no era el que decidía en estas cosas, él era sólo el director.”[1]
En su respuesta, Fernández Retamar funde dos momentos cronológicamente distintos en la carrera de estos dos críticos uruguayos (iniciados los ochenta, Rodríguez Monegal era catedrático en Yale, mientras que Rama intentaba serlo en Stanford), reforzando así la imposibilidad de Casa de las Américas de desvincular al primer director de la revista Mundo Nuevo (París, 1966-1968; Buenos Aires, 1968-1971) de la imagen estigmatizada de “colaborador” de la CIA con que había sido rotulado más de tres décadas atrás. Al (con)fundir las temporalidades y funciones de Rodríguez Monegal como director de revista y como “agente”, Fernández Retamar demuestra su actual disposición para explicar y justificar la tan criticada actuación del fundador de Mundo Nuevo. Al mismo tiempo que el empleo del adverbio “sólo” sirve para delimitar las atribuciones de orden político-práctico de Rodríguez Monegal, sirve también para mostrarlo en un plano de subordinación más que ante la política institucional de su organismo financiador (el Congreso por la Libertad de la Cultura, CLC; el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales, ILARI), ante la política de los Estados Unidos, lo que significaría, en la visión de la izquierda militante, estar al servicio de quienes se oponían al modelo revolucionario latinoamericano.
La apelación a la integridad moral de Rodríguez Monegal (“sin embargo era un caballero”) para aliviarlo del peso de la “culpa” que durante casi cuatro décadas ha recaído sobre su participación en Mundo Nuevo, tal vez se explique por la resistencia de su revista tanto al tiempo de la historia política como al de la literatura, y nos enseñe hoy que lo que ha sobrevivido para la literatura latinoamericana de la disputa entre el radicalismo de derecha y el de izquierda en los animados años sesenta es justamente mucho de lo que trató de mantenerse al margen o contra dicho radicalismo. Desde el campo de valores de Fernández Retamar, el adverbio “sólo” propone la silueta de un Rodríguez Monegal manipulado, no lo suficientemente capaz de resistir a las maniobras de la CIA o de colocar su talento crítico al servicio de las demandas de una comunidad intelectual amante de la revolución planetaria. Pero la ausencia de responsabilidad que parece recaer sobre el uruguayo podría ser pensada además como la reevaluación de Fernández Retamar sobre el papel que jugaron ambas revistas en un debate que, si bien él pretende inspirado en la vocación rebelde de un solo hombre (Ángel Rama), sus mismos contenidos muestran cómo fueron creadas para operar dentro de campos de poder en que las jerarquías a partir de las cuales polemizaban compartían un mismo nivel de subalternidad, al responder en diferentes grados y con discursos opuestos a políticas institucionales y a ideologías que colocaban en juego, en primer lugar, el control político y económico sobre determinados espacios geográficos.
Detengámonos en el sintagma “él era sólo el director” para comentar la nueva esfera de actuación de los críticos en el contexto político sesentista y cuestionar de qué modo (re)define la naturaleza y funciones del director de una revista, su marca de institucionalidad, ya que también hace explícita la actuación de Casa de las Américas y Mundo Nuevo como receptoras, portadoras y divulgadoras de ideologías que circulan y se asientan en torno a figuras claves en la crítica literaria latinoamericana de los años sesenta. Más que indagar sobre las razones o los motivos que llevan al director de Casa… a presentar la actuación secundaria de Rodríguez Monegal como una derrota de la ingenuidad o de la estrechez ideológica, interesa explorar la intensidad con que el sintagma “él era sólo el director” espejea la funcionalidad de otro sintagma: hacer una revista (y dirigirla) implicaría la yuxtaposición de prácticas personales y políticas institucionales ante las cuales los directores se verían abocados a optar en diferentes grados. Y es justamente en función de los conceptos políticos que circulan dentro de los campos de poder en que se mueven que cada uno de estos directores opta por un modelo retórico, por un diseño intelectual. La idea del director como El Maestro, como la figura espiritual que rige la discursividad y ordena la sintaxis de una revista, y que como un hilo nada invisible había atravesado algunas de las principales publicaciones latinoamericanas de la época (Sur, Orígenes), es desplazada a partir del triunfo revolucionario cediendo lugar a una colectividad que reproduce los mitos y ritos participativos de la nueva estructura social. La imagen del intelectual como voz de los sin voz, como “técnico”, letrado y reproductor de los cambios sociohistóricos transforma, en el espacio cubano, las formas “tradicionales” de hacer una revista.
Si durante el quinquenio en que se mantuvo al frente de Casa de las Américas, Antón Arrufat trató de preservar ciertos espacios textuales en beneficio de la libertad de creación y la polémica estética, reivindicando así su formación en el interior de las páginas de Ciclón, Fernández Retamar (que en su juventud fue colaborador de Orígenes) negocia dichos espacios hasta el punto de llegar a ser totalmente controlado por la institucionalidad. Mientras tanto, desde otro contexto, Rodríguez Monegal mantuvo una concepción más unipersonal y centralizada del trabajo editorial. Para mantener su imagen de revista de diálogo, Mundo Nuevo produce cierta heterogeneidad interna, aunque basada en una plataforma institucional que, al oponerse a las grandes líneas de la política cultural de la revolución cubana, se contradice con la política de tolerancia que aparentemente mantenía con los escritores de izquierda que se insertaron en la estructura de su discurso liberal.
Al contar con un comité de colaboración integrado por escritores de diversos países del continente, la revista cubana aparece como el producto de cierta representatividad latinoamericanista, que guía la elección de autores y temarios. Los miembros de este consejo editorial son los mediadores y suministradores de una larga lista de adhesiones. Mundo Nuevo, por el contrario, siembra la duda en el estrecho espacio que separa la práctica canonizadora de Rodríguez Monegal, de la plataforma ideológica del ILARI, de la Fundación Ford o del CLC. El Comité de colaboración de Casa también participa como voz del consenso de la izquierda revolucionaria, mientras que Mundo Nuevo, al no tomar decisiones colectivamente, no torna público el espacio y el modo de negociar con las instituciones que la financian. Las copiosas manifestaciones de apoyo a la revolución cubana lanzadas en cartas colectivas e individuales, en declaraciones y congresos hacen de Casa un frente organizado capaz de asumir el papel de denunciante posicionado desde el lugar productor de la verdad (revolucionaria). Casa proyecta la voz de la urgencia, la voz del cambio, siempre convocando a los intelectuales a posicionarse y a tornar públicas sus creencias. La urgencia está dada por la proximidad geográfica de los Estados Unidos y por la profundidad de su presencia en la vida económica y política latinoamericana. La urgencia es el resultado de la inminencia de hechos concretos, como las agresiones imperialistas en los primeros años de la revolución, o la exclusión de Cuba de la OEA. Así, el discurso de Casa se convierte en una suerte de llamado público contra la política norteamericana, y la izquierda revolucionaria puede contar incondicionalmente con la revista para promover a sus integrantes.[2]
En contrapartida, el estilo didáctico adoptado por Rodríguez Monegal fue el eje que organizó la sintaxis de su revista. Aunque existen números monográficos en la forma dossier, el didactismo está dado por la articulación de diversos géneros en torno de una figura (Darío), un tema (el erotismo) o una literatura (la literatura argentina). Su empresa, entre pedagógica e ilustrada, se convierte en un lugar para lo “alternativo” frente a las poéticas comprometidas de la izquierda, por medio de la restauración y exposición (parcial) de figuras y temas excluidos de la mirada revolucionaria -como es el caso de la escritura de Manuel Puig, la animada ensayística de Cabrera Infante en torno al erotismo en la novela folletín o la estratégica aparición internacional de José Lezama Lima.

