Ángel Ortuño
León Plascencia Ñol, Satori, CONACULTA, México, 2010, 84 p.
“Cada poema es memoria”, afirma León Plascencia en el texto que a manera de adenda funge como educada guía de lectura, aunque post facto. Su ubicación al final del libro es una cortesía: dada la proverbial amplitud semántica del discurso poético, los indicios —y aún más los proporcionados por el propio autor— si bien podrían brindar un asidero para el desciframiento, también pudieran ser un límite para quienes no pretenden reducir la lectura a una comunión de sentimientos con el autor. Ahora bien: ya que ha salido a colación el asunto comunicativo, si hubiera algo detrás del texto, ¿su goce está en encontrarlo? ¿Se trata, entonces, de un acertijo? Si cada poema es memoria, ¿sirve el poema como una mirilla hacia la intimidad del autor?
Los sentimientos son privados y las palabras públicas. O al menos así estamos acostumbrados a verlos. Lo ha escrito, inmejorablemente, Mario Montalbetti en “Objeto y fin del poema”:
Es de noche y tiene que aterrizar¿Cuál es el recuerdo detrás de cada poema? La lectura de Satori, a través de sus tres secciones, “Pentimento”, “La cordillera” y la epónima “Satori”, nos presenta esas palabras públicas como vía hacia los sentimientos privados por medio de una estrategia de desplazamientos. Me explico: el término que da título a la primera sección no corresponde a la poesía sino a la pintura: un “pentimento” es la huella, el vestigio en un cuadro del momento, o los momentos, en que el pintor modificó la composición concebida originalmente; así que, por principio, tendríamos que suponer que el primer conjunto de poemas no presenta estas huellas sino que se limita a ser las huellas: los arrepentimientos permanecen y la composición original se desvanece. Hay aquí un juego de doble fondo: el poema desplaza a la realidad, la escritura esfuma el recuerdo y, de alguna extraña manera, lo recompone para el lector.
antes de que se acabe el combustible.
Así terminan todos sus poemas,
tratando de expresar con un lenguaje
público un sentimiento privado.
“Es evidente que el lenguaje es sobre todo un instrumento pragmático, que da la impresión de que no está ampliamente dotado para reproducir y comunicar la realidad ni capturar la verdad, pero en cambio es sumamente útil para hacer algo en el ámbito de lo político-social, empleando estrategias de índole psicológica (psicológica y estética)”, afirma Antonio López Eire en su tratado Sobre el carácter retórico del lenguaje. La limitación que López Eire señala respecto a “reproducir y comunicar la realidad ni capturar la verdad” debe entenderse literalmente:
mirar de cerca los objetos: su otra vidaAsí dice uno de los momentos, de los arrepentimientos, de “Pentimento”. El lenguaje, la palabra, no mira de cerca los objetos, los cerca y los distorsiona. ¿Cómo podría comunicarlos? Aquí es donde conviene volver a lo dicho por López Eire respecto a lo que significa que el lenguaje sea un instrumento pragmático, para lo cual acude a conceptos de Aristóteles, en su Retórica: “El lenguaje posee una capacidad para la retórica o su ‘retoricidad’ que puede definirse como capacidad pragmática, o sea, para hacer cosas, en el ámbito de lo político-social a base de estrategias fundamentalmente de índole psicológica (es decir, psicológica propiamente dicha y estética, pues lo estético implica el psicológico placer o sensación de la virtud de la belleza).”
no evidente. romper de tajo con el cerco
de las palabras.
Líneas adelante cita a Cicerón para recordar que los tres deberes, u officia, del discurso retórico eran enseñar, emocionar y deleitar. López afirma que el lenguaje es habilísimo para las dos últimas (emocionar y deleitar) y sumamente limitado para la primera: enseñar. Incluso, señala que el propio Cicerón optó por cambiar el término enseñar (docere, en latín) por “hablar convenientemente” (decere, en latín).
Me parece que aquí es donde cabe contextualizar adecuadamente la afirmación de Plascencia Ñol: “cada poema es memoria” es una frase declarativa, de las únicas que, según Aristóteles, pueden decir la verdad o mentir... no obstante, se ve inmersa en la tónica general de los versos que la anteceden, de ahí que vaya al final: como una confirmación de que cada recorrido, cada lectura, nos llevará a un punto diferente; tan familiar y tan desconocido como nuestros recuerdos. La memoria —olvidémonos por un momento del software y el hardware— es lábil, por eso es creadora.
“No hay nada, sólo cosas”, dice uno de los versos de “La cordillera”, siguiente conjunto de poemas en el libro. Nuevamente, el lenguaje se vuelve contra su natural inclinación (convencer, deleitar) y se sujeta a la tensión de mostrar. En esta depuración del arsenal lírico al que el autor podría apelar hay también un afán de nitidez, entendida no como transparencia sino como precisión:
La cordillera como hojaRemarco la escansión del verso para resaltar el primer momento en que equipara la cordillera (el accidente orográfico, la realidad) con su papel ahora en una hoja que se vuelve de afeitar al plantear una segunda comparación: la cordillera como silueta no es la cosa real sino su efigie, una línea recortada en un pedazo de papel. Ahora bien, si nadie en su sano juicio espera encontrar una cordillera real entre las tapas de un libro, ¿por qué decir que aquí no hay nada? Se trata de los prolegómenos del encantamiento. Las palabras del prestidigitador previas al truco: nada por aquí, nada por acá... y de pronto hay cosas. Y tal vez algo más que cosas. El lenguaje hace cosas. Las hace aparecer. Ya no es el recuerdo del autor —asunto por demás insignificante— sino la operación de la memoria, fundamental incluso para la idea que tenemos de ser nosotros mismos aquí y ahora. Nos hace presentes. Y nos cimbra. Eso es la poesía. Eso se puede lograr con sentimientos privados y palabras públicas. La iluminación: el satori.
de afeitar
Fui el que fui y ahoraDicen unos versos de “Satori”, poema donde abunda la lluvia. La imagen de la lluvia, la palabra lluvia, de hecho, aparece a lo largo de todo el libro. La lluvia cubre para después develar; la lluvia forma un muro al sumar las infinitas gotas de transparencia, es lo que impide ver para enseñar a ver. Y aquí me refiero a una operación fundamentalmente sensorial. Etimológicamente, la estética se refiere a lo percibido por vía de los sentidos; es decir, no la verdad sino “cuestiones que admiten ser de otra manera”, para citar nuevamente la Retórica de Aristóteles.
es necesaria la repetición, un sol
de repeticiones, el valle
en donde estuvo todo y no lo supe ver.
“Memoria de los sentidos”, llama con lucidez Ernesto Lumbreras a estos versos. Ambos términos, sobre todo conjugados, remiten a un tercero: la transfiguración. El cielo no está más vacío cuando lo vemos despejado sino cuando las nubes, ese fenómeno proteico, nos muestran las infinitas posibilidades de la forma. La figura como una posibilidad en perpetuo movimiento solamente es posible en el vacío que no lo es por defecto sino por plenitud. El vacío es el escenario de las transfiguraciones:
Había algo nuevo.La poesía transfigura porque admite en ella las otras maneras en que pueden ser las cosas reales; las vuelve privadas y las devuelve públicas: las coloca en medio de la plaza como “estatuas que hablan”, según Demócrito de Abdera definiese bellamente a las palabras.
había algo que antes fue un presagio.
Cada poema es memoria, sí. Y los reunidos en Satori son, sin duda, también memorables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario