miércoles, 15 de diciembre de 2010

El centenario de la revolución


Gabriel Wolfson

Eduardo Lizalde, Siglo de un día, Jus, México, 2010, 492 p.
 
a la memoria de

Óscar Sánchez Daza

El libro tiene hasta arriba un cintillo trico­lor con la fecha 2010. ¿Qué dice ese cintillo? Dice una fecha pero no está diciendo una fecha, que en este caso sería la fecha de edición: ya está la fecha de edición en la hoja legal, como se hace siempre con los li­bros. Tampoco dice “México” (o “Italia”, dado que el cintillo no trae aguilita). Dice “bicentenario”, o en este caso “centenario y bicentenario”, dado que la silueta de Vi­lla acapara la portada y que la novela narra episodios ocurridos durante la revolución. Pero en realidad tampoco dice eso. ¿Qué dice el cintillo? Si se toma en cuenta que, además, la portada parece de viejo libro de texto, o de carátula de un VHS de Sen­da de gloria, el cintillo dice algo así: “esta novela, escrita hace más de cuarenta años y publicada por vez primera en 1993, ha sido reeditada para sumarnos a los festejos del bicentenario”. Pero como en estos ar­duos meses nadie mostró saber muy bien cómo festejar bicentenarios y como, has­ta donde uno sabe, la labor de las editoria­les no es festejar, lo que el cintillo franca y estrepitosamente está diciendo es: “este objeto que tiene usted en sus manos se suma al gran stock de productos que, mer­ced a la transacción pecuniaria o espiritual, pueden hacerlo sentir que se pone al día con el tema del bicentenario, que se informa del bicentenario, que celebra el bi­centenario, que celebra críticamente el bicentenario o incluso que, celebrándolo, no lo celebra. Puede adquirirlo en tiendas de prestigio”.
Porque además del cintillo y de la silue­ta de Villa en la portada —al frente un aga­ve, al fondo Zacatecas—, el libro presenta numerosas pruebas de que fue compues­to no pensando en entregar al mercado un libro sino un producto cualquiera, poco específico. Digamos: un producto de 23 por 13.5 por 3 centímetros, de ángulos rec­tos y peso considerable, de colores llama­tivos en su envoltura, para que quien lo compre sienta que invirtió sus doscientos pesos en algo claramente palpable y atesorable en una repisa o en una rústica me­sa de centro. Cada vez hay más indicios de que el trabajo de edición, por su carác­ter más o menos fantasmal, está haciendo creer a mucha gente que no es necesario o que de plano no existe: existe, claro, el fatigoso trabajo de quien escribe muchas cuartillas, el trabajo de quien monta una oficina donde alguien lee esas cuartillas y decide publicarlas, el trabajo de quien va­cía esas cuartillas en un programa de di­seño, y luego el trabajo del que imprime esas cuartillas bajo la forma de un poliedro de 23 por 13.5 por 3. ¿Hace falta más? No, desde luego, si lo que se está manufactu­rando es ese poliedro y no un tipo especial de poliedro llamado libro. Así con Siglo de un día, lleno de defectos tipográficos —renglones muy abiertos, ríos, es­pacios dobles o ausentes entre palabras, viudas y huérfanas y hermanas de la caridad, sangrías y guiones de diálogo ausen­tes— y ahogado en el mar de las erratas —varias veces llegué a contar cuatro en una misma página, desde un “Marín Luis Guzmán” o un inofensivo revólver no em­puñado sino empeñado, hasta frases que arrancaban como interrogaciones y concluían como exclamaciones: a esas alturas, exclamaciones del hartazgo del lector. En otros números de Crítica he señalado el mismo descuido para libros de Frank Love­land, Andreas Kurz o uno publicado nada menos que por el Fondo de Cultura: ¿de­masiada neurosis ya, demasiada intole­rancia? No lo creo: demasiado ahorro en las editoriales a la hora de no contratar edi­tores y correctores, o bien demasiado des­precio o despiste, que las haga pensar que eso, ser editor, consiste únicamente en con­seguir manuscritos, hacer contactos, acom­pañar a “sus autores” en sus giras y hablar en mesas de editores independientes o se­miindependientes o en vías de independen­cia. El eslogan radiofónico de la librería de la uap dice orgulloso: “Mucho más que li­bros”. Pues no: lo que uno quiere de una librería son libros, no otra cosa ni mucho menos más de esa posible cosa. Y así co­mo las librerías, que cada vez más son tiendas de regalos, parques temáticos o guarderías, muchas editoriales —así lo in­dica su asombroso desinterés en los textos impresos— parecen publicar libros para jus­tificar gastos o tarjetas de presentación con la palabra “editor”, para conmemorar opor­tunos bicentenarios o para poder sumar­se a los cocteles culturales: libros para ser comprados, repartidos, presentados, co­lec­cionados o triturados. Pero no para ser leídos.
Y por haber leído un par de perfiles o entrevistas de Lizalde es que llegué a su novela (y porque finalmente podía conse­guirse). Uno, discreto, hablaba del “sabor provinciano y la poesía de ese fresco his­tórico-familiar que es la novela”; otro, exal­tadísimo y entusiasmante, sentenciaba: “Ha escrito una novela desatendida por la crí­tica, tal vez porque retrata a los revolucio­narios y a los revolucionados que la habitan como seres terribles, oscuros, desencanta­dos: es la última y más negativa obra de la narrativa de la Revolución Mexicana.” Fren­te al renombre de sus poemarios y el co­nocimiento mayor de la Autobiografía de un fracaso, prosa incluida en la recopila­ción poética del Fondo, la novela de Li­zalde aparecía como esa obra secreta o maldita de la que tantos estamos a la ca­za, publicada por Vuelta en 1993 y luego secuestrada de los anaqueles. Y si ade­más, como se prometía, constituía el cierre del ciclo narrativo de la revolución por obra de la negatividad, el libro se presentaba como el amuleto perfecto para sobrevivir al oxímoron de la fiesta oficial y obligatoria de este año. Muchas, grandes expectativas, animadas antes que nada por el recuerdo de sus poemas: ¿una novela con el desca­ro y la mala leche de El tigre en la casa, una novela sobre la revolución con la iro­nía helada de Al margen de un tratado?
Aunque llena de personajes, como co­rresponde a su extensión, el protagonista indiscutible de Siglo de un día es Clau­dio, cuyas aventuras recorren la novela de principio a fin. A Claudio lo acompañan casi siempre su primo Juan Ignacio y el profesor Quiroz, y poco a poco se van sumando otros personajes, como el Profe­ta Aurelio, el tío Palemón y don Prócoro, grupito que va de Zacatecas a la Ciudad de México una y otra vez, y de una cantina a otra. En torno a ellos orbitan otros grupos: el de la familia (la tía Luisa, la prima María Auxilio, el perro Tritón y un montón de parientes), el de la revolución (el coronel Sánchez, Félix Canales, el capi­tán Cifuentes, desde luego que el propio Pancho Villa), el que podríamos llamar el de las profesiones liberales (el notario Mota, la prostituta Silvia, don Lauro el político, el médico director del leprosario), ade­más de algunos curas, varios criados y cantine­ros, y claro, la guapa, joven, pálida, me­lancólica y misteriosa Georgina Amparo. Los escenarios, como sugerí, son principalmente dos, Zacatecas y el centro de la Ciudad de México, pero hay capítulos que ocurren en las afueras de la capital, en Je­rez y en Aguascalientes durante la mera fe­ria de san Marcos, aunque en realidad los escenarios son casi siempre mesas de can­tina o de interiores burgueses. La novela co­rre, si no me equivoco, de 1914 a 1919, aunque las evocaciones frecuentes de va­rios personajes aterrizan muchas veces a la mitad del siglo XIX o en jornadas tan su­brayables como el 9 de febrero de 1913. El asunto principal del libro, podríamos decir, es la educación sentimental del jo­ven Claudio, asunto apuntalado por varias tramas paralelas: su enamoramiento, cor­tejo, decepción, reencuentro y despedida de Georgina Amparo; su participación en la revolución, que comienza falsa y a con­veniencia y concluye real y convencida; su devenir adulto, edificado con la adquisición