Boris Pahor
Traducción de Juan Leyva
Ocurrió hace dos años, pero no tiene importancia, porque es como si hubiera sido ayer.[1] En todo caso, en esos días estaba la muestra “Rafael en Florencia”, en el Palacio Pitti, y le propuse a Živka que fuéramos. No es que soñara encontrar un Rafael desconocido, al contrario: en lo que toca a pintores hubiera preferido, por ejemplo, visitar una exposición de Chagall. Ahora, si se piensa en lo que ofrece la pintura contemporánea, Rafael es ciertamente adecuado para levantarnos el ánimo. Y, así, decidimos que tomaríamos el rápido para quedarnos una noche en Florencia y al día siguiente estar de vuelta en casa.
La mañana del viaje nos fuimos a la estación sin prisa: para el rápido se necesita reservación, o sea que los lugares nos esperaban. Nótese: los lugares.
Cuando subimos al vagón el asiento contiguo al de Živka estaba libre, y así fue durante todo el viaje; en cambio, junto a mí estaba sentado un señor alto y elegante, el cual, cuando Živka se sentó frente a mí, le sonrió. Y era natural, porque Živka incluso ahora, aunque ya no es una jovencita, se parece muchísimo a Ingrid Bergman.
¡El poder de la belleza! Indiscutible. Pero hasta ella —quiero decir, la belleza— a veces debe ceder el paso a exigencias más apremiantes.
De hecho, mientras explicaba a Živka que sólo había tomado la guía del Touring Club Italiano para refrescarme la memoria en caso de que pudieramos ver algo más aparte de la muestra de Rafael, el señor de mi izquierda empezó extrañamente a agitarse, dominado por una insólita impaciencia. Y debo confesarlo desde ahora: tuve de inmediato la sensación puntual de aquello que le ocurría pero, al mismo tiempo, me dije que no debía emitir un juicio apresurado.
Sin embargo, poco después el señor no pudo resistir más: se alzó de pronto y salió del compartimento. Pero como justo entonces el tren se había movido, pensé que la impaciencia de nuestro vecino podía muy bien deberse a causas fisiológicas. Era posible, pero dudaba que así fuera, e incluso se lo dije a Živka: “Si no me equivoco, es nuestra lengua eslovena lo que ha hecho marearse a este señor.”
“¡Pero si no has hablado más que de Rafael!”
“Sí, pero Rafael es por completo inocente.”
“Así lo espero”, concluyó.
Y retomé la guía del Touring, pero fue inútil: no lograba concentrarme. Pese a mi voluntad, el pensamiento fluía a lo largo de siglos, de todos esos siglos que han transcurrido desde que nosotros, los eslovenos, nos instalamos a la orilla del mar. Y volví a ver las firmas de nuestros antepasados triestinos sobre el documento de sumisión al duque Dandolo, en 1202; volví a ver los edificios que ellos poseían en la calle Cavana, en la Riborgo, entonces “la calle grande”. Tuve de nuevo ante mí a Primož Trubar, alumno —en el siglo XVI— del obispo Bonomo, quien le comentaVirgilio y Erasmo en italiano, alemán y esloveno. Ah sí, nuestro querido Trubar, que después, en Tubinga, publicará el primer libro esloveno. Pero fue en verdad perspicaz —pensé— el obispo Bonomo al prever, ya entonces, que Trieste se convertiría en verum emporium Carsiae, Carniolae, Stiriae et Austriae.
Y de pronto Živka me dijo: “Está ahí.”
“¿Quién?”, le pregunté.
Živka sonrió. Yo mismo lo había olvidado: andaba a cuatro siglos de distancia.
“Está ahí, cerca de la puerta”, respondió Živka, “y nos observa”. Y se veía un tanto divertida. Ella es así, heredó el carácter de su padre, toma siempre el lado bufo de las cosas. Además, ni siquiera yo andaba de mal humor; puede que algo inclinado a discutir, sí, pero qué le he de hacer, no es otro mi carácter. Y hubiera querido girar la cabeza para mirar de frente al extraño sujeto, pero las reglas de monseñor Della Casa me lo prohibían.
“Continúa allí”, dijo todavía Živka. “Te tiene puestos los ojos.”
En efecto, me parecía sentir su mirada en la nuca, y no puede decirse que tal cosa me gustara; al mismo tiempo, sin embargo, sentía una sincera compasión por aquel individuo que seguía a mis espaldas y de pie, y parecía estarse transformando en un fantasma. Aun así habría querido llamarlo, decirle que volviera a su asiento, porque de esa manera habría podido hablarle de los escritores eslovenos de Trieste, de Svetokriški, de la correspondencia eslovena de la baronesa Maria Isabella di Levstik, y de Cegnar y Marica Nadlišek en el xix, de la pléyade de literatos en el XX, de nosotros, en fin, que estamos aquí, muy visibles y tangibles.
