miércoles, 6 de febrero de 2008

El rey duerme

Juan Villoro
(Fragmento)

A fines de 1993 concluí en la UNAM un curso sobre “la idea de la Historia en la novela mexicana”, dedicado a explorar las tensiones que la narrativa establece con los hechos. El siguiente semestre daría el mismo curso en la Universidad de Yale.
Una engañosa euforia dominaba México en diciembre de 1993. El tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá entraría en vigor el 1 de enero. Para muchos, así se anunciaba el ingreso al anhelado “primer mundo”. Mi viaje a Yale tenía que ver con esa circunstancia: el presidente de la universidad se sorprendió de que no hubiera una cátedra sobre un país que influía cada vez más en la vida cotidiana de Estados Unidos y sugirió que se impartieran dos semestres de literatura mexicana. Margo Glantz se hizo cargo del primero y yo del segundo. ¿Terminaba la época de los “espaldas mojadas” que trabajaban ilegalmente en los campos de algodón para pasar a los “cerebros mojados” que disertarían en las universidades? Estábamos ante otro espejismo de la relación entre México y Estados Unidos. La realidad era distinta: mientras las botellas de champaña se enfriaban en Palacio Nacional para celebrar el tratado de libre comercio, los indios chiapanecos aguardaban que terminara la Misa de Gallo del 31 de diciembre para iniciar su rebelión.
Antes de que eso sucediera, me despedí de mis alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras. Caminaba por el campus rumbo a mi coche cuando fui alcanzado por una alumna. Sobrevino uno de esos encuentros entre quienes sólo se han visto en un salón de clases y carecen de toda familiaridad. Ella quería decirme algo que no me dijo, y comentó que acababa de entrar a terapia. Me sentí incómodo y halagado: todo maestro sacrifica la claridad expositiva a cambio de lograr la confusión emocional de sus alumnos. Para mostrar que no había sido indiferente al curso, la chica me regaló un cuaderno de tapas ranuradas, color vino, con hojas amarillas, lo cual sugería que venía de Estados Unidos, donde los borradores se escriben en papel estridente.
Conservé el cuaderno como un talismán de las relaciones no siempre explicables entre maestro y alumno. Al llegar a Yale supe que Harold Bloom impartiría un seminario sobre “la originalidad en Shakespeare”. Durante un semestre asistí al salón 203 y usé el cuaderno para anotar las contundentes opiniones de Bloom con una letra mucho más pequeña y diáfana que la habitual en mí, como si el dramático profesor lograra el efecto pedagógico de producir actas de amanuense.
Bloom llegaba al salón media hora antes de que se iniciara la clase. Los alumnos inscritos se sentaban en torno a una mesa de roble, de unos veinte asientos. Los oyentes nos sentábamos en un círculo externo, las espaldas apoyadas en la pared de madera. El profesor parecía dedicar el tiempo de espera a despeinarse. Su pelo blanco tenía el desorden de quien acaba de pasar por una tormenta de nieve.
Nueva Inglaterra atravesaba uno de sus peores inviernos. Con voz jadeante, Bloom comentó en la primera sesión que odiaba “negociar” su camino entre la nieve; se sentía en peligro de caer de espaldas sin poderse levantar, al modo de Humpty Dumpty. Su cuerpo rubicundo era, en efecto, el de un huevo académico, y su voz, la de alguien inmensamente cansado. Estaba lejos de ser un anciano, pero tenía los tics del sabio venerable. Al estilo del doctor Johnson, le decía child a cada uno de sus alumnos, y asumía el aire de un profeta que predica en soledad. Detestaba la inflación teórica que se apartaba de los detallados artificios verbales y la personalidad de los personajes para buscar virtudes políticas o estructuralistas:
—Si quieren un Shakespeare francés, éste no es el curso. Por otra parte, si ya estudiaron conmigo y no les puse buena nota, les recomiendo que se vayan. ¿Para qué repetir el encuentro con el monstruo?
A pesar de la advertencia, las treinta personas que estábamos en el salón en la primera clase llegamos al final con pocas bajas.
Según su declaración de intenciones, Bloom no pretendía monopolizar el magisterio sino discutir en clave socrática. No se trataba de una cátedra sino de un seminario. Sin embargo, compartíamos un acuerdo tácito: lo interesante era oírlo a él. Bloom hablaba con el fervor de quien encabeza una cruzada. Estábamos ahí para defender el misterioso núcleo de Occidente y oponernos al rapto de los franceses, devoradores de ranas dispuestos a llevar al poeta a la gaseosa esfera de la sobreinterpretación. Lo que ocurría en el salón 203 no era un seminario sino un exaltado acto de bardolatría. El curso partía del siguiente presupuesto: Shakespeare configuró, como ningún otro, la noción que tenemos del individuo; por lo tanto, nada resulta tan difícil como desentrañar su originalidad, desandar el camino de la cultura hasta la hora incierta en que esas palabras surgieron por primera vez, desconcertantes y duraderas.