de cierta seriedad, con su cono­cimien­to de la muerte y, sobre todo, con la forja de su futuro económico a través de resca­tar un viejo tesoro familiar que dará para poner un negocio propio. Y junto a este núcleo argumental, numerosas subtramas: la novela sobre el gigante Herculano que el profesor Quiroz va escribiendo; el res­cate del Profeta, anarquista y atrabiliario, de la cárcel de Belén; el reemplazo del perro Tritón; el pulimento del cono­ci­mien­to operístico del primo Juan Ignacio; el ineluctable destino del coronel Sánchez; las continuas rectificaciones, en las sobre­mesas de las tías, de la historia familiar; el ascenso y caída del villismo; el pleito con el notario; el duelo de Claudio con Canales; las peripecias de los viajes en tren; la muerte de Silvia; y en especial, los con­tinuos relatos y versiones que muchos per­sonajes ensayan muchas veces sobre la toma de Zacatecas. Enmarcadas por las líneas argumentales aparecen también múl­tiples anécdotas, pequeñas historias que se cuentan casi siempre para que Claudio las conozca. Hay en el libro, además, capítu­los que podríamos llamar temáticos, centrados en la exposición de algún asunto concreto, desde los cantantes de ópera an­teriores a las grabaciones hasta las formas de vida de los leprosos, pasando por la mejor manera de hacer chocolate.
Y otro asunto, para terminar de des­cribir los principales elementos que componen Siglo de un día: dos grandes tipos de discurso ocupan la mayoría de sus pá­ginas. Por una parte, párrafos del narra­dor, párrafos que en sus mejores momentos se encadenan y se extienden, y que son normalmente descriptivos: bajo una mirada apocalíptica y desencantada, pintan a bro­chazos gruesos y oscuros escenarios de des­trucción y de fatalidad, situaciones de inestabilidad y podredumbre, ánimos tur­bios, derrotados o nihilistas. Por otra, como discurso predominante, interminables diá­logos donde los personajes no sólo dan rienda suelta a su manía evocativa o a su manía rectificadora de la historia, sino que, en verdad, narran sus acciones: más que verlos angustiándose o cargando unas ma­letas, por ejemplo, los oímos decir que se angustian o que se disponen a subir las maletas al tren.
Con los elementos enlistados hasta aquí bastará, según algunos, para suponer una gran novela; según otros, no podría con ellos llegarse a nada bueno. Yo en principio me contaría entre los últimos, receloso de un relato tan esquemático donde cada aspec­to de la vida —o de la vida según la mirada novelística tradicional—, esto es: la fami­lia, el amor, el dinero, la guerra, la na­ción, aparecen convocados puntualmente para convergir en el imparable ascenso del hé­roe. Es claro, sin embargo, que una pura trama no es nada, que aun una trama tan plana como la que a estas alturas contara el edificante aprendizaje de un joven sim­pático, valeroso y un poquito cínico pero de noble corazón podría resultar en una gran novela si la acompañaran, o más bien deformaran, un cierto lenguaje entablillado o proliferante, una perspectiva irónica o hiriente, una obsesión depuradora o en­ciclopédica: algo, en suma, que no se con­formara con secundar mansamente esa anécdota cómoda y que, así, perturbara un poco el sencillo afán de gustar al lector.
Yo esperaba eso de este libro, de una trama y unos personajes así pero en ma­nos de Lizalde. Allá cada quien con sus expectativas, se dirá, allá quien aún de­posite su ilógica confianza en Los Poetas, quien piense que incluso el material más tor­pe o más convencional —o sin el incluso: justo ese material— en manos de Los Poe­tas puede al fin decirnos otra cosa o de­cirse de otra forma. Quizás el problema es que sigamos enganchados a aquella vieja jerarquía según la cual lo más difícil de escribir es la poesía, luego el cuento y por último la novela, jerarquía que pareciera confirmar esta época nuestra, donde histo­riadores, dj’s, presentadores de televi­sión o poetas no se animan con la poesía y en cambio, cómo de que no, entregan a pren­sas sus novelas. Entiendo que desde el ámbito de la poesía ya pueda también re­sultar insoportable tal jerarquía de géne­ros entre otras razones por haber llegado a provocar una especie de sobrecualifica­ción: algo así como un conocimiento poé­tico o un refinamiento poético extremos como requisito de entrada a la casa de la enunciación poética que bloqueara la po­sibilidad de voces no poéticas —o ni si­quiera voces: zumbidos, gesticulaciones— haciendo poesía. Y en todo caso, entiendo también que Lizalde nunca habrá pedido, me imagino, que lo categorizáramos como poeta, sólo como poeta, aun si como un gran poeta, y menos si ello le impidiera es­cribir una novela o un guión radiofónico o dedicarse, para el caso, a las matemáticas.
Así que se podría argüir: ¿y qué si Li­zalde hubiera querido descansar con su no­vela del arduo trabajo lingüístico de su poesía, qué si hubiera soñado con un fo­lletón romántico y de aventuras para pala­dares más sencillos y más generosos? Bien, estaría en todo su derecho, pero como tam­bién lo estoy yo de decir que su novela me resultó asombrosa, inesperadamente discordante con mis expectativas, a veces hasta límites imposibles. Tanto que, pa­sadas cien páginas, llegué a sospechar que estaba leyendo el libro equivocado, que és­te era otro Eduardo Lizalde, y luego lle­gué a preguntar a un amigo poeta si sabía algo de esta novela: algo, lo que fuera, que me explicara las cosas. Mi amigo no sabía nada pero prometió investigar; días des­pués, mientras yo luchaba con la página 248, me informó que entre los poetas con quienes indagó nadie sabía nada, nadie la había leído, nadie había escuchado nada de la novela. La sorpresa, como dije, tuvo mucho que ver con las altas expectativas con las que arranqué su lectura. Aquí, sin embargo, convendría apuntar lo siguien­te: las expectativas no sólo se cocinaron en mi cabeza, culpa y dilema sólo míos, sino que el propio libro las generó, para su mala fortuna en mi opinión. Me refiero a que en los párrafos largos no dialogados a que alu­dí más arriba aparece, con claridad, la voz de Lizalde, o al menos una de sus voces más reconocibles. Ahí uno llega a leer una prosa poderosa, expresiva, de impulso só­lido y tonos tremendistas, no complaciente en general consigo misma —menos con los lectores—, y a menudo contaminada posi­tivamente por los ritmos verbales que habi­tarán las cabezas de los poetas. Un ejemplo que aparece pronto en el libro: “Gritos que rompían las rocas, perros ladrando contra las liebres medrosas del Crestón, un nudo vivo ahora, de cuerpos minuciosamen­te em­peñados en tejerse una muerte homo­génea donde las casacas, el petate y el calzón de manta y el kepí, los botones, los cueros, las cimeras, los testículos, se unie­ran. Y Valentín Argumedo, como era hombre, aunque anduviera al lado del usurpador, a todos se dirigió: ora sí ni me pregunten, ya perdimos con Barrón, vámonos pa Gua­dalupe, si nos dejaron lugar.”