[1] Idalia Morejón e Irlemar Chiampi, “Entrevista a Roberto Fernández Retamar”, São Paulo-Cienfuegos, Cuba, enero de 2003.
[2] Mundo Nuevo también promueve no sólo a los autores de ideología liberal, sino a los que habían participado y luego roto sus vínculos con el régimen cubano. María Eugenia Mudrovcic ha trabajado con el enfoque sociológico y la línea de debates sobre el militarismo, el movimiento estudiantil y el latinoamericanismo que ocupó el grueso de la revista principalmente en su segunda fase, pero también debe ser recordado que la revista llega a oponerse a la política estética de su primer director, principalmente a través del cuestionamiento del lugar preponderante otorgado por Rodríguez Monegal a la nueva novela.

Lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo

Ernesto Lumbreras


30
Allá, donde amanece con muchos saltamontes, quedó esperándome tu voz.

58
Filosofía de flor que está muriendo.

59
Algo había de ti en ese loco amor que me puse a pensar en una orquídea colocada en el último peldaño de una escalera.

60
Como el nonato que sueña dentro de un arroyo de crisálidas, me dejo arrastrar por una neblina amarga.

61
Ofrecer ese soplo, sacarlo de un ahí donde ya estaba en forma de deseo o potencia, y disponerlo como una flama sobre la vela, como una sombra sobre la luz.

62
En el temor de mi Dios, descubro altas espigas picoteadas al vuelo por un zorzal. Sintiendo en mi espalda sus ojos de diamante, desde mi nacimiento, no ceso de atravesar la primera noche del diluvio acompañado de un perro color ceniza.

63
¿Oyes la noche dentro del ojo? ¿Oyes al relámpago tocar la puerta de una casa de sombras?

64 (LOROS CRESTA AMARILLA)
Lengua de un dios menor son estos pájaros. Abren su caballería a todas las voces. El turbio lagrimal de la celosía los desquicia. Guardan en su memoria un ábaco o un terrón de azufre. Los ángeles sin posesión dan lucidez al huracán que ocultan.

66 (FOIE GRAS)
Turba de ir y venir con un hisopo. Me pesa contradecirme en los rápidos del río. Desde luego, el trombón de estas aves moja mis pensamientos. Lo que incendié en la sombra vuelve a nacer, ahora mismo, en la respiración tribal de esas comadronas persiguiendo la voluntad de Dios.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Las razones de la literatura

