Claudia Reina
Goran Petrović, La mano de la buena fortuna, Editorial Sexto Piso, México, 2007, 317 p.
¿Es posible que dos personas se encuentren dentro de un libro y puedan moverse con libertad por sus escenarios? Sí, responde el autor serbio Goran Petrović: si se realiza una lectura simultánea de la misma historia, sin importar en qué lugares del mundo se encuentren los lectores.
Anastas Branica concibe un texto construido sólo mediante descripciones, con el fin de habitar allí con su amada, a la que conoció por casualidad en las páginas de un libro. Cuando ella lo abandona, Anastas decide hacer una novela con sus descripciones e imprimirla. Es así como otros lectores tienen acceso al mundo creado por él. Están ahí Zlatana, la antigua cocinera de Branica; Natalia Dimitrijević, quien estuvo enamorada en secreto de Anastas, y su dama de compañía Jelena; el profesor Tiosavljević, quien se ha instalado en un pabellón de la casa para hacer algunos estudios del lugar; Pokimica, el jardinero del lugar y antes agente espía del gobierno; la familia Lacrimosa; dos huéspedes de los que nunca se revela su identidad, que quieren apropiarse del universo creado por Branica y han contratado a Adam Lozanić, corrector de pruebas en una revista y estudiante, para que empiece a hacer cambios en el mobiliario y los alrededores de la casa.
Ahora ya no se trata de imaginar lo que se narra en las páginas de un libro. Petrović ha dado un paso más: lo narrado puede vivirse. Y todavía otro más: no sólo puede vivirse aquello que ha sido descrito por el narrador, sino que el lector puede encontrarse con cosas nuevas en ese mundo. En la novela, el profesor Tiosavljević se dedica a hacer investigaciones arqueológicas en el terreno que imaginó Branica y ha hecho hallazgos inusitados, como el descubrimiento de una concha petrificada, trozos de una sonaja primitiva, el fragmento de una oda a un patricio romano, etc. Es decir que una vez que Anastas concluyó la narración ésta cobró vida y se enraizó en la historia y en el mundo.
Incluso Petrović ha dado un tercer paso adelante: lo narrado puede modificarse, así como lo hacen los dos inquilinos desconocidos a través del corrector que contratan para que haga algunos cambios en el mobiliario y el jardín de la casa. Él utiliza las palabras como herramientas con las que no sólo describe sino da vida. Lozanić recibe el encargo de revisar las telas de la casa y cambiar las partes defectuosas.
Las palabras no sólo le dan materialidad a lo nombrado con ellas, también a aquello que se encuentra en el ámbito del espacio mental. Natalia Dimitrijević empieza a perder la memoria y un día se despierta angustiada porque ha perdido un recuerdo. Lo que hace no es escarbar en su memoria para recuperarlo sino que recorre la casa asomándose debajo de las camas, levanta las alfombras, los manteles, escudriña los rincones. Cuando el olvido se hace más persistente, el no recordar las palabras hace que no pueda utilizar los objetos; como cuando necesita subir una escalera: “Jelena, querida, y ¿cómo voy a subir ahora?... Se me olvidó cómo se llama lo que usamos para subir. La dama de compañía responde: La escalera, señora. Una palabra común, escalera… Vaya despacio, siga la oración, su sentido.”
En este libro —que aparece en su segunda edición con un texto nuevo: “México.jpg”, un relato del viaje del escritor a la Feria de Guadalajara—, se vuelve realidad todo lo que un autor o un lector desearon alguna vez en el momento de escribir un libro o de leerlo: vivir la literatura. Anastas Branica lo hace por primera vez cuando de pequeño lee una historia donde aparece el mar y de pronto se descubre en la playa, se acerca al agua y se moja en ella. Más tarde vuelve a su casa empapado, lleno de arena e incapaz de dar una explicación coherente a sus padres. Natalia Dimitrijević le enseñó a Jelena que en un libro la trama o los personajes no eran lo más interesante sino aquello que no se mencionaba y el lector podía descubrir por sí mismo. Natalia era capaz de desviarse en la lectura hacia una plaza de la que no hubiera una mención, andar por callejones, alimentar a las palomas, o simplemente quedarse sentada en un sitio apartado, lejos de los renglones usuales.
En La mano de la buena fortuna leer significa experimentar realidades a las que no se tienen acceso. Vivirlas y no imaginarlas. Retirarse íntegramente (en cuerpo y mente) a un libro, como Zlatana, que a diferencia de los demás habita la casa permanentemente y lleva desaparecida del mundo cincuenta años, hasta que los inquilinos desconocidos la echan de vuelta a la realidad y las autoridades al no saber qué hacer con ella la recluyen en una institución para indigentes, donde pregunta constantemente a los demás: “¿Tampoco a ustedes los quieren en los cuentos?”
Es así como en La mano de la buena fortuna la literatura ya no compite con la realidad, la iguala, a veces la sobrepasa, y se vuelve la vida misma gracias a las palabras, que se convierten en fuerzas creadoras capaces de absorber al lector a un mundo paralelo al ya conocido. La vieja fórmula que utilizó Dios para crear la tierra se aplica en el universo literario de Petrović: las palabras llevan el aliento de la vida.
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