Hay ejemplos mejores que éste, sin du­da. El problema, por una parte, es que es­tos momentos escasean; por otra, que por el enorme contraste que fundan con res­pec­to al resto del libro, también por su ne­gativa a imbricarse con los candorosos diálogos —esto es, con la vida— de Clau­dio y sus amigos, terminan dando la im­pre­sión de constituir un mero telón de fondo, una obligada escenografía para que no se diga que la novela no es de la revolución. Los párrafos lizaldianos, digamos, hablan de destrucción, miseria, pestilencia: al final, efectos retóricos que adornan unas historias siempre gratas, simpáticas, casi se diría in­tocadas por el remolino revolucionario pe­se a, supuestamente, estar inmersas en él.
Historias simpáticas y pálidamente agra­dables: anécdotas ejemplares, paradigmá­ticas de un cierto saber o de un cierto momento de la historia o la sensibilidad —¿mexicanas?—. Sí, mexicanas, siempre que el adjetivo se tome como el menos problemático posible. Al final uno se que­da con la impresión de que leyó vidas in­verosímiles: cada pequeña peripecia, aun la más doméstica, se revelaba única y mo­délica; cada personaje había estado, inva­riablemente, en el momento justo y en el lugar indicado para presenciar el aconte­cimiento relevante. Pero además, anécdotas por fuerza chistosas, infaltable la picar­día o el choteo, tan mexicanos, aun ante la muerte. En algún momento, el tío Pale­món le comenta a Juan Ignacio: “¡De modo que, si en vez de matarlos a latigazos y balazos, José Pablo le hubiera dado al cochero la oportunidad de echar mano de sus terron­citos, nada hubiera ocurrido! Así son a ve­ces de cómicas las grandes tragedias, ¿no te parece?” A lo que Juan Ignacio res­pon­de, según nos informa el narrador, “muer­to de la risa”: como ya apunté antes, uno no ve a Juan Ignacio riéndose sino que ape­nas es notificado de que extrañamente lo hace; junto a ello, tengo la sospecha de que los personajes son los únicos que se ríen, mientras que el lector se descon­cier­ta con tantas risas grabadas, con tantas reacciones conciliatorias, sin disonancias. Y es que todos están sonrientes siempre; hay cada tanto párrafos oscuros, que emer­gen del lenguaje descarnado y cantinero de Lizalde, pero encima de ese fondo se instalan las respuestas risueñas de todos frente a todo: los personajes se toman de buenas las desgracias, tienen un dicho o un chiste a mano, se insultan o coscorro­nean pero cariñosamente. En algún lapso de mi lectura, como dije, busqué pistas que confirmaran o rectificaran mi incrédula reacción, y di con una vieja reseña de Fa­bienne Bradu, publicada en Vuelta recién salido el libro. Bradu hablaba de un áni­mo paródico, escenográfico, y de Siglo de un día como de una especie de picaresca que, según percibía, “todo lo encubre con un desenfado algo artificioso”. Más allá de que en la reseña de Bradu hallé una no­table reflexión y un gran ejercicio de suti­leza —malabares verbales para resaltar lo resaltable y pasar de puntitas por el resto—, querría apuntar que la vena paródica de la novela tanto se hermana con su espí­ritu operístico que, me parece, termina siendo una parodia del parodiar: una pa­rodia de cartón, de recortes amarillentos, de telas mohosas, pero sin darse cabal cuen­ta de ello y, por ende, sin explotar las posibilidades de lo falso, lo ruinoso, o lo inmaduro en términos de Gombrowicz: así por ejemplo la escena del duelo entre Clau­dio y Canales, inverosímil por su falta de tensión o inaceptable por su insuficiente far­sa. Más que provocar risa e incomodidad, la novela busca entretener, producir una sonrisa que se mantuviera quieta por ho­ras, una sonrisa cansada: suena a la versión de un abuelo bonachón y no a la de veinte abuelos —como lo supondría su intento de ofrecer una mirada caleidos­cópica sobre, por ejemplo, la batalla de Zacatecas—, unos menos borrachos que otros: ¿por qué no se coló en el habla de los personajes, en los planes del narra­dor, un poco del alcohol que tanto se es­cancia en estas páginas? ¿Por qué no se reparó en que tal cosa como una pica­res­ca bondadosa es, si no un contra­sentido, a estas alturas sí algo poco urgen­te, poco apetecible?