Adriana Kanzepolsky

Una de las fotos que ilustra el artículo de Virgilio Piñera, “Pasado y presente de nuestra cultura”, publicado en enero de 1960 en el suplemento Lunes de Revolución, reproduce la tapa del único número de Ciclón que José Rodríguez Feo editó dentro de la Revolución. El epígrafe sentencia: “Dejó de existir apenas comenzaba 1959, muerta de cansancio.” El epitafio de Piñera parece ser el que conviene a una revista con ese título. Se sabe que un ciclón puede ser devastador pero que no dura años. Sin embargo, en “La neutralidad de los escritores”, el editorial del número cuya tapa Lunes reproduce, Rodríguez Feo, su director, explica: “En el mes de junio de 1957 se suspendió la publicación de esta revista porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros lectores ‘simple literatura’” (s/n). Estamos ante dos versiones que explican el fin de Ciclón, una que lo atribuye a causas naturales, el cansancio, y, otra, a un sentimiento de vergüenza. Ante la muerte, la literatura, la “simple literatura” (expresión que desde otro paradigma —¿desde otra vergüenza?— Feo entrecomilla) debe llamarse a silencio. A pesar de la diferencia de tono de los comentarios, tanto el de su exdirector, como el de su exsecretario de redacción parecen dejar claro que frente a las nuevas circunstancias políticas Ciclón no tiene nada que decir. Recordemos que Piñera, en el artículo que acabamos de mencionar, afirmaba: “En vista del hecho consumado que es una Revolución triunfante, [el escritor debe preguntarse] ¿tendré que revisar mis ideas?, ¿me dejará libertad de expresión?, ¿estoy preparado para servirla?”
No pretendemos indagar específicamente las causas que llevaron al cierre de esa revista, que en enero de 1955 se había presentado como un “arma secreta” para borrar a Orígenes de un soplo, sino que queremos tratar de delinear el modo en que durante los dos años en que apareció con regularidad se propuso intervenir en el campo intelectual cubano; detenernos en ese periodo en que pretendió librar una guerra contra su antecesora. Si es un lugar común señalar que Ciclón se postuló como la contracara de Orígenes, tal vez sea hora de preguntarnos cuál fue —si la hubo— la singularidad de su propuesta, cuál el vacío que quiso colmar, el corte que quiso producir y a través de qué estrategias pretendió llevar a cabo su intervención, calificada con recelo por José Rodríguez Feo de “simplemente literaria”. Como al parecer el nuevo momento histórico no era propicio para la “simple literatura”, cabría preguntarse también en qué medida las comillas que bordean esta expresión no son una finta de la que el ensayista se vale para tomar distancia, si bien ambiguamente, no sólo de su pasado de director de Ciclón sino también del de director de Orígenes, una publicación a la que en 1960 Virgilio Piñera cataloga como interesada solamente en el “arte por el arte”.
A la hora de pensar en la especificidad de Ciclón, se hace inevitable recordar sintéticamente los lineamientos que rigieron la factura de la publicación codirigida por José Rodríguez Feo y José Lezama Lima. Aunque en su primer número esta revista, surgida en la primavera de 1944 y que dejaría de salir definitivamente en 1956, declara explícitamente y, distanciándose de las vanguardias, que no va a formular un programa, ella es el resultado y la representación de una serie de deseos y atributos colectivos, como también de los individuos que conformaron ese colectivo, a los que se conoce como “los origenistas”. Sus integrantes quisieron hacer de Orígenes una fuerza histórica, desearon que la revista se ofreciese como alternativa frente a la vida de una república corrupta, pretendieron construir, a partir de la poesía que publicaban allí y de la que traducían, una tradición por futuridad y, tal vez por encima de todos los demás anhelos, aspiraron a convertirla en un producto cubano universal. Entre sus atributos, los miembros del grupo hicieron hincapié en el antivanguardismo, al tiempo que destacaron la preocupación con lo nuevo como su signo esencial. Insistieron, desde el primer número, en una fe humanista y en el rechazo al existencialismo. También fue intensa su aversión a la banalización y espectacularización de la cultura, representada en buena medida por las producciones de consumo masivo importadas de los Estados Unidos, así como su defensa de lo verdaderamente original en el arte. Más tímida, aunque no menos firme, fue la adhesión del grupo al catolicismo como, en otro orden, la repulsa que experimentaron ante el arte subordinado a un fin social.
Los objetivos y valores listados en el párrafo anterior son numerosos y, mientras se desarrolló el proyecto, no todos tuvieron el mismo peso o la misma significación. Tampoco Orígenes apostó a ellos simultáneamente y en todos los frentes, privilegiando en algunas zonas de su textualidad unos en detrimento de otros. Creo, sin embargo, que entre los logros de la revista debe señalarse especialmente la constitución de una tradición poética, a la que puede calificarse como un producto cubano universal. Y, si reducimos los alcances de la expresión “fuerza histórica” a un umbral desde el cual la literatura cubana se pensó en el siglo xx para enfrentársele o para darle continuidad, podemos decir también que Orígenes se constituyó en una fuerza histórica y que construyó una tradición por futuridad.
Hecha esta breve recapitulación, volvamos a Ciclón que, como se sabe, se desprende de Orígenes y pretende ser lo que ésta no fue. Al respecto, Antón Arrufat escribe: “Nacimos del antagonismo y de la ruptura. O con mayor exactitud, nacimos de la negación”. En su primer editorial, el belicoso “Borrón y cuenta nueva”, esta publicación se autoproclama partícipe de “las huestes del presente” y en lucha contra “el ejército del pasado”, representado por la revista que Lezama dirige. Pero pese a esta ruidosa declaración de resonancias vanguardistas, el texto no conforma ni ofrece un programa, anuncia solamente que irá contra Orígenes. De esa ausencia de programa se derivan dos consecuencias inmediatas: primero, la estrecha dependencia de la nueva revista con respecto a su antecesora que, de cumplirse la promesa, le deja un campo de acción bastante restricto; en segundo lugar, esa carencia conduce al lector, compartido con o heredado de Orígenes, a la comparación sistemática entre una y otra. Es decir, los términos utilizados para inscribir a Orígenes en el texto inaugural la vuelven imprescindible a la hora de leer y entender Ciclón.
