Juan Leyva
Enseñanza y revelación, abismo o tarda droga… La obra literaria se despliega en un rayo a un tiempo didáctico y desquiciante no exento de placer…
Y sin embargo, el hecho de que hoy más que nunca tengamos que hablar de la importancia de leer subraya —como nada— la anemia escolar en que sobrevivimos. Leer y escribir se practican de manera precaria o incipiente, y quienes lo hacen ya de tiempo muestran debilidades incluso en el empleo de los géneros expresivos que más necesitan. Se infiere una enorme falta de reflexividad en ambas prácticas, la ausencia de una lectura de calidad que despliegue las llaves de la escritura (y del pensamiento).
Autor, iglesias, príncipes, estados conocen los valores inductivos del texto, que no ha dejado nunca de ser un área de disputa por los saberes. Paulatinamente, los maestros se afanan por una iniciación escolar que parta de las vivencias del lector para ingresar al mundo de la obra, y no por imponerla como baúl de verdades y bellezas inobjetables. Leer y escribir, escuchar y hablar a partir del descubrimiento de su importancia en la vida se convierten en núcleo de esta enseñanza.
Hoy día, sin embargo, el Estado posee muchos canales para inducir los saberes básicos del funcionamiento social; de ahí su falta de interés en enseñar o promover cualquier lectura (la educación en serio parece preocuparle aún menos). Una sociedad, no sólo el Estado, se interesa en modular información para sus miembros, pero sabe o debe saber que sólo puede hacerlo de manera limitada, porque cada uno es dueño de un potencial que lo lanza, tarde o temprano, a sus búsquedas personales. Nuestro problema es que ni siquiera nos dotamos del mínimo instrumental para la ruta.
Leer y escribir forman parte de un instrumental que jamás —como en cualquier oficio— está del todo completo ni dura para siempre, sino que cambia, se atrofia y se renueva (leer es un continuo aprendizaje). Es una tarea sobre la cual —al igual que muchas en México— no hemos acabado de tomar rumbo… Nada urge… No faltará a quién culpar de las consecuencias… ni a quién pedirle fiado para afrontarlas…, pero están ahí y estarán, aunque a veces ni aun los más urgidos de la lecto-escritura parezcan dispuestos a aceptarlo. El texto, en tanto modo de plantear conductas y situaciones, sigue esperándonos; mas, hoy por hoy, leer no es chic ni es guau, y aun corre el temidísimo peligro de ser intenso.
Hace poco, en una de esas reuniones decembrinas, un amigo del mundo gerencial me preguntó cómo era posible ganarse la vida dedicado a escribir, investigar o enseñar literatura. En su lógica de productos y rendimientos, le extrañaba que alguien pudiera dedicarse a las letras. Le dije que el mercado era magro porque en México se lee poco y se enseña poco la literatura. Me dijo que el problema del escaso mercado para los literatos era que no traducíamos los valores de la literatura a los económicos, o sea, no explicábamos los costos en dinero de no leer o no saber leer (parece que la ocde lo está logrando). La conversación terminó por diluirse entre las opiniones de los demás y el hecho mismo de que estábamos ahí para encontrarnos, y no para una charla monotemática. Estuve de acuerdo en la importancia de explicar a los tomadores de decisiones el costo económico de no guardar contacto con la literatura (mi duda es si realmente no lo entienden, como veremos). Por lo demás, hay avances en esa línea entre quienes se dedican a evaluar la lecto-escritura en las aulas. Y si tal no es mi enfoque, afirmo que leer literatura es allegarse el máximo logro que produce el oficio de hacer textos.
Semanas después, en plática con el director del más importante centro de enseñanza de literatura de México, le recordé mi invitación a un diálogo sobre las preguntas clave: qué enseñar (qué obras); para qué (objetivos prácticos —las llamadas competencias y habilidades que pueden adquirirse para la vida profesional estudiando literatura—, además de los de orden político, ético y cultural), y con qué instrumentos (técnicas, metodologías, teorías). En su opinión, es grave no entender lo que se lee y no lograr comunicarse por escrito, y es la literatura el medio más eficaz para contrarrestar estos problemas (que en el fondo son relacionales y repercuten en la vida toda).
Hacía tiempo que había enviado las mismas preguntas a cinco o seis colegas. Y aunque a todos les pareció un tema importantísimo y mi solicitud era sólo esbozar ideas —no grandes disertaciones—, no hubo respuesta. A pesar de ello, en mis búsquedas pude leer un artículo de Helena Modzelewski: “Enseñanza de la literatura para una apertura a la alteridad” (Actio, noviembre, 2006, internet), y consultar la revista Didáctica (Asociación Mexicana de Profesores de Lengua y Literatura).
Por su parte, a principios de año el doctor Moreno de Alba —director de la Academia Mexicana de la Lengua— se refirió de nuevo al tema que le inquieta desde hace lustros: las deficiencias en la enseñanza del español en nuestro país y lo costoso que resultan: “si se enseña a comprender lo que se lee y a expresar lo que se desea decir, las demás asignaturas como biología, historia, literatura y matemáticas serán fáciles para los niños” (Milenio, 5-I-2009, p. 43). El doctor advertía que en este momento la OCDE ya no sólo nos sitúa mal en enseñanza de matemáticas, sino en lectura. Vieja verdad que hoy se toma algo más en serio (si lo dice la OCDE …). Y así, se anuncia para el verano la aparición de los resultados de una investigación: La enseñanza del español en México (UNAM), que no sólo estudia el problema, sino que ofrece estrategias y soluciones.
Pero obsérvese: hará tal vez quince años un amigo me comentó que un rector de la UNAM se había referido —en charla informal— al hecho de que los aspirantes a alumnos de esa casa tenían excesivas dificultades para entender lo que leían y, claro, para trasmitirlo. A su turno, mi amigo le hizo notar que el mismo problema —y muy extendido— se tenía entre los profesores e investigadores de la propia Universidad (hecho indicado hace ya dos décadas en un análisis confidencial a cargo de un connotado intelectual en torno a las capacidades del personal de investigación de un segmento de esa universidad). Recientemente, otro amigo me explicaba su asombro ante la dificultad para hacerle comprender a sus compañeros —¡dedicados a la edición de libros!— el significado corrupto de algunos de sus actos y —peor—, a uno de ellos, la impertinencia de corregir un párrafo que sólo estaba mal a los ojos de ese corrector. En el fondo, el problema es el mismo: graves dificultades relacionales, problemas para entender lo que se lee o se escucha y también para reproducir el discurso ajeno y trasmitir el propio. Un texto o un discurso pueden estar bien hechos, ¿pero serán comprendidos? ¿Qué tanto de sí y del otro comprende quien no puede comprender ni lo obvio? Más allá de simulaciones (es decir, soy corrupto, pero hago como que no), tal incomprensión tiene su base en la dificultad para entender al otro y formar sociedad, una sociedad para todos y no para minorías o el cultivo de privilegios.
Terry Eagleton, en Después de la teoría (2005), al referirse a la enseñanza de las humanidades y las artes, subrayaba que lo más sospechoso a los ojos de políticos y empresarios es aquello que aparentemente no sirve para nada; como en el fondo les parece peligroso, al mismo tiempo que lo combaten, lo han arrinconado en las universidades (aunque no siempre: por ejemplo, en México hay universidades que no enseñan literatura). En realidad, sienten una amenaza en el potencial transformador que representan la cultura y el pensamiento reflexivo —imposible o muy difícil sin cultura letrada.
A juicio de Eagleton, el potencial creativo y transformador de la cultura y las universidades radica en la claridad con que desembocan, tarde o temprano, en la conciencia de que su finalidad primera y última es la búsqueda de mejores condiciones de vida para todos. Por eso pensar y leer es peligroso: basta un poco para poner en tela de juicio nuestro egoísmo y mediocridad social, política y económica; nuestra falta de interés en el otro y nuestra indisposición para mejorar la comunidad; nuestra enorme precariedad intelectual y ética.
En tal situación, Eagleton propone una visión amplia de los estudios literarios que, en el contexto inglés, y sobre todo a partir de la obra de Raymond Williams, han derivado en los estudios culturales. En su opinión, la teoría cultural ha ampliado nuestra comprensión de la literatura y de todas las artes al hacernos ver que la obra es producto no sólo del autor sino de muchas otras cosas; al persuadirnos de que “uno de sus productores es el lector, el espectador o el oyente (…) Nos hemos vuelto más sensibles al juego del poder y deseo que hay en los artefactos culturales, a la variedad de formas en que pueden confirmar o refutar la autoridad política. También entendemos que esto es al menos una cuestión tanto de su forma como de su contenido. Ha aflorado una sensación más acusada de cuán estrechamente las obras de la cultura pertenecen a sus épocas y lugares específicos; y cómo esto puede enriquecerlas en lugar de menoscabarlas. (…) Se ha prestado mayor atención a los contextos materiales de estas obras de arte, y a cómo tanta cultura y civilidad han tenido sus raíces en la infelicidad y la explotación. Hemos acabado por reconocer la cultura en el sentido más amplio como un territorio en el que los condenados y los desposeídos pueden explotar significados compartidos y afirmar una identidad común”. Eagleton se cuida de señalar que la comprensión de una obra es al menos una cuestión tanto de su forma como de su contenido porque la forma posee una semántica, una propuesta de sentidos en su propia organización, que a menudo se pierde de vista.
La literatura es uno de los modos más complejos en que puede presentarse un discurso; como tal, y como cualquier obra de arte, la obra literaria es “un nexo vital entre la política y la experiencia personal; da a las necesidades y deseos humanos una forma que se puede debatir públicamente, enseña nuevos modos de subjetividad y combate las representaciones recibidas” (Eagleton, La función de la crítica, 1999). La literatura no sólo ofrece informaciones pragmáticas, descriptivas o analíticas, sino que coloca esas informaciones en la perspectiva de la pasión y los sentimientos, la corporalidad y la vivencia específica del sujeto. La importancia de saber leer —y de leer literatura— radica, pues, en su poder para aumentar nuestra capacidad de comprensión del mundo y de nosotros mismos, para hacernos reflexionar incluso en los linderos más sutiles de nuestro ser y el de los otros, sin que ello signifique nunca estar hablando de la verdad absoluta o de ideas irrefutables.
Descifrar los códigos complejos —con la pasión y exactitud del arte— nos dota para abrir, cerrar y hacer nuevos códigos: la clave de toda estructura. La forma nos pone en contacto con el código fundamental de una obra, y de ninguna manera debe evadirse en pro de acercamientos que sólo generen interpretaciones identificatorias, empáticas o proyectivas, aunque se trate de la más noble de las causas.
Según Eagleton, estamos ante el problema de cómo se constituye la verdad, la objetividad y, nada menos, la virtud. Asumamos, pues, que leer es un tema epistemológico, ético y político cuyo olvido tiene un costo en dinero, pues nos conduce a gastar nuestros recursos en una labor de autosabotaje propia de un escuadrón de dementes: actuar cada día, y a toda prueba, en pista y campo, en foros y cámaras, en la vigilia y en el sueño, contra el objetivo de toda universidad y toda institución, que es —como se ha dicho— trabajar por una vida mejor para todos. Suicidarse es menos patológico.
Aunque ya lo he escrito en otro lado, me voy a permitir la repetición: trabajar por una vida mejor para todos es centrarse en las razones últimas de lo humano y de la convivencia. Lejos de quienes plantean que no hay universales, Eagleton sostiene que debemos subrayar la base primera de nuestra posibilidad de identificarnos con el vecino y el habitante más lejano de nuestro planeta: la corporalidad y sus necesidades (incluido un hábitat favorable), entre las cuales se hallan el conocimiento, el amor y la comprensión. Si se ha sostenido que no hay esencias, que todo es cultural y contingente, nuestro autor propone —en cambio— que no debemos olvidar lo característico de lo humano: haber nacido para nada en especial (lo que implica un largo periodo de adiestramiento infantil para la vida mediado por los afectos) y, por lo tanto, ser aptos para una transformación constante que reconstruye a cada momento el sentido de la vida sólo a partir de nuestra posibilidad de mejorar.
Y no hay posibilidad de mejora sin reflexión. El conocimiento de sí y del mundo —ese ir y venir entre el yo interior y el ámbito externo— es indisoluble del conocimiento y reconocimiento del otro: “La objetividad puede suponer una apertura desinteresada a las necesidades de los demás (…) No es lo contrario del interés personal y las convicciones, sino del egoísmo” (Después de la teoría). Por eso la objetividad es tan difícil. Requiere un esfuerzo moral a toda prueba: “nadie que no esté abierto al diálogo con los demás, que no desee escuchar, argumentar con honestidad y reconocerlo cuando esté equivocado puede hacer progresos reales investigando el mundo”.
Preocuparse por otro significa darle confianza, fincar las condiciones para que la adquiera; y regateársela no habla más que de nuestra propia inseguridad. Preocuparse por otro es trabajar recíprocamente en la construcción de las condiciones para desempeñarnos de lo mejor en lo que más nos gusta. La aparente gratuidad de las artes y las humanidades es uno de sus rasgos más ominosos a la vista de la racionalidad del capital, pero, con todo —y por eso—, esas áreas siguen siendo cultivables, ya que es en ellas donde a menudo surge la pregunta de si no sería necesario transformar la realidad para prosperar, en vista de la aguda conciencia sobre la calidad de vida en un mundo como el actual.
Los límites son creativos, no anuladores del crecimiento humano, e implican siempre la conciencia plena de la otredad, del otro irreductible que nos inventa y se reinventa a sí mismo a partir de nuestra presencia. Lejos de combatirlos, debemos tenerlos en mente y cultivarlos. Ser eficientes implica ser creativos en un mundo de respeto al otro. En caso de error, para eso debemos contar con la ley, la norma, que en una sociedad letrada sólo en última instancia debe requerirse por la fuerza.
Pero he aquí nuestro drama: en una sociedad iletrada la alta calidad relacional, la conciencia de los límites, la creatividad, caen en el sinsentido y desaparecen porque siempre habrá alguien que nos mime, es decir, nos autorice a no comprender al otro y comprendernos, o nos bloquee la posibilidad de crear formas de estar juntos sin anularnos, en suma, de ser mejores.
Yo no propongo un culto a la letra por sí misma; lo que ocurre es que en sociedades complejas y de grandes dimensiones la convivencia depende de formas secundarias de contacto, es decir de una comunicación pese a la ausencia; en eso resulta imposible retroceder: sería mejor que nos volviéramos diestros, apagar la televisión, pensar un poco, leer, saber del otro en sus propias palabras.
No leer es cerrar la puerta al pensamiento. Una sociedad que no piensa está condenada al fracaso. El pacto tácito de no-lectura que nuestra sociedad ha creado con un Estado deficiente es una ruta hacia los más grandes peligros, pero hay un problema anterior: para distribuir la lectura es primordial distribuir el empleo y, por ende, la riqueza. Sólo se lee después de haber comido. ¿Hay que esperar a que lo diga la OCDE?
Un volumen como el que se anuncia para el verano es más que plausible, pero mejor sería si las decisiones que se tomen no acaban reduciéndolo a un instrumento más para aceitar la gestión del gobierno (y fagocitar los recursos que aportan los contactos internacionales).
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