Un abuelo bonachón o un abuelo em­peñoso en educar a sus nietos. El bonachón asoma, por ejemplo, en las acotaciones a tanto diálogo, innecesarias muchas veces o sin mayor atractivo, y desde luego en los diálogos mismos, parlamentos tiesos, a me­nudo recipientes de simpáticas frases hechas (“Te puedes ahorrar tus mejores chistes, cabrón primo —le dice Claudio a Juan Ig­nacio—… porque ahora sí nomás me falta que me orine un perro”) o, como señalaba, vehículos para decir lo que no se ha narrado. Aquí un ejemplo, cargado ade­más de bromas y sonrisas:
—¡Y menos la voy a conquistar con va­rios cientos de kilómetros de por me­dio! —contestó Claudio—; usted ya conoce el dicho aquel de “amor de lejos… es de conejos”.
Cuando Claudio hablaba de cente­nares de kilómetros, aparecía el tío Pa­lemón canturreando y bromeando.
—“Cuatrocientos kilómetros tiene / la ciudad en que vive Zenaida… / Voy a ver si la puedo encontrar / para ver si me da su palabra…” ¡Bonita canción! ¿No? ¿Qué sucede ahora, que están tan carilargos y cariacontecidos…?
—Males de amores —le explicó el profesor indicando sonriente a Clau­dio con un movimiento de los ojos.
—¡Ah, bueno! Esos males se cu­ran, con vino, con tiempo, con poemas, con otros amores —dijo el tío, haciendo la broma de cajón.
—No siempre se curan —continuó el profesor—, porque si los poemas son muy buenos y muy tristes, no ha­cen más que aumentar el mal; y si los vi­nos son malos o buenos, tampoco alivian la enfermedad… nomás lo vuel­ven a uno más borracho que antes, si es que ya lo era. Pregúntenmelo a mí, y pregúntenselo al vate Victorio.
—¡Hombre! —dijo Claudio entrando al tonto intercambio—, el mal del vate Victorio no fue nunca el de amo­res, su único amor es el vino.
—¡Y el sotol! Que es el peor de los amores —siguió el tío…
He transcrito este largo fragmento por­que también ilustra otros rasgos que en­turbiaron mi lectura de la novela. Uno de ellos: Claudio habla de la distancia y jus­to en ese momento aparece el tío Palemón justamente cantando una canción que se ajusta al dilema de su sobrino: como ésta hay cientos de casualidades —y de nuevo: no explotada, me parece, su posible cínica deliberación—, una manera siempre fácil de eslabonar episodios a base de entra­das oportunas, de “por cierto”, “ya que lo mencionan”, “a propósito”. Un día, Clau­dio decide sacar al Profeta de la cárcel; supongo que siempre habrá buenas razo­nes para sacar a un anarquista vociferante y apocalíptico de la cárcel, pero ninguna aparece en el libro: el narrador tiene una buena historia que contar y, por qué no, la incluye a media novela sólo merced a una ocurrencia de Claudio entre convenien­tes signos de admiración. Y ya fuera de la cár­cel resulta —por cierto, diría yo— que ese líder anarquista es, pero claro, un experto en ópera que entablará jugosos diálogos con Juan Ignacio. Aquí aparece la voz em­peñosa —otro de los rasgos a los que me re­fería— que da una lección cada que tiene oportunidad: invariablemente alguno de los personajes que interviene en cualquier diá­logo conoce todo sobre el tema del momen­to, ya se trate de ópera, los ríos en torno a la Ciudad de México, la cocina decimo­nónica, la historia de Zacatecas, el domi­nó, la locura en el Quijote o la expedición punitiva del general Pershing (o bien el Jerez de López Velarde: así el capítulo 28, una especie de prosificación de “El retor­no maléfico”). Esto provoca que ciertos acontecimientos de la trama aparezcan más bien como pretextos para la cátedra, o peor, para la guía de turistas —turistas extranjeros sin duda, o turistas mexicanos como los muchos que olvidamos las clases de his­toria de la escuela—, pero también, que la permanente tertulia que es Siglo de un día nunca termine de ofrecer un perfil claro: no es un denso ensayo novelado —digamos, Mann o Broch—, tampoco un disparate dialogado que hiciera escarnio de las can­dorosas pretensiones de realismo de la neonarrativa de la revolución o de la inde­pendencia: es eso, una tertulia donde todos, como por obligación, educan al prójimo entre bromas y zapes. Y tampoco es, por cierto, el ejercicio joyceano que el título, varios epígrafes y algún publicista del li­bro prometían. Se busca, sí, que la recursiva tertulia sobre la toma de Zacatecas oriente el libro hacia ese ojo de huracán, y varias citas, de La Bruyère, Borges, Béc­quer, Quevedo, apuntan a la idea de la condensación, la posible síntesis de una vida o un siglo de historia en el mínimo cris­tal de un día; asimismo, el capítulo final —muy buenos muchos de sus párrafos, por otra parte— enseña al profesor Quiroz en un delirio donde atisba al fin ese aleph que une la claridad del verano con el caos de la destrucción revolucionaria (y aun podría pensarse que el penúltimo y más largo ca­pítulo esboza un eco del famoso capítulo del burdel del Ulises). Pero más allá de estas señales, la estructura del libro se teje cansina y convencional, hilvanando episodios con ordenadas y excesivas costuras y derivando en una trama cuyo nú­cleo no es la toma de Zacatecas sino, como dije antes, el proceso de maduración de Claudio, asunto a todas luces dependiente de tiempos largos y no, por más emblemá­tico que fuera, de un solo día.
Costuras notorias o, en otros casos, au­sentes: Claudio ve un día a Georgina Am­paro y se enamora —y, según posteriores noticias sobre su depresión tras los desplan­tes de ella o sobre las temeridades que emprende para conquistarla, se enamora muy en serio—: ¿de verdad, sin pláticas o viajes o sexo de por medio? ¿Aún es posi­ble ese enamoramiento, aún lo era en tiem­pos de la revolución? Otro día, Georgina Amparo se torna evasiva, sangrona e inso­portable: ¿por qué? Porque así convenía a la trama, porque así podía ponerse a Clau­dio nuevamente en acción. Y otro día, Geor­gina Amparo deviene melancólica: ¿por qué? Porque, como Claudio descubrirá casi al final, cuando la toma de Zacatecas una turba entró a su casa: la violaron, ase­sinaron a tres criados e hirieron a su abue­la. Pero resulta que entre 1914 y 1918 o 1919, que es cuando ha devenido me­lan­cólica, Georgina Amparo ha atravesado muchos otros estados de ánimo, como si el trauma de 1914 hubiera emergido, de pronto y de golpe y decisivo, por qué no, cuatro o cinco años después. Ahora bien, si en muchos casos las costuras asoman propiamente como ausencias de articula­ción, yuxtaposiciones que se sostienen en el aire, querría por último detenerme en otros nudos que, al contrario, resultan lla­mativos por lo que pueden guardar debajo. Digamos, el caso de Claudio. Desconoce casi todo de cualquier asunto —de ahí que los demás tengan que enterarlo continuamente—, y se suma a la revolución casi co­mo un escapista aburrido, sin convencimiento político pero también sin necesidad. En el camino se le emparejan los contertulios a que me he referido, quienes terminan con­formando un reparto como el de México de mis recuerdos o Adiós, juventud, aque­llas cintas clásicas de Joaquín Pardavé:* risueñas y resignadas evocaciones de la vida bajo don Porfirio, siempre mejor y más grata —aunque ya perdida para siem­pre— que lo que trajo la tromba revolucionaria. Incluso en algún momento, ha­cia el final, tras haber estado varios días ingiriendo comidas cantineras, llegan a comer al hotel Francia, de Aguascalientes, y el narrador asienta: “De gran banquete disfrutaron en el hotel