“Se fue”, constató Živka, y se volvió a leer el Corriere della Sera, que había comprado en la estación antes de salir. Y así quedaba ya olvidado el viajero fantasma. De hecho, Živka lee el periódico con especial atención, y hasta en eso se notan las huellas que le ha dejado su tradición austriaca; mientras que, en mi caso, las dos culturas latinas —italiana y francesa— son las que me marcan.
Sin duda, estaba contento de que el desconocido se hubiera ido, aunque no dejara de sentirlo presente. Pero, mientras —habiéndome acordado de que la guía mencionaba Santa Croce—, de un salto me volví a ver entre los estudiantes que hacía tiempo había acompañado a Florencia. Eran alumnos del Instituto Magisterial de Lengua Eslovena, estudiantes del último año (a las puertas del examen de bachillerato, en el caso de los más jóvenes). Cierto, en Florencia me atendían mejor que en clase, desde el punto en que les mostraba sobre el sitio mismo aquello de que se había hablado en las lecciones. Y además, esas muchachas en blue jeans estaban siempre dispuestas a cantar, a la rivera del Arno o, más tarde, bajo la torre de Pisa, e incluso durante el largo trayecto de regreso a Trieste.
Bueno, la vuelta no fue precisamente eufórica, porque en nuestra ausencia habían puesto un explosivo sobre una ventana del instituto. Y sólo por casualidad el conserje lo había descubierto a tiempo. Ya, pero estamos acostumbrados a regalos semejantes, si bien, por fortuna, a últimas fechas no ocurre tan seguido. Sí, pensaba justo en nuestros estudiantes, que podían familiarizarse con los escritores eslovenos lo mismo que con los italianos. Leían conmigo la Divina comedia en el original, pero podían acercarse a Alighieri incluso en la traducción eslovena. Ahora, no tenemos una nueva —completa— mejor que la de Gradnik, que era, sí, un gran poeta, pero traducía mejor a Leopardi. Cosa magnífica, decía, pero si los estudiantes italianos de nuestra ciudad pudieran conocer a Prešeren, Gradnik y Kosovel, entonces nuestra vida sería un verdadero paraíso. Sí, Kosovel, por ejemplo: ya que Seghers lo ha publicado en la colección de los “Poètes d’ajourd’hui”, ¿por qué no podría cruzar el umbral de los liceos italianos?
Y como reclamado por mis pensamientos, el señor de mirada colérica reapareció y se sentó, pero ahora junto a la ventanilla, donde había lugares individuales. Estaba ahí, a un metro y medio de distancia, e insistía en una mirada llena de reprobación, aunque como velada de sufrimiento.
Entonces me pregunté qué cosa debiera hacer. ¿Dirigirle la palabra? Sí, pero ¿cómo empezar? ¿Con una pregunta? ¿Con un comentario? La sombra en sus pupilas habría debido convencerme, porque me daba muy bien cuenta de qué era lo que yo necesitaba decirle. Mire —habría dicho—, todo se inició en 1848, cuando los pueblos comenzaron a tomar conciencia de su identidad. Incluso nosotros dejamos de considerarnos una plebe sin historia, un pueblo de puros campesinos, estibadores, criadas y nodrizas. Y fue entonces —en el momento en que empezó a surgir la burguesía triestina eslovena— cuando también dio inicio la lucha de ustedes en contra nuestra; su odio, ah sí, su odio. Se resistían a admitir que estábamos tomando conciencia de nosotros mismos, porque hemos estado siempre aquí, buen Dios, “nos hacíamos notar”, como dijo Slataper. Pero dado que ustedes eran tercos y no querían concedernos una escuela eslovena en Trieste, nos construimos una por cuenta nuestra, privada. Y un edificio para las manifestaciones culturales, uno grande y bello, diseñado por Fabiani. Y así nos impusimos económica y socialmente. Y no otra cosa. Pero luego llegó 1918 y entonces todo cambió. Cuando nos hicimos ciudadanos de Italia, las cosas se pusieron mal para nosotros; con la dictadura negra todo se vino abajo, pues. Ya en 1920, de hecho, fue incendiado el palacio de Fabiani, luego siguieron las casas de la cultura en los suburbios. Después nos cambiaron los nombres y apellidos. Y así —porque nos rebelamos— terminamos tras las rejas y frente a los