¿Qué presuponía, entonces, borrar a Orígenes, negar a Orígenes, para decirlo con las palabras de Arrufat? Entre otras cosas, trocar el tono grave que la caracterizó y darle lugar a un registro lúdico e irreverente, permitir que la vanguardia, la polémica, el anticlericalismo y el psicoanálisis ingresasen a sus páginas. Cambiar la opción de la primera hacia los poetas católicos por un discurso que mirase de frente y sin ambages la sexualidad, cualquiera que fuera su signo. Negar a Orígenes significaba, ante todo, recusar la propuesta poética del grupo. Un rechazo que alcanza su más alto grado de coherencia y, por qué no, de espectacularidad, no en un texto de un cubano sino en el ensayo de Witold Gombrowicz, “Contra los poetas”, aparecido en el número 5, de setiembre de 1955, en el que el polaco se propone desacralizar el culto a los poetas y el de éstos al Arte. Si recordamos el fuerte vínculo que unía a Virgilio Piñera y Witold Gombrowicz, y la admiración que el cubano sentía por el autor de Ferdydurke desde su primera estadía en Buenos Aires, es factible interpretar ese ensayo como la verdadera declaración de principios de Ciclón y, simultáneamente, como un ataque a los escritores de Orígenes, ya que cada una de sus afirmaciones parece cuestionar un aspecto de lo que Piñera pensaba era la poética origenista: el hermetismo, el artepurismo y un humanismo concebido como un valor incontestable. Mucho mejor articulado que “Borrón y cuenta nueva” porque condensa un ideario estético de larga data y porque el “enemigo” es difuso, un genérico “los poetas”, este texto demarca lo que para Ciclón fue el territorio de lo literario, mientras prefigura las críticas que más tarde Piñera hacía a la generación de Orígenes.
Previsiblemente, ir contra Orígenes implicaba también desplazar del centro de la revista a la poesía y otorgarle este lugar al cuento, un género que la publicación de Lezama ignoró. El lugar relevante que la prosa de ficción ocupó en Ciclón posibilitó la difusión de una generación de escritores que no habían participado en Orígenes y que se convertirían en los colaboradores habituales de ésta. Ahora bien, que la revista de Rodríguez Feo excluyera a los poetas origenistas, a quienes algunas veces reseñó críticamente en la sección “Barómetro”, no significa que haya excluido a la poesía como género. En este sentido, la diferencia más importante entre una y otra estriba en la selección de poesía cubana. Relegados los origenistas, ingresaron poetas que, en muchas ocasiones, se estrenaron en sus páginas. Más complejo es el movimiento que llevan a cabo en relación a la publicación de poetas extranjeros. No rompen con Orígenes sino que producen una suerte de desplazamiento que, en ocasiones, apunta hacia una propuesta más contemporánea. Insisten en la publicación de poesía española, centrándose ahora en los poetas de la generación del 27 y no en Juan Ramón Jiménez, quien comparte el destierro origenista. Vuelven sobre la misma zona de poetas hispanoamericanos pero aumentan las colaboraciones argentinas en desmedro de las mexicanas. Es importante señalar, en este aspecto, que que Ciclón recoge los frutos del trabajo que diez años antes el propio Piñera había empezado en Buenos Aires, lo que se traduce, para dar sólo un ejemplo, en dos colaboraciones de Borges trabajosamente obtenidas. Tal vez la diferencia más notable radique en la desaparición de la poesía norteamericana, cuya traducción y consecución en Orígenes había estado a cargo de Rodríguez Feo y, en la publicación de poetas italianos, una vieja ambición de este ensayista nunca atendida por Lezama.
Dijimos que ir contra Orígenes presuponía imprimirle a la revista un registro lúdico: de un modo evidente, Ciclón consigue a través de la publicación de los textos de ficción de Piñera y de algunos escritores patafísicos como Julien Torma, de quien publican “Euforimos” o, Alfred Jarry, de quien aparece “Especulaciones” o, incluso, con la publicación de “Historias de cronopios y de famas”, de Julio Cortázar, para mencionar sólo algunos. El carácter polémico es ya permanente e impulsa la publicación de textos que cuestionan la moral católica como “Las llaves de san Pedro”, de Roger Peyrefitte, o atacan la moral burguesa, como los tan promovidos fragmentos de las 120 jornadas del Marqués de Sade o las reevaluaciones sobre Wilde, Whitman y Ballagas, que tienen por centro la homosexualidad de sus autores. Pero la polémica también atraviesa un texto como “Nota de un mal lector”, de Jorge Luis Borges, escrito especialmente para el homenaje a Ortega y Gasset, publicado en enero de 1956, como también muchas de las notas y reseñas críticas que aparecieron en la sección “Barómetro”, tal vez el espacio más rico para leer la posición de Ciclón ante la literatura y cultura cubanas, y su lugar dentro de este campo intelectual.
Personalmente, considero un ejercicio de singularización menos obvio y más interesante que los mencionados el número dedicado al centenario del nacimiento de Freud (número 6 de 1956), en el que se destacan junto al bellísimo poema de Auden, el sutil ensayo de Maurice Blanchot y el atractivo texto de Virgilio Piñera “Freud y Freud”. En éste, desde una perspectiva futura, recupera al creador del psicoanálisis no por la validez de su teoría, a la que por otro lado considera rigurosa, sino por su carácter de creador de una fábula interpretativa que conduce al lector a otros sueños, a otras inquietudes. Virgilio repite con Freud, con la lectura de un fragmento de La interpretación de los sueños, el mismo movimiento que había realizado algunos años antes para develar “El secreto de Kafka” en el número 8 de Orígenes. A partir de la transcripción fragmentaria del análisis de un sueño, el cubano afirma: “Y aquí no hace al caso que Freud tenga o no razón, que su interpretación sea o no sea la verdadera y única. Lo que importa es que la estatua por él modelada resulta más inquietante, extraña y misteriosa que el modelo, que la misma nos sume en vericuetos de un doble sueño y que fatalmente nos llevará a otros sueños, a otras inquietudes, a otros misterios”. Que el breve texto no apueste a la polémica ni a la confrontación, contribuye con eficacia a validar su hipótesis, la de interpretar a Freud desde una perspectiva literaria, donde su valor no reside en la cura por la palabra sino en la potencia de esta palabra; es decir, en su poder para actuar sobre la imaginación, ya no de un paciente sino de un lector.
Pensamos que la continuidad y la discontinuidad entre ambas revistas, que hemos observado hasta el momento, hablan más de una torsión que de una ruptura. Es hora, entonces, de que analicemos cómo se posicionó Ciclón ante dos de las opciones que fueron nodales para Orígenes: el cosmopolitismo y la concepción de la literatura como una práctica autónoma. De la primera, podemos afirmar que Ciclón no sólo no la niega sino que hace de ella uno de sus pilares, postulándose, en este sentido, como una prolongación de Orígenes. Dos testimonios de Rodríguez Feo, publicados en la década del noventa, son claros al respecto. En Tiempo de Ciclón de Roberto Pérez León dice: “Desde el primer momento, como me comunicó Virgilio Piñera, la revista tuvo una entusiasta acogida en Buenos Aires (...). Además, recibió el elogio de figuras como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Ernesto Sabato, José Bianco, Miguel Ángel Asturias y otros, que después enviaron sus textos.” Y concluye: “El gran prestigo que Ciclón obtuvo de inmediato se debió a las colaboraciones que él [Piñera] envió desde Buenos Aires.” Unos años antes, y en el marco de un congreso sobre revistas latinoamericanas realizado en Francia, había afirmado: “[Orígenes] era una revista con una producción más bien universal, una revista que se conocía bien, con gran difusión en Madrid, en Londres, en Buenos Aires, etc., pero que en Cuba no tenía gran resonancia. Ciclón fue igual: una revista con gran aceptación fuera.”
El segundo aspecto nos retrotrae a las comillas que bordeaban la expresion de Rodríguez Feo, “simple literatura”, que ahora quizás podemos entender como “nada más que literatura” o como “la literatura en primer lugar”, una elección que posiblemente le impidió continuar saliendo en la década del sesenta. Voy a circunscirbirme brevemente a tres textos. El primero es “Borges y sus detractores”, de Salvador María Lozada, aparecido en el número 5 de septiembre de 1955, el mismo ejemplar en el que figura “Contra los poetas”. Los otros dos son los editoriales “Cultura y moral”, publicado en el número siguiente, y “Duelo en España”, editado en el número 1 de enero de 1956. Si bien disímiles, estos tres textos muestan nítidamente cómo Ciclón entendió el compromiso de la literatura y cuál creyó que debía ser su intervención en la coyuntura.
1° Que “fondo y forma son difícilmente escindibles y que la excelencia del decir es en alguna medida excelencia de lo dicho” es el argumento capital de Lozada a la hora de defender a Borges de quienes lo acusan, cuando menos, de ser un literato sin literatura. Rescato este pequeño texto sobre el escritor argentino porque simultáneamente tiene un carácter radial y central en Ciclón. Radial, porque se publica en el espacio destinado a los textos de la sección “Barómetro” y porque es la única colaboración de Lozada; central, por el reconocimiento y prestigio que la literatura borgeana gozaba entre los miembros de la revista. Entonces, con la publicación de “Borges y sus detractores”, Ciclón deja que en la precariedad de una colaboración ocasional sobre un escritor al que admiraba pero que era un extranjero se diga el privilegio de la forma.
2° Firmado por El Director, “Cultura y moral” surge como una respuesta a la creación del Instituto Nacional de Cultura; y si es el texto donde de modo más explícito Rodríguez Feo se posiciona contra el proyecto político y cultural del batistato, también es aquél en el que más se acerca a Orígenes. El editorial gira en torno al lugar de paria que el artista ocupa en Cuba, un lugar reforzado y fomentado por el Estado, cuando al asumir el rango de protector de la cultura pone al frente de la institución a periodistas de segunda categoría, en lugar de a intelectuales de reconocida trayectoria. “Puro entretenimiento”, repite Rodríguez Feo, cada vez que enumera uno de las proyectos “culturales” del Instituto, ya se trate de “algunas becas para cubrir formas”, de bibliotecas circulantes para un campo lleno de analfabetos o de funciones de cine para un público entontecido por la televisión.
Pese a que ha sido destacada por los críticos cubanos por su “abierto enfrentamiento a la cultura oficial”, la denuncia de la política del instituto no ofrece mayores sorpresas. En contrapartida, es altamente sugestiva la imagen que de la cultura no oficial Rodríguez Feo traza en su texto, a medida que la acusación se desarrolla. Diseñada como reverso de la del instituto, la cultura no oficial aparece organizada sobre dos creencias, la de la existencia de una alta cultura sostenida por una “minoría creadora”, enfrentada a “la falsa cultura de las mayorías infecundas” y la que sostiene “que los valores culturales de una nación no tienen una moral definida oficialmente —ni cristiana, ni revolucionaria, ni ortodoxa—.” Dos creencias que, en buena medida, habían impulsado y regido años antes el proyecto de Orígenes, fundamentado en la concepción de que el artista independiente constituía una reserva moral.
3° “Duelo en España”, escrito a pedido de “un distinguido hombre de letras”, es una protesta por el cierre de la revista Índice. Se trata de un texto de circunstancia en el que el director se solidariza con los intelectuales peninsulares, víctimas del franquismo y de una España sometida al Opus Dei. En la ligereza de esta corta nota, Rodríguez Feo sostiene que Índice e Ínsula eran “revistas literarias en el sentido más puro, y en las que jamás se mezcló la nota política”. Un comentario que, si peca de ingenuo, inclusive de liviano, refuerza la apuesta en la primacía de lo literario.
Tal vez la lectura fragmentaria de estos tres textos ponga en entredicho algunos de los motivos que en el cuadragésimo aniversario de Ciclón Antón Arrufat enumeró para explicar su cierre. Escribe Arrufat: “Fue el último gran ejemplo de una revista literaria, apegada a un equipo de artistas, que comenzó en Cuba en el siglo XIX, y terminó confluyendo en Lunes de Revolución, después del año ´59. Revistas de minorías, hechas pensando en las mayorías, pero que éstas no leyeron ni podían leer. La tirada de Lunes alcanzó quinientos mil ejemplares, y Ciclón no rebasó los quinientos.” (“Barómetro de Ciclón”, Unión, núm. 25, oct.-dic., 1996).

