lunes, 14 de marzo de 2011

La voz agónica de la Revolución

Enrique Serna

Los movimientos culturales siempre van a la zaga de los estallidos sociales por­que hace falta una distancia temporal para calibrar su importancia histórica. La literatura de la Revolución dio sus mejores frutos a mediados del siglo XX, cuando Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog ya daban por muerto el im­pulso libertario y justiciero de 1910. Su diagnóstico fue acertado, pues el apo­geo de la corrupción en el sexenio de Miguel Alemán puso en marcha un proceso degenerativo que tocó fondo en el último tercio del siglo XX, cuando los gobiernos de Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo y Salinas de Gortari reprimieron salvajemente a la población y llevaron el país a la bancarrota. Los estertores de la dictadura del pri han vacunado a varias generaciones contra la retórica de los logros revolucionarios, de manera que en la actualidad una importante corriente de opinión condena la Revolución en bloque y conside­ra que no dejó nada bueno para el país. Pero al menos en el campo de la narra­tiva sí tuvo un efecto positivo, pues gracias a ella un pueblo tradicionalmente sumiso, condenado a la inexistencia, adquirió una fuerte personalidad litera­ria, aunque los encargados de modular y decantar el lenguaje de la tribu, el español rudimentario de los campesinos alzados en armas, hayan puesto en su boca una crítica acerba de la gesta social traicionada.
El cuento de Juan Rulfo, “Nos han dado la tierra”, que para algunos crí­ticos clausura la narrativa de la revolución, es una denuncia irónica y amarga del agrarismo fraudulento practicado por los gobiernos de Obregón y Calles, pero la magia verbal de Rulfo, su genio para descubrir la singularidad del es­pañol mexicano, preservado durante siglos en los pueblos fantasmas de Jalisco, a salvo de cualquier contaminación lingüística, representa el punto culmi­nante de una búsqueda literaria inicia­da desde los relatos de Mariano Azuela, el primer “pintor de voces” de la gesta revolucionaria. Rulfo creía que la Revo­lución había dejado intacta la tiranía de los señores feudales de horca y cu­chillo, pero consiguió tensar al máxi­mo el genio de la lengua vernácula para conceder a la masa una importancia y una dignidad que estuvieran a la altura de su papel histórico. Se cumplió así el sueño del crítico Ermi­lo Abreu Gómez, que en los años veinte había propuesto como meta revolucio­naria “crear una nueva literatura a partir del español que habla el pueblo mexicano”, como primer paso para uni­versalizar nuestra cultura autóctona.1
El principal mérito de Mariano Azuela, un naturalista miope, incapaz de penetrar en el alma de sus personajes, pero dotado con un buen oído para caracterizar por medio del diálogo, fue otorgar a la masa un papel protagó­nico en su pintura mural de la sociedad mexicana. Como bien ha señalado José Joaquín Blanco, “su generosidad permite, si no el triunfo de la versión de las masas, mérito del que escasos escritores del mundo pueden ufanarse, sí su convivencia con el punto de vista del autor”.2 Esta convivencia es un salto cualitativo importante, si tomamos en cuenta la aséptica y despectiva dis­tancia con que José López Portillo y Emilio Rabasa observaban a las hordas pastoreadas por los caudillos regionales en las “bolas” del siglo XIX. Desde lue­go, Azuela tampoco simpatizaba con los vándalos que entraban a caballo en los salones porfirianos y, de hecho, se empecinó en censurar sus rudos modales, pero su vocación de novelista magnetofónico lo forzaba a cederles la palabra. El verismo de sus retratos hablados sentó un precedente que le desbrozó el camino a los escritores de las nuevas generaciones. Cuando estalló la Revolu­ción, Azuela tenía 40 años y ya era un escritor hecho, es decir, un semiletrado con taras irreversibles. Aunque algunos de sus relatos de juventud aparecie­ron en la revista Moderna, nunca tuvo contacto con los cenáculos intelectua­les de la capital. El aislamiento en la provincia lo condenó a una formación literaria deficiente, que se advierte en las limitaciones técnicas de su estilo. Escribía “cuadros vivos” a la manera de Flaubert y Zolá, pero nunca aprendió a manejar la mejor herramienta de sus maestros, el estilo indirecto libre. Por su notoria ineptitud para fundir la voz del narrador con la conciencia de sus criaturas, se condenó a dibujar tipos sociales sin espesor.
Por el contrario, los jóvenes miembros del Ateneo de la Juventud, que tenían poco más de 20 años cuando estalló la Revolución, habían tenido una formación literaria muy rigurosa, que ellos mismos se impusieron a contrapelo de los programas de estudio de la Escuela Nacional Preparatoria. José Vascon­celos y Martín Luis Guzmán eran intelectuales con vastos horizontes cultura­les, que conocían a fondo la tradición española y la grecolatina, hablaban lenguas extranjeras y dominaban la propia con una maestría precoz. Liberales maderistas criados en familias decentes de clase media, ninguno de los dos po­día congeniar demasiado con la masa hambrienta y desharrapada que había tomado las carabinas para derrocar a Porfirio Díaz. Las memorias de Vascon­celos, irreprochables como testamento político, como visión panorámica de una época y como autorretrato psicológico, son con frecuencia irritantes por su marcado carácter clasista y racista, quizá porque Vasconcelos las escribió cuando ya comenzaba su viraje a la ultraderecha. Martín Luis Guzmán comprendió mejor que Azuela y Vasconcelos el carácter resentido y violento de los guerrilleros alzados en armas. En una ironía dirigida contra Vasconcelos y Azuela, ridiculizó a los apóstoles del orden burgués que tildaban de troglodi­tas a los rebeldes: “Como las revoluciones no se hacen con los miembros ho­norables de las asociaciones de padres de familia (personas morigeradas que se acuestan a las ocho de la noche y están de nuevo en pie a las seis de la ma­ñana), durante la Revolución entraron en escena hombres que conciben el desorden como instrumento creador. La superabundancia vital de esos hombres trastocó la rígida tabla de valores en ejercicio.”3
Sin duda, Guzmán logró rescatar la vitalidad arrolladora de los jefes re­volucionarios en sus magistrales estudios de carácter, tan ricos en matices y cla­roscuros como los retratos de Rembrandt. De hecho, una de sus principales virtudes como narrador fue trazar perfiles complejos de los personajes históricos con la máxima economía verbal, sin anteponer absoluciones o condenas. Pero frente al reto de entrar en el corazón de la masa, Guzmán retrocedió con espanto. El mejor retratista de nuestras letras sólo vio en las hordas revolucio­narias una lamentable degradación de la especie humana, colindante con el reino animal, quizá porque la amorfa cohesión de la muchedumbre le impedía trazar fisonomías individuales. En “Una noche en Culiacán”, un episodio memo­rable de El águila y la serpiente, narró su encuentro con una multitud de solda­dos borrachos en una oscura calleja de Culiacán, sin disimular la repugnancia que le produjo ese baño de pueblo. Su caminata en la oscuridad en busca de la fiesta donde se congrega la soldadesca nos introduce en una atmósfera casi macabra, como si la penumbra lodosa en que se mueve el narrador fuera una imagen metafórica de la tiniebla bestial donde está sepultado el ser colectivo cuya cercanía teme como si se aproximara a la guarida de un monstruo. Cuando Guzmán está a punto de caer en el lodo, lo sostiene un borracho juguetón que le pasa el brazo por el hombro. Trata de zafarse pero el soldado lo aprieta con más fuerza. “Quise ver quién me tenía cogido y levanté la vista. Mi apresador era un soldado andrajoso. El sombrero de palma le caía hasta media nariz, al grado de que el ala, ancha y colgante, venía a tocar el cuello de una botella que tenía empuñada con la otra mano.” Logra ver entonces una multitud imprecisa, de 200, 400 o un millar de hombres congregados en un terreno baldío y le sorprende descubrir en ella “un alma de unidad colectiva”. Obligado a beber mezcal a pico de botella por su fraternal y pegajoso amigo, Guzmán se siente de pronto engullido por la mole de cuerpos donde la dignidad humana ha que­dado abolida: “¡Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa como las tinie­blas que la escondían! ¡Embriaguez gregaria y lucífuga, como de termitas felices en su hedor y en su contacto! Chapoteando en el lodo, perdidos en la sombra de la noche y de la conciencia, todos aquellos hombres parecían haber renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo así como el alma de un reptil monstruoso.”