Francia, después de las míseras garnachas, barbacoas grasosas y tortillas degeneradas que nada más por hambre habían estado consumiendo en las distintas covachas de la feria”, frase que podría remitir a aquéllas de La sombra del Caudillo cuando Guzmán contrasta el miserable almuerzo de barbacoa, guaca­mole y frijoles servido a los campe­sinos acarreados con el banquete de cuatro co­pas, servilletas “primorosamente dobladas” y “los tarjetones del menú, impresos a varias tintas” de los líderes políticos. Po­dría, sí, pero en Siglo de un día los contertulios de Claudio no son los nuevos y truculentos héroes revolucionarios sino los anacrónicos memoriosos de un mundo ido, a quienes, con lógica, se les podría augurar un destino en franca picada, acorde con su descolocación: el del Francia sería en­tonces el último de sus banquetes. A Clau­dio, sin embargo, la novela le sugiere un futuro auspicioso: ¿por qué? Claudio es jo­ven, listo, simpático, suponemos que apues­to, así como Georgina Amparo es una deslumbrante belleza con cierto talento mu­sical y un alma noble. Georgina Amparo, no obstante, muere como otro emblema de la belleza aristocrática despedazada por la guerra, mientras que Claudio gana fuerza de carácter con cada nueva prueba. ¿Quién es Claudio? ¿Qué lo salva? No sería exa­gerado decir que el tesoro, ese tesoro que busca durante media novela y que, una vez hallado, le permite olvidarse de preocupaciones pecuniarias en un momento en que ésa es una preocupación central de todo el mundo (y lo que le permite a la novela ponerlo a él y a sus amigos a disposición de cada nueva y simpática aventura, y con un ánimo feliz y voluntarioso): ¿no será entonces ese largo episodio del tesoro menos una verdadera peripecia del relato y más una prolongada y forzada jus­tificación para el resto de las peripecias? ¿Y qué pensar de que se trate de un dine­ro hurtado a la revolución, esto es: un dinero guardado desde el siglo XIX, protegido de los robos o las expropiaciones revolucionarias, extraído de la circulación y de su muy probable devaluación median­te su húmedo paréntesis bajo la tierra, el que haga posible a Claudio trazar un puen­te sobre la década revolucionaria para sa­lir bien librado y pertrechado de ella? En el pozo de la casa paterna López Velarde encontró recuerdos corroídos, imágenes sarrosas, palabras balaceadas; en el pozo de la casa del notario Claudio encuentra oro, riqueza que le permitirá vivir la revo­lución como una tenue farsa, una fiesta pueril: lo que adviene con la maduración de Claudio no es desde luego un Susanito Peñafiel, pero tampoco un Hilario Jimé­nez (el Plutarco Elías Calles de Guzmán) ni un Artemio Cruz; más bien, una especie de Pito Pérez con buena suerte, algo así como un pequeño empresario que no le debe su fortuna ni al esfuerzo ni al cono­cimiento sino a lo que podría enunciarse como el inexorable destino mexicano: ha­ber simplemente nacido ahí, haber estado ahí, seguir estando para siempre ahí.
 
* Verdadera nota, verdadera tontería al pie: es una lástima que Joaquín Pardavé y Alfonso Reyes fueran casi contemporáneos —uno nació en 1900, otro en 1889—: ningu­no como Pardavé habría podido hacer el pa­pel de Reyes en una improbable película sobre, yo qué sé, la fundación del Colmex o sobre Pasado inmediato: Pardavé, como Reyes ya mayor, escribe en la primera esce­na los renglones iniciales de su evocación; después, quizá en blanco y negro, se ve a Giménez Cacho en el rol de Vasconcelos arre­batando a sus jóvenes amigos (Ernesto Gómez Cruz como Antonio Caso, Tin Tan como To­rri) un manoseado ejemplar de los Diálogos de Platón.

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