lunes, 14 de septiembre de 2009

El jardín de las delicias según Sarabia

Felipe Vázquez

Julio Eutiquio Sarabia, Tesitura. Monte Carmelo, Comalcalco, 2008, 101 pp.

Si la poesía tuvo su origen en el canto y la música, el poemario Tesitura intenta su habla desde esa raíz sonora. Es una mirada hacia el principio y, al desandar el tiempo, el discurso lírico se nutre con las voces de quienes han dado sentido al arco humano tendido entre el génesis y el apocalipsis. La singularidad de Tesitura consiste en que el habla, el yo lírico, está instalado después del tiempo. Por ello está concebido como un réquiem, un concierto donde la gravedad de lo fúnebre no está reñida con una visión carnavalesca de la historia.
Regidos por el título, en Tesitura hay abundantes términos provenientes de la música; pero más que una estructura de orden musical, percibo la diseminación de tales términos sólo para sugerir una orquestación de las voces líricas que presiden los diversos poemas. Aunque este poemario se desarrolla como una polifonía de voces (en realidad una voz plural), no es posible visualizarlo en un pentagrama como se ha hecho, por ejemplo, con Un coup de dés de Mallarmé; al contrario: me sugiere un mural pintado por un miniaturista.
Espero no equivocarme en esta apreciación, pues sé poco de música y menos de musicología, sin embargo creo que Tesitura tiene más afinidades con la pintura que con la música; o mejor: es un poemario cuya cualidad sonora adquiere dimensiones plásticas. Pienso en el tríptico El jardín de las delicias de El Bosco, que presenta tres estadios de la historia según la mitología cristiana: el paraíso, el mundo de los hombres y el infierno. Los diversos personajes no están representados según la proporción clásica sino según la condición moral, y lo que El Bosco muestra es que, excepto Adán y Eva en el primer panel, los humanos están en una situación de falta y de extravío debido a su ignorancia de dios. Si el Cristo salvador, a diferencia del Padre vengativo, afirma en el evangelio de Juan que él es “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14: 6), y si la verdad radica en el conocimiento de dios, entonces los hombres de El Bosco no podían sino ser caricaturas morales: seres caídos de la verdad, atados al extravío, alejados de la vida y atrapados en la jaula de su locura. Sobra decir que en el tercer panel, correspondiente al infierno, los hombres dejan de ser hombres, pues sólo son seres grotescos, carne de tormento sometida a sufrimientos absurdos e inacabables.
De manera semejante, en Tesitura lo humano es percibido como una expresión de lo grotesco, los actos humanos incluyen el resorte de la maldad y por eso el hombre no puede ser sino caricatura de sí mismo, esperpento de una imagen ideal que nunca le será dado alcanzar. Para expresar esta situación, Sarabia parafrasea diversos mitos —bíblicos, griegos, aztecas— y da su versión de la historia humana. Esta lectura de los mitos, sin embargo, es posible sólo desde una visión irónica. O de manera precisa: la realidad humana leída a través de los mitos no puede ser sino una lectura irónica y no pocas veces sarcástica. A semejanza de las cosmogonías y teogonías, y como en El jardín de las delicias, en Tesitura se habla desde el origen. Los dos versos iniciales del libro son, en sus diversas acepciones, una declaración de principios: “Desde la luz líquida, sábelo antes de emprender el treno, / atisbaba ya los prodigiosos colores de las fiestas.”
En el principio está el fin. La “luz líquida” me recuerda el versículo segundo del Génesis: “el espíritu de dios se movía sobre la faz de las aguas”. Para el mito bíblico —y para la tradición cabalística—, dios es luz de cuya emanación surge el universo. “Desde la luz líquida” sugiere, entonces, el origen, antes de la creación, antes del tiempo. Por otra parte, el treno es un canto fúnebre; proviene de la palabra griega thrênos, que significa lamento. Como la definición del diccionario de la Academia de la Lengua es muy pobre, costumbre habitual de los señores que redactan esa cosa, quiero citar la definición de Wikipedia, pues arroja cierta luz sobre la propuesta lírica de Sarabia: “Composición de la lírica griega arcaica, es un lamento fúnebre destinado a ser ejecutado por un coro con acompañamiento musical. Se cantaba en ausencia del muerto, al contrario que los epicedios, poemas en lo demás muy afines. Los trenos más conocidos son los de Píndaro y Simónides, que suelen utilizar el lamento por el muerto como punto de partida para la reflexión moral sobre el destino humano.”
Quizá algún lector purista diga que la poesía de hoy debe estar lejos de la reflexión moral; pero si el poema habla del hombre, ¿cómo eludirla? Gran parte de la poesía de Octavio Paz, por ejemplo, es, como en los trenos de la Grecia antigua, una “reflexión moral sobre el destino humano”. Pese a la experimentación verbal —que en sus momentos de mayor radicalidad condujo al poema hacia las fronteras del silencio y la destrucción—, quizá todos los poetas de la modernidad han dado continuidad al treno: de Hölderlin a Baudelaire, de Rimbaud a Pound y de Eliot a Celan. Lector atento de la poética moderna, Sarabia se inscribe esta tradición, pues los poemas de Tesitura suscriben una visión crítica de los actos humanos. Daré sólo un ejemplo que destaca por su tono escéptico y feroz. El último párrafo del poema en prosa “Notación” es una suerte de moraleja que no requiere que lo contextualice: “(Combaten raquíticas fortunas por unas cuantas pajas: acólitos unos de la fe y acólitos los otros de la ley. ¡Horrible siglo de prosélitos y de santones!)”
A partir de estas consideraciones, creo que los versos iniciales cifran el tema de todo el libro: Tesitura es un poema fúnebre ofrecido a un muerto ausente. Repetiré los versos: “Desde la luz líquida, sábelo antes de emprender el treno, / atisbaba ya los prodigiosos colores de las fiestas.”
El hablante poético inicia, pues, con dos advertencias. La primera afirma que hablará desde el origen y de lo que ya desde entonces preveía: “los prodigiosos colores de las fiestas”, y recordemos que, en la estructura del mito, la fiesta incluye la expiación y el sacrificio. La segunda advertencia afirma que el poema es un treno, es decir un réquiem, una elegía.
Ahora bien, ¿desde qué lugar habla el yo lírico de Tesitura? Con mirada retrospectiva, habla desde el fin, desde un lugar hipotético donde sucede el apocalipsis, y en algunos pasajes habla desde un lugar donde el apocalipsis ya ha sucedido. El poema se referirá entonces al que ha muerto, a lo que ha muerto, a lo que fue. Por eso hay pasajes de intensa añoranza: “Me vuelvo hacia la puerta y rememoro / la urgencia fantasmal de ciertos sueños / en los que una espalda se encamina hacia el jardín / o hacia el páramo donde uno se despoja de legión.”
De nuevo hay referencias bíblicas. La primera remite al jardín del Génesis: la espalda que “se encamina hacia el jardín”, sólo se encamina, nunca llega, ese movimiento hacia el origen es, en otras palabras, la utopía: el intento de instalar, en el futuro, el tiempo originario. Pero el hablante sabe que ese intento de regresar al jardín ha desembocado en Estados totalitarios, en la muerte, en el caos, pues como él mismo dice: “Está dicho ya en el Génesis y está en las abusiones / que auguran de nuevo el encuentro con el Caos.”
La segunda referencia bíblica se refiere a un pasaje de los evangelios (Mateo 8: 28-34, Lucas 8: 26-39, Marcos 5: 1-20) en el que Cristo libera a un hombre poseído: “Mi nombre es Legión porque somos muchos”, le dice el demonio al Cristo cuando éste le pregunta su nombre. Así, pues, cuando el yo lírico habla del “páramo donde uno se despoja de legión” se refiere al anhelo de ser él mismo, de no ser los otros, sin embargo sólo podrá ser los otros. Ya Sartre nos ha recordado que el otro es el infierno. Quizá por eso en el libro se percibe un aire de Juicio Final. El hablante de Tesitura es como otro san Juan en la isla de Patmos, un visionario desengañado que narra un Juicio Final más carnavalesco que aterrador y más crítico que ejemplar. Así lo refiere en el poema “Paraísos perdidos”: “La biblia de las migraciones, el aria alucinante en Juan de Patmos / he presentido en ese andar violento sobre el césped / y en ese sacudirse la ropa con el fragor de quien / prolonga el zarandeo porque, sin tregua, lo siguen unas fauces. // La herrumbre en la cruz de hierro le recuerda al transeúnte / los vestigios que perpetúan en Abel la cólera nefanda de Caín. / Atisba el hacha que desciende a plomo sobre el árbol, / la picana eléctrica que le recetan al cordero.”
Este último verso adquiere una dimensión al mismo tiempo trágica e irónica si recordamos que la picana eléctrica fue inventada por Polo Lugones, hijo del poeta argentino Leopoldo Lugones, y que ha sido el instrumento de tortura favorito de las dictaduras militares. El cordero no sólo remite a los disidentes políticos sino al Cristo, el agnus dei, el cordero de dios que debe ser sacrificado para que los hombres puedan acceder a la salvación, no obstante que en Tesitura ni siquiera se plantea la salvación. Como en las miniaturas medievales, en Tesitura hay una visión satírica de la danza de la muerte en las fauces del abismo.
Ahora bien, para tejer este cuadro de perspectivas múltiples y simultáneas, el poeta ha recurrido a un yo lírico plural. El hablante de Tesitura es la voz caleidoscópica de quienes han vivido sobre la tierra desde el principio. Un verso del primer poema dice: “En muchos otros fui concebido al clamor de los caudales”.
Y en “Kashima”, el último poema del libro, el hablante declara: “Tantos nombres he sido en el ascenso y el declive, / en la cresta del agua y en las horadaciones ocultas por un velo, / en la niebla y en la completa desnudez de los solsticios”.
El hablante de Tesitura es omnisciente porque ha sido los hombres y los nombres de la historia. “Los prodigiosos colores de las fiestas”, que anunciaba ya en el segundo verso del libro, se refiere a esta caudalosa metamorfosis del ser y del signo que lo nombra. El hablante es un Proteo carnavalesco pero también el cantor de esas perpetuas transformaciones de seres y de nombres: “un saltimbanqui me vi reflejado en otros ojos / y un barítono me torné al modular el nombre de la cosa.”
En efecto, la tesitura del hablante de Tesitura es la de barítono: una voz grave, la voz que corresponde al treno. Lo que fue, el muerto, no puede ser cantado sino en esa tesitura.

In Tyler we trust

Yussel Dardón

José Mariano Leyva, El complejo Fitzgerald, Tierra Adentro/Conaculta, México, 2009, 303 p.

