jueves, 19 de marzo de 2009

Los jugadores de ajedrez



Gabriel Bernal Granados

It was our friend's eye that chiefly told his story; an eye in which innocence and experience were singularly blended.
Henry James, The American, 1877


En 1876, el pintor norteamericano Thomas Eakins pinta un salón escarlata de su natal Filadelfia, donde dos hombres de la alta burguesía juegan una partida de ajedrez, mientras un tercero, de pie, atestigua la escena. De pocos pintores, como de Eakins, y de pocos cuadros podemos saber tan minuciosamente como en su caso los datos que atañen a la biografía de la obra. En éste, las tres personas que posaron para la pintura son el padre de Eakins, de pie, de nombre Benjamin Eakins, y, de izquierda a derecha, Bertrand Gardel, maestro de francés, y George W. Holmes, pintor y profesor de arte. En realidad, el salón donde ocurre la escena es la sala de visitas de la familia Eakins, que se encontraba en el número 1729 de la calle Mount Vernon, en Filadelfia.
Benjamin Eakins, maestro calígrafo de profesión, era hijo de inmigrantes irlandeses que llegaron a América para dedicarse al negocio de los textiles —el padre de Benjamin, Alexander Eakins, era tejedor—. En 1843, Benjamin se casó con la hija de un zapatero cuáquero, Caroline Cowperthwait; y catorce años después, en 1857, la familia Eakins se mudó a la casa de Mount Vernon, que en adelante se convirtió en el solar de la familia.
Como la mayoría de los interiores retratados por Eakins, Los jugadores de ajedrez es una pintura erudita. Eakins sabe prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las personas que informan su cuadro. Muchas veces, a lo largo de los diecinueve años que van de 1857 a 1876, habrá visto a los amigos de su padre reunirse en este salón para tomar jerez y matar el tiempo con una conversación o un juego de mesa. Por su forma de vestir y de comportarse, por la gesticulación de sus manos y el juego de sus pies bajo la cubierta de la mesa, por la suntuosidad misma del salón donde se lleva a cabo esta escena, los personajes de Eakins son el retrato de una Norteamérica que remarca los paralelos ingleses de sus mores. El cuadro —una escena familiar que trasciende los límites de un cuadro de costumbres— estaría planteando esa dualidad, que sigue dividiendo a los norteamericanos respecto de sus pares en la Isla: dos formas de vida distintas con un mismo origen filosófico y moral se confrontaron a lo largo del siglo XIX, acentuando diferencias y similitudes y dejando al descubierto un territorio para el distanciamiento y la reconciliación. De distancia y reconciliación, discriminación y venganza, tratan precisamente las primeras novelas de Henry James, quien estaba escribiendo sobre estos temas al mismo tiempo que Eakins estaba pintando sus testimonios sobre la vida en los Estados Unidos.
El conocimiento de Eakins es, por tanto, un conocimiento exacto y verdadero, y sólo en ese sentido es posible hablar de realismo en su pintura. Un realismo anterior al nacimiento de las vanguardias en Europa, y un realismo excéntrico respecto de los modos de pintar en el Occidente de su tiempo. Eakins estaría más próximo a la pintura de Degas que a la pintura de Manet, sin que se parezca a ninguno de estos dos artistas.
Su mirada es conservadora y profunda, sin que exista paradoja en la confrontación de estos dos términos. No quiere subvertir las formas ni explicar un trasplante de usos y costumbres: no es un pintor revolucionario ni tampoco un historiador seducido por el valor de los detalles. Su enfoque es prácticamente fotográfico, aunque va más allá de la superficie, exaltándola. No obstante la pérdida de la inocencia que supone la práctica de un realismo como el suyo, Eakins es un pintor que no ha dejado de creer, porque el problema que en realidad está planteándose es el de la fijeza y la encarnación de las ideas en la voluntad quieta de los personajes que sirven de modelo a sus obras.
Aunque en esencia parezca suntuoso y saturado debido a la atmósfera intensificada del rojo, el salón de la familia Eakins está amueblado con sobriedad. Mesas, sillas, dos vasos para el whisky, copas, una botella y una licorera para el sherry; un reloj de pared en la repisa de la chimenea que preside, con señorío, la habitación; un globo terráqueo (sucedáneo de los mapas mundi de antaño), una pintura y una pipa, todo dibujado con gran precisión y claridad (vean los reflejos de la luz de las lámparas, cómo se concentran sobre la superficie de los vasos y las copas, definiendo la sensualidad de sus contornos). El color negro del tapiz de las sillas y de los trajes de los tres personajes se armoniza con el pelo negro del gato que se encuentra en el extremo inferior derecho de la pintura, relamiéndose. Esta armonía habla de un interior acogedor y sensual, donde lo que prima es la calidez del negro contrastado con el púrpura de la alfombra, que simula el mismo color de la tierra, teñido de anaranjado y rojo por las hojas que han caído en el otoño.
Para sorpresa nuestra, en esta habitación no hay libros. Si este mismo interior hubiese sido representado por Borges o por Poe, el énfasis hubiera recaído en los lomos de los libros, acomodados en libreros o dispersos, al azar, sobre un escritorio. Cuando mucho, los libros se encuentran insinuados, en esta pintura de Eakins, en el interior de las vitrinas, que son testigos mudos de la batalla de que se está librando en el centro de este escenario. El profesor de francés y el profesor de arte juegan al juego de la guerra de la manera más civilizada posible, es decir, ensayando una estrategia para resultar vencedor. El señor Eakins hace las veces de juez y de testigo —leit motiv, este último, de otras pinturas emblemáticas de su hijo, donde la carne tiene un papel preponderante.
El ajedrez es el pasatiempo por antonomasia de la clase media ilustrada. Eakins lo ha escogido como tema para una de sus pinturas tal vez porque se sintió seducido por el carácter de los dos amigos de su padre, el profesor de francés y el profesor de arte; pero también porque estaba pensando en términos de una dualidad. En este cuadro, la tradición se confunde con la novedad de maneras harto sutiles para generar un nuevo fermento, hecho de afirmaciones categóricas e individuales. Puede que el vestido, la actitud y las costumbres del estrato burgués norteamericano al que pertenecían Eakins y su familia fuesen en todo punto similares a los de los ingleses victorianos de la segunda mitad del XIX, pero también es igualmente cierto que había algo distinto en su forma de encarar los hechos. El padre de Eakins, pese a los modestos orígenes de su familia, era un hombre liberal confiado a los poderes de su propia capacidad de juicio y razonamiento. La confianza con que sus manos se apoyan en el respaldo de la silla y en la cintura de su cuerpo son una revelación de este compromiso con la sangre y el espíritu —el juego de la luz, en el centro, iluminando las cabezas de estos hombres, quienes, no obstante el paso del tiempo, no han perdido ni en apostura ni en decisión, ni en cierta fortaleza y lozanía. Al rendirle un homenaje a su padre, Eakins también le está rindiendo un homenaje a esa nueva tradición norteamericana, que consiste en darle libertad a las voliciones de los hijos para que estos acometan su propio destino.
El ajedrez no es solamente una forma de entretenimiento que reproduce los mecanismos de la guerra; también es una diversión que trata del conocimiento y del papel que desempeña la estrategia en la rendición de un adversario. Hemos dicho que son tres los hombres que aparecen en este cuadro, que los tres están vestidos de negro y que forman parte de un ámbito cerrado. Sin embargo, la figura geométrica que predomina en la composición de la pintura de Eakins no es tanto el círculo como el triángulo. Los tres amigos, dos sentados y uno de pie, constituyen una pirámide en torno a la cual se organizan las demás figuras de la pintura, todas ellas inertes, con excepción del gato. ¿En qué medida cabe preguntarse si éste no será un cuadro sobre el papel que han desempeñado las sociedades secretas de conocimiento en la fundación y la consolidación de un país y de un Estado? Los exploradores y los colonos que vinieron a América en los siglos XVI y XVII no sólo aportaron al nuevo continente sus usos y costumbres, sino también los símbolos de los que se servían para el desciframiento del mundo. Trajeron consigo un conflicto, pero también las herramientas para dirimirlo. Conceptos como el de liturgia e iniciación laicas son imprescindibles para comprender estos periodos históricos, de los cuales seguimos siendo deudores.*
En este sentido podría afirmarse que el cuadro de Eakins involucra una parábola sobre el mundo y las formas de gobernarlo, tal y como se estaba debatiendo en esos años, ya alejados en el tiempo de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y de su referente inmediato, la Revolución francesa. (La democracia era un fenómeno preferentemente masculino, en la visión de Eakins, Melville y Whitman. Y en este cuadro son tres los hombres que aparecen en escena, sin contar la presencia enigmática del gato.) Así como la sombra prima tanto de un lado como de otro, debido a la iluminación de las lámparas que colman el centro del cuadro, así la liberalidad se conjuga con la prosperidad y el conservadurismo de los norteamericanos de la segunda mitad del siglo XIX. Y la inocencia se mezcla al papel fundamental de la experiencia.
De la forma más evidente posible, es decir, sin modificar la serie de símbolos que informa la escena, Eakins toca el tema de una sociedad que está integrándose en medio de un conflicto.


* Estas sociedades secretas no se limitaban a la existencia de las logias masónicas sino que comprendían a grupos de intelectuales, artistas o letrados en general que se reunían en salones caseros o privados para hacer tertulia. Estos grupos se regían por códigos de entrada y tenían, entre otros motivos para reunirse, una clara conciencia de la dimensión política de los trabajos del espíritu. Los jugadores de ajedrez no es el único cuadro de Eakins donde se insinúa la presencia de estos grupos. Véanse también las clínicas del doctor Gross (1875) y del doctor Agnew (1889).

No hay comentarios: