Marco Tulio Aguilera
Juan Villoro, Los culpables, Editorial Almadía, Oaxaca, México, 2007.
Los culpables, libro de cuentos de Juan Villoro, es un volumen que se caracteriza por poseer unidad de tono, un sostenido sentido de la ironía, personajes de alguna manera semejantes en sus condiciones de vida y en sus concepciones del mundo y economía de recursos para lograr textos redondos, plenos y de lectura que va de lo agradable a lo apasionante.
“Mariachi”, el primer texto, es un relato que hace pensar en una película que pasa velozmente frente a los ojos del lector. El protagonista es un mariachi (mariachi a pesar suyo, por fuerza del destino y el autoabandono a las fuerzas del destino); lo que quiere es ser astronauta y enamorarse de una mujer de pelo blanco. El texto es divertido, ágil, sorprendente, como una película de Woody Allen, pero menos deprimente. Los personajes en general son extravagantes, el protagonista va de una ocurrencia a otra y deja que el mundo le imponga reglas y le otorgue mujeres, con las que se acuesta una tras otra y, si no tiene una hembra al alcance de la mano, se masturba en el primer rincón que encuentra. El mariachi es lo que yo llamaría un “frenáptero” —personaje de mente alada, que siempre está rompiendo las reglas de realidad simplemente para divertirse, para ponerle salsa a un asunto que podría resultar soporífero—. El mariachi, apodado el Gallito de Jojutla, se transforma en un sex simbol —a pesar suyo... todo sucede a pesar suyo—. Dice: “Soy un astro, perdón por repetirlo, de eso no me quejo, pero nunca he tomado una decisión. Mi padre se encargó de matar a mi madre, llorar mucho y convertirme en mariachi. Todo lo demás fue automático. Las mujeres me buscan a través de mi agente. Viajo en jet privado cuando no puede despegar el avión comercial. Turbulencias. De eso dependo. ¿Qué me gustaría? Estar en la estratosfera, viendo la Tierra como una burbuja azul en la que no hay sombreros.”
Este mariachi es internacional y especial. Habla como español. Repite constantemente cutre, follar, polla y otras lindas voces de la madre patria, y lo hace con gracia, sin presunción. El estilo (ya lo dije) es supremamente ágil, usa frases cortas, efectivas, nada de descripciones morosas. Termina por configurar uno de los mejores cuentos que haya leído en los últimos tiempos —tan huérfanos de buenos cuentistas como Ribeiro o Pedro Gómez Valderrama (habría que recordar que Rubem Fonseca sigue vivo y cada libro suyo es una lección de buen contar.)
La lectura del segundo cuento, “Patrón de espera”, me suscita una pregunta: ¿qué es lo que hace que yo (este lector que soy) tenga interés, incluso pasión, por una escritura? Un estilo inteligente, brillante, agradable, divertido, es una primera contestación. Las otras respuestas serían muchas, pero invariablemente deben concluir con ésta: un buen cuento me debe dejar tan satisfecho como una buena comida con sus aderezos, cárnicos y vegetales, vinos, entremeses y postres (a veces pienso que me gustaría ser muy gordo para permitirme comer mucho sin sufrir indigestiones).
Veamos el inicio de este segundo cuento: “Estoy tan disgustado con la realidad que los aviones me parecen cómodos. Me entrego con resignación a las películas que no quiero ver y la comida que no quiero probar, como si practicara un disciplinado ejercicio espiritual. Un samurai con audífonos y cuchillo de plástico. Suspendido, con el teléfono celular apagado, disfrutando el nirvana en el que no hay nada que decidir...”
Villoro no dice grandes verdades ni anuncia cataclismos, pero tiene la virtud de picarnos dos nervios: el del gusto y el de la curiosidad. No sólo en lo grande y vistoso es certero Villoro, sino en el manejo de la sutileza. Veamos si no esta frase, aparentemente tan inocente, y en el fondo de profunda raigambre sexual: “El infame cuentista describía bien un gesto nervioso, la forma en que ella se toma el pelo para formar un tirabuzón. Clara sólo lo suelta cuando decide algo que no puede comunicar.”
El segundo cuento transcurre en un avión: un protagonista masculino compara dos geometrías, dos lógicas: la que impera en el cielo, mientras vuela, y la que domina en tierra, a partir de que aterriza. Brevedad y efectividad son dos puntos a favor para este segundo golpe de Villoro (pienso, aventuro, tal vez rectificando un aserto anterior, que hay buenos cuentistas en México: Serna, Pitol —en algunos libros, particularmente en Nocturno de Bujara—, Zepeda, Parra, un narrador de Monterrey cuyo mundo es muy particular.
En “El silbido”, tercer cuento, el protagonista es un futbolista en desgracia. Narcos, chinos negociantes, mujeres, rodean a este personaje, que comparte con los anteriores una especie de sino difícil de sobrellevar, como es el del mariachi y el del viajero frecuente de los textos anteriores. Lo curioso de los tres cuentos es que, basándose en anécdotas donde los protagonistas son víctimas de algo, reciben por parte del narrador tratamientos paródicos, que convierten la lectura en una fiesta. Los tres se resignan a sufrir y gozar de sus destinos sin meter las manos, dejándose vivir y convirtiéndose en una especie de neo existencialistas con fuertes tintes mexicanos –lo que les da un colorido muy especial. De nuevo las observaciones inteligentes o absurdas mantienen una atención constante por parte del lector: “Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. He visto fotos de gente que juega en campos minados. En cualquier guerra hay personas desesperadas, suficientemente desesperadas para que no les importe perder un pie con tal de chutar un balón. Tal vez si yo estuviera en la guerra sentiría que no hay nada más chingón que patear algo redondo como el cráneo de tu enemigo.”
“Los culpables”, texto que da nombre al libro, es una especie de estampa de un rancho en el medio oeste norteamericano, donde se reúnen varios hermanos, supuestamente mexicanos, a escribir un guión, liquidar una herencia, fermentar sus rencores y ver pasar el tiempo en un paisaje donde los migrantes, los cazamigrantes y los narcos se disputan el árido territorio. El relato es escueto, directo, y como en los anteriores cuentos, está narrado en primera persona por un hombre al que poco le importa su destino. Es como si lo que les pasara a los protagonistas de Villoro realmente les importara poco, como si su destino fuera por completo fatal e inamovible.
“El crepúsculo maya” relata el viaje de dos amigos por las zonas arqueológicas de Yucatán y Oaxaca. Dos amigos y una mujer que siendo de uno termina siendo del otro. El ambiente y la personalidad de los protagonistas me recuerdan de alguna manera a Meursalt —creo que así se llama— de El extranjero. Hay un aire de extrañeza en todo lo que sucede, una especie de falta de sentido, semejante a la que campea en los textos anteriores del volumen. Lo que sin duda puede decirse de estos cuentos de Villoro es que son diferentes por completo a lo que he leído de escritores mexicanos. Hay, también, o por lo menos yo lo percibo, un sondeo en el espíritu contemporáneo mexicano, lejano a lo que podría llamarse la tendencia antropológica de lo que escribe Fuentes.
El texto final, “Amigos mexicanos”, es una noveleta de corte policiaco en la que está presente el México de hoy y su relación caricaturesca con Estados Unidos. Los protagonistas parecen extraídos de una película de Buñuel: un periodista norteamericano que busca hacer un reportaje sobre el México atroz, un guionista “duro” que le sirve de guía y gurú por este país lleno de gente y situaciones extravagantes: el secuestro “expres”, la “ordeña” de cajeros, la gente “encajuelada” en coches, muñecas pretendidamente chinas que son fabricadas en Tuxtepec por chinos...
El estilo de nuevo es ágil, sorprendente, lleno de inteligencia y de rasgos de ingenio. Algo bien claro es el hecho de que Villoro maneja su territorio con profundo conocimiento, cariño y sentido del humor. Todo lo anterior hace que la lectura de esta noveleta, y de los cuentos anteriores, resulte en una experiencia diferente y agradable. De alguna manera Villoro acepta su realidad, una realidad atroz. Villoro, en este libro, ayuda al lector a conocer este país y a vivirlo con apasionamiento. Parece decir: si aquí nos tocó vivir, por lo menos disfrutemos de lo que nos corresponde.
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