TRACK ONE: IN THE TIME OF CHIMPANZEES I WAS A MONKEY (BECK)
En la película True Romance, escrita por el entonces desconocido Quentin Tarantino y dirigida por Tony Scott, el personaje principal del filme, Clarence, comienza su participación bebiendo una cerveza y hablando con el cantinero. En la conversación, Clarence muestra su admiración por Elvis Presley y apunta: “como dijo el Rey, más vale morir joven y dejar un cadáver bello”. Nadie mejor para poner de manifiesto la imagen del rockstar decadente pero adueñado de la opulencia del talento. La idea del “cadáver bello y joven” rompe con la efigie con la que recordamos a Elvis: la del gordo ebrio, drogado, cargado de joyas y toallas empapadas en sudor[1], pero recordemos que la asociación inmediata del éxito y la fama con la belleza siempre pasa por la autodestrucción. En la literatura, la imagen del rockstar se presenta como aquel escritor que obtiene “éxito” a temprana edad y para el que sus obras subsecuentes se transforman en la comprobación de su “eficacia” como creador; escritores que apuestan por la irreverencia en su estilo, en sus temas y en el alcance de los mismos.
El mundo acelerado, la fragmentación de los discursos, la masificación de las representaciones artísticas y la hipermodernidad, han propiciado que los creadores recurran, en ocasiones, a la inmediatez de su obra o que lleguen a la prontitud del reconocimiento como fenómeno de aparente sorpresa. Si bien las polaroids de un Kafka reconocido tras su muerte, de un Robert Walser olvidado o de Gombrowicz alejado del estatus literario que predominaba en Argentina, por mencionar algunos outsiders de la literatura, nos parecen ideales, existe también la visión del escritor joven que goza, quizá por lo mediático de sus propuestas o lo revelador de ellas, de un reconocimiento y mayor impulso en el mundo literario de la actualidad.

TRACK TWO: EVERYBODY’S TALKING ’BOUT THE STORMY WEATHER (SONIC YOUTH)
José Maryano Leyva (Cuernavaca, 1975) ofrece un libro que analiza el fenómeno del escritor joven que termina siendo decisivo para la literatura y la cultura. El complejo Fitzgerald muestra, por medio de un análisis cultural, cómo van desarrollándose los temas que han inquietado a un grupo de escritores contemporáneos que llegan a mostrarse en el mundo como artífices de una estética acorde a los tiempos vividos. Rimbaud pedía que el artista fuera absolutamente moderno, y creo que en gran medida los casos que presenta Leyva corresponden a esa visión.
Bret Easton Ellis, Irvine Welsh, Douglas Coupland, Chuck Palahniuk, Fréderic Beigbeder y Elizabeth Wurtzel, son autores que ejemplifican el fenómeno de la “escritura de éxito contemporáneo”, sin que esto indique un necesario abandono de calidad, escritores que se han vuelto fundamentales para organizar la geografía de la literatura actual, pues su influencia es más que visible. El asunto interesante, y que analiza Leyva en El complejo Fitzgerald, es ver cómo estos autores han generado mecanismos influyentes a la vez que son permeables a los mecanismos sociales descaradamente modernos. Apostando por la violencia o la contemplación, la nostalgia o el activismo a contracorriente, estos autores muestran la cara de una sociedad que ha venido gestándose desde el fracaso de la modernidad.[2]
El amor o la nostalgia, el exceso de información, la violencia como panacea de la salvación alienante y el nihilismo son los temas que José Mariano Leyva analiza a través de la figura de estos escritores-personajes. Desde las propuestas literarias, la realidad va estructurándose como una creación simbólica que puede analizarce a partir de la oposición totalizadora y el ejercicio del individualismo creativo. Así, Leyva habla de escritores que “Odian la repetición pero no buscan un cambio. No son activistas sino creadores (…) reordenan lo ya visto. Autores que con una novela o un cuento, difunden su desconfianza. Si lo hacen con tino, la reflexión artística arroja invectivas que dan en el blanco. El arte como eterno enemigo de cualquier sociedad totalitaria. De cualquier ideología que desee ordenarle a la conciencia lo que debe de hacer.”
Los personajes de Palahniuk, Ellis, Coupland o Welsh responden al arquetipo del sujeto inmiscuido en un entorno de deseo inestable o, en palabras de Carls Feixa, que “no pertenecen a estructuras compactas, sino referentes simbólicos que identifican vagamente a los agentes sociales en coordenadas temporales parecidas”. Tyler Durden, por ejemplo, un héroe para toda una generación de inconformes, presenta la rabia sistémica hacia el canon corporativo. Patrick Bateman es un desencantado de la vida que no se adecua a una propuesta de copyright. Dag, Andy y Claire son un grupo apático encausados en una filosofía de la no expectativa. Renton, un joven estancado que busca la respuesta en el éxtasis y que rehúye la adaptación social.

TRACK THREE: LOAD UP ON GUNS AND BRING YOUR FRIENDS (NIRVANA)
El complejo Fitzgerald es un libro escrito con el análisis preciso de los fenómenos literarios que nos rodean en la actualidad. Su preocupación por el estigma del escritor joven que alcanza la fama a temprana edad resulta acertada si observamos el ejercicio literario que se publica en revistas o en medios electrónicos, el desenfreno con el que aparecen editoriales “independientes” que buscan publicar “jóvenes autores”. Si bien es cierto que la demanda literaria en un país donde leer es un lujo temporal crece en medida de la expresión, también es cierto que existen ataduras que impiden que la literatura en nuestro país se desarrolle. Propuestas nacionales o localistas han paralizado la búsqueda por una voz propia. Leyva lo expone con lucidez en el apartado dedicado a la atadura literaria que se presenta como una régimen de mando que se establece por los localismos ramplones. “Como si no pudiéramos deshacernos de las obsesiones que elaboran un imaginario nacionalista, en México se ha producido mucha literatura del mito local. De lo folclórico. El resto del mundo suele verla como un paseo turístico, guía incluido, por nuestra supuesta realidad. De pronto, el cansancio juvenil, la afición a los excesos o al nihilismo se vuelven fenómenos exclusivos de otros países. Mientras tanto, en México se da preferencia a los argumentos de pueblos chicos, familias grandes, realismo mágico, novelas políticas y ranchos alegres.” Quizá por esto los academicistas de las letras, no sólo los que enseñan sino los que escriben, se ofenden cuando se dice que Juan Rulfo, el escritor “más nuestro, más mexicano”, es también nuestro escritor “más norteamericano”. Al respecto, Leyva nos dice que “el marketing del nopal tiene predilección por temas que suenen forzadamente mexicanos, o peor aún, que suenen a una imagen idílica y maniquea de un México que permita vender”.

TRACK FOUR: WITH YOUR FEET IN THE AIR AND YOUR HEAD ON THE GROUND (PIXIES)
José Mariano Leyva nos dice que su propósito no es polemizar sobre la validez o la invalidez (física o social) de la literatura, sino mostrar “una narrativa que desee expugnar el entorno”, y por eso pide “no suspenderse con fórmulas probadas: arriesgarse desde una inquietud más o menos honesta”.[3]
El complejo Fitzgerald es ya un libro fundamental, una propuesta de un autor interesado en las contrapropuestas literarias. El trabajo de Leyva como ensayista es serio, siempre en busca de sacar a flote el trabajo de quienes, interesados en la creación se amparan del tedio o la desesperación para edificar una postura que se proyecta de lo particular a lo general.
Alguna vez Francis Scott Fitzgerald dijo que existe “una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses, tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre”. Estoy de acuerdo con él.