Este descenso al infierno de la barbarie popular pone de relieve una rara virtud literaria de Martin Luis Guzman: la fidelidad a sus emociones por encima de cualquier imperativo demagógico, y una extraña incongruencia política: si el pueblo a quien buscaba redimir lo asqueaba tanto, ¿qué hacía un catrín tan delicado en un campamento revolucionario? A partir de estas confesiones, un marxista dogmático podría tachar a Guzmán de enemigo del pueblo, pero quien conciba la literatura como un medio de conocimiento debe agradecerle su ho­nestidad, pues la forma superior de comunicación escrita, es decir, el diálogo inteligente y sincero de persona a persona, sólo se produce cuando el autor na­da a contracorriente de la opinión general, a riesgo de perder lectores. Martín Luis Guzmán aborrecía la suciedad y el espíritu gregario de la masa, pero trató de hablarle en su propio lenguaje, no con el fin de reproducirlo literalmente, como Azuela, sino para ennoblecer a los héroes populares con una reinvención literaria del habla campirana. En su experimento coloquial más arriesgado, las Memorias de Pancho Villa, se propuso reivindicar ante la posteridad al Centau­ro del Norte, para desmentir la leyenda negra (no del todo falsa) que le habían adjudicado los gobiernos de Carranza, Obregón y Plutarco Elías Calles. Escri­tas a partir de la autobiografía política y militar que Villa dictó a su secretario Manuel Bauche Alcalde, las Memorias le plantearon un serio problema de au­tenticidad, porque según Guzmán, el responsable de la transcripción “se dedicó a traducir a su lengua de la ciudad de México lo que Villa había dicho a su modo. De hecho, apenas aparecen en los apuntes de cuando en cuando el léxico, la gramática, la pureza expresiva del habla que en Villa era habitual”. Para co­rregir el desaguisado, Guzmán decidió “no apartarme del lenguaje que siempre le había oído a Villa, y a la vez, mantenerlo dentro de los límites de lo literario”.4
Aunque las Memorias de Pancho Villa fueron un long seller que ocupó durante años los primeros lugares de ventas, la crítica ha reprobado por deci­sión unánime el experimento de ventriloquía que intentaba resucitar el estilo de Villa. En opinión de Jorge Aguilar Mora, uno de los ensayistas que ha estu­diado más a fondo la obra de Guzmán, “su decisión fue desastrosa porque se olvidó de la diferencia fundamental de un habla coloquial y de un discurso na­rrativo. Aun así, Guzmán mantuvo la estructura estilística, el color retórico, la forma gramatical del manuscrito y, fatalmente, lo prolongó al resto de la obra que no estaba ya basado en esas memorias”.5 Dicho en otras palabras, en su afán por mantener las memorias “dentro de los límites de lo literario”, Guzmán adecentó demasiado el lenguaje de Villa y le quitó sabor, sin mejorar dema­siado el manuscrito de Bauche Alcalde. Tal vez Guzmán no comprendió que ese audaz experimento, nunca antes intentado en las letras nacionales, exigía no sólo reinventar el español mexicano, sino su propia idea de lo literario. Aun­que admirara con ojos de erudito condescendiente la pureza léxica y sintáctica de Villa, el prosista superdotado de El águila y la serpiente no tenía faculta­des acústicas para emprender esa tarea, o tal vez era alérgico al encanto del lenguaje popular. El mismo prurito de aseo y distinción que le puso la carne de gallina en Culiacán, cuando el soldado borracho lo estrechó en sus brazos, de­be de haberlo invadido cuando corregía el español de Villa. El habla popular tiene sus propios cánones de belleza, y no suelen coincidir con los de la lengua culta, que Guzmán dominaba a la perfección. Animado por el noble afán de prestar al guerrero bárbaro las palabras que le faltaban, Guzmán no pudo es­tilizar su lenguaje, pero en cambio lo condenó a la falsedad.
Aunque la tentativa de Guzmán haya sido un fiasco estilístico, las genera­ciones posteriores no renunciaron a seguir la misma ruta. Seguía pendiente la tarea de crear una literatura con valor universal a partir del habla del pueblo, pues si algo había dejado en claro la Revolución era que la narrativa mexicana sólo podía tener personalidad propia si auscultaba el corazón de la masa, lo que a fin de cuentas significaba individualizarla, perfilar mejor su timbre de voz. En los años treinta y cuarenta, las obras de Rafael Felipe Muñoz, Nellie Campobello y Agustín Yáñez construyeron peldaño a peldaño una escalera que se aproxi­maba cada vez más al ideal estético vislumbrado lúcidamente por Abreu Gó­mez. En las antípodas de Mariano Azuela, que sólo vio los aspectos negativos de la Revolución, Muñoz se propuso reflejar el aliento épico de la guerra y dig­nificar a los pobres que murieron por la justicia social, con un énfasis muy marca­do en la recuperación de la dignidad colectiva. Panegirista de la masa anónima que entregó la vida en los campos de batalla, Muñoz describió con pasmo reve­rente la misma “unidad de alma” que infundía pavor a Guzmán, recurriendo también al simbolismo de la noche interior. Desde su punto de vista, la tropa es una asamblea de ángeles negros embellecidos por la posibilidad del martirio: “La tiniebla los circunda, los estrecha, los abraza como amigos, los ama como hermanos porque sus espíritus son también sombras. Adonde ellos van todo lo sumergen en una oscuridad eterna. Son una mancha, son un caos. Llevan dentro de ellos mismos, viviendo, la muerte.”6
En sus dos novelas más importantes, Vámonos con Pancho Villa y Se lle­varon el cañón para Bachimba, Muñoz pasa por alto los conflictos ideológicos de los caudillos en pugna, pues narra desde el punto de vista de los soldados de a pie, que tomaron el fusil sin saber por qué luchaban. Pero a diferencia de Azuela, Muñoz no condena esa falta de principios: la elogia, pues a su jui­cio, la principal virtud de un soldado es la adhesión ciega a su caudillo. Como bien ha señalado Jorge Aguilar Mora, para los personajes de Muñoz “la rebe­lión es su propia justificación”,7 pero no creo que esto sea una virtud de su narrativa sino un grave defecto. Los protagonistas de Se llevaron el cañón para Bachimba, el adolescente Álvaro Abasolo y el general Marcos Ruiz, pelean bajo las órdenes de Pascual Orozco en un movimiento contrarrevolucionario patro­cinado por los latifundistas de Chihuahua (familias Terrazas y Creel), que te­mían resultar perjudicados por el tímido reparto agrario emprendido por el gobernador Abraham González, quien fue asesinado poco después de la revuel­ta. Orozco estaba resentido porque el gobierno maderista no había reconocido sus méritos como general revolucionario y aceptó la invitación de los hacenda­dos, a cambio de una turbia componenda económica. ¿Debemos aplaudir en­tonces a los protagonistas de la novela porque salieron a echar balazos en defensa de un traidor?
Proponer que lo más importante en una guerra es la obediencia al jefe, por encima de la justicia de su causa (la tesis de fondo en toda la obra de Mu­ñoz), significa lisa y llanamente tomar partido por el fascismo. El lema de la organización ultraderechista el Yunque (“el que siempre obedece nunca se equi­voca”) parece regir la conducta de estos revolucionarios leales hasta la ignominia. En su afán por idealizar la obediencia, Muñoz llegó al extremo de hacer cometer a Tiburcio Maya, el protagonista de Vámonos con Pancho Villa, un acto de servilismo inverosímil y abyecto cuando acepta con mansedumbre que el caudillo mate a su esposa y a su hija para dejarlo libre de compromisos fa­miliares. Guzmán trató de suavizar la crueldad de Villa y presentarlo como un buen salvaje. Muñoz no maquilla sus atrocidades pero pretende que el lector lo admire a pesar de ellas.
Si en las novelas de Muñoz el contenido político y moral es indefendible, su vuelo lírico tiene un valor literario muy disparejo. Conocía a la perfección el habla de la tropa, pero se empeñó siempre en tender una línea divisoria en­tre la voz del autor, proclive al preciosismo bélico, y la vox populi, áspera y bronca. En sus mejores momentos de inspiración logra desentrañar la simbolo­gía del árido paisaje norteño, como en el capítulo “Divagando”, una inspirada digresión lírica sobre el carácter simbólico de los mezquites.8 Pero a menudo la repetición de recursos empobrece su estilo en vez de elevarlo. Pergeñar un símil tras otro no significa necesariamente arañar las cumbres etéreas de la poesía, más bien puede evidenciar una voluntad de estilo fallida. Con frecuencia, Muñoz amontona varios símiles en el mismo párrafo, haciéndose presente en el texto con una terquedad machacona:

