Julián Herbert
(Fragmento)
Leí el año pasado un interesante artículo publicado en Tierra Adentro y firmado por Óscar de Pablo (ciudad de México, 1979): “El tabú de la poesía militante”.[1] En él, De Pablo celebra la libertad de quien emprende una escritura definida por su ideología contestataria. Señala con tino: “Negarle a la poesía militante su derecho a existir es negarle a la poesía en general su derecho a apropiarse de lenguajes vivos y reales, su derecho a desarrollarse hacia fuera de sí.”
La carencia más obvia del artículo es que circunscribe —o al menos adjudica privilegiadamente— el concepto “militancia” a la tradición de la izquierda filomarxista, pasando por alto constructios igualmente vivos, reales y también contestatarios, por ejemplo los movimientos antisexuales emprendidos por grupos de ultraderecha; o —en las antípodas éticas y estéticas— el discurso homosexual, que histórica e internacionalmente se ha manifestado al margen de la tendencia comunista, primero por poseer una persistente veta anarquista y segundo por no olvidar las hijoeputeces que los totalitarismos de derecha e izquierda le han infligido a ese sector de la humanidad.
Óscar pone sobre la mesa un ejercicio atractivo: diferenciar los términos “poesía política” (o “social”, agrego yo) y “poesía militante”. Señala que toda poesía tradicional tiene como base el apuntalamiento del status quo, estrategia que se desarrolla mediante un discurso convencional y aceptable para las estructuras vigentes. En tal sentido, opina él, toda poesía tradicional es política, salvo que su bagaje ideológico se ejerce a favor de la autoridad. En cambio, dice, “la corriente crítica-intelectual que se opone a la poesía política, el argumento del ‘arte por el arte’ y la ‘torre de marfil’ (…) son relativamente jóvenes”. Asimismo hace hincapié en la voluntad de renovación estilística que la poesía militante propugna: “introducir la militancia en la poesía implica necesariamente introducir su jerga, su cúmulo de neologismos técnicos y feos”.
Sin embargo, su apasionado argumento adolece de sofística. No toda la poesía escrita antes de la Revolución Francesa tuvo como objetivo el sostenimiento del status quo. Es cierto que la poesía tradicional posee una veta política, pero habría que agregar también que se trata de escritura con múltiples registros, algunos de ellos más radicales en su oposición a las autoridades consagradas que cualquier categoría marxista. Mientras el marxismo clásico considera que el orden capitalista es estación imprescindible para arribar al comunismo (y ahí están para recordárnoslo los artículos de Marx a favor de la invasión gringa a México), tal gradualismo es impensable para, pongo por caso, los heresiarcas preagustinos o los militantes albigenses —en torno a los cuales se fraguó una importantísima literatura en prosa y verso que aun hoy influye en nociones nuestras tan cotidianas como el alma, el infierno o la escatología cristiana—. Recordemos también la influencia del pensamiento cátaro —jipismo avant la lettre— sobre la lírica provenzal. O las irreductibles prácticas goliardas. O la technopaegnia “pensante” del catalán Ramón Lull. Y ¿cómo acusar de connivencia con la autoridad las estrategias lingüísticas de Villon y Rabelais, cuando el vituperio y la obscenidad encarnan un tabú más acendrado que el de cualquier militancia izquierdista? En México, incluso un ser tan vinílico como Guadalupe Loaeza se da el lujo de autopublicitarse como Adelita Marxiana. Nadie se queja. Pero —parafraseo a un comediante imperialista— nos prohíben decir en público “verga”; para que no podamos mandar públicamente a la verga al señor presidente de la República.
El concepto “poesía social” significa algo distinto para Iván Cruz Osorio (Oaxaca, 1980), con quien tuve la suerte de compartir una mesa redonda en Tuxtla Gutiérrez. Carezco del documento leído por Iván; tendré que referirme a él de memoria (con los consiguientes errores por parte mía que esto implica, y de los cuales me disculpo de antemano). Recuerdo que partía de un señalamiento inverso al de Óscar de Pablo: la poesía socialmente responsable, declaraba, es un producto cultural anterior a la democracia industrializada —valga decir: previo a las ideologías modernas—. Iván rastreaba citas textuales de poetas griegos y romanos que erigieron estructuras líricas a favor de determinados gremios, o contra el César, o contra prácticas humanas —la guerra, la tortura— que consideraron infamantes para todos los hombres. Cruz terminaba haciendo referencia a poetas hispanoamericanos de los siglos XVIIIy XIX que propugnaron la inclusión, en el corpus de la tradición hispánica, del vocabulario, los símbolos y el paisaje de la América indígena como ejercicio de resistencia frente al discurso de la metrópolis.
Para Iván, entiendo yo, la “poesía social” es resultado de un humanismo profundo, un vía para reconquistar la esencia de la palabra “ciudadanía” a través de la cultura. Cabe decir, no obstante, que la obra en verso de Cruz Osorio es trágicamente pesimista; parecería que el humanismo descrito por él se encuentra acorralado. A este punto volveré más adelante al hablar de su libro Tiempo de Guernica.
Encuentro en las dos lecturas comentadas una veta crítica que me interesa explorar. En tanto Óscar de Pablo conceptualiza la poesía social como un realismo militante, Iván Cruz Osorio (más cercano a mi postura, tengo que confesarlo) distingue la misma como tradición humanística y opositora, levemente anarquista, o cuando menos con un sesgo de socialismo utópico. Ambos sin embargo coinciden en que la instrumentación de discursos poéticos socialmente críticos se constituye no a través de ideas o buenas intenciones, sino incorporando al cuerpo textual una serie de estrategias verbales: vocablos, símbolos, referentes (y, agrego yo, construcciones sintácticas) cuya materia poética es el combate al orden establecido. Esta idea, la confrontación del discurso autoritario mediante materia poética[2] subversiva, es el tema principal de mis reflexiones.
Hace poco navegué por la página de poemas de Iván Cruz Osorio incluida en la anti-antología electrónica Las afinidades electivas / las elecciones afectivas.[3] En ella, el crítico H.B. declaraba: “He leído Tiempo de Guernica y me ha parecido un libro mediocre (Cf. DRAE o María Moliner), pero no por ello deja de ser interesante o menos propositivo”. En defensa de Cruz Osorio, Jorge Eduardo Arellano alzó su voz para señalar: “Tiempo de Guernica es el primer libro de poesía de la generación de los ochenta e incluso de los setenta que se atreve a traer temas sociales y políticos a la poesía mexicana con gran eficacia.” Por su parte, Iván Cruz hizo a H.B. (con una educación y buen talante, por lo demás agradecibles) la siguiente observación: “En el caso específico de clasificar mi libro como ‘de calidad media’ sería más claro si me dijeras en comparación de cuales [sic] otros libros.”Una vez planteado el argumento de que “poesía social” y “poesía militante” son nociones parcialmente diferenciadas, cabe preguntarse: ¿qué instrumentos de análisis emplea la crítica literaria de nuestro país para distinguir una de la otra, y cuáles son los vasos comunicantes entre ambas? ¿Es verdad que los poetas mexicanos nacidos en los setenta y ochenta no han escrito buena poesía social o política (algo que se infiere al señalar el libro de Cruz Osorio como único representante eficaz de tal práctica literaria)? ¿Es la poesía social escrita por jóvenes mexicanos mediocre? Y si así fuera, ¿con respecto a qué valores o en comparación con qué obras se ha medido o puede medirse dicha situación?
*
La noción de que en México no se ha escrito poesía social durante las últimas dos décadas goza de prestigio entre los lectores jóvenes (basta leer, para constatarlo, recientes blogs sobre poesía, artículos periodísticos diversos, o bien los ensayos a los que he hecho referencia), y se apuntala en la simplificada caricatura de un senil Octavio Paz y en las ideas estéticas predominantes en la revista Vuelta durante su última época. Es por añadidura una opinión que circuló con insistencia tras la aparición de El manantial latente.[1] Alrededor del año 2002, y quizá tergiversando o exagerando comentarios de autores como Eduardo Milán, David Huerta y Julio Ortega, se estableció un discernimiento mitificado: que entre nosotros no se practica ninguna clase de poesía comprometida.