El enfoque derivaba del planteamiento agonista expuesto por Bloom en La angustia de la influencia: en su lucha por una voz propia, todo autor se opone a la tradición; de este modo la prolonga en forma crítica e “influye” en sus antecesores (la Divina comedia permite una lectura dantesca de Virgilio).
¿En qué medida un mundo shakespeareano puede entender la singularidad de su creador? El desafío roza la teología. Después de indagar al posible autor de la Biblia en El libro de J, Bloom leía a Shakespeare como autor de textos casi sagrados.
Para coincidir con las opiniones —siempre radicales— de Bloom, resultaba aconsejable aceptarlas de antemano. Su tendencia —a veces homérica, a veces meramente deportiva— a ver la literatura como una liga donde todos luchan entre sí y siempre gana Shakespeare, representaba un insólito caso de pasión literaria. En enero de 1994, Bloom escribía Shakespeare. La invención de lo humano. El seminario le servía de laboratorio para estudiar, muy en su estilo, los protagonistas literarios como personas capaces de decidir su destino al margen de su autor. Después de revisar los versos, la puntuación, los ecos de otros escritores y la estructura de la trama, Bloom llevaba a los personajes a su rincón favorito, la sala de interrogación de los sospechosos comunes: “Hay quienes me critican por tratar a Yago o a Julieta como persona. Para mí tienen más realidad que la gente que conozco.”
De acuerdo con Bloom, Shakespeare decidió el comportamiento del individuo, incluso de quienes no lo han leído, de ahí el vasto título de La invención de lo humano. Un ejemplo: la expresión to fall in love se consolida gracias a Romeo y Julieta. La obra fija un uso idiomático y permite entender el amor como caída, la zona de fragilidad donde alguien, voluntariamente debilitado, desciende hacia el otro. Bloom, que detestaba la reducción psicoanalítica de entender a Shakesperare según Freud, aprobaba la lectura del mundo según Shakespeare.
El seminario dependía de la teatralidad. Nunca vimos al maestro leer un fragmento de las tragedias. Las citas llegaban de memoria. Bloom cerraba los ojos, agitaba la cabeza como si las palabras convocadas fueran un dolor, y recitaba largas tiradas con voz tonante. No concedía distintas entonaciones a los personajes: la urdimbre de palabras formaba un continuo. Al final, el recitador lucía extenuado, recién salido de un trance.
A veces, sus apasionadas intervenciones desembocaban en una pregunta a los alumnos. Nunca se trataba de algo que ameritara estudios. Le interesaba vincular el texto con la vida privada de sus testigos, mostrar que Shakespeare era capaz de leer su intimidad: “¿Qué sintieron después de su primer fracaso amoroso? ¿Sabían ya que estaban condenados a volverse a enamorar?”
Estas preguntas, dignas de un psicólogo que habla en la radio, convertían al clásico en árbitro de los problemas de los jóvenes sentados a la mesa. Ninguno de ellos podía competir en erudición con Bloom, pero todos tenían sentimientos que oponer al texto. En esta zona de terapia, el profeta volvía a hablar pestes de Freud y lo mucho que le había robado a Shakespeare.
Las intervenciones provocaban dos situaciones típicas. La primera y más frecuente: un alumno que parecía haberse desvelado durante tres días para preparar la clase hacía un comentario y recibía esta respuesta de afectuosa melancolía: “Ay, hijo, me temo que estás brillantemente equivocado.” La segunda: una hermosa alumna decía alguna alegre banalidad. “Pero qué sagaz de tu parte” (how shrewd of you), opinaba el maestro. Shakespeare había inventado lo humano y en ese momento nadie lo representaba mejor que Bloom. El eros pedagógico se apoderaba con parcialidad de las discusiones.
La respuesta más extraña al espectacular protagonismo de Bloom eran los alumnos con gorra de beisbolista dormidos sobre la mesa. Bloom continuaba, imperturbable, acaso recordando un tema favorito de Shakespeare: la desgracia que cae sobre un rey dormido. Ajeno al curso, el inocente beisbolista labraba en sueños su desgracia.