El seco zacatón gris parecía cabello cortado al rape en el cráneo pedregoso de los montes y se esparcía como agua sucia en los planos. La procesión de postes, cirios sin encender engarzados en los alambres…

Subimos a una colina que se alargaba en la misma dirección que trotaban nues­tros caballos; éramos como su espinazo, un espinazo de trescientas vértebras. El pasto, seco y alto, que se erizaba en las laderas, era como el pelo del monstruo que enarcaba su lomo sobre el nivel de la tierra.

Se arrojaban como rocas que ruedan por los flancos de los cerros cuando la dina­mita disuelve un cantil de la cumbre, hacia los jinetes enemigos que habían quedado inmóviles, semejantes a estacas en los límites de un potrero.

Los ejemplos anteriores, tomados de Se llevaron el cañón para Bachimba, revelan que a veces la búsqueda de sofisticación literaria conduce a la retórica ornamental forzada. Muñoz creía que esta novela era muy superior a Vámonos con Pancho Villa, por tener un lenguaje más ambicioso y una arquitectura mejor planeada. Pero en realidad el estilo de su primera novela es superior al de la segunda, tal vez porque en ella, cercano todavía al lenguaje periodís­tico, no aspiraba con tanto ahínco a escribir “alta literatura”. Aunque en la narrativa de Muñoz el sufrimiento del pueblo tiene casi un valor sagrado, no pudo entrar del todo en la conciencia de la masa, tal vez porque escribía a partir de un imperativo cívico: redimir poéticamente al soldado anónimo, conven­cer al pueblo de que su sacrificio había sido glorioso. La duranguense Nellie Campobello corrió con mejor suerte como intérprete del alma popular al estable­cer un fuerte vínculo entre el sujeto lírico y el objeto de sus textos elegíacos: los soldados de la División del Norte a quienes vio morir cuando era niña. Irre­ductibles a las clasificaciones genéricas, las piezas literarias reunidas en sus dos libros más importantes, Cartucho y Las manos de mamá, son poemas en prosa, epitafios o responsos fúnebres en los que narra recuerdos de su infancia en diferentes pueblos de Durango y Chihuahua. Maestra del laconismo poéti­co, en su obra, como en la de Rulfo, los silencios dicen más que las palabras. Casi no usa adjetivos, sólo verbos y sustantivos, como si quisiera llegar al má­ximo de emoción con el mínimo de palabras. “Intento abrir los nudos vírgenes de la naturaleza —declaró a Emmanuel Carballo—, referirme a la entraña de las cosas, de las personas, ver con ojos limpios el espectáculo que me rodea.”9 Comprometida emocionalmente con los revolucionarios caídos, tal vez por com­partir con ellos un sentimiento de orfandad (perdió a la madre en la niñez, en plena Revolución), procura ser para ellos una madre que los acompañe a bien morir. Pero no puede negar que esos muertos, contemplados con sus ojos de niña morbosa, son un espectáculo fascinante. En sus semblanzas de los villis­tas caídos la muerte parece un juego de niños. Es la única escritora de la litera­tura mexicana, incluyendo a los hombres, que ha sabido combinar la violencia con la ingenuidad, el tono elegíaco con la canción de cuna. Al parecer, subli­mó en la edad adulta los recuerdos traumáticos de su niñez en un intento por restañar viejas heridas y darle un sentido trágico a todas las muertes que había presenciado. La ternura cruel de Campobello no tiene antecedentes en las letras mexicanas, pero sí algunos continuadores: Sabines en Algo sobre la muer­te del mayor Sabines, o Garibay en Beber un cáliz.
Como ha señalado atinadamente Jorge Aguilar Mora, en la obra de Ne­llie Campobello hay una transfiguración fantástica de la realidad y un trato íntimo con la muerte que anuncian la obra de Rulfo.10 Campobello hablaba con los muertos, Rulfo los hizo dialogar desde ultratumba. Pero antes de llegar a la cima de esa cadena evolutiva fue necesario explorar un nuevo continente de la conciencia colectiva, el que Agustín Yáñez descubrió en Al filo del agua. En palabras del propio Yánez, el estilo que intentaba forjar desde sus comien­zos como escritor “quería encontrar las características mexicanas del idioma en los valores sintácticos, más que en la deformación de los vocablos”.11 Para lo­grarlo, en uno de sus primeros libros, Flor de juegos antiguos, tuvo que suprimir de su léxico todas las palabras que sonaran falsas en boca de un niño de diez años. El resultado fue un lenguaje coloquial de extraordinaria pureza, que le permitió limpiar su prosa de artificios retóricos y perfilar con acierto la perso­nalidad del protagonista, un niño pobre, como él lo fue, que descubre el amor en los juegos infantiles con sus vecinas.
En Al filo del agua se propuso algo mucho más difícil: invocar a los espí­ritus del subsuelo, como un médium que oye hablar a las piedras y descubre su armonía recóndita. Si las crónicas autobiográficas de Yáñez son declaracio­nes de amor a la capital de Jalisco, escritas cuando las circunstancias de la vida lo distanciaron de ella, su obra maestra, en cambio, es un ajuste de cuentas con un microcosmos provinciano que le resultaba más entrañable: Yahua­lica, el pueblo de sus padres, que llegó a conocer muy bien por haber pasado ahí todas las vacaciones escolares. La atmósfera claustrofóbica de ese pueblo levítico, evocada con el espíritu de un librepensador, le producía una mezcla de horror y fascinación, tal vez porque en ese mundo cerrado a todas las alegrías se gestaron los atavismos religiosos de su familia. En Yahualica, Yáñez en­contró lo que hasta entonces había falta­do a su narrativa: un terreno fértil para sondear los abismos de la soledad colec­tiva. El hallazgo de ese purgatorio árido, polvoriento, rico en tensiones soterradas, coincidió con la maduración de su téc­nica narrativa, pues hasta entonces Yánez había oscilado entre la sencilla perfec­ción de los Flor de juegos antiguos y el estilo arcaizante de su Archipiélago de mujeres (1943), un libro hinchado de ci­tas literarias y parrafadas líricas, que los críticos incon­dicionales de Yánez han elogiado por compromiso, pero no ha resistido la prue­ba del tiempo.
Según el testimonio del propio Yánez, Al filo del agua surgió por casua­lidad, cuando escribía la introducción para una novela corta, “Oriana”, que formaría parte del Archipiélago de mujeres:

Imaginaba un pueblo de Los Altos durante el conflicto religioso, un pueblo de mujeres enlutadas. Las proporciones de la introducción excedieron el tamaño asig­nado a la novela y decidí aprovecharlo en una novela breve que contaría las peripe­cias de algunas vidas características de un pueblo: cantera que resultaba adecuada para descubrir personajes. Me propuse aplicar a un pueblo pequeño la técnica que John Dos Passos emplea en Manhatan Transfer para describir la gran ciudad.12