Mi primer impulso es acotar: ¿no se practica desde cuándo? ¿De qué conjunto universo se ha extraído esta apreciación? ¿Es poesía social solo aquello que linda con la tradición filomarxista? ¿Toman en cuenta estas opiniones al pensamiento anarquista? ¿Hay vasos comunicantes entre la poesía social y la tan mentada “torre de marfil” de los poetas?... Apuntalo con ejemplos textuales mis respuestas a estas preguntas retóricas.
En 1992, Alfredo García Valdez (Cedros, 1964) publicó el siguiente poema:
SALUDO AL HOMBRE RETROVISOR
Aunque hoy sale con el mismo pretexto
sin ontología incluso sin ecología
Fuera del corazón hay cosas mejores:
puentes peatonales semáforos loros
prejuicios limitaciones machismos
pornografía y propaganda
lentos anatemas en el crepúsculo
de la autocrítica mítines espectrales
el simio del amor mostrando sus garras
el cielo negro sus cuervos y sus vientos
La historia supone peores malentendidos
sin tus medidas fascistas el clima es el mismo:
saludo a un árbol pero sin afiliarme.[2]
Evidentemente, el texto de García Valdez es la obra de un joven conservador (y la historia reciente ha demostrado cuán equivocado estaba: sin el ecologismo el clima no sería el mismo). Lo cito como ejemplo del mood intelectual que prevalecía en México a fines de los 80 y principios de los 90. Tras heredar una sólida tradición de poesía militante y social (un arco que va desde Efraín Huerta hasta Ricardo Castillo, pasando por Oscar Oliva, Juan Bañuelos, Abigael Bohórquez, José Emilio Pacheco y Jaime Reyes, entre muchísimos otros) los poetas mexicanos jóvenes de finales del siglo XX nos encontramos caminando por un camposanto: el neocardenismo había sido devorado para siempre por el fraude salinista; la izquierda internacional se encontraba destrozada, avergonzada, hecha una olla podrida de masacres interraciales; el fanatismo ecologista y antiglobal llegó al exceso de una autoinmolación televisada vía satélite… No suscribo la opinión, pero tampoco me extraña que en contexto tan salvaje un joven escritor declarase: “saludo a un árbol pero sin afiliarme”. Escribir poesía militante en ese momento fue, en muchos de los casos, una ingenuidad inhumana.
La poesía social es —ya se planteó— algo distinto. Así lo entiende Joel Plata (Torreón, 1952), quien publicó en 1993 “La balada de los cocodrilos borrachos”, cuyos versos finales son éstos:
ella me dijo quédate aquí dentro quédate mientras se rompen los puentes
seguro que ella sabía que la policía siempre gana
así que no llevaba el mundo en sus hombros
de todas maneras alguien prendió un cigarro y dijo:
los tiempos son difíciles
la unión soviética y los estados unidos están en desacuerdo
cuba argentina el papa
mi mamá
todo el mundo en desacuerdo menos nosotros
y la botella pasó de mano
en mano[3]
Visto por la tradición filomarxista, este fragmento será tildado de escapismo. Visto no obstante a contraluz de lo que el análisis posmoderno denomina “identidades culturales”, éste y otros poemas de Plata insisten en la reafirmación del barrio, el círculo de amigos y el apego a determinados hábitos (muchos de ellos transgresores de la norma capitalista) como base de un nuevo orden social. Se trata de un ejercicio tribalista, de consolidación de una identidad social antinacional, sectorizada. En consonancia con los atributos de amplificación gramatical que tanto Oscar de Pablo como Cruz Osorio atribuyen a la subversión lírica, Plata ubica en un mismo nivel de injerencia social las relaciones diplomáticas globalizadas y las relaciones afectivas neotribales. Y aunque la crítica literaria sigue percibiendo estos discursos bajo el tópico “el poeta y su torre de marfil”, el análisis cultural los considera ya como prácticas sociales proactivas.[4] Los poemas de Plata intuyen la energía de un mestizaje léxico, pero frecuentemente carecen de relevancia plástica y prosódica.
Un más logrado ejemplo de cómo la poesía social pudo aplicarle una vuelta de tuerca al tópico “arte por el arte” es Oscura lucidez, de Sergio Cordero (Guadalajara, 1961), volumen de monólogos seudodramáticos en verso cuyos protagonistas (poetas en su mayoría) conversan entre sí o se dirigen a distintos actores sociales para dar rienda suelta a una amargura debida al arruinamiento de su nicho clerical: la “torre de marfil” ha sido saqueada por hordas trasnacionales. Algunos títulos resultan elocuentes: “La farsa intelectual”, “Lamentos del poeta oficial”, “Respuesta del poeta marginal”, etcétera. Hay en el libro dos pasajes que encaran con especial virulencia la tensión entre sociedad y escritura. Uno de ellos es “Al ciudadano”, texto inteligente aunque poéticamente frígido, del que cito un fragmento:
No eres un parásito.
Todo trabajo es y será inútil.
Nadie siente
tu forzado desdén en las esquinas
—su traslúcida angustia—
ni agazapa,
detrás de amables gestos,
el puñal del escarnio.
No te odian
(aunque —lo sabes— por esa indiferencia
es muchas veces preferible el odio).
De cualquier modo,
nadie sabe quién eres.
Mejor escribe el drama que has actuado,
cargas ya demasiados personajes.[5]
Si en este pasaje Cordero pone el énfasis en la angustia social y la neurosis narcisista que impulsan al ciudadano-poeta a la construcción de su “torre de marfil”, en el siguiente hace la crónica de la destrucción de dicho edificio amoral. Una destrucción debida no a la toma de conciencia sino a los embates del capitalismo salvaje:
EL OTRO POETA
“Todas las cosas a las que me entrego
se hacen ricas y a mí me dejan pobre”
Rainer María Rilke
Esa esclava que obsedió al orfebre
adorna la muñeca del guarura.
La última acuarela del suicida
se multiplica en el papel tapiz.
La sinfonía del niño prodigio
fue adaptada para un comercial.
Ese verso en el que concentré
años de experiencia y reflexión
es el slogan de un vino corriente
o remata el discurso de un político.
Todo aquello a lo que me entregaba
ha quedado tan pobre como yo.[6]
El cierre del poema de Cordero está cargado con todo el pesimismo que será recurrente en la poesía social escrita en México durante los siguientes diez años. Un pesimismo que también puede apreciarse en esta pieza de Agustín Cadena (Ixmiquilpan, 1963):
VIEJOS COMUNISTAS
Todavía se les ve a veces
en ciertos sitios.
Llevan un saco de pana,
de los que se usaban hace quince años,
zapatos sucios de muchas calles,
un portafolios lleno de libros.
Parecerían vendedores sin suerte
si no fuera por esa dureza en la mirada,
los labios tensos y sensuales,
las manos formidables
y un característico halo de vino tinto.
Su cuerpo viejo está trazado
por las cicatrices de la militancia,
las huelgas de hambre, el odio policíaco.
Sin embargo, todavía
son capaces de manifestarse en las calles,
de arengar a la gente.
No han querido arriar las banderas,
aunque ya el sol se haya chupado el rojo
y luzcan en lo alto anaranjadas y cohibidas.
Ya no habría modo de reemplazarlas,
pero ellos no las arriarán.
No las arriarán aunque se caigan de viejas,
aunque hayan enmudecido,
aunque ya sólo el viento del pasado
las lleve en marcha, espectrales, hacia el zócalo.[7]
El poema de Cadena apareció en 1995. Me llama la atención de él esta imagen de las banderas rojinegras: “en marcha, espectrales, hacia el zócalo”. Se hace eco del poema de Alfredo García que he citado antes y que en uno de sus versos habla de “mítines espectrales”. La militancia es, para estos dos autores, un fantasma. Pero un fantasma visto desde aceras opuestas de la calle. Mientras García declara con severidad “saludo a un árbol pero sin afiliarme”, Cadena ve a estos viejos comunistas con decisiva simpatía: son sensuales, tienen cicatrices, no arriarán nunca sus banderas. Cadena no ignora la decadencia de los personajes a los que retrata; no es raro sin embargo que su poema (lo mismo que los de Cordero) haya sido publicado después del alzamiento zapatista, después de la debacle salinista, después de esa espiral de abismo cuyo trademark es El Error de Diciembre.