[1] Basta traer a la memoria el último concierto de Elvis Presley, celebrado el 26 de junio de 1977 en el Market Square Arena, en Indianápolis, donde el Rey interpreta de manera magistral la canción “My way” con la actitud de quien entona, adolorido y soberbio, “Pero sigo siendo el Rey”.
[2] Lo que Walter Benjamin llama “esteticismo de la vida política”, que apunta a la sobrerrepresentación de las sobreactitudes de una cultura.
[3] La petición de Leyva encuentra el marco perfecto en las palabras de Guillermo Fadanelli: “Los poeta, los escritores y los pintores continúan produciendo religiosamente signos que se aferran a una tradición cada día más difusa. Héroes de la modernidad, nos ofrecen sus obras como si nada hubiera pasado, como si Diego Rivera pintara aún murales en la Secretaría de Educación pública y André Bretón se divirtiera todavía con sus bravatas surrealistas, como si la poesía en realidad pudiera decir algo en este fin de siglo, dueña de un aura trascendental o alguna exquisitez metafísica que la aleja de la prosa común. Estos héroes ingenuos son los que conforman esa cultura que produce los mismo efectos somníferos que un trago de Orange Crush al tiempo.”

viernes, 11 de septiembre de 2009

Sastre siniestro

Víctor Cabrera

Mauricio Molina, Telaraña, unam/Dirección de Literatura, México, 2008.

“Un autor se reconoce por sus obsesiones”, afirma la primera frase con que se nos presenta este nuevo libro de Mauricio Molina. Sin embargo, habría que potenciar la cláusula para describir la escritura toda de un autor que, en realidad, él mismo es sus obsesiones. Hace poco más de diez años, en el prólogo a La memoria del vacío, un brillante volumen de ensayos literarios, el propio Molina lo advertía de esta manera: “Siempre pensé que al escribir mis obsesiones éstas desaparecerían como por arte de magia, que la creación tenía una suerte de efecto terapéutico, pero ahora sé que no hay liberación posible: la escritura queda como una cicatriz mal cerrada que siempre corre el riesgo de abrirse nuevamente para dejar salir de nuevo a sus fantasmas.”

Son precisamente esos espectros recalcitrantes los que pueblan las páginas de Telaraña; los mismos que, incluso mudando de forma y de discurso, continúan brotando intactos de la pluma de Molina, como si aun ese carácter mutable de la escritura no pudiera librarlo —y a sus lectores con él— del carácter aciago de sus temas y sus tramas. Como si, lejos de aquel “efecto terapéutico” buscado para conjurar las potencias oscuras de la propia imaginación, el ejercicio tuviera, precisa y paradójicamente, el nocivo efecto contrario. Porque lo que hay en Telaraña, conformando la viscosa materia verbal de la red que envuelve a sus lectores para deglutirlos como una flor carnívora formada de palabras, no es otra cosa que aquellas —llamémosles— manías que ya inquietaban al autor hace más de una década y que hoy regresan, igual que los oscuros personajes que los pueblan, con la forma de nueve perturbadores relatos: Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña, y su secta de hashishini; la Coatlicue y Tonantzin Guadalupe redivivas; vampiros coleccionistas de máscaras sagradas y joyas arqueológicas; inquietantes emisarios de un futuro atroz; un escritor vencido que, sin quererlo, se topa con el inesperado éxito de un otro que es él mismo.

A la manera de las ceremonias gnósticas relatadas por Molina en alguno de sus cuentos, Telaraña es un libro habitado por el delirio y la desmesura, pero es precisamente eso lo que les confiere a estos cuentos su aura particular, una que me atrevería a definir como latentemente ominosa. ¿A qué me refiero?

En un célebre ensayo titulado, precisamente, “Lo ominoso” (“Lo siniestro”, según algunas traducciones), el afamado doctor Freud —tomando como punto de partida la definición que del concepto hizo Jentsch a partir de sus estudios sobre ciertas obras literarias, y que se resume en la idea de lo ominoso como aquello que debiendo permanecer oculto sale a la luz— se da a la tarea de elaborar, a la vez que una interpretación psicoanalítica de éstos, una relación de algunos de los hechos perturbadores que solemos tipificar como siniestros, aciagos, terroríficos, angustiantes y que, ¿coincidentemente?, componen los cuentos de Molina: la presencia de dobles (los doppelgänger que aparecen en más de una de esas ficciones); “la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio”; el retorno no deliberado a un lugar o a una situación determinada; la repetición no voluntaria y la compulsión interior de esa misma repetición; lo familiar que deviene repentinamente ajeno, desconocido; la disolución de los límites entre fantasía y realidad, “cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado”. Ahora bien, nos advierte el célebre médico austriaco, “lo ominoso de la ficción —de la fantasía, de la creación literaria— merece (…) ser considerado aparte [puesto que] el reino de la fantasía tiene por premisa de validez que su contenido se sustraiga del examen de la realidad [pues] muchas cosas que si ocurrieran en la vida serían ominosas no lo son en la creación literaria, y en ésta existen muchas posibilidades de alcanzar efectos ominosos que están ausentes en la vida real”.

Lo que Freud elabora es nada menos que un esbozo de una teoría de la verosimilitud narrativa a la que se aviene Mauricio Molina. Plagadas de alienados, de neuróticos, de borderliners, las páginas pergeñadas por Molina no constituyen, por esto mismo, un manual de psicoanálisis ni un catálogo de patologías mentales sino una obra que, regida por las leyes de la ficción, nos invita, o mejor, nos empuja, a mirar el lado oscuro de las cosas.

Lo saben quienes se entregan cotidianamente a las solitarias tareas del oficio: se escribe, también, para ser otros. Si la escritura nos permite la multiplicación de nuestras personalidades, desde la estrategia extrema y francamente neurótica del numeroso Fernando Pessoa, el apocado individuo en el que confluyó una asamblea de voces disímiles y a cual más extraordinaria, hasta la táctica aparentemente más modesta del viejo Borges, el tímido profesor de literatura ciego tras del cual nunca pudo ocultarse ese otro monstruo al que le pasaban las cosas, en esta Telaraña de historias inquietantes Mauricio Molina nos muestra esa otra posibilidad, la de ser él mismo de múltiples maneras, su santo y su demonio al mismo tiempo.