La fidelidad a esa técnica cinematográfica que va de lo general a lo par­ticular, del plano de conjunto al monólogo interior, permitió a Yánez encontrar una voz propia, la voz de un narrador oculto tras bambalinas, obligado a con­trolar su vena poética para ceñirse a las leyes del realismo objetivo. La nece­sidad de dar la palabra a sus personajes lo salvó de la verbosidad retórica, pues el narrador del Archipiélago de mujeres era un preciosista fallido, muy afecto a entrometerse en la ficción para exhibir su cultura libresca.
Como los héroes de la tragedia griega, los personajes de Al filo del agua se desprenden de un coro que parece haberlos engendrado, pero al mismo tiem­po los condena a morir en vida. No son tipos literarios de novela costumbrista, pues el autor ha escudriñado los entresijos más retorcidos de su carácter, pero sólo pueden existir dentro de esa atmósfera existencial, porque la sociedad de Yahualica es una matriz cercada con alambre de púas. Desde el “Acto prepa­ratorio”, que esboza la arquitectura de la novela, el desolado paisaje del pueblo se nos presenta como fiel trasunto de una intimidad igualmente desértica: “Flota un aire de desencanto, un sutil aire seco, a modo del paisaje, de las canteras rechupadas, de las piedras tajantes. Uno mismo el paisaje y las almas. Foscura luminosa, como de prolongado atardecer, como de rescoldo inacabable.” En esa aldea sepulcral, la rebeldía erótica puede causar cataclismos, como lo su­giere el colofón del acto preparatorio, que anuncia el tema de la novela: el choque entre la necesidad de amar, “que es la más temida y peligrosa forma de vivir el morir”, y la decrepitud moral de un mundo anacrónico, donde la plenitud amorosa es un sacrilegio. Gabriel, María, Victoria y el cabecilla revolu­cionario Damián Limón representan a las fuerzas subversivas alzadas en armas contra la dictadura del padre Islas, pero a pesar de identificarse plenamente con ellos, Yáñez nunca pierde de vista que su papel como narrador es elevar la mur­muración a la altura del arte. Por eso, cuando los rebeldes abandonan el pue­blo con gran escándalo de las buenas conciencias, el narrador no se escapa con ellos, sino que refiere las repercusiones de esa fuga desde el sancta sanctorum violado por los impíos, reproduciendo los chismes y las hablillas que su fuga ha suscitado en el pueblo. Ese recurso, manejado con insuperable destreza, deja en el lector la impresión de que a pesar del terremoto registrado en el pueblo, nada ni nadie podrán alterar su inmutable rutina.
Precursor y paisano de Juan Rulfo, Yáñez descubrió en Al filo del agua que su principal tarea como novelista era decantar el lenguaje hablado, y crear un estilo literario a partir de ese patrimonio verbal sin caer en la trascripción fonética o el falso pintoresquismo. A estos dos grandes narradores corresponde el altísimo honor de haber quintaesenciado el español mexicano, una tarea difí­cil de continuar en el México de hoy, donde la televisión y el radio tienden a uniformar el habla y a despojarla de su casticismo. A estas alturas, hasta en Comala y Yahualica deben de haber hecho estragos los cronistas futboleros que a fuerza de repetir necedades y barbarismos terminan por imponerlos como usos lingüísticos. Pero en los años cuarenta, cuando México era todavía un país ma­yoritariamente rural, en los pueblos del oriente de México se conservaba casi intacta la lengua mestiza nacida del choque entre la cultura española y la indí­gena. Yánez la había escuchado desde la cuna, pero estaba muy intoxicado por sus lecturas y no descubrió su potencial literario hasta que ya era un escritor maduro, después de leer a Dos Passos, Faulkner y Joyce. Sin proponérselo, en su camino a la perfección siguió al pie de la letra un consejo de Jorge Cuesta, que en los años treinta recomendaba: “El deber que nuestra propia cultura nos impone es encontrar en una voluntad externa la esencia de nuestra volun­tad interior, el origen de nuestra propia significación.”13
Es indudable que Pedro Páramo, titulada originalmente “Los murmullos”, le debe muchísimo a la obra maestra de Agustín Yáñez, como han señalado desde hace décadas los estudiosos más importantes de nuestras letras. Pero es al mismo tiempo la culminación de una tendencia iniciada por otro jalisciense, Mariano Azuela, que en Las moscas y Nueva burguesía, obras posteriores a Los de abajo, había intentado ya, como apunta José Joaquín Blanco, “suprimir el recurso del protagonista estructurador de la novela burguesa y acrecentar la presencia disgregada y centrífuga de múltiples personajes, en un intento de novela de masas”.14 Azuela nunca pasó de la mímesis a la reinvención y por eso se quedó por debajo de sus ambiciones. Pero en los cuentos y en la gran novela de Rulfo, escritas desde el sustrato inconsciente de la mexicanidad, o desde la memoria lingüística del pueblo, desaparece ya por completo la línea fronte­riza entre el demiurgo y la masa.
Se trata, claro, de una masa con acentos personalísimos, de un coro trá­gico de solistas eternamente ninguneados que no aspiran a tener tesitura propia, pero lo consiguen a pesar de su modestia ancestral. Rulfo nos enseñó que la mejor manera de rendir homenaje a la masa no es compadecerla o ideali­zarla, sino ayudarle a dejar de serlo, aunque sea después de la muerte. De­liberadamente, desde el comienzo de la novela, las voces susurrantes de los difuntos nos sitúan en una atmósfera intemporal. Los acontecimientos que na­rran podrían haber ocurrido en el siglo XVI o en el XX, pues nada ha cambiado en ese pueblo con el paso de los siglos. La primera irrupción de la Historia ocurre, ya bien avanzado el relato, cuando se menciona de pasada la guerra cristera. No hay en la novela el menor entusiasmo ni la menor simpatía por la Revolución, aunque tampoco un afán explícito de descalificarla. Pero como Comala es un pueblo prototípico, se sobreentiende que para Rulfo la Revolución fue un inmenso fraude o, en el mejor de los casos, un estallido de bandidaje vagamente justiciero que no modificó nada sustancial.
Cacique perenne que sobrevive a las revoluciones, Pedro Páramo es un arquetipo nacional y universal que puede cambiar de rostros y de disfraces políticos (apoya a Villa, luego a Carranza y finalmente a los cristeros), pero nun­ca desaparece del todo. Su actitud hacia el pueblo es la de un dios inalcanzable (la máxima ilusión de todas las mujeres es acostarse con él, para ascender en la escala social y emparentar con el patroncito) que trata a los pobres mortales como si no existieran. Cuando Fulgor Sedano le advierte que hay gente descon­tenta por las tropelías de su hijo Miguel, que se cree con derecho de violar a todas las muchachas del pueblo, el imperturbable cacique responde: “No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe.” Es tan omnipotente que preten­de regir hasta las emociones de sus vasallos. No sólo es un señor de vidas y haciendas, sino de risas y llantos, pues le ordena a la indiada cuándo debe llo­rar y cuándo debe interrumpir sus efusiones de pena. Aunque en Pedro Páramo y en los cuentos de El llano en llamas la Revolución es un vendaval que sólo levanta polvo, sin ella los personajes de Rulfo nunca hubie­ran tenido esa voz cascada y reseca, preñada de iluminaciones y hallazgos líricos. El reptil mons­truoso que asustó a Martín Luis Guzmán sólo necesita­ba clases de solfeo para aprender a cantar con la voz de la tierra. Por una cruel paradoja, esa gran conquista literaria, quizá la mayor de nuestra joven literatura, se produjo en 1953, cuando la Revolución ya era letra muerta. Si Muñoz intentó levantar la moral del pueblo sacrificado en vano, y Campo­bello le compuso un réquiem fraterno, Rulfo convirtió en esplendor verbal su profunda decepción fatalista.
 
1 Citado por Adalbert Dassau en La novela de la Revolución Mexicana, FCE, México, 1972, p.120
2 José Joaquín Blanco, Crónica literaria, Cal y Arena, México, 1996, p.101.
3 Emmanuel Carballo, Protagonistas de la literatura mexicana, SEP, México, 1986, p.86.
4 Martín Luis Guzmán, Memorias de Pancho Villa, Porrúa, México, 1991, p. VIII.
5 Jorge Aguilar Mora, “El fantasma de Martín Luis Guzmán”, en Fractal, núm. 20, enero-marzo 2001, p.12 (accesible en internet).
6 Rafael F. Muñoz, Vámonos con Pancho Villa, Espasa-Calpe Mexicana, México, 1989, p. 109.

7 En el prólogo a Se llevaron el cañón para Bachimba, Ediciones Era, México, 2007, p. 35.
8 Ibid., p.137.
9 Carballo, Op. cit., p. 415
10 En el prólogo a Cartucho, Ediciones Era, México, 2009.