¿No pretenden ser, estos poemas, sociales? ¿No tiene incluso el de Cadena un viso militante?... Salvo este último, los autores citados habitan y han visto circular sus obras, preferentemente, en el noreste de México. Apuesto a que en cualquier otra región del país podría accederse a un catálogo lírico parecido.
*
Vendría un cambio de siglo y, aparejado a él, cierta desviación en el punto de vista de —alguna— poesía social mexicana. Es curioso que varios comentaristas (entre ellos Oscar de Pablo) hagan hincapié en la aparición del zapatismo como catalizador de una nueva izquierda, y al mismo tiempo pasen por alto rasgos lingüísticos definitorios de este movimiento: una sintaxis y un ritmo verbal extraídos de las hablas rural y callejera; una actitud rabelesiana, populachera y cábula: el sup haciendo ante las cámaras de la prensa europea el Signo Internacional del Dedo; la incorporación de los recursos y los tópicos mass media al proceso de reivindicación social; y, también, la recuperación de un recurso conceptual que ya estaba presente en poetas como Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco o Jaime Reyes: repetir las palabras del poderoso en clave irónica para enfatizar su inhumanidad e irracionalidad.
Este último rasgo se aprecia en dos textos de Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969):
JOSEPH GOEBBELS
Soy el sucesor.
Las sorprendentes ruinas de este imperio,
como renglón de muestra
en la tarea
de algún niño frenético,
me pertenecen.
Omito las fotografías.[8]
RICAS Y FAMOSAS
No he dormido.
Bajo 20 traslúcidos colchones
el incómodo punto.
Y las cabezas cortadas
a los pies de la cama parecían
sombras chinescas.[9]
Me parece excesivo afirmar que la “poesía social” desapareció de la literatura mexicana durante el cambio de siglo. Es cierto que su presencia y energía se vieron aminoradas: históricamente, me parece, no podía ser de otro modo —a menos que los poetas cerraran los ojos ante el mundo y escribieran desde otra “torre de marfil”: la militancia—. Por otro lado, una de sus líneas bordó sobre la ruta estilística de lo políticamente incorrecto —una ruta también transitada con éxito, en el ámbito del activismo social, por figuras como Marcos (a.k.a. “El Subcomediante”).
Este hecho ofrece rico material para la reflexión: ¿por qué una zona significativa de la poesía social escrita en México por autores nacidos entre mediados de los 60 y mediados de los 70 ha preferido el desdoro del humor, la cultura pop, la crueldad, la fragmentariedad, la brevedad y la ironía, a insistir en zonas tan queridas por la tradición poética nacional como la epopeya lírica (y endecasilábica), La Confección Del Gran Poema, lo sublime trágico o la militancia comunista irrestricta?... Aventuro una respuesta: porque estas últimas son formulaciones típicas y socialmente aceptables del imago de poeta. Conllevan una lógica reductible a los términos de la revolución institucional. Ni son entrañables para la masa ni ponen en riesgo la Sintaxis de Estado ni vulneran —y esto me parece fundamental— la atávica opinión que los poetas tienen de la poesía y de sí mismos. Aunque los recursos retóricos de Sergio Cordero son pedestres, la actitud del autor me resulta apreciable: una manera pragmática de que el arte literario incida en la sociedad mexicana es atacar la estructura clerical que rige las convenciones, la norma estilística y los buenos modales de los propios poetas. Solo después de esto es posible escribir verdadera poesía social. Parafraseando a Oscar de Pablo: a la chingada el tabú endecasílabo.
Entre los autores que más insistentemente han explorado —desde los 90— la veta rabelesiana de la poesía social se cuenta José Eugenio Sánchez (Guadalajara, 1965). Destaco su pieza “la felicidad es una pistola caliente”,[10] letanía de siglas institucionales, lecturas transversales de la mitología posmoderna y azarosas aliteraciones que deconstruyen ad absurdum el sentido de la historia: “la cia mató a jimi hendrix al wilson jesucristo karen carpenter janis joplin john lennon beavis & butthead”; “la kgb a maïakovsky trotsky y bukowski”; “aburto a colosio / yolanda a selena / camelia a emilio”; “el manchester con gol de último minuto mató las esperanzas del bayern”. Para luego, por los intersticios de este contexto lúdico, filtrar frases que —entramadas con lo espasmódico de la sintaxis— trascienden el sentimentalismo epidérmico para recalar en una suerte de distanciamiento brechtiano: “la policía mató indígenas en chiapas”; “la us army mató a miles de agresivos ancianos y niños de korea japón vietnam nicaragua panamá irak yugoslavia”; “el pri mató 1 972 545 kilómetros cuadrados”; “la sep mató la ortografía”; “la vida es un invento del dinero”.
Discípulo innegable de Sánchez, Alberto Silva (Saltillo, 1979) construye una analogía entre el ámbito laboral-existencial y un juego de video en su poema de 2003 “Mario Bros. llega a viejo”, del cual cito un fragmento:
no hay razón para seguir haciendo fila en este
laboratorio de juegos tan parecido a un
apagón de luz / decía el fontanero con amargura de dios enano /
¿para qué tanto salto y vuelta?
¿hacia cuándo la correría excesiva por mi vida? ¿entre dónde
esta adivinanza por la muerte? ¿de
quién la cacería de búsquedas?
¿las capturamos mariposeando en su vuelo de interrogatorio?
—¿creemos que son premio?— […][11]
Otro poeta que conoce los entresijos de la sátira rabelesiana es Luis Felipe Fabre (ciudad de México, 1974). Con una vuelta de tuerca: el lenguaje de Fabre, sin ser militante, no solo sabe incorporar “neologismos técnicos y feos” en consonancia con la clase de poesía que Oscar de Pablo propone, sino que su sentido de lo pop es además eminentemente mexicanista. Amén de perpetrar virtuosas sobreescrituras de la poesía indígena y (en alguno de sus poemas recientes) del villancico virreinal, Fabre sabe cantar (con un temple mitad arte conceptual y mitad cumbia norteña) las venganzas simbólicas que el pueblo, de motu proprio, ha decidido recetar a quienes lo traicionan:
BESTIARIO POLÍTICO
Chivos, borregos, asnos, vacas, guajolotes: ¡cuidado!
Pequeños ganaderos, campesinos desplazados: ¡alerta!
Alarma:
El Chupacabras,
el pariente pobre del vampiro,
el alebrije diabólico ataca de nuevo.
Es un zorro con alas de murciélago y garras de priista:
dicen unos.
Es una broma con cuerpo de coyote:
dicen otros.
Dicen
los más viejos:
es como don Porfirio pero sin don Porfirio:
el puritito horror sin rostro ni figura ni retrato.
Alarma:
el Chupacabras,
el prestanombres del hambre,
la alegoría más temida del ejido
ha neoliberalizado
sus colmillos: invisibles ahora, otrora un par de balas.[12]
A la coyuntural esperanza del pejismo (a la espejismo) Fabre opone en sus versos una tristeza relajienta que tendría su correlato social no en un mitin sino en una fiesta de barrio para quemar al Judas. De nuevo, me parece, el concepto “identidad cultural” dialoga más entrañablemente con la sociedad que el concepto “ideología”. Si aceptáramos la extraña idea —presupuesta y fomentada por la categoría misma: “poesía social”— de que existe un lector modelo (o lector promedio) en México, me parece que algunos poemas de Fabre resultarían quizá más “propios” para comunicarse con él que los de cualquier otro poeta nacido en los 70 u 80: la idiosincrasia nacional se asemeja más a la fiesta de un santo patrono que a una tertulia de estudiantes de literatura.
