miércoles, 2 de marzo de 2011

¿Desacralizar la literatura?



Alejandro Badillo

Carlos Velázquez, La marrana negra de la literatura rosa, Editorial Sexto Piso, México, 2010, 134 p.

La marrana negra de la literatura rosa, ter­cer libro de Carlos Velázquez (Coahuila, 1978), define una apuesta clara ligada al humor corrosivo, en donde impera la violencia y el sexo. Las historias de Velázquez transcurren en pueblos ubicados en el nor­te del país, escenarios desvalidos, utilizados por el autor para desarrollar anécdotas en las cuales la brutalidad es el común deno­minador, la realidad es exacerbada y llevada al límite.
La narrativa que aborda Velázquez —concentrada en la parodia y el humor ne­gro— tiene en México una larga tradición que a veces pasa desapercibida para los lectores y la crítica. Me vienen a la mente dos novelas: El canillitas, de Artemio del Valle Arizpe, y El hombre de la situación, de Manuel Payno. En ambos casos el hu­mor es sostenido por el lenguaje y, sobre todo, por la crítica social que desmenuza ambiciones y pone bajo la lupa los vicios de la sociedad mexicana. En el caso de La marrana negra de la literatura rosa las ca­racterísticas que sobresalen son la recrea­ción de cierto tipo de habla popular, el ritmo narrativo y la construcción de neolo­gismos y frases cuyo peso descansa en el ingenio del autor. Sin embargo, la abundancia de estos elementos, la intención reiterada para lograr un efecto caricatu­resco ponen bajo la sombra el humor, un desarrollo más complejo de las tramas y convierte a los personajes en sujetos es­trambóticos, unidimensionales, cuyo fin carnavalesco es ineludible. Es claro que la literatura está basada en artificios, en construcciones calculadas, trucos que lo­gran un efecto indeleble en el lector, pero en el caso del libro de Carlos Velázquez la repetición del anzuelo —dejando en un segundo plano otras posibilidades narrativas— descubre invariablemente las costuras de su estilo y diluye el efecto final.
En los dos primeros relatos del volumen (“No pierda a su pareja por culpa de la grasa” y “La jota de Bergerac”), los per­sonajes están atormentados por sus de­fec­tos físicos. En el primero, Tino, un hombre obsesionado por bajar de peso y adicto a la cocaína, es constantemente tentado por su pareja, Carol, para robar la herencia de su madre anciana, casi ciega, y huir con el dinero para pagar una liposucción. Carol, además de presionar a su marido para co­meter el crimen, se encarga de endilgarle una larga lista de apodos: “Gordo Patine­ta”, “tapir”, “ornitorrinco eunuco”, “ma­natí”. Tino trata de resistir pero al final cumple los planes de su esposa asaltando a su madre y enfila su vida a un final ca­tastrófico que incluye el nacimiento de su hijo afectado por el síndrome de Down debido a las drogas consumidas por su es­posa. En “La jota de Bergerac” —tal vez el relato más interesante—, Alexia, un tra­vesti, tiene como máximo sueño operar su sobresaliente nariz para ganar un concur­so de belleza. Su vida sufre un giro inesperado cuando conoce a Wilmar, el pitcher estrella del equipo Vaqueros Laguna, un cubano aficionado a los travestis que la llena de joyas y dinero para que le dé suer­te en los partidos. La carrera del pitcher tiene un ascenso meteórico mientras dura la relación con su musa. En este cuento la anécdota hace olvidar por momentos el cli­ché del travesti repetido hasta el cansancio en el cine y en la lite­ratura: homosexua­les dedicados a la pros­titución, en espera de un cliente adinerado, con la ambición de ser alguna vez reconocidos y admirados. El au­tor se enfoca en el dilema de Alexia que le exige a su amante que le pague su ope­ración de nariz y no entiende por qué éste la trata como a una esposa tradicional, al grado de querer presentarla a su madre y casarse legalmente. Al final, Alexia descu­bre, gracias a una de sus amigas de oficio, la infidelidad de su beisbolista y cobrará venganza mutilando el pene de su amado y empuñándolo después en un desfile.
En estos relatos podemos ver reunidos los elementos que utiliza Velázquez en el resto del libro: una historia cuyo peso des­cansa en la desmesura, frases en las cuales el punto focal es un símil o una sentencia humorística que se encadena a otra y, en el caso de los dos primeros textos, persona­jes cuyas características físicas o psicoló­gicas los convierten en seres marginales, en busca de un cambio que satisfaga sus necesidades sociales. El cambio generalmente ocurre pero, al final, después de un éxito momentáneo, el castillo de naipes se derrumba y encarrila un desenlace en el que impera la sangre y lo grotesco.
“El alien agropecuario” aborda la historia de una banda punk, Tafil, cuyo éxito rebasa las fronteras locales cuando integran al grupo al “alien”, un adolescente con síndrome de Down que apenas interactúa con sus compañeros y que se limita a tocar un teclado en el escenario. El cuento, narrado desde la perspectiva de la bajista, no atiende un hilo principal sino que transcurre de peripecia en peripecia. El grupo consigue más conciertos, se rego­dea con su creciente popularidad pero también lidia con los problemas que le acarrea tener entre sus filas al “alien”. El problema del texto es, además de la ausen­cia de un problema central que sirva como ancla a las acciones de los protagonistas, la incredulidad que genera pues escenifica situaciones inverosímiles que, a la postre, son despachadas de un plumazo, sin mayo­res detalles. De este modo se genera una sensación de gratuidad en las intenciones del autor: la peripecia no cuenta por su sin­gularidad o por su relación indisoluble con la trama, cuenta por un efecto que puede ser intercambiable por cualquier otro que aporte la misma dosis de violencia, humor o sexo. Pongo un ejemplo: en una de sus múltiples aventuras el grupo es retenido por una turba en El Vergel, Durango, bajo la acusación de explotar a su nuevo integran­te. La multitud ata a los músicos a unos ár­boles y está a punto de lincharlos cuando un gallero los rescata milagrosamente, de último momento. ¿Por qué? ¿Cómo reac­ciona la turba enfurecida? El autor no da más detalles y encadena otra aventura que, a su vez, conducirá a otra en un largo ro­sario que condiciona al lector a buscar el chiste y que extiende innecesariamente la historia. Rafael Lemus en su reseña del an­terior libro de Velázquez, La biblia vaque­ra (FETA/Conaculta, 2009), hace referencia al modelo que el autor repite en La marra­na negra de la literatura rosa: el zapping, mezclar cosas, meter situaciones en una coc­telera, agitarla y aderezarla con referencias televisivas, películas y actores de televisión. Lemus apunta una sentencia que, en el con­texto de su crítica, es favorable, pero que a mi parecer dibuja un gran signo de inte­rrogación en la narrativa representada por Velázquez y otros autores: “esta obra está dejando de ser, y de parecer, literatura”.
“El club de las vestidas embarazadas”, guiño inevitable a la película Fight Club, basada en la novela homónima de Chuck Palahniuk, concentra todo su arsenal en el leitmotiv de la obra original: Damián, un hombre enajenado que busca liberar sus sentimientos en grupos de autoayuda, acep­ta la invitación de Ordóñez para acudir a un club de gays que, ante la imposibilidad de experimentar la maternidad, se reúnen para simular ser madres. El humor funcio­na cuando nos vemos retratados en él, cuan­do podemos asumir las desventuras y escenas tragicómicas de los personajes, sin embargo, cuando la situación es llevada al extremo del ridículo (una pareja de hombres en la cual uno adopta el papel de bebé y el otro de cuidador que le cambia diligentemente el pañal y atiende sus necesidades), el lector se aleja del escenario y contempla con escepticismo el espectáculo de entes extraños, cuyas motivaciones le parecen gratuitas.
El último cuento que da nombre al libro tiene una atmósfera surrealista: una marrana negra le dicta novelas rosas a su cuidador que, de pronto, es llevado al es­trellato literario. Este cuento, a diferencia de los