pelotones de ejecución. Durante la Segunda Guerra Mundial el desastre se amplió incluso a Eslovenia: pueblos incendiados, campos de concentración, aquél de Rab-Arbe en primer término. Pero basta, pongamos punto aquí, porque luego fue su regreso, aquella calamidad inaudita; esa hecatombe que nos duele y que reprobamos, y que sentimos tanto más viva porque incluso nosotros los eslovenos fuimos fuertemente afectados por aquellos excesos revolucionarios. No, en lo que ocurrió en mayo de 1945 la población eslovena no tuvo nada que ver. Lo mismo puede decirse del éxodo de ustedes de Istria. A eso somos completamente ajenos, pero resulta fácil comprenderlos porque después de 1918 muchísimos de los nuestros tuvieron que marcharse. Eso: la historia nos ha puesto a todos a prueba, a ustedes, la comunidad mayoritaria, y a nosotros, la minoritaria; nuestra tarea, ahora, es actuar de modo que podamos reunirnos en una sabia convivencia. Levi-Strauss afirma que no existen pueblos-niños, por tanto podríamos, aquí entre nosotros, vivir de igual a igual.[2]
Pero en aquel momento el viajero inquieto se fue de prisa, no sin lanzarme antes una mirada llena de censura. Una mirada injusta, sin duda, porque las dos o tres veces que me había vuelto hacia donde se encontraba en mi expresión había una clara disposión al diálogo.
He aquí por qué decidí no interesarme más en él. Era ya medio día y tomamos un ligero almuerzo; y eso, cuando viajo con Živka, sale siempre a la perfección, porque sabe preparar las cosas con arte. Y además los restaurantes no me entusiasman, y mucho menos en el tren. No sé, una reminiscencia de los campos nazis quizá. Pero dejemos eso. Luego intercambiamos nuestras lecturas: Živka tomó la guía del Touring y yo el Corriere della Sera. Ah sí, la tercera página: debe ser de mi gusto, si no el periódico pierde todo su valor. Bien. Pero no recuerdo qué cosa había ese día en la tercera página del Corriere, solamente sé que apenas me había inmerso en la lectura cuando Živka, alzando la vista de la guía, murmuró: “Ha vuelto.”
Yo sonreí y moví ligeramente los hombros.
“Está ahí, cerca de la puerta, y nos mira.”
“Si él está a gusto…”, dije, y regresé a leer.
Ya habíamos pasado Bolonia, y yo sentía cierta comodidad al pensar que pronto estaríamos libres de aquella presencia insólita. Porque seguía ahí, mi nuca me lo confirmaba, sólo que para mí la cuestión se había terminado. En verdad lo estaba ya al momento de salir de Trieste, y no obstante le había dedicado no poco de mi tiempo. Ahora basta, me dije. Pero sé bien en qué cosa pensaba durante el trayecto de Bolonia a Florencia. Tarde o temprano llegaremos a crear la Europa de las Regiones con que soñaba Denise de Rougemont, una Europa en la cual mis amigos occitanos, bretones, alsacianos y todos los otros, todos los que se esfuerzan en salvar sus lenguas amenazadas, verán reconocida su identidad.[3] Y por tanto nosotros —nuestras dos poblaciones, que viven en simbiosis desde hace una docena de siglos— estamos llamados hoy a preparar la Europa del mañana. Todo el resto es falso, todo el resto es patológico: tanto los eslovenos que reniegan de sí mismos en ocasión de los censos de población, como —del otro lado— aquellos que cierran los ojos para no vernos. Bien, cuando Živka y yo bajamos del tren en Florencia, el extraño señor estaba de pie cerca de la salida. Intenté leer en sus rasgos la disposición de su ánimo pero no lo logré. Se mantenía el rencor en sus ojos, cierto, pero al mismo tiempo estaba como sorprendido de que, no obstante, fuéramos a ver a Rafael. Y, lo confieso sinceramente, sentía mucho que estuviera tan desconcertado a causa nuestra; pero en verdad no podíamos hacer nada.
¿Y luego?
Luego todo fue maravilloso, como siempre en Florencia, y más en primavera. Y estaba Rafael. Sus madonas. La belleza en estado puro. Sí, pero en Florencia la belleza se halla por todas partes, y cada vez que voy yo trato de atrapar la mayor posible y detenerme un instante sobre el Ponte Vecchio.
Incluso en aquella ocasión fue así.