11 Carballo, Op. cit, p. 369
12 Ibid., p. 371
13 Jorge Cuesta, Poemas y ensayos, UNAM, México, 1978, t. IV, p. 154.

14 José Joaquín Blanco, Op. cit, p. 114.

lunes, 7 de marzo de 2011

Las lecciones del vampiro

Miguel Terry Valdespino

Tú eres la culpable de este juego sangriento.
Pablo Neruda

para Alberto Guerra, por sus amantes del segundo piso

Una semana antes de que yo cumpliera los 49, mi esposa armó sus maletas y se fue a vivir con un tío que decidió dejarle su casa en herencia. El viejo no viviría demasiado. La herencia vino a acelerar el fin de un matrimonio muerto. Clara se llevó la mayor parte de sus cosas y aseguró que muy pronto vendría por el resto. También me sugirió escribir a Hamburgo para contarle a Marcela, nuestra hija, que nos habíamos separado. En breve retornó con una camione­ta para cargar “el resto de sus cosas”, entre las cuales no incluyó un poemario donde yo le había escrito un par de décadas antes: “Estos veinte poemas de Neruda no alcanzan para decirte cuánto te amo.” Contemplé la soledad de mis palabras. El tiempo puede hacer añicos la más sentida dedicatoria. Concluyó nuestro matrimonio de veintisiete años. Concluyó nuestra carrera de resisten­cia. Tanto desamor acumulado nos hacía boquear.
Cuando tuve conciencia de mi soledad, de la falta de compañía en mi ca­ma, primero vino la depresión, una especie de etapa invernal en la que sólo ves nubes grises y no dejan de atacarte pequeños y grandes rencores y la eter­na pregunta sobre cómo será la próxima mujer que se acueste o viva contigo. Y siempre llega la próxima mujer. La mujer que no perdura. Era una cuaren­tona simpática, se teñía de rubio cada tres semanas y tenía un hijo obeso de catorce años. Vestida lucía estupenda. Desnuda lucía fatal: una suma de carnes fláccidas con manchas oscuras que sabía disimular, como una artista del enga­ño, debajo de sus ropas. Ella buscaba un marido, un padre para su muchacho enfermo, y yo buscaba el amor. En esa frase envolví el pretexto para pedirle que se fuera. Después llegó la segunda. Otro desastre, pero con mal aliento, incapaz de disimular su barriga debajo de las ropas. Me negué a buscar la tercera. Quizás yo estaba destinado a cumplir los 50, los 54, los 68… sin que otra mujer entrara a mi vida. Palabras. Necias palabras. En breve no sería un hombre resignado a la soledad y la abstinencia, sino un lobo hambriento, ca­rente de alguna presa, vulgar o decorosa, para practicar el sexo. Pasaron los días y ninguna mujer interesante volteó la cabeza cuando yo cruzaba por su lado, ninguna me comió con la vista, ninguna confesó de pronto que siempre me había deseado. Comencé a desesperarme. Quizás estaba en hora de com­prender que ya era un hombre insignificante para cualquiera de las mujeres que en realidad me atraían. Fue entonces que apareció ella… Tenía apenas 17 años, un cuerpo para perturbar al ser más indiferente y una sonrisa espléndida, y andaba en busca del profesor Aramís, ¿es usted?, porque ya se le venían encima, como una tragedia, los últimos exámenes de matemáticas en el Pre­universitario. Le dijeron que yo era un experto en la materia, que había dado clases en la Universidad y que ahora trabajaba en un instituto muy importante. Me disparó aquellos elogios en el portal de mi casa, sosteniendo contra su cuer­po una bicicleta montañesa. ¿Usted cree que pueda ayudarme, profe? ¡Claro que sí, muchacha! Claro que puedo ayudarte. ¿Cuál es tu nombre? Rebeca. Lo más importante, Rebeca, es no tenerle miedo a la asignatura. Y si te ataca el miedo, pues dale el frente, igual que un capitán a una tormenta, igual que un torero al toro que lo embiste. Rió con ganas Rebeca, le saltaron los pechos como rocas vivas bajo un pulóver color mamoncillo, resplandecieron sus dientes y unas gotas de sudor en su barbilla. La sangre se me animó en las venas. La invité a sentarse y abrí la puerta de la calle para evitar las incómodas sospechas de cualquier vecino. Fui a mi cuarto por papel y lápiz. Rebeca me siguió sin pedir permiso y se detuvo sorprendida ante mi librero, inclinado por el peso de tantos ejemplares, casi ninguno de matemáticas. ¿A usted le gusta la litera­tura, profe? Me encantan las matemáticas y el cine, y soy un fanático de la literatura, me gustan desde Homero hasta esos muchachos que escriben cuentos eróticos, le dije con sorpresivo descaro. A ella no le gustaba Homero, pero sí los cuentos eróticos, tanto como los poemas de amor, las novelas policiacas, juveniles, y las de García Márquez. ¿Y a usted no le ha dado por escribir no­velas, cuentos, no sé? Siempre he querido, pero comienzo a escribir y entonces me asusto. ¿De qué se asusta, profe? Me asusta convertirme en un mal escri­tor. Reímos. Yo, más alto que Rebeca. Confesó haberse leído un cuento erótico donde la autora ponía a todos en cueros, metidos en un gran relajo en el patio de un museo colonial. Un cuento que pasó de mano en mano por cada grupo del Pre y ya algunos de sus amigos se lo sabían de memoria. Sí, Rebeca, los cuentos eróticos tienen su encanto, se le meten a uno por el cuerpo del mismo modo en que le gusta meterse al diablo. ¿Y usted ya se leyó toda esa bibliote­ca? Le respondí que no leía, sino que releía por tercera, quinta ocasión, aquellos ejemplares infinitos. Abrió la boca sorprendida. Rebeca también tenía decenas de libros que le compraba su madre o que compraba ella misma. Pero no tantos. No tantos como usted, profe. Me aseguró que vendría el sábado siguien­te, a las diez de la mañana. No preguntó si yo estaría dispuesto a recibirla a esa hora. Ella misma decidió mi horario de servicio, como una patro­na; yo afirmé como un obrero obediente. Salió dejándome con una erección indomable. Un lobo comenzó a pasearse dentro de mí. Escuché cómo aullaba. Un lobo hambrien­to devorando las carnes de Rebeca debía ser un espectácu­lo inolvidable.
El reloj fue una tortura hasta el sábado a las diez. Apenas amaneciendo, limpié la casa, sacudí los muebles, preparé un jugo de naranja y compré unos dulces. Planché un pulóver y un pantalón, me bañé y vestí cuando aún el reloj no daba las nueve, y me senté a esperar. Mil veces abrí y cerré una re­vista de ciencias, sin que pudiera concluir la lectura de un solo párrafo. Dentro de una hora la tendría enfrente. Fue imposible que en ese tiempo no tramara las una y mil estrategias para la conquista. Nada de apuros. Mi lobo debía ser precavido, saltar en el momento exacto, no con la rapidez de un lobo, sino con la precisión de un tigre. Rebeca llegó con nueve minutos de retraso. Traía el pelo recogido en una cola, un cuaderno y un bolígrafo, unas sandalias de cuero, un vestido corto, bajo el cual resplandecían sus muslos y sus vellos, y se había perfumado con una colonia para bebitos. ¿Y la bicicleta? Sólo viajaba en bi­cicleta cuando estaba apurada. Y ese sábado no tenía ninguna prisa. Dejé a medio cerrar la puerta de la calle y la invité a sentarnos en la terraza. Co­mencé por explicarle lo que cualquier profesor de matemáticas debía enseñar a sus alumnos en el primer día de cla­ses: que en el antiguo Egipto está el ori­gen de esta ciencia, con mucho de magia, que en 1600 a.C. se redactó el Papiro del Rhind, primer texto matemático de la Historia, que con las matemáticas se han resuelto problemas sociales, econó­micos, políticos y hasta religiosos, que hasta los escri­to­res necesitan emplearla cuando compo­nen un soneto, una décima o cualquier obra con rima… Si un alumno recibe una explicación humana, Rebeca, comienza a mirar las matemáti­cas como una cien­cia agradable y muy necesaria. Rebeca me atendió con interés y después escribió de prisa. ¿Comenzaba a impresionarse con mi inteligencia? Mien­tras escribía, la observé sin pudor. Rebe­ca es un núme­ro perfecto que los egipcios nunca descubrieron. Llegaría el instante en que pudiera decírselo. A las doce me­nos siete la escuché resoplar y le pedí hacer un alto. Rebeca me lo agradeció. La invité a los pasteles y al jugo de naranja… Jugo de naranja, sí; pasteles, no, dijo Rebeca. ¿Engordan demasia­do, verdad?, pregunté. Sí, los pasteles eran fatales, aunque se volvía loca por los dulces de frutas, las mermeladas…, igual que les pasa a mami y Alicia, una amiguita su­ya que también le tenía pánico a los números y por eso contrató a un profesor privado. Pero yo no soy privado, Rebeca, no voy a cobrarle a nadie por darle una ayuda. Yo estaba intentando ser Dios, dibujando un per­sonaje perfecto, tras el cual se ocultaba el demonio que pretendía seducirla y tenerla, en el siguiente minuto, prendida del cuello, invitándolo a vibrar, a sacarle del cuerpo la soledad y la derrota a quien casi tocaba las puertas del medio siglo, una edad en que los hombres ya han perdido el atractivo para las hembras hermosas. Rebeca tomó el refresco y secó los labios con un pase de lengua. Un gesto de­licioso. Estaba terminando nuestra primera cita. Pare­ce que me entendiste bien, Rebeca, ¿viste que las matemáticas no son tan terribles? Rebeca dijo que yo enseñaba de manera fácil los ejercicios más complicados. Me dio las gracias y se dirigió a la puerta de la calle. Entonces le pedí detenerse y le entregué, sin rubores, Lolita, de Vladimir Nabokov, y una antología con varios cuentos, en­tre ellos uno, el que más me conmovía, de amores imposibles, como son en ver­dad, Rebeca, los grandes amores: “Rap­sodia para los amantes del segundo piso”. Hojeó los dos ejemplares, los guardó en su mochila y dijo que me traería su opinión el sábado próximo. Si Rebeca no regresaba, podría dar por seguro que veía en mi persona a un viejo decadente, a un tarado que, de un momento a otro, comenzaría a sobarle los muslos por debajo de la mesa. Viví la semana en ascuas, comiendo apenas, proyectando en mi cerebro una película interminable: imaginaba y volvía a imaginar a Rebeca desnuda, abierta entre los azulejos de la bañera, abierta de par en par en mi cama, abierta sobre la mesa del comedor… y no paré de masturbarme como en mis años de adolescencia.
