Gabriel Wolfson
* Fragmentos de la novela aún sin título
Como el mozo que recoge los restos
del banquete, me pregunto quién habrá
bebido en esta copa que aún tiembla.
S.W.M.
por ejemplo:
hoy comienzo a usar un jabón líquido, ideal para niños. Eso dice la etiqueta: ideal para la piel de los niños. Un jabón con características especiales, algo se menciona sobre ph, neutralidad, regenerar la capa ácida de la piel. No sé de estos asuntos que, en cambio, para mucha gente serán elementales. Por ejemplo (un dato que encuentro en alguna libreta): un gramo de gel de sílice, por su estructura porosa, presenta una superficie interna de 700 metros cuadrados. Estoy absolutamente impresionado, se agrega en la libreta, con este dato viejo, irrelevante para la ciencia actual. Unos cuantos granos de gel de sílice, contenidos en una bolsita vaporosa, es lo que uno encuentra en la bolsa interior de algunas chamarras. Mejor no hacer cuentas. Hoy comienzo a usar un jabón líquido cuyo empaque a ningún niño llamaría la atención. Debo lavarme la cara con ese jabón, únicamente la cara, no las manos, ni siquiera el cuello, y únicamente con ese jabón que no hace espuma. Siento una pequeña humillación por usarlo. Es como si a estas alturas tuviera que vestirme con una pequeña camisa de niño. La rompería al intentar meter los brazos, pero las indicaciones dirían: aun así, salga a la calle con esa camisita. Además, uno empezará a dedicar varios minutos a este asunto de lavarse la cara y luego rociarse un protector solar especial que viene en atomizador. Minutos que se convertirían en horas si uno sumara todos esos minutos a lo largo de, por ejemplo, un año. Mejor dejar así las cosas.
Hoy, que he comenzado a usar el jabón líquido, recuerdo nuevamente una historia. No sé si es una historia o sólo el inicio de una. En esta ciudad, incluso cerca de mi casa, en los límites de un fragmento de bosque que sobrevive alrededor de un estadio de futbol abandonado, viven unas cuantas personas. Tocan rock. Así se los conoce fuera de su bosque privado, como un grupo de rock. El líder es moreno, con bigotes, pelo afro. Canta, compone y toca la guitarra. El grupo es familiar, y por eso variable: a veces tocan más integrantes, a veces menos, dependiendo del ánimo o las ocupaciones del día o de que los miembros más jóvenes de la familia se vayan incorporando. En su casa, por las noches, se reúnen a leer la biblia. Fuman, leen pasajes de la biblia y tratan de descifrarlos. Creen que Jim Morrison no está muerto, es un viejo que vive en Chihuahua al que muy pocos reconocen porque habla un español perfecto. Se lo puede encontrar algunas tardes sentado en el piso de una cantina, contando sus aventuras en la sierra Tarahumara. Así que creen en la biblia y creen en Jim Morrison. O más bien, leen la biblia a la luz de los textos de Morrison. Imaginan Galilea y Jericó como desiertos llenos de coyotes.
Esta historia, o apenas el inicio de alguna, que yo he contado varias veces a propósito de muchos asuntos distintos, es algo que no sé por qué conozco, no sé dónde escuché. A veces creo que en realidad nadie me lo contó. Que yo vi tocando al grupo algún día (aunque sé que nunca los he visto tocar) y me inventé lo demás. He llegado a pensar que alguien, por ejemplo Hugo, me dijo una vez que aquí, en las ruinas del bosque cercano a mi casa, viven los miembros de un grupo de rock, y que entonces yo imaginé el resto. Pero sucede que he contado ese fragmento de historia muchas veces, lo he usado como argumento para sostener no sé cuántas teorías, tanto que ahora es para mí una historia familiar, tan familiar como enfermarse o lavarse la cara. Se me ocurre que esta reiteración de la historia en mi cabeza se debe, entre otras cosas, a que nunca la he escrito; permanece latiendo como una ramificación que nadie sabe dónde comienza.
Pero llego a esa otra fiesta, también es una despedida pero para el Conde, yo no sé de qué se despide, quizá de la soltería porque en algún momento se acerca a nosotros, estoy con Hugo y Polo, y nos presenta a una chica que es la antítesis del Conde y de ese lugar y de toda esa gente, una chica que no habla, que sonríe no sé si forzada o por cortesía o para no decir nada o porque es lo único que sabe o puede hacer, sonríe y baja la cabeza, no habla, y el Conde la abraza, la atrae hacia sí por los hombros como si estuviera abrazando a la mujer equivocada o más bien como con temor de que pudiera escaparse, y luego nos la presenta como su novia, su prometida, nos vamos a casar, dice, y nos vamos a Arkansas y yo la amo, dice, nos queremos mucho, he encontrado a la mujer de mi vida, nos dice como si ella no estuviera ahí y él pudiera confesar ese tipo de verdades o de estupideces. Pero entonces no es ninguna verdad, pienso como primera reacción: el Conde está borracho o ella es su prima y esto es una broma o ella es sordomuda y esto sigue siendo una broma, pero no, hay algo imposible en esa falsa broma. El Conde continúa su confesión a gritos y llena de frases extraídas de alguna ruin canción, es mi contraparte, dice, fue amor a primera vista, somos complementarios, como los gemelos cósmicos, dice, y ella sonríe, absolutamente llena de pánico creo yo, hasta que alguien llama al Conde y él la deja por ahí para salir corriendo.
Es una fiesta, como digo, a primera vista frustrada y, si se conservaran fotografías, las fotografías no podrían más que mostrar un escenario patético. Estamos en un local comercial a la orilla de una gran avenida, transitada y escandalosa. El local está abandonado, pero conserva los acabados propios de una tienda de pisos o de llaves y dispositivos para baños. Hay algunas sillas de latón, un par de mesas, vasos de unicel y bolsas y servilletas tiradas. Cuando llego nos ofrecen cacahuates en un plato de plástico y media botella de cerveza. Alguien intenta conectar una guitarra eléctrica a una bocina rota.
Sin embargo, también hay gente eufórica en ese lugar desangelado, personas muy diversas entre sí para quienes aquello no es, ni de cerca, una fiesta frustrada, quizá porque para ellos es inconcebible tal cosa como una fiesta frustrada.
Entre ellos, el primero entre ellos, el Conde, quien va de un grupo a otro, sudoroso, con la camisa cada vez más desabrochada o rota, y quien de pronto toma esa guitarra eléctrica, que no sabe tocar, y comienza a cantar algo de los Rolling Stones cuya letra muy pronto convierte, a gritos y entre carcajadas, en otra cosa: un alarido regocijado que incluye, desde luego, solemnes y absurdas declaraciones de amor a su prometida y que incluye, desde luego, la más absoluta fe en el poder de su instantáneo regocijo, el convencimiento profundo de que eso es lo único que vale la pena hacer en ese momento.
Hugo está de este lado del escenario, contemplando al Conde conmigo. Con poca fe intentamos conservar una imagen nítida de esos segundos, que para el Conde deben de ser nada, material del olvido, y para nosotros, nuevamente, una señal emitida desde otro mundo.
Más temprano, según descubro un día que llego más temprano, el hombre toma su desayuno afuera de la caseta. Saca una mesa pequeña y una silla más baja aún, por lo que parece no sentarse sino encuclillarse. Toma medio litro de leche, un pan dulce y una manzana. La leche en el extremo derecho, el pan al centro y la manzana a un lado, como en segundo plano. Incluso en el desayuno hay plato fuerte, me dice. Lleva muchos años, más de veinticinco, desayunando afuera de su puesto, salvo que llueva. Y no lee el periódico; en vez de eso mantiene una postura erguida, y no mira sus alimentos sino que observa a la gente. Alguno diría: de forma retadora. Pero no siempre desayunó lo mismo. Al principio, dos o tres panes dulces y coca cola o refresco de grosella. Descubrimos que nunca hemos visto una grosella, de hecho no sabemos cómo son. Suponemos que rojas, un poco agrias.
—Aquí lo conocí, yo estaba desayunando cuando pasó —me dice.
Le pregunto cómo le tomaron la foto que aparece en el reportaje del Esto. Lleva, como digo, un traje de baño corto y ajustado, de un material que uno imagina grueso e irrompible. Sobre la frente mantiene en equilibrio un balón de futbol de gajos octagonales, seguramente Garcís, y por lo mismo su vista se dirige hacia arriba, hacia el balón. Pero además, la posición del cuerpo es, no tengo dudas, la misma con la que salían retratados los héroes de lucha libre de la época: piernas flexionadas, pecho un poco abultado y hacia el frente, brazos separados y en escuadra y, detalle importante, los dedos abiertos y rígidos, manos imitando garras.
Un reportero vino hasta aquí porque en el periódico supieron de un sujeto que hacía yoga, tenía el récord estatal de dominadas con un balón de fut y había cruzado nadando algunos lagos. Lo del yoga, me dice, más bien no tenía que ver con mis hazañas atléticas, pero el reportero quiso sacarlo, fue muy necio con lo del yoga. Él no sabía nada del yoga, nunca había oído la palabra, pero entonces le expliqué y le enseñé algunas posiciones de las difíciles, exacto, dice el hombre, me acuerdo que hice la posición esa que ya no me acuerdo cómo se llama, pararse de nuca, no pararse de cabeza sino de nuca, yo aguantaba mucho tiempo así, el tiempo que fuera, seguro ha de llamarse Cisne de cabeza o Bambú de primavera, ya ve.
El hombre cree que por eso el reportero le pidió salir en la foto con esa postura. Algo me dice de un luchador japonés de la época, o de poco antes quizá, Sugi-Sito, que el reportero mencionó como si los lectores fueran a captar de inmediato esa alusión errónea y retorcida. Según el vendedor de periódicos, Sugi-Sito era un magnífico luchador. Supone que fue él quien introdujo en México la técnica de las patadas voladoras.
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