viernes, 20 de marzo de 2009

La faena

Alejandro Badillo
(Fragmento)

Las horas en el bar transcurren monótonas y suaves. Un viejo mira un partido de futbol en la televisión. El detective Lemus fuma con incredulidad. Enfrente tiene un bodegón compuesto por un vaso, una silla vacía y una consumida botella de whisky. Deja el cigarro, mira su punta encorvarse en el cenicero. Entre los cabellos, suspendido a escasos centímetros de los ojos, un rebaño de humo. Aprieta los labios. Mira con decepción sus manos, comprende que ha llegado a un nido de perezosos, un refugio de hombres con dolor de huesos. El verano arde entre los árboles, en las bancas del parque, en las inútiles caravanas de las moscas. Una cumbia que nadie escucha corona la desolación, le saca brillo al polvo. Una mesera zumba entre las mesas, la otra está aletargada, cerca de la barra, como un solitario trazo de acuarela. Lemus suspira: “Yo, el que investigaba los casos más difíciles, ahora con un caso de infidelidad, buscando a una mujer de rizos rojos.” El señor López le ha entregado una fotografía, un fajo de billetes y la consigna de regresar con la evidencia. Desde entonces tiene en la mente los rasgos de la mujer, un matrimonio en descomposición, la posibilidad de alargar la búsqueda para pedir más dinero. La mesera sigue zumbando, ahora sirve caldo de camarón, agua mineral, limones frescos. El bar se impregna de somnolencia: en las paredes se mantiene en equilibrio la blancura, las servilletas huelen a agua estancada. Los clientes, a intervalos, dejan de conversar y se quedan silenciosos, como mosquitos agazapados en el calor, vacas sumergidas en el verano. Lemus observa cómo alzan los vasos al unísono, cómo se dirigen miradas rápidas y nerviosas. Se siente inseguro. Se imagina como una llama votiva, ardiendo en una mesa del fondo, preguntándose, tras los cristales ahumados de sus gafas, a quién sacar información, cómo dar con el rastro de la mujer de rizos rojos. Sin embargo, la atmósfera es apacible: los objetos parecen esfumarse en la luz, los bebedores renuevan con tranquilidad sus tragos. Lemus extrae de la bolsa del saco una foto. Una voz lanza una bravata contra el mundo. Lemus contempla la imagen de la mujer. Trata de imaginar la historia del señor López: desayunos ocupados por larguísimos silencios, noches pasadas a fuego lento; pero Lemus sólo tiene la certeza de una fotografía, la infidelidad como un lento purgatorio. Da un sorbo a su bebida. Espera. Los hielos en su vaso ya no están apretujados: empiezan, lentamente, a desmoronarse. Las luces hacen de la mesa un escenario ajedrezado. Lemus se levanta de la silla y se dirige a la barra. La barra está constelada por decenas de cacahuates, puñitos de sal, el olvidado cadáver de un mosco. Arrima un banco y se sienta. El barman lo recibe agrandando sus ojos. El tiempo le ha descubierto el cráneo aunque las puntas de sus bigotes siguen firmes, apuntando al cielo. En la mano izquierda sostiene un cenicero, en la derecha el trapo con el que lo limpia a conciencia. Lemus aparta un cacahuate, se acomoda el saco, inclina la cabeza. Después de un momento de indecisión, habla muy bajito, como si temiera espantar —con alguna inflexión de voz— un avispero:
—Me dicen que aquí estuvo una mujer de aproximadamente 40 años, de rizos rojos.
El barman deja el cenicero en la barra. El cenicero, libre de oscuridades, refulge como una joya. Después de una breve meditación, contesta:
—Vienen algunas mujeres al bar.
Lemus le extiende la fotografía. Las manos del barman, coloreadas por venas azules y rojas, tocan la imagen, la ponen a contraluz. Los bigotes hienden la penumbra. El barman cierra los ojos. Los hunde en la memoria cenagosa. En la imagen, una mujer sonríe en un día de invierno, bajo un cielo apretujado de nubes. Las nubes, detenidas, dejan escapar manojos de sol. Al fondo, un perro, una sombrilla azul y un parque. En la parte inferior está garabateada una fecha, una dedicatoria escrita con mala letra y que parece una conjura de hormigas, de bichos. El barman le devuelve la fotografía. Lemus mira las botellas alineadas, el ámbar concentrado, dispuesto a aliviar la soledad, el dolor, el hastío. La cumbia termina sólo para dar paso a otra. El barman se encoge de hombros y se queda inmóvil, como una formación rocosa en el desierto. Lemus entiende el gesto y desliza sobre la barra un billete de cien pesos. El barman carraspea, se lleva las manos al cuello de la camisa pero Lemus arquea las cejas indicándole que es su última oferta, que la historia que le cuente debe ser buena. El barman, resignado, le dice:
—La mujer viene al bar todos los días. Llega muy puntual, a las cinco de la tarde. Pide la mesa de la esquina y ahí se dedica a fumar y a remover, con el índice, los hielos en su vaso. Pasa varios minutos mirando a la gente. Después pasea entre las mesas, pide un encendedor, platica con los bebedores. Cuando encuentra al hombre indicado, lo saca a bailar. El baile dura algunos minutos. El afortunado tiene oportunidad de manosear, de susurrarle cosas. Si quiere ir más lejos, la mujer se escabulle. Si insiste, ella emplea la violencia.
A Lemus le parece barata la historia. Sus pensamientos: un embrollo de moscas. Sin embargo percibe alguna dosis de verdad en sus palabras. El barman toma aire, continúa:
—Ayer estuvo en la mesa del rincón, más seria que de costumbre. Mientras preparaba los tragos me la imaginaba convaleciente, a la orilla de un río, mirando el cadáver de un perro. Hubo un momento en que se agitó los cabellos, como si se estuviera sacudiendo polvo de la cabeza. Después de su flirteo habitual, pagó la cuenta y, al pasar por la barra, me dijo: “Tus tragos me ponen enferma.” Después sacó de su bolsa unas gafas oscuras y caminó insegura hacia la salida, tambaleante, como un edificio a punto de derrumbarse, una mujer hecha de insomnio.
—Si lo que me dices es cierto, no falta mucho para que llegue —murmura Lemus después de observar su reloj.
—Creo que elige los hombres al azar. Todavía no he podido identificar qué es lo que la hace decidirse por alguien… —dice el barman mientras arquea las cejas, refuerza la conjetura.
—El estado de ánimo, alguna coincidencia… —aventura Lemus.
—Quizás.
Lemus regresa a su lugar acunando el whisky entre las manos. No cree que venga la mujer, sin embargo voltea de cuando en cuando en dirección a la puerta. El reloj cruza la marca de las cinco de la tarde. Transcurren algunos segundos. Una mujer entra al bar, embadurnada de sol. En sus gestos, huellas de alcohol; en sus pasos, la batalla por no caerse de los tacones. Luce un vestido rojo, ajustado. La tela ha perdido un poco de brillo, algunas porciones de lentejuela. El vestido resalta, de mala manera, los senos diminutos, los hombros cansados; el lento andar, vacuno, que ya comienza a desgastarle el alma, las caderas. Salta al ruedo un comentario obsceno y la mujer sonríe, inclina el cuerpo, como invitando a la faena, sin embargo los bebedores permanecen en sus lugares, como un montón de ciervos indecisos, sin saber si son cazadores o presas. La mujer elige una mesa del centro y se sienta. En el bar las voces se reaniman. La música retoma consistencia y las voces bullen, como agitadas en un caldero. Un viejo celebra, demente, la repetición de un gol en la portería enemiga. Alguien brinda por el fraude electoral de 1988. En la mesa más cercana a la puerta se amontona un coro de rabiosos fumadores, una nube gris les enturbia las siluetas, sólo escapa la levedad de las manos, las voces que parecen serpentinas de humo y que brotan al azar, como esquirlas de luz, resabios de un pequeño infierno. La mesera le lleva un bourbon. La mujer cruza las piernas, clava la mirada en un cuadro, una deslavada reproducción de una playa triste, color sepia, habitada por turistas gordos. Lemus también mira el cuadro, la marejada imprecisa, disipándose por una gruesa capa de polvo. La mujer remueve con el índice los hielos. Da un sorbo lento, casi besa la orilla del vaso. Después, se dedica a prodigar innumerables gestos de orfandad, a remover en la silla el cuerpo desvencijado. Lemus sigue al detalle cada uno de sus movimientos, comprende que la mujer es un campo abandonado, con luz anémica en las mejillas, rodillas salientes y enfermas, la espalda ligeramente encorvada, como si recibiera, en ese instante, el peso de todas sus palabras, del mundo.
No pasa mucho tiempo para que la mujer se anime y lance sonrisas a los bebedores. Sube una parte de su vestido, muestra las piernas temblorosas y descoloridas. Pasea entre las mesas, estrecha los labios, se mueve como si coqueteara en la plaza de alguna ciudad; como si ofreciera, de puerta en puerta, mercadería barata. Se contonea en su apretado vestido mientras busca pretextos para platicar con alguien. Hace preguntas, desecha propuestas, finge interés en los esquivos sueños de los borrachos. Un jovenzuelo afortunado recibe consejos para el amor, un licenciado de lentes apunta el remedio para mitigar la soledad. La mujer sigue lanzando anzuelos mientras el calor arrecia. Los bebedores, a punto de hervir. Sus almas, temblorosas por el deseo. La mujer al fin se decide y toma de la mano a un viejo que, minutos antes, le hablaba a su trago con dulzura. Entre aplausos se dirigen al centro del bar. Las meseras, acostumbradas a estos menesteres, arriman sillas y mesas para improvisar una pequeña pista. Los dos bailan lentamente, casi un arrullo. El viejo se deja conducir como manso corderillo, arrastra las piernas, boquea como un pez que explora aguas bajas. La música invita a un previsible manoseo, a una erección insulsa y silenciosa. El cuadro que languidece, las gotas que perlan un vaso, la mosca que revolotea; son súbitamente iluminados, como objetos instantáneos, componentes de una naturaleza muerta.
Lemus se dirige a la entrada. Escudándose tras los bebedores saca la cámara y enfoca tratando de dar estabilidad a la escena. En la mirilla observa al viejo toquetear las nalgas de la mujer, el principio de lumbre que le llena el rostro. Lemus toma una, dos, tres fotos. La música lleva a los recientes enamorados a un paraje repleto de pastos secos, hecho con burdos pincelazos amarillos. La mujer le compone el cabello canoso, hace un falso cumplido a las arrugas. Recarga la cabeza en su hombro, le murmura palabras descompuestas. Parece contarle de una edad remota, donde los viejos eran pequeños sátiros, patriarcas de una isla retozona, repleta de valles fosforescentes, hogar de mujeres redondas y morenas. La mujer sigue endulzándole el alma con mentiras. El viejo sonríe, continúa el manoseo en las nalgas, las abarca con morosidad, como un ciego palpando una fruta. Al viejo le salen cuernos en la penumbra, en la soledad toca una lúbrica flauta. Lemus toma otra foto: en la imagen una mujer cansada baila con un diablo lascivo, sudoroso, sonriente. “Diávolo Cornuto” le dice la mujer, al oído, adoptando el papel de madre amorosa. El viejo intenta articular una palabra que abarque la felicidad, que le regrese los días blancos de su infancia. La canción termina. La mujer aprovecha la pausa para finalizar el encuentro, pero el viejo trata de retenerla, de apresarla entre sus brazos. La mujer le da un puntapié, le pisa con delicadeza los callos, le dirige una sonora mentada de madre. El viejo se queda a mitad del bar, eleva las manos al cielo; mira, desconsolado, cómo se evaporan las aguas de su isla afortunada. La mujer voltea, sorprende a Lemus tomándole una fotografía. Lemus trata de disimular y va a su mesa. La mujer se acerca con su trago en la mano y le pregunta:
—¿Puedo?
Lemus accede con un movimiento de cabeza. Se siente descubierto. Tiene hormigueos en los labios. La mujer se sienta frente a él, deja su bourbon sobre una servilleta. Lemus percibe en las sienes sangre agolpada; un latido.
—Usted no es el primero que me busca y me saca fotos. ¿Sabe?

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