No hay que olvidar, sin embargo, que el humor en la poesía entraña un riesgo tan grande como el de la solemnidad: el de frivolizarlo y relativizarlo todo. Hace no mucho, J. E. Sánchez ha publicado este otro poema:
BALADA DE LAS ÚLTIMAS BOMBAS
ron es un viejo actor del blanco y negro
que hacía dinero con cualquiera vendiendo entrevistas y pistolas
mientras
en el mundo caían varias bombas
george por su parte
es un ranchero petrolero que montaba una gran troka con un longhorn en el frente
junto a su mujer que masticaba una mazorca y escupía los pellejitos por la ventanilla
y en el mundo caían más bombas
bill en cambio
fumaba mariguana y le encantaba que sus amigas se la mamaran
no por eso dejaban de caer más y más bombas
pero era diferente a la época de georgy —el hijo de george—
que buscaba afanosamente el cariño de su padre
entre las bombas que caían sobre el mundo[13]
Creo que es una espléndida pieza en términos de retórica. Pero a la vez, desde una lectura visceral, me resulta un poema deshumanizado: si la izquierda de cuño clásico suele poner a la ideología por encima del sufrimiento de seres humanos concretos, en este caso la valoración ética de la guerra es suplantada por un ingenioso ejercicio de escritura: la matriz de una balada inglesa tradicional (con su característico estribillo variable) vertida en forma narrativa imitando el estilo de la caricatura South Park.
Encuentro en el poema una parodia sobreactuada, un sardónico tic que se repite constantemente en la crítica social de los últimos años, y cuya figura emblemática es el cineasta Michael Moore. Otro buen ejemplo de esta tendencia posmoderna a la caricatura exacerbada es el propio Subcomediante Marcos, cuya imagen no tardó en ser agotada por los medios masivos y cuya errática presencia pública ha escatimado en años recientes el reconocimiento de los modestos pero reales logros del zapatismo original.
Es la preocupación ante este desgaste tonal lo que parece guiar la obra de dos de los poetas jóvenes que con mayor insistencia (y con notoria solemnidad, debo decirlo) han abordado la poesía social y militante: los ya citados Oscar de Pablo e Iván Cruz Osorio.
*
En su artículo para Tierra Adentro, de Pablo dice: “Yo […] no escribo poesía comunista porque sea mi deber político. Escribo poesía militante porque soy un militante, y esa honestidad básica es un deber literario”. Antes de precisar las razones de mi desconfianza ante este enunciado, me interesa reconocer a de Pablo como un interlocutor insoslayable, una presencia peculiar en el contexto de la joven poesía mexicana. Si recordamos el aura espectral con que Agustín Cadena veía a mediados de la década pasada las marchas hacia el zócalo de la ciudad de México, y contrastamos esa atmósfera con el siguiente poema, no será descabellado decir que se trata de un legítimo intento de poner al día, desde el ámbito poético, el concepto de país:
MARCHA
Dejen juntarse las respiraciones, dejen
que se oscurezca el cielo detrás de la parvada,
oigan cómo el latir del pavimento,
la sucesión de pasos y de pasos
en este solo término insumiso,
en esta misma grieta
menor
de la calle Madero,
hace fluir la grieta con los pasos,
se la lleva consigo hasta llegar al centro
bajo el cielo en común de pasos anegado.
Los pasos y los pasos: ellos
buscan su tacto en el tambor del polvo. He fijado el oído
en un mismo resquicio debajo del torrente,
y lo siento avanzar: nada tiene de absurdo.
Dejen andar la calle revuelta entre los pasos,
déjenla entrar al Zócalo cantando.[14]
La melodía me parece logradísima. ¿Cuál es entonces el defecto imputable a esta escritura?... A mi parecer, su conservadurismo. Su conveniencia con un discurso que no solo resulta conformista: es ante todo parte del repertorio que, en algunos países, sirve para apuntalar estructuras sociales opresoras. Tesitura que sobresale si comparamos “Marcha” con este pasaje del cubano Norge Espinosa Mendoza (n. 1971):
POEMA DE SITUACIÓN
Yo no necesito la muerte de estos mártires.
No necesito de sus rostros en la ira de la muchedumbre,
No preciso de sus voces que golpean en la pancarta,
En los muros, en las redes, en las piezas del domingo.
No me hacen falta sus nombres,
La sangre en que crecieron.
Sus ojos, sus gritos, no son angustias para mí.
No son las furias que hierven en las manos de los otros.
Me vale más saber que ellos rieron como yo,
Que de mi edad sufrieron como yo ahora sufro:
Desnudo, Gris, Bebido e Insolente.
Me vale más saber que somos gemelos de un tiempo
Donde quizás sus mujeres lleguen a ser las mías
Y podamos confundirnos en lo febril de las puertas.
Me vale más tenerlos como parte de mis días,
Como el almuerzo elemental gracias al que vivo
Y no en lo solemne, no en lo ya perdido
Donde ahora se pasean en un círculo de sombras
Apuntalando con sus muertes la historia de un país.
Yo no necesito la gloria de estos mártires.[15]
La preceptiva del cubano, tengo que reconocer, no supera a la de Oscar. Su perspectiva (su postura ante el lenguaje), sí. Norge logra, al cuestionar la médula de la retórica comunista triunfante, aquello a lo que de Pablo aspira: garantizar a la poesía “su derecho a desarrollarse hacia fuera de sí”. Se trata de una crítica textual que, mediante la comparación, deviene crítica paratextual: subraya hacia qué demagogia podrían dirigirse los “pasos”: marchas que devienen obligatorios, inhumanos desfiles. Norge cuestiona no la aspiración ética, sino la realidad pragmática de los signos: hermosos vocablos —diría Tzvetan Todorov— que no sirven para designar hechos, sino para camuflar la ausencia de ellos.[16]
Al instrumentar su reload del discurso militante, de Pablo confronta la tibieza de —alguna— poesía mexicana actual; esto se le agradece. En el camino, deja entrever lo coyuntural del ejercicio: dudo que un poema como “Marcha” tenga hoy lectores tan fieles como los que pudo concitar durante las movilizaciones anti-desafuero de AMLO. Hasta aquí todo bien: que el arte sea coyuntural no me parece un defecto, y siento especial aprecio por los poemas de ocasión. Me habría encantado que “Marcha” fuera uno. Pero no lo es: es un poema mexicano escrito en el estándar de la Gran Poesía. Encuentro una contradicción ética y estética entre la dimensión coyuntural y el afán de trascendencia y absoluto, incluida la entonación sublime del final del poema, donde se percibe implícita la vocación gloriosa de los discursos filomarxistas.
La fractura que reseño no es nueva: se evidencia en la escritura menos afortunada de poetas mayores como Efraín Huerta y Pablo Neruda, y es amargamente perceptible en los elogios que ambos dedicaron a Stalin. La reiteración de un tic así desde la voz de un poeta joven como Oscar arrastra, por añadidura, aguas contaminadas de lugares comunes que lindan con el Llanto Nuevo, ese placebo para sensibilidades huérfanas de Bob Dylan y bolero y chachachá:
…compañero Loarca: mientras dure noviembre,
con su alimento áspero de ideas y de intemperie,
ocurrirá en nosotros, caminando,
el futuro; (p.34)
[…]
No hay nada que perder para quien sabe y lucha:
quedan solo cadenas y un tiempo de perderlas,
donde cabe la noble unión de la pobreza
plena y el arte de volar igual que
un ave izada al viento y con las alas llenas. (p. 47)[17]
Un lugar común ejecutado ríspida, desmañadamente (como señala Haroldo de Campos respecto de O cao sem plumas, de Joao Cabral de Mello Neto),[18] puede evocar la emoción cruda de lo real, y eso quizá le brinde relevancia. Un lugar común vertido a una dicción afable, en cambio, destroza la experiencia estética porque renuncia de antemano a eso que Coleridge llamaba Fe Poética: la suspensión de la incredulidad.
Esto me lleva a describir la principal incongruencia que percibo en la poética de Oscar de Pablo. El autor señala que “Negarle a la poesía militante su derecho a existir es negarle a la poesía en general su derecho a apropiarse de lenguajes vivos y reales, su derecho a desarrollarse hacia fuera de sí”. Afirma asimismo que “introducir la militancia en la poesía implica necesariamente introducir su jerga, su cúmulo de neologismos técnicos y feos”. No obstante, de Pablo posee uno de los repertorios formales más conservadores entre las nuevas generaciones de poetas mexicanos: se vale insistentemente del endecasílabo y, en general, de estructuras métricas herederas de la silva (alternancias del metro central con heptasílabos y alejandrinos). Sus aliteraciones, encabalgamientos y repeticiones de palabras tienden a producir esa atmósfera de levedad material afincada en el realismo que es la versión hispánica de la poesía pura. Su minimalismo plástico (claramente representado en “Marcha” por construcciones y vocablos como la “grieta / menor”, el “tambor del polvo”, el “resquicio debajo del torrente”, la repetida mención de los “pasos”) se avecina al de Fabio Morabito y Luigi Amara. La gracia de su dicción es notable, pero acepta pocos sacrificios. No hay en su escritura, prácticamente, ningún viso de subversión formal…
Si la poesía ha de “desarrollarse hacia fuera de sí” no lo hará, me parece obvio, exclusivamente a través del léxico. Lenguaje no es colección de vocablos: lenguaje es estructura: no molde sino forma.
Oscar de Pablo me parece un poeta inteligente, dotado de buen oído y poseedor de una envidiable cultura literaria. Este pasaje no quiere ser más que una crítica honesta y cordial hacia su obra.
*
Antes de comentar los poemas de Iván Cruz Osorio, vuelvo a citar la opinión de Jorge Eduardo Arellano vertida en su defensa: “Tiempo de Guernica es el primer libro de poesía de la generación de los 80 e incluso de los 70 que se atreve a traer temas sociales y políticos a la poesía mexicana con gran eficacia.” Me parece un argumento frívolo, dictado por la ignorancia. Primero porque, como he intentado detallar, no es mucho el “atrevimiento” que hace falta para abordar lo social como tópico, como temática: es algo que está en la médula de nuestra historia cultural y lingüística. Palabras como “revolución” y “cambio” son el pan (y el PRI) de cada día para nuestros políticos ruines. Más que los temas, lo que en México se oprime son los modos de expresión, la subversión de las formas —algo que 68 nos enseñó por la vía dura—. Segundo, porque ni Arellano ni yo ni nadie puede conocer toda la poesía que él invoca como contexto. Y tercero, porque el concepto eficacia resulta vago: ¿Eficacia como sinónimo de solvencia en el empleo de la retórica tradicional? ¿Eficacia para conmover a un lector promedio (y ¿cómo se ha caracterizado a ese lector promedio?)? ¿Eficacia para transformar orgánicamente el ámbito social a través de la forma poética?... El problema de usar palabras ISO-9000 como instrumentos de crítica literaria estriba en que, para demostrar su pertinencia, resulta imperativo complementarlas con índices de evaluación concretos.
Paso a la opinión de H. B. y el consiguiente revire de Iván: ¿es Tiempo de Guernica un libro mediocre?... Y si lo es, ¿con respecto a qué libros?
Por principio, me parece superfluo —desde la perspectiva de la crítica— motejar de “mediocre” a un libro. El adjetivo tiene vecindad con el insulto, y por añadidura es impreciso: tendríamos que hacer primero un ranking para dilucidar el contexto, como bien apunta Cruz. Tengo la sensación (o será un mero impulso de mi gusto) de que el adjetivo que H. B. buscaba es otro: monótono. Tiempo de Guernica es un libro monótono. Me refiero a que la mayoría de los poemas que lo integran tiene un mismo tono: tema, dicción, sintaxis, ritmo, figuras de significación, voz poética, punto de vista semejantes. Cito fragmentos abriendo el libro al azar:
No somos mejores ni distintos
A nuestros padres y abuelos.
No hay por qué sentirse superiores, (pag. 25)
Ningún final posible nos traerá más pérdidas
O nos hará más felices que antes.
Para la oscuridad, para el abatimiento
Hemos nacido, (pag. 66)
Que tus legiones te sacien de oro, que sea próspera tu batalla en los valles cerrados y brumosos de mi reino. (pag. 15)
No tenemos una patria,
Tenemos un paisaje,
Tenemos cólera, indignación, (pag. 37)
No grites, no menciones a nadie tus heridas. (pag. 31)[19]
Etcétera.
¿Puede un libro monótono ser un gran libro? Probablemente. Quizá es su inesperada monotonía lo que hace tan bellos ciertos pasajes de Perse. Pero Tiempo de Guernica posee además, a mi juicio, otra característica: es previsible. Es previsible en su léxico y también en su empleo de determinados moldes literarios. Una vez dado el tema —la guerra, el sacrificio irracional de la humanidad a manos de la humanidad: algo que salta desde el título— sobreviene una dicción tradicionalista teñida de senequismo; alternancia de verso y prosa; predilección por el tono oratorio por encima de la plasticidad y la melodía; un grave pesimismo que rara vez cede sitio al humor. Todo esto le da al conjunto una pátina de solemnidad que no es ni buena ni mala.
(Y que no carecerá de partidarios: tengo la convicción de que algunos escritores y lectores mexicanos jóvenes —privilegiadamente aquellos que aspiran a una beca de la FLM— perciben a la poesía como un discurso en el Congreso; y a las formas literarias como un examen para ingresar al Taller de Retórica).
Pero que, en mi experiencia particular de lectura, resulta difícil de sobrellevar: me echa fuera del poema.
Sinceramente lo lamento, porque los rasgos formales que obstruyen mi experiencia lectora no bastan para borrar las virtudes que percibo en la escritura de Cruz Osorio: una insobornable intuición de fatalidad; arrojo ante los llamados grandes temas; y, de vez en cuando, contundencia:
Dios es perverso
—dicen los leones—;
creó a innumerables manadas
de ratones para obedecernos,
pero les dio
la infame inteligencia
para percibirlo. [20]
Hay veces en que la voz se desliza al proceloso mar del melodrama. Como en “Niño muerto”: “No me despiertes, / temo que al despertar / el mundo / siga aquí”.[21] Otras ocasiones, por ejemplo en “Mosquitos”, nos ofrece una poesía desnuda, sencilla y ríspida: “en el instante que su diminuto aleteo / termina entre mis palmas, / alguien, desde lo alto, / centra mi cuerpo / entre sus manos.”[22]
¿Respecto a cuáles libros puede leerse mejor (quiero decir: en un contexto que le arroje luz) Tiempo de Guernica?... Lo comparo, primero, con libros magistrales de los que hereda preocupaciones temáticas y —en algún caso— formales: La zorra enferma, de Eduardo Lizalde; No me preguntes cómo pasa el tiempo, de José Emilio Pacheco; La oración del ogro, de Jaime Reyes. Lo comparo, también, con obras escritas por poetas nacidos entre mediados de los 60 y mediados de los 70 y con los que comparte un contexto cultural: la sección “Vacas flacas” que cierra el Cabaret Provenza de Luis Felipe Fabre; Anábasis maqueta, de Carla Faesler; Imperio, de Rocío Cerón; Debiste haber contado otras historias, de Oscar de Pablo.
Por lo que atañe a la poesía social en tanto que abordaje de un tema, podríamos comparar el punto de vista de Iván Cruz con el de Carla Faesler (ciudad de México, 1967). Puesto que he citado ya suficientes pasajes de él, transcribo uno de ella:
LA CASA DEL INVESTIGADOR
Había en el florero un ramillete de brazos.
Mi amigo me había hablado
de un busto de cadáver sobre el piano,
que tenía una peluca.
Guardaba el anfitrión, para los niños,
en una estancia alegre y llena de color,
fetitos momificados con ropa de muñeca.
Noté algunas piernas de señorita
al pie de las puertas para impedir chiflones
y en su gran biblioteca, una pálida lengua
había sido adaptada como control de tele.
Varias nalgas servían de cojines en los amplios sillones de la sala.
Durante la comida, le pedí una cuchara
y abrió un largo cajón del trinchador
lleno de pies dispuestos, uno después del otro,
en cuyos muchos dedos se ordenaban, de plata, los cubiertos.
Tomamos el café en la terraza,
la sombrilla tenía color de pergamino.
Un intestino grueso servía como manguera
y una mano sin uñas hacía de rehilete sobre el pasto.
Para espantar las moscas,
en el techo giraban unos ventiladores
hechos con cuatro fémures y cueros cabelludos.
Como adorno en el baño,
ojos de mil colores bajo el agua,
en un bibelot de cristal cortado.
Estaba pensando en donar mi cuerpo,
cuando muera, a la ciencia.
Pero sería más útil dar mi computadora.[23]
¿No es la cosificación del organismo por parte de la ciencia un pavoroso motivo social? ¿No subyace en dicho motivo, desde hace décadas (desde los nazis al menos), una amenaza ingente: la del exterminio; un laberinto de bioética?... El enfoque de Carla retoma el toro de Guernica no por los cuernos sino por la cola. La dislocación plástica que logra me resulta atractiva, divertida, subversiva. Y, sin embargo, el poema de Faesler es tradicional: lo es en su amanerada forma métrica, en su técnica narrativa, en su estructura dialéctica, en su empleo de la preceptiva… Al mismo tiempo, es evidente la influencia que tiene la autora del arte de la instalación. ¿Puede el poema de Faesler elegir entre tradición y experimentación?... Me parece que no: la autora opta por un ars combinatoria cuya impureza amplifica la tradición literaria mexicana. Una tendencia que los poemas de Cruz Osorio prefieren no explorar.
Por lo que atañe al poema social visto a contraluz de su técnica compositiva, cito un fragmento de “Valientes ellos con las armas”, de Jaime Reyes:
Por la vía de titulación de bienes comunales no pudimos llegar a nada,
por la vía de restitución tampoco nos hicieron caso,
por la vía de dotación no hallábamos la puerta
pero la necesidad nos hizo ver un nuevo camino:
la toma de la tierra que ahora será nuestra cueste lo que cueste.
Y fue así como el 9 de agosto de 1977 nos metimos en El Desengaño,
tomamos las tierras, terrenos baldíos, puro monte, zarzal puro.
Ahora los ricos matan a uno y el gobierno nada que dice
pero nosotros no nos quedamos con los brazos cruzados.
En la tierra tuvimos apoyo de normalistas estudiantes,
indígenas y mucha gente.
Por eso no fue fácil que nos sacaran.
Si no ya nos hubieran golpeado, nos hubieran matado.
No pueden actuar como siempre con los grupos aislados:
La Coraza una camionada de cañas para los jacalitos que teníamos,
La Joya un poco de madera,
los compañeros un saco de azúcar cuando no teníamos
ni frijol ni maíz.
Todos nos han ayudado. De veras se ha necesitado. Hemos mirado.
Dura lucha tres días, parada permanente, chaneque verde y
gente de lucha
éramos dos mil y ahí fundamos las demandas,
la salida del ejército.
De la cárcel fuimos a la tierra
donde las mujeres y los niños
y ahí nos quedamos
dispuestos.
Así pasaron los días y vinieron y se llevaron presos más de seis meses
acumularon delitos los que tienen la Ley en la mano
para los campesinos no.
Desde entonces día tras día mañana y tarde
para no trabajar tranquilamente
ganado y camiones en la milpa.
Conocimos de cerca lo que son los que se dicen gobierno.[24]
Originalmente, el poema de Reyes se publicó en compañía de la siguiente nota a pie de página: “Transcripción de la crónica ‘El Desengaño: hablan los campesinos’, de Carmen Lira (La cultura en México, suplemento de Siempre!, n. 896, 11 de mayo de 1979)”.
Antes de que la crítica obtusa comience a arrojar sus anatemas predilectos (“¡Experimental! ¡Vanguardista! ¡Vetusto! ¡A la hoguera con él!”) sugiero al lector acudir a la pieza íntegra (que desgraciadamente no puedo citar aquí por falta de espacio). Se trata, me parece, de uno de los más bellos poemas sociales escritos en México durante la segunda mitad del siglo xx. Las voces broncas que llenan el texto permiten al lector percibir la rabia de un habla vejada, y aunque Reyes no escribió una palabra, es su jerarquía poética lo que le ha permitido percibir, adquirir (y regalarnos) un poema oculto bajo la forma de una crónica periodística. Un poeta será, opino, no solamente un creador: ante todo, un revelador de formas.
El poema de Jaime Reyes no busca un lector promedio para el consumo de su “escritura social”: por el contrario, nos ofrece una voz poética extraída de un margen social y la contrapone a la voz poética promedio. Su discurso es crítico por partida doble: se dirige lo mismo a la realidad social que a la idealización del objeto poético. De nuevo: hablo de una escritura que tiene menos de retórica vanguardista que de confrontación orgánica con el fenómeno poético. Reyes asume la lección de los grandes poetas barrocos, que abrevaron en la lírica popular. Solo que su enfoque toma en cuenta también otro tramo de nuestra herencia: el ready made. Frente al previsible usufructo de una tradición sumisa (a la que preferentemente se afilia, me parece, Iván Cruz Osorio), Jaime Reyes opone lo que denomino una tradición amplificada.
Éste es el ámbito comparatista dentro del cual podría enmarcarse un libro como Tiempo de Guernica.
*
Al lado de una poesía social y/o de militancia filomarxista, otras prácticas poéticas minoritarias se han ejercido en México durante el cambio de siglo. Menciono tres de ellas: la lírica en lenguas indígenas, la poesía feminista y la poesía homosexual.
La literatura mexicana en lenguas indígenas afronta una dificultad básica: son escasos los autores que la practican verdaderamente. Lo más común es que se escriba versos en español y posteriormente éstos sean traducidos por el propio autor a su lengua originaria. Lo cual descoyunta la unidad poética entre concepto, grafía y sonido. Se trata de una escritura que posee el ambiente y el pintoresquismo que el INAH y otras piadosas instituciones nacionales consideran imprescindible; pero rara vez su rango estético rivaliza con el de la expresión poética en lengua española. Esto no es deficiencia de las lenguas en sí mismas, sino de los mecanismos de actualización que las rodean —de los que está casi excluido el bilingüismo—. Comparada, pongo por caso, con la mestizada obra del poeta chileno y mapuche Jaime Huenún (n. 1967), la poesía en lenguas indígenas que se practica en nuestro país resulta dolorosamente pedestre.[25]
Por lo que atañe a la poesía de militancia feminista, ésta aparece sublimada entre las nuevas generaciones. Si pensamos en la visceral escritura de poetas de generaciones anteriores como Gloria Gómez o Kyra Galván, difícilmente encontraremos una poeta mexicana joven que dé esa tesitura. Quizá, por momentos, Adriana Tafoya.[26]
Cuando digo que el feminismo se ha sublimado me refiero al hallazgo de nuevos temas, tonos y formas de enunciación que, entre algunas poetas, arrojan una incisiva mirada en torno a la sociedad y su decaimiento, pero sin abanderar causa alguna. Ofrezco unos pocos referentes.
Maricela Guerrero (ciudad de México, 1977) ha publicado Desde las ramas una guacamaya,[27] largo poema en prosa que, lindando lo neobarroco, convalida la estética naïf a manera de reto frente a la solemnidad machista de la tradición nacional. La ya citada Carla Faesler, poseedora de un peculiar estilo minimalista y gélido, escribe desde las antípodas: su registro desdice todos los lugares comunes relacionados con la sentimentalidad, el erotismo, la visceralidad y el exceso de adorno que suele asociarse a la poesía escrita por mujeres. Y, recientemente, a través de su libro Imperio,[28] Rocío Cerón (ciudad de México, 1972) ha realizado una indagación ante-retórica del concepto de épica y su relación con el tiempo, la escritura y la guerra como metáfora de la destrucción de todo lo humano.
Salvo el libro de Cerón (en el cual no me detengo porque a mi parecer merece un texto aparte, el cual escribiré próximamente), la crítica social que estas autoras ejercen es sutil: se refiere no tanto a mecanismos de control abiertamente opresivos, sino a temáticas o caracterizaciones de lo femenino anatemizadas por la hipocresía pequeñoburguesa. Creo que se trata de una veta interesante.
Un ejemplo de este enfoque es “55 kilos, o Declaración de amor al estilo rococó”, de María Rivera (ciudad de México, 1971), donde se alude a la neurosis posmo relacionada con la alimentación y la gordura. El resultado lírico es, a mi juicio, uno de los poemas más consistentes emprendidos por la lírica mexicana en el transcurso de los tres últimos lustros.
Cito un fragmento:
Desde la puerta segura del ahora,
escribo este poema: disertación
del cuerpo que perdió cuerpo: ahogada
materia: deglución y metabolismo,
ecuaciones de la química y la mueca,
la termogénesis y la rosa (mitad candor
mitad desierto): el juego
de la adivinanza tras el cuero.
Yo, Ilusionista, empavorecida
por la clavícula enhiesta
y el omóplato por cielo, preferí
la lanza roma del conjunto, la toda
vestidura: entre mis carnes crecí,
gramo abajo, gramo abajo,
en Atlántida secreta.
Ahora las barajas esparcidas y el juego roto:
mi multitud en lo invisible se despeña
y mi cuerpo se adelgaza. La forma, sí, la forma
acepta el tallo, el pétalo,
la sola certidumbre del ahora. Antes
puras provisiones. Contra la muerte
el brazo, el abdomen bien cebado:
¡provisiones! en la hambruna
del corazón, del yo te quiero,
en la hambruna ¡provisiones!
y cuerda, estetoscopio y escalpelos. Todo
muy bien almacenado.[29]
Sin embargo, me parece que la más radical poesía social y militante escrita en México durante el cambio de siglo proviene de otra raíz: el discurso homosexual.
No me sorprende: por décadas, la sociedad mexicana confinó a la homosexualidad al ostracismo cívico; y, como bien ha observado Haroldo de Campos, “los poetas más aptos para la participación creativa son aquellos que más meditaron sobre su propio instrumento”.[30]
En los linderos de una mirada militante, pero sin duda abarcadores de todo un espectro humanístico, lingüístico y social, destaco a dos autores: Juan Carlos Bautista y Luis Felipe Fabre.
Bautista (Chiapas, 1964) me parece doblemente marginal. No solo afinca la parte más sólida de su obra en una anécdota y una sintaxis exquisitamente guarras, sino que ha tenido el tino de nacer en un año problemático para los estudios de su periodo. Buena parte de la crítica y las antologías de literatura mexicana han decidido que la generación de entresiglos incluye a los poetas nacidos a partir de 1965, como Jorge Fernández Granados, José Eugenio Sánchez y Samuel Noyola, entre otros. Entiendo que se trata, casi siempre, de un mero principio operativo o una convención editorial. Me parece, no obstante, que tal decisión operativa ha constreñido la difusión y el aprecio de uno de los más brillantes libros escritos en el México presente: Cantar del Marrakech, de Juan Carlos Bautista. Cito el pasaje inicial de ese largo poema:
Tras cortinas de nervios y mareos,
catedral hundida en su sueño
entre onirias agazapadas,
estaba el Marrakech.
Las rocolas echaban a volar sus cuervos
y las locas,
de risas lentejuelas,
empapaban el aire de miradas.
Las liosas, las dulces,
las tibias, las acedas:
nacidas de su amor asustadizo
y del humo triste de la sodomía.
Con sus gestos como puños
y las manos llenas de fervor, ladraban:
vírgenes berriondas
de tardes en declive y noches sin tregua,
tendidas bajo el sol bajuno de las lámparas.
En el Marrakech eran soberanas,
cerraban las piernas como señoritas
y reían como putas.
Oscuras y alegres como algo que va a morir.
Ellas,
las sin vértice,
con el vinagre siempre en la enagua
y la sed,
y el ardor de esa sed.
Iban al Marrakech exhalando olor de puertos
y ciudades de noche.
Reinas amarillas,
amoratadas,
subidas de color.
Reinas de melancólico fumar
que oteaban descaradas el pez de los hombres,
tras pestañas egipcias y dolencias abisinias.
Henchidas de presentimientos,
fieles a su embuste,
ligeras y estridentes como plumas,
paseaban su odio, su ternura,
su culo espléndido,
entre el azar de las mesas,
girando con el hábito furioso del insecto.
Iban al Marrakech y lo llamaban alegremente:
El Garra
El Marrakech o el Marranech.
Hechizadas ante ese nombre crispado y su conjuro.
—Vamos al garra, querida.
Hay una loca que da vueltas.
Hay una bicicleta que camina sola.
Hay un hombre que se hinca frente a su verga
como frente a una cruz.
Hay esfínteres que son grandes oradores.
Hay un cábula lamiéndoles las ínfulas.
Hay un gandul con la garganta a media furia.
Hay un … con los ojos cerrados.
Hay paredes pasándose de verdes.
Hay una loca que camina sola,
como una bicicleta sola,
tan sola que da miedo.
—Vamos al Marrakech, querida.
Y las nalgas se inflaban.
Y los culos se abrían como boquitas.[31]
Hay en la escritura de Bautista, me parece, una feliz encrucijada por la que transitan la mayoría de las obsesiones estéticas y estilísticas que he descrito aquí: el testimonio militante; la apropiación por parte del discurso lírico de una “jerga”, un “cúmulo de neologismos feos”; poesía ejerciendo su derecho a “desarrollarse hacia fuera de sí”; la inclusión, en el corpus de la tradición mexicana, del vocabulario, los símbolos y el paisaje propios de una parte de la comunidad a la que el imaginario poético instituido margina; una desesperación (el órgano del habla y el de las deyecciones transubstanciados por la comparación en un solo órgano del deseo) actualizada no como idea o sentimiento sino como materialidad discursiva: como léxico y sintaxis. Bautista me parece uno de los poetas más completos y complejos de los últimos años. Su sola obra basta para refutar las preconcepciones en torno a la supuesta ausencia de una poesía socialmente activa, en México, durante los años inmediatamente anteriores al 2002.
De Luis Felipe Fabre me he ocupado antes. Regreso a él solo para ampliar mi opinión en el sentido de que sus métodos compositivos (lo rabelesiano, el mexicanismo en clave de collage, la paranomasia conceptista, etc.) subvierten el lenguaje tanto en el tópico político como en el de índole sexual:
LA PETENERA
Barco de piedra, buque de plomo: canta la Petenera:
sirena de cabaret: perdición
de los marineros
travestida de escamas finas: lentejuelas
brillando en la noche, pero ella,
ella es la noche
que la luz revela al deslumbrar: faro que enceguece.
Y desde la oscuridad llega al caracol de la oreja
la cumbia de los náufragos
que dice: Petenera,
Petenera:
entre las piernas
le cuelga un pez: ¡ay, mamá!:
entre las piernas le cuelga un camarón:
¡ay, papá!: no se apene: pa’ hundirse da igual
el mar o la mar.[32]
Fabre conserva sin publicar el manuscrito La sodomía en la Nueva España, colección de poemas que narra un crimen de lesa humanidad: la ejecución de sodomitas por vía de la hoguera en tiempos de la Colonia. Se trata, me parece, de una lección de estilo y humanismo, un ejercicio de adquisición de eso que aquí he insistido en llamar tradición amplificada: una tradición dispuesta a aceptarlo y adulterarlo y transfigurarlo todo. La más elemental retórica criolla;, las vanguardias históricas; el arte-concepto; el roce con las culturas orientales; la intuición interdisciplinaria; la engolada sintaxis de los documentos oficiales…
Por último, enumero a tres poetas jóvenes en quienes la condición homosexual se presenta como ampliación del discurso estético y social.
Sergio Loo (1982), autor de Sus brazos labios en mi boca rodando, libro cuya gramática se erige como metáfora de una preferencia copulativa (es decir sintáctica) Otra: “Me muerdes me debajo de las sábanas me tus mis manos desabotonan me el sueño me enredas mis piernas se deshebran y no sé no si son tuyos los labios labios que vuelven que bajan que a mi pecho a mi ombligo a mi engullen me quiebran me vierten me”.[33] Oscar David López (1982), autor de Gangbang,[34] un libro que combina la complejidad formal neobarroca con el testimonio de una sexualidad percibida en tanto que transgresión intelectual.
Y Sebastián Margot, seudónimo de un fotógrafo torreonense cuyo proyecto documental (ejercer la prostitución masculina en las zonas de alto riesgo de su ciudad natal y crear un acervo iconográfico a partir de este oficio) arrojó un desperado diario lírico cuyo título, Chacal y suceptible, verá la luz en los próximos meses.[35]
*
Aunque este ensayo ha sido largo, mi recorrido resulta más bien breve: ni de loco pretendería haber abarcado en su compleja totalidad la situación actual de la poesía social y militante en México. Espero, sí, haber abonado aunque sea un poquito, con piezas concretas, ejercicios comparatistas y algunas opiniones, a la búsqueda de nitidez en nuestro panorama crítico.
Por no pecar de políticamente correcto, concluyo con una cita, obviamente, de Octavio Paz. Proviene de la nota necrológica que dedicó a Efraín Huerta:
Nada más alejado de los gustos poéticos y del temperamento de Huerta que el didactismo de [la] literatura doctrinaria. Curiosa o, más bien dicho, reveladora contradicción: en esos años en que estaba poseído por la certeza de participar en el “movimiento ascendente de la historia” […] escribía en uno de sus mejores poemas: “Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño”. […] Esta línea revela, una vez más, que el poeta acaba siempre por vencer al ideólogo.[36]
[1] Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002, México, CONACULTA, 2002.
[2] Alfredo García Valdez, Silva de amor nocturno, México, FETA, 1992, p. 46.
[3] Joel Plata, La división y otros muertos, Saltillo, Icocult, Colección La Fragua, 2007, p. 24-25.
[ 1] Incluyo al final del texto las fichas completas de los materiales consultados.
[2] Como en otros ensayos que he publicado durante el último par de años, remito el concepto “materia poética” al principio Estética de la Formatividad establecido por Lugi Pareyson y resumido así por Umberto Eco: “Una concepción del arte como hacer, hacer concreto, empírico, industrial, en un contexto de elementos materiales y técnicos: un concepto del fenómeno artístico como organismo” (La definición del arte, Roca, España, 1990, pp. 13-14).
[3] http://www.laseleccionesafectivasmexico.blogspot.com/.
[4] Cfr. Gilberto Giménez, Teoría y análisis de la cultura, 2 Tomos, México, CONACULTA / Icocult, Colección Intersecciones, 2005.
[5] Sergio Cordero, Oscura lucidez, Saltillo, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila, 1996, p. 52.
[6] Ibid., p.23.
[7] Agustín Cadena, Primera sangre, México, UAM, Margen de Poesía, 1995, p. 9.
[8] Ángel Ortuño, Siam, Guadalajara, filodecaballos, 2001, p. 25.
[9] Rocío Cerón, Julián Herbert y León Plascencia Ñol, El decir y el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965-1979), Guadalajara, filodecaballos / CONACULTA / FONCA, 2005, p. 176.
[10] Ibid., p. 68-69.
[11] Alberto Silva, Sastrería Williams, Saltillo, Icocult, Col. La Fragua, 2004, p. 51.
[12] Luis Felipe Fabre, Cabaret Provenza, México, FCE, 2007.
[13] David Huerta, Anuario de Poesía Mexicana 2005, México, FCE, 2006, p. 164.
[14] Oscar de Pablo, Debiste haber contado otras historias, México, FETA, 2006, p.16.
[15] El decir y el vértigo, p. 248.
[16] Tzvetan Todorov, Los aventureros del absoluto, Barcelona, Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, 2007, p. 14.
[17] Oscar de Pablo, Op. Cit.
[18] Cfr. “Joao Cabral de Mello Neto, el geómetra comprometido”, en Haroldo de Campos, Brasil transamericano, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2004, pp. 25-38.
[19] Iván Cruz Osorio, Tiempo de Guernica, México, Praxis, 2005.
[20] Ibid., p. 51.
[21] Ibid., p. 62.
[22] Ibid., p. 53.
[23] Carla Faesler, Anábasis maqueta, México, Diamantina, 2003.
[24] Jaime Reyes, La oración del ogro, México, FCE, 1984, p. 50.
[25] Cfr. El poema de Huenún “Ceremonia del amor” en El decir y el vértigo, p. 110-111. Hay en www.youtube.com una buena versión en video del texto leído por su autor.
[26] Cfr. El poema “Encarnadura” en Julián Herbert, Anuario de poesía mexicana 2007, México, FCE, 2008, p. 172.
[27] Maricela Guerrero, Desde las ramas una guacamaya, México, Bonobos / CONACULTA / FONCA, 2006.
[28] Rocío Cerón, Imperio, México, Monte Carmelo, 2008.
[29] Anuario de poesía mexicana 2007, p. 155-156.
[30] Op. Cit., p. 31.
[31] Juan Carlos Bautista, Cantar del Marrakech, México, Verdehalago / CONACULTA, La Centena, 2005, p. 13-15.
[32] Op. Cit.
[33] Sergio Loo, Sus brazos labios en mi boca rodando, México, FETA, 2007.
[34] Oscar David López, Gangbang, México, FETA, 2007
[35] Sebastián Margot, Chacal y suceptible, Saltillo, Icocult, Colección La Fragua, en prensa.
[36] Octavio Paz, Obras completas, Edición del autor, tomo 4: Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, México, FCE, 2003, p. 287.
4 comentarios:
Es muy seguro que la generación de los 70s y 80s, no haya producido poesía social, pero también es cierto que la poesía social producida en México no ha remontado las alturas de otras latitudes, ni siquiera de las mas cercanas. No podemos culpar a las revoluciones de esta estéril cosecha, porque en México se vivió una generación opiácea que transitó (sentada frente a la programación de los Simpsons), del centralismo y la debacle económica a la demagogia y la debacle económica.
Saludos.
Considero que Julián Herbert comete al menos dos errores imperdonables para un crítico. Lo recalco por el prestigio de la revista, que siempre ha propuesto la inclusión de verdaderos críticos. Citar de memoria un texto y el camino sinuoso que implica hacer la revisión crítica del libro de Cruz cuando parte de un comentario "insulto" anónimo en un blog, resulta demasiado irregular. Las pifias son demasiado básicas, hasta para cualquier ensayista universitario, como para que la revista Crítica se permita dejarlos pasar. De todas formas, pese a las deficiencias, buscaré el texto completo.
Jorge Ortega
Jorge querido,
ya te envié por e-mail el ensayo completo. Y aquí pongo el comentario que te adjuntaba:
Disiento contigo en una cuestión: la crítica literaria mexicana consagrada a la poesía de las nuevas generaciones rara vez se publica: casi siempre se ejerce en un ámbito de oralidad (de la cual es sucedáneo, en nuestros días, el ciberespacio). Se trata, a mi juicio, de un fenómeno nada nuevo en Latinoamérica: de él se ocupó hace años un crítico tan entero como Haroldo de Campos. A mi juicio, desestimar ese contexto, ese corpus no solo de signos sino de relaciones éticas, estéticas y sociales que demarcan cotos de "autoridad" ha sido un error histórico de la crítica académica en nuestra lengua (se trata de un issue que nunca le pesó, pongo por caso, a la crítica anglosajona: desde el siglo XIX aparecen este tipo de enfoques, y tanto Pound como Eliot citan de memoria y hacen referencia a charlas ocasionales en sus más importantes ejercicios de crítica (nada menos -en el caso de Eliot- en Función de la poesía y función de la crítica, las charlas que dictó para la cátedra Charles Eliot Norton de Harvard.
Estoy de acuerdo contigo: el juicio acerca de Iván Cruz linda con el insulto. Eso lo digo en mi ensayo. También parto de ese punto para ampliar mi reflexión acerca de Tiempo de Guernica.
Recibe un abrazo, y por acá seguimos.
J.
Julián, al parecer ha habido una confusión. Creo que conoces a un Jorge Ortega, a quien enviaste el ensayo completo. Se trata entonces de alguien con quien comparto el nombre. Yo vivo en Veracruz. Me interesa tu texto, así que te dejo mi correo:
circuitoexterior@gmail.com
En corto, te menciono que en el caso de Eliot y su catedra, en comparación al fragmento de tu ensayo, hay una diferencia de origen, la primera intenta ser una catedra formativa, dictada por una mente brillante, pero no exenta de algunos detalles fallidos en sus recuerdos, lo tuyo es una crítica formal, en la cual se toma un texto como foco central de análisis, al no existir una plena conciencia del objeto a analizar, sino algunos recuerdos, es evidente la parcialidad de la crítica.
Saludos
Jorge Ortega Martí
Publicar un comentario