Perdí de pronto el interés por asistir al instituto y llamé a la dirección para contarle una mentira: no andaba bien de salud, me dolía, cómo rayos la co­lumna, y padecía de mareos con frecuencia. ¿Podía tomarme al menos una semana para reponerme un poco? No se preocupe, Aramís, la dirección lo au­toriza, resuelva sus problemas de salud, que eso sí es importante para usted y para nosotros. ¡Yo, que bufaba como un toro, con dolores de columna y ma­reos con frecuencia! Me aislé del mundo. No quise hablar ni con amigos ni conocidos. La mayoría son viejos, o empiezan a serlo. Y la vejez sólo inspira lástima y asco. Pretendía no inspirarle a Rebeca ni la una ni lo otro. Quería tener su cuerpo como el último acto decente de mi vida. Después podría mo­rirme. Las matemáticas, mis libros y Clara no iban a echarme de menos. Y el dolor que sufriría mi hija era un asunto distante. Rebeca volvió al sábado si­guiente. Pantalones ajustados, pelo suelto, una colonia más fuerte sobre la piel. Aunque viniera vestida con harapos, yo perdería el aliento. Para ella guardé refresco y mermelada de mango. Había leído Lolita, aunque algunas partes, profe, eran aburridas y tuvo que saltarlas, y “Rapsodia para los amantes del segundo piso”. Pero no trajo los libros porque Alicia los estaba leyendo. Ella los cuida, profe, no se preocupe. Miró hacia el techo para pensar lo que iba a decirme. Esos dos hombres, el profesor de Lolita y el profesor de “Rapsodia”, tienen el diablo en el cuerpo, profe, no pueden ni respirar porque el sexo los tiene como enloquecidos. Si tienen sexo, sufren, y si no tienen ninguno, sufren también. No es el sexo por el sexo, Rebeca, es la pasión por el sexo. El hom­bre es una pasión. Si no existe una pasión, no existe el hombre. Rebeca hizo el gesto de quien no supo entender la diferencia. Es que los hombres son así: aun cuando parece que están dormidos, gastados por la edad, son como un volcán: cuando despiertan lo incendian todo porque nunca dejaron de llevar por dentro el fuego más implacable. ¿Entiendes lo que te digo? Rebeca afirmó y me di por satisfecho. Sentada en la terraza resolvió hábilmente algunos ejer­cicios. Le aseguré que iba muy bien, que no me extrañaría si de pronto se convirtiera en una fanática de los números y las ecuaciones. No, no, ni pensar­lo, profe. ¿Y qué crees tú, Rebeca, si dejamos un poquito para el sábado que viene? Aceptó con placer la mermelada y mientras comía le entregué otro li­bro: Historia sexual de la nación. No estaba tan excitado como la primera vez. Quizás el miedo al fracaso maltrató mis erecciones. Le di otra cita llena de an­gustias y deseos. Y al terminarla, le di otra… De pronto me decidí a voltear la página. ¿En qué locura me estaba enredando? Debía mirarme al espejo, viejo decadente, recordar quién era, cerdo pervertido, contar mis arrugas, cuaren­tón corrupto… y hasta pensar en la cárcel. Para la cuarta cita Rebeca llegó ojerosa, espantada, como si presintiera el rumbo que tomarían mis instintos. ¿Te sientes mal, Rebeca? Negó con un susurro poco convincente. No me preo­cupé por eso. Los jóvenes también se cansan. Para la quinta ocasión, apenas dormí un par de horas. Pasé la madrugada escuchando rock de los años se­senta y setenta. La voz de Mike Jagger se oía más vital que nunca en esas ho­ras: I can’t get no satisfaction / I can’t get no satisfaction… Seguro que todavía el rockero inglés se acostaba con muchachitas como Rebeca y después ni las columnas más sensacionalistas se atrevían a llamarlo viejo verde. Con la pri­mera luz del día, me afeité, perfumé y me puse una camisa blanca, pensando que el blanco incidiría de forma favorable en la opinión de Rebeca, en ha­cer que viera en mí el ejemplo más exacto de la ternura, la transparencia y el amor profundo, y comprendiera que es imposible dejar pasar de largo a un tipo de mi clase. Compré mermelada de guayaba y queso amarillo. Pasaron las 10 y 45 y Rebeca continuaba ausente. El lobo sentía que lo habían enjaulado. Cuando la vi pararse en el umbral de la puerta, mi cara se iluminó con una mezcla de miedo y alegría. Pero Rebeca era el desgano con cuerpo de perso­na. Comencé a sentir que un muro invisible nos distanciaba. No traté de con­graciarme, no traté de impresionarla. No era, definitivamente, un día para el lobo. La invité a sentarnos en la terraza. Dejé a medio cerrar, como siempre, la puerta de la calle. Rebeca se desplomó en una silla. Entonces me dijo que no volvería más, que le era suficiente con cuatro o cinco sesiones, que nadie era tan bueno como yo para enseñar matemáticas, que en unas semanas aprendió más conmigo que en un curso completo con cualquier profesor de su escuela, y me extendió la Historia sexual de la nación. Está simpático, profe, pero no entiendo por qué se llama así. No tomé el libro de vuelta, le dije que era un re­galo, que si no se lo dedicaba era porque sólo el autor debía hacerlo. Mi corazón galopaba. Cerré los ojos. Se me fue el mundo. No me di cuenta que estaba de rodillas, vencido frente a Rebeca, como un cristiano pecador ante la cruz re­dentora. No pude hablar. No me salieron las palabras. Rebeca apretó mi cara contra su vientre y yo estreché su cintura. La fui mordiendo sin hacerle daño. Hundí más mi nariz entre sus piernas y mis manos se aferraron a sus nalgas. Un olor salvaje y limpio me provocó escalofríos. Salté y le chupé los labios. Rebeca me devolvió el impulso con maestría. Quise aspirar su aliento, sorber­lo de un modo tan fuerte que acabara por tragarme hasta sus vísceras. Me des­prendí de su cuerpo y corrí a cerrar la puerta de la calle. Volví tembloroso al cuarto. No me atreví a tocar a Rebeca mientras se desnudaba. La ayudé a lanzar al piso la sobrecama de flores y se dejó caer sobre el colchón. Respiró excitada, se alborotó el pelo, abrió las piernas igual que en mis fantasías y se desplegó ante mí un paisaje rosa, carnoso, protegido por un diminuto campo de vellos castaños. Rebeca esperó que me desnudara y nos trenzamos en un abrazo. Lamí sus senos firmes, su axila, su ombligo, los lunares repartidos a lo largo del vientre, chupé su sudor, aspiré, penetré… Rebeca pasó al ataque con una agilidad de matrona. Su inocencia le dio paso libre a una maestra del arte porno. Dios existía para mí esa mañana. Jamás estuvo mi verga tan hermo­samente recta, tan bárbara y eficaz sobre el campo de batalla. Al despedirnos, Rebeca me prometió que volvería a la semana siguiente. Esperé aturdido. No pude concentrarme en algo que no fuera mi última batalla de sexo. Rebeca cum­plió su promesa. Pero su cara estaba mustia. Le pregunté si tenía algún ma­lestar o si habían descubierto nuestra relación. Juró que nadie sospechaba ni sospecharía. Nos arrancamos la ropa y acabamos en el piso, gozando sobre las mesas, las sillas, la cama... Cien veces la penetré por donde quise y Rebeca gimió sin temor a que la escucharan. ¡Ay, Rebeca, Mi Carmencita, mi trigue­ñita fogosa del segundo piso! Entonces ocurrió lo inesperado: un hilo de sangre comenzó a escurrirse entre sus muslos hasta manchar la sábana. Al darse cuen­ta, rompió a llorar. No es nada, muchacha, intenté explicarle. Pero Rebeca lloró sin consuelo. No es nada, Rebeca, eso le pasa a cualquier mujer, cambia­mos la sábana y punto. Si tú no quieres, paramos por hoy, le dije con el temor de que quisiera parar. Pero el llanto de Rebeca tomó altura y el sexto sentido me ordenó silencio. Entonces se puso de pie y vi que el hilo de sangre le lle­gaba hasta el tobillo. Rebeca se fue descalza hasta el baño y se sentó en la taza del inodoro. Al pararme frente a ella, estaba ya convencido que no era la menstruación la causa de su llanto. Le entregué un cubo con agua, un jabón y una toalla limpia, revisé en el botiquín, saqué un pedazo de algodón y se lo di con el blúmer. Regresé al cuarto. La mancha de sangre se había vuelto ne­gruzca. Rebeca volvió para acurrucarse en una esquina del colchón. No quiso hablar sobre el tema. Yo tampoco. Me puse a acariciarla como a un cristal muy fino. Tenía miedo de que el cuento hubiera terminado apenas en su co­mienzo. Rebeca, con voz muy pálida, contó que estaba sorprendida, que debía caer con el periodo después del 18 y apenas estábamos a 9, hizo una pausa, cambió su tono a una nota más dramática, pero evitando ser ridícula, y dijo que yo parecía un hombre especial, distinto, y por eso iba a contarme lo que en verdad le ocurrió, que si yo no la entendía no la entendería nadie… Rebe­ca me confesó estar loca por Alicia, la amiga que pretendía alquilar un profesor de matemáticas, que las dos se estuvieron encontrando en un cuarto donde el dueño les cobraba a treinta pesos la hora, pero Alicia ya no la quería, o no sabía quererla, porque llevaba una vida promiscua donde cabían alumnas, alumnos, cocineros, profesores y cualquiera que le hiciera un cuento chino y la invitara a meterse en la cama. Es verdad que decenas actuaban como Ali­cia en el Preuniversitario. Pero no Rebeca. No. Imposible. No podría. Y por cul­pa de esas diferencias estaban separadas y no tendrían forma de reconciliarse. Y no tener el amor de Alicia y sentirse muerta era casi lo mismo.
Yo también, de pronto, comencé a morir. No porque Rebeca fuera lesbiana… o bisexual, una tendencia en auge. Tampoco porque esperara amor eterno. Ni siquiera temporal, sino porque sentía, de un modo inevitable, que una montaña de piedras se estaba derrumbando sobre mi suerte. Rebeca, ¡Dios mío!, ¿qué hiciste?, recoge ya mi cadáver, envuélvelo en una bolsa, quémalo donde mejor te parezca, no dejes ni un mínimo rastro para que la justicia no te obligue a responder por la muerte de un tipo sucio hasta los huesos. Desde mi desconcierto le sugerí calmarse y que volviera a vestirse. Rebeca saltó ha­cia mí, pegó su cara a la mía y se mantuvo respirando fuerte contra mi oído. Una escena tierna, entre ridícula y paternal. ¿Cuánto duró? ¿Dos minutos, tres minutos, diecinueve? Debíamos separarnos, olvidarnos de esta locura, tomar cada uno por caminos que no volvieran a juntarse… Pero una idea relampa­gueó en mi cerebro. Yo no sería un rival para Alicia. Ningún macho lo sería: ni el Marlon Brando de Nido de ratas, ni el Richard Gere de Gigoló america­no o el John Travolta de Pulp fiction. Pero una criatura exótica y repulsiva sí podría. Aparté de mi cuerpo el cuerpo de Rebeca, la tomé por los hombros y la recosté en el colchón. Intentó ofrecer resistencia cuando vio que mis ma­nos tiraban del blúmer, pero después desistió. Tiré a un lado el blúmer y el algodón y abrí sus piernas de par en par. ¡Bella obra! ¡Bellísima! Rugiente obra de orfebre. Rebeca debió pensar que sólo la penetraría. Pero no pudo contener un grito de sorpresa cuando vio que mi lengua se hundía en el canal descompuesto de su vulva, adonde entró y salió sin remilgos, volvía a entrar y salir, investigaba ciegamente arriba, analizaba locamente abajo, en el fondo, libando y gozando el dulzón salitre de la sangre, el estado esponjoso de la vul­va en días como aquel. Disfruté sus jugos más íntimos, tragué sus coágulos veloces. Hice un alto para mirar a Rebeca. Puro espanto. Lo esperaba. Parece sangre del grupo AB. Tomé un respiro. Lo digo porque tu sangre, Rebeca, no tiene tanto salitre, es una sangre con un sabor más suave, por eso eres tan melancólica; estoy seguro que la de Alicia pertenece al grupo A, que es una sangre con más salitre y con más demonio. Cerró temerosa las piernas y pro­tegió su sexo con las dos manos. Usted está loco, profesor, ¿qué está diciendo?, ¿no siente asco? Y por qué habría de sentirlo, Rebeca, si en la sangre viajan juntos, en absoluta armonía, la vida y la muerte; nada en el mundo pesa más que la sangre. ¿Nunca leíste El paciente inglés, de Michael Odontaje? ¡Qué lástima no tener la novela! Mordí sus manos, sus pechos, su ombligo, volví con mi lengua a hurgar en el centro de sus muslos y la sangre estalló en su vulva, contra mis labios ¿De verdad que no la leíste? Usted está loco, profesor, usted está loco. No estoy loco, Rebeca, soy un vampiro, déjame curarte, vida, déja­me darte todo mi amor. ¿No dice así una canción de Maná? ¡Oh, rojísimo y glorioso maná de Rebeca! ¡Oh, glorioso maná a la altura de mi hambre! ¿Tenía esta mujercita un mínimo de conciencia acerca del gran poema que se escu­rría entre sus muslos? ¿Del gran poema que un vampiro estaba lamiendo?