Sólo que cuando me detuve cerca del antepecho y descubrí a mi diestra los muros amarillentos de la vieja casa que se apoya sobre los arcos a ras del agua, volví a ver a las estudiantes en blue jeans que habían cantado en honor del Arno. Y al ver de nuevo a aquellas alumnas del Instituto Magisterial Esloveno me recordé a mí mismo en clase mientras estaba explicándoles las cinco razones que —según Dante— nos empujan a renegar de nuestra lengua y preferir otra. Era necesario que los estudiantes supieran comentar aquellas páginas del Convivio, en eso yo no transigía en absoluto, no había opciones. Y sobre todo subrayaba el rigor con que Dante marca a fuego la bellaquería, que es, según él, la más infame de las razones que impulsan a traicionar la lengua materna; la cual, dice, s’è vile in alcuna cosa, non è se non in quanto elli suona ne la bocca meretrice di questi adulteri.
“Si es vil en algo, no es sino cuando suena en la boca meretriz de estos adúlteros”, dije en voz alta.
Živka me miró sorprendida; conocía bien aquel pasaje del Convivio, pero no estaba habituada a oírme declamar.
“Necesitaba citarle esta sentencia de Dante”, dije entonces, pero volviéndome no tanto a Živka como al Arno —que corría bajo mis ojos.
“¿Citársela a quién?”, preguntó ella.
“¡Pues a aquella especie de fantasma del rápido!”
“¡No!”, dijo Živka “¿Pero todavía sigues pensando en él?”
Y se apartó del antepecho porque estaba impaciente por ir a ver “El Oro de los Etruscos”. Y yo la seguí. Con trabajos si podíamos ir juntos debido a lo apretado del desfile de turistas, pero cuando logró safarse de la multitud que la empujaba y golpeaba, fue la propia Živka quien dijo: “¡La cosa más absurda de todo este asunto es que si contáramos la historia de ese señor que, a causa de nuestra plática en esloveno, abandonó su lugar desde Trieste a Florencia, nos dirían que la hemos inventado de punta a punta!”
Y así —como se puede ver— volvió a hacerse verdad que con frecuencia la realidad es mucho más increíble que la ficción.
[1] Este cuento, como toda ficción de Pahor (Trieste, 1913), fue escrito en esloveno, pero el autor lo reescribió en italiano para la edición en esta lengua de su libro Kres v pristanu (Il rogo nel porto [Incendio en el puerto], 2001, 2008), cuyas ediciones originales datan de 1959 y 1972. Sólo uno más de los trece relatos del volumen fue reescrito por el autor en la lengua de Dante: “Fiori per un lebbroso”, y no es casual que se refiera también a los problemas de represión contra la minoría eslovena de Trieste a cargo de grupos civiles italianos y del propio Estado, en especial el fascista. Como hace ver la película de Spike Lee, Miracolo in Santa Anna (2008) —aún no estrenada en México—, y los acontecimientos mismos de la Italia de hoy, la discriminación y el ataque a minorías en la península esperan una profunda reflexión que los italianos no han acabado de afrontar, si bien ya muchos han emprendido el esfuerzo (las traducciones de Pahor a partir de 1999 son una prueba). La discriminación étnica, claro, es un problema mundial, y éste es sólo un caso que el autor triestino quiso llevar de nuevo a las prensas, ahora en italiano, la lengua que sólo acabó de aprender en su juventud —luego de vencer resistencias, ya que de niño había sido obligado a adoptarla— y de la que ha sido profesor en Trieste desde 1953, una vez graduado en letras por la Universidad de Padua (1947) y superado el peregrinaje por la clandestinidad, los campos de concentración y los hospitales. Junto con Claudio Magris, Pahor es uno de los escritores más reconocidos de Trieste, aun fuera de Italia (su obra apareció con frecuencia, no sin polémica, en la ex Yugoslavia, y se sigue leyendo en Eslovenia; desde hace muchos años se publica en Francia). (N. del T.)
[2] En un capítulo de El infinito viajar, Magris ha contado algo de la otra cara de la moneda: el éxodo de Istria y las vicisitudes de los italianos en la zona croata de la ex Yugoslavia, pero —subraya en su prólogo a Necropoli, el más reciente libro de Pahor traducido al italiano (2005 y 2008)— la diversidad y sus problemas en la zona del Golfo de Trieste deben verse sin nacionalismos de cuño fundamentalista, y toda particularidad, como un valor a defender, mas no como un valor supremo. (N. del T.)
[3] Pahor es presidente de la Asociación Internacional para la Defensa de las Lenguas y las Culturas Minoritarias, a la que pertenece desde 1966. (N. del T.)
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