Permanecimos abrazados y desnudos la tarde entera, envueltos en un suave silencio, entre caricias y besos largos, en una fiesta para mis cinco sen­tidos. Pero no nos engañamos con discursos amorosos ni promesas fatuas. Rebeca se despidió al caer la noche. Se despidió sin mirarme a los ojos. No dijo que volvería el próximo sábado, ni el martes, ni el jueves… ni nunca. No le pregunté ni le exigí nada. Pasé la noche en insomnio, saboreando en mis instintos su sangre generosa. “El corazón es un órgano de fuego”, escribió Michael Odontaje… La lengua también. Las lenguas buscan, bucean, descu­bren, trasmiten decepciones… y hasta se enamoran, como escribió el poeta Luis Cernuda o dijo el catalán Serrat. No sentí asco. No me sentí un tipo perverso. Quizás amar deba ser un arte muy sucio si en realidad pretende ser un arte hermoso. Seguí masturbándome con una dignidad invencible. No es tan desas­troso masturbarse cuando uno está más cerca de los húmedos banquetes del profesor de Lolita que de las húmedas hambrunas del profesor de “Rapsodia…”
El lunes salí temprano en busca de un librero. Hallé al más prestigioso: un moreno de frases lentas que juraba hacer lo imposible para complacer a los clientes. ¿Usted quiere libros que hablen de vampiros? Sí, quiero algo; pero, por favor, que no sea Drácula, esa historia ya pasó de moda. El moreno asin­tió con la cabeza. Ann Rice, ¿la conoce?, tiene una novela extraordinaria: En­trevista con el vampiro. No es difícil de conseguir. ¿La que llevaron al cine? Sí, esa misma… Es una obra fabulosa, pero, si me da un plazo aceptable, puedo buscarle joyas mejores. ¿El paciente inglés, por ejemplo? Pero esa novela no es de vampiros, ni la película tampoco. Óigame, yo la vi dos veces, y no creo que sea una película de vampiros. ¿Quién sabe?, no esté tan seguro: el arte se presta para múltiples lecturas y múltiples usos. El moreno se encogió de hom­bros y me pidió un plazo de tres días para cumplir el encargo. Me pareció un tiempo razonable. Pues en tres días le lleno la bolsa de vampiros y de sangre, ¡ah!, señor, ese tipo de obras cuesta caro, ¿sabe? Por supuesto, lo que sirve cuesta caro. Me alegro, señor, que lo sepa. Lo que cueste no es importante, puedo darle hasta propina. Caminé sin rumbo toda la mañana, tropezando con los transeúntes y pidiendo disculpas. Sobre la una encendí la computadora y vi de pronto la pantalla en blanco, esperando mis primeras palabras, mi alargado debut como escritor de ficciones. Mis manos se enredaron en el teclado antes de que pudiera escribir la primera frase: “Soy un vampiro”. Es­cribí sin parar durante seis horas y, desde el amanecer siguiente, continué inventando fábulas grotescas sobre los grupos sanguíneos, sobre la estrecha relación entre el color de los ojos y el sabor de la sangre, conté vidas y sobre­vidas de vampiros que jamás existieron, fui amontonando historias que un crí­tico literario haría trizas, pero que Rebeca leería con asombro. Tomé un des­canso al sentir un mareo. Estaba hambriento. Compré pollo y frijoles y comí con apetito. Sentí que tomaba por los cuernos mi relación con Rebeca. ¡Ah, Re­beca, cuántos placeres te dará este vampiro! Entre un hombre y una lesbiana, una lesbiana; entre una lesbiana y un vampiro, ya lo veremos, Rebeca. Nada puede ser más exótico, deseable y repulsivo que un vampiro. Nada esclaviza más que las perversiones. El día señalado busqué la encomienda. El moreno me entregó El paciente inglés, la Entrevista…de Ann Rice, la novela Vampi­resas, descarga light de una escritora puertorriqueña, y el cuento “La dama pálida”, de Alejandro Dumas, con una foto en portada de una mujer exangüe, con un siniestro atractivo, muy parecida a la actriz Mary Astor. Pagué con en­tusiasmo aquella carga de chupasangres y fui a ponerla junto a mis relatos. Es­tarían a disposición de Rebeca en nuestro próximo encuentro. Comencé a preparar una actuación conmovedora: Rebeca, tú eres melancólica porque tu grupo sanguíneo… Entonces abriría para ella la página inolvidable de El paciente inglés, en la que el conde Almasy descarga sus instintos (bellí­simos instintos) de animal enamorado en la vagina de su amante muerta: ¿Qué tiene de terrible lo que hice? En cierta ocasión ella me chupó la sangre de un corte en la mano, como yo había probado y tragado su sangre menstrual. Imaginé la cara de Rebeca mientras escuchaba la angustia de Almasy. Imaginé la cara sórdida de Alicia mientras escuchaba contar a Rebeca la angustia alucinante de Almasy a través de mi angustia.
Ensayé el performance y la esperé. Pero no regresó. Un desánimo cósmi­co comenzó a invadirme. Crucé varias veces frente a su casa, pero la puerta nunca estuvo abierta. Sentí que ya no iba a volver. Sentí que se desmoronaba mi papel idiota de vampiro. Volví a ocultarme en mi soledad como un vampiro se oculta de la luz. Una tarde me tiré vestido en la cama, dormí mal durante una hora, y después fui a la cocina para freírme unos huevos, meterlos dentro de un pan, untarle catsup y mostaza, y acompañarlos con un té de limón. Cuando me disponía a comer, sonó con insistencia el teléfono. Desde el otro lado de la línea llegó la voz de Clara. Preguntó por mi salud y mi estado de ánimo. Le res­pondí cualquier cosa. Me dijo que había enviado fotos suyas a Hamburgo, que Marcelita la encontró muy bien, más joven y bella que de costumbre. El tono almibarado de Clara pretendía irritarme. Tal vez estaba teniendo sexo del bue­no, o no tenía sexo de ninguna clase, dos pretextos distintos, pero igual de vá­lidos, para lanzar ataques contra su antigua pareja. Le respondí que yo no ha­bía enviado ninguna foto a Hamburgo, pero también haría lo imposible por acabar siendo más joven y bello que de costumbre. Clara se rió con gusto. Su risa me provocó náuseas. No pude impedir que cruzaran por mi cerebro mis últimos años de matrimonio con ella, años repletos de desganos, depresiones, sexo mal hecho… Entonces decidí agredirla: te ríes con risa de vieja menopáu­sica, con risa de mujeres que están secas. Clara enmudeció. Mi estocada le había atravesado el pecho. Mujer decadente, inservible, mujer sin brillo en los ojos, mujer en guerra con la pasión y el sexo y, casi seguro, con la felicidad, ¿de quién pretendes burlarte?, debí gritarle al teléfono, pero Clara fue muy ve­loz en el contraataque. Sí, ya no le daba la menstruación, pero estaba viva y no estaba seca, chilló en mi oído y continuó los insultos sin tomar aire. No me hagas caso, soy un vampiro, perdona que te pregunte por la sangre, logré a duras penas intercalar mis palabras entre su rabieta. No eres un vampiro, eres un imbécil. Me harté de escuchar insultos, colgué el teléfono y terminé de co­mer. Sobre las ocho tocaron a la puerta. Abrí sin apuro. No imaginé que fuera Rebeca. De pronto tuve ante mí a una mucha­cha con el cabello pintado de rojo estridente, una figura de atleta y un cuader­no escolar en la mano. Buscaba al profesor Aramís, ¿es usted?, me da pena molestarlo; pero tengo problemas con las matemáticas. Si me dices que eres Alicia, te digo que soy Aramís y que pue­do ayudarte con las matemáticas. Sí, claro que era Alicia, ¿cómo lo supo? Los vampiros siempre saben quién es quién. Alicia se cubrió la boca con el cua­derno para que no la viera reírse. ¿Enton­ces?, preguntó bajando el cuaderno. Puedo ayudarte, claro que puedo. Alicia se acarició la cabeza con orgullo. Un color especial, le dije en un susurro mor­boso. Me han dicho, profe, que es un tinte muy agresivo, que parece sangre, ¿qué cree usted?, ¿está muy escanda­loso? Estoy por pensar, Alicia, que el escándalo es lo único que salva al hom­bre, lo único que lo mejora. Alicia pa­reció no comprender la frase, o quizás la comprendió a la mitad, o la enten­dió como quiso. Tocaba entonces preguntar por Rebeca. No me decidí. O quizás ya no me interesaba preguntar. Sin embar­go Alicia me leyó el pensa­miento. Rebeca es muy buena, profe, pero es muy cobarde. No respondí ni a favor ni en contra. Y tú, por supuesto, Alicia, sí eres muy valiente. Alicia asegu­ró que sí, que de haber nacido hombre sería alpinis­ta, o corredora de motos, o intentaría atravesar en camello el desierto del Saha­ra. ¿Te gustan las historias de vampiros, Alicia? Le encantaban las historias de vampiros. Pues hoy sacas­te tu número de suerte: en esta casa vas a encontrar las mejores, y hasta podrías leerte las que yo estoy escribiendo. ¿Y qué cuen­tan sus vampiros, profe? Mis vampiros se chiflan por las personas con sangre del grupo A, que es sangre de personas atléticas, aventureras y provocadoras. Alicia me corri­gió de inmediato. Entonces es muy posible que mi sangre no les guste porque mi sangre es del grupo B positivo. No me perturbó mi de­sacierto, puse una mano sobre su cabeza y le di unos golpecitos amables. No te preocupes, los vampiros de mis cuentos son muy flexibles. Alicia comenzó a mirarme, estoy seguro, con el hechizo macabro de Mary Astor. La sangre B no está mal, se lo juro, profe. Sobraban ya las palabras. Entonces cerré la puerta y pasé el cerrojo sin preocuparme de nadie.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Datrebil

Raúl Renán


Prenda inconsútil.

No tienes forma—

el aire circular

te define con vaguedad

y pone el ejemplo.



Te proyecta

hacia los lados

del espacio

en ti contenido.



Vienes hacia mí

no a mi movimiento

sino a la transparencia

de los gestos

que dicen

quién soy yo

en mi conducta

por la alucinación

de inquietas

apreturas.



Desparramada

entre los escombros

para aumentarlos

en intensidad humana—

tu naturaleza

no se detiene

a fin de no pactar

con la definición.



Ahí donde

lo imperceptible

irrumpe

de felicidad

te atropellan—

saltan

al cielo plomizo

las palomas

que fondean

la catedral.

El vuelo

para qué quererlo

si la atmósfera

se presta

en lo absoluto

como un espacio

de tersa humedad.



La alegría

es la misma

en todos

los elementos

salvo

la geografía

empobrecida

por la destrucción

de sus límites.



Lo tuyo

es la revelación

como en la arena.

Con buenas intenciones

como dicta el coro

valiéndose de los medios

elementales.



La desigualdad

saca tu impulso

de las bolsas

de la diferencia—

hay voluntades

detrás—

severas cuanto aparentes—

pero con llagas semejantes.

En la aventura

lo que previene

no es fantasmal—

viene de ti

por voluntad

que puede gustar

a la nobleza

imperante

en tu mente.



Tu diestra

como tu siniestra

son fuerzas

de un gran

resplandor

enviado

desde arriba

a modo

de designio.



El pacto

entre la lámpara

y la luz—

su autonomía—

son reas

del tiempo

como una pesadilla

recurrente.



El tormento

se sale con la suya—

no hay soplo

que lo apague

en tanto mas hermosa

es su soledad.

*

Sabrás tu nombre.

Apresuro mi alma

para encontrar

la virtud

que te guarda—

y voy sin perder

la vista

estoica arrastrando

tu imagen en sombra

como el camino

anticipado al

infierno—

ese siniestro vértigo

en llamas blancas.



Dónde estás

que no te ve

el agua cayendo

sin quererlo

sobre los telones

que imitan

mis manos

de corta extensión.



Ahí tal vez

donde la quietud

es una voluntad—

estás aposentada

fiel a tu seducción.



Así las oleadas

de la bandera

vuelan

no porque sí—

su soltura

lo manda

a gritos de héroe

que huesos

tendrá en tierra.



El cabello

que blondamente

se percata

de sus oscilaciones—

en él estás

acompasada

a imitación

de los tañidos

de la especie.



Dígase

que es femenina

la ecuación—

sus trazos

y sus signos

van de un lado

a otro porque el efecto

inane la persigue.



El movimiento

equilibrado

pertenece a

los tiempos

matados del planeta—

a las desigualdades

de la distancia

que esconde

la pregunta

al rostro

del pudor.



¡Ah! la superstición

de que los hombres

no pueden

ascender la escalera

descendente—

sino al contrario.



¡Ah! los mitos

de los viejos

porque tienen

que morirse

encerrados

en sus nombres—

sus gestos

y lenguajes

que a propósito

no dejarán

huesos

para que

los monde

la ilicitud.

Y la fe

de las legionarias

que escapan

odiadas por

los lamentables extravíos

de sus competidores.



¿Quién seca

las lágrimas?—

ellas solas

dejan su

humedad

a costa de lo imposible—

las penas

también son secantes.



Improvisadas

las texturas

De improbable                            de inadmisible

imitación                                   imitación

a la piel humana

fabricada

de finito

sobre el tiempo.



Se resuelve sobre nada.

Los resultados

sin culpa

manifiestos

qué otra cosa

habrían sido

en la respiración

de las montañas.



El hombre no

quiere respirar—

en cambio se ordena

volver la mirada

a su costado.



Lo mismo

que el gusano

ondularse

en los agujeros

de sus anillos

y las antenas

que perciben

de la hoja

seca

la amenaza.



La

creación

se sumerge—

se aclara

a oscuras—

se oculta

a millones de ojos—

se despoja

de sí misma—

se arrugan

sus lisuras—

se instala donde está—

se hace microscópica—

se inmoviliza con la noche

como una inmensa

marea.



Y como cada cosa (Le Clézio)

lleva en sí

su infinito

que nos aguarda

la eternidad.



El hecho de que

esté Dios ahí—

de qué nos sirve

la voluntad

reprimida

en los abismos

de la creación.



La idea

de que

todos nos uniremos

peregrinos

en el agua propia—

será el principio

de esta ardua

jornada

a una amarga

desilusión.

La luz se abrirá

en otro sendero

pero tendrá

oscuridad

de la que

seremos

paisaje

iluminado.



¿Dónde estás

para impedirlo?—

porque querrás

salvarnos—

para eso

existes

en la energía

en potencia.



Estás en mi vida

en mi tiempo

aquí sobre ésta

superficie pedregosa

en la cual

me muevo.

Y cada día

que yo construyo

a mano

será mi conquista.



Lo hago

porque habré

de morirme

es decir

inmiscuirte

en mis actos

no importa

la oposición

de los contrarios.



Así es mi voluntad—

un banquete formidable

de dones para amar

y ser amado

es decir

que se llena

para el aparejado destino.

*

Prisionera del tiempo

eres el resultado

por efecto

del deseo—

lo más cercano

a la imagen

de la voluntad

manifiesta

en el gesto

del impulso

y cuando éste

es en sí

revelación—

imperio de un cuerpo—

nobleza que no hiere—

inquieta energía—

rito de los miembros

que nos justifican—

andanza que lleva

al extremo de una

tarea del pensamiento.



Aquí estoy diría—

soy ceniza

felizmente acertada

huella

dinámica.



Te escucho

cuando dices:

Quien tiene

la facultad

de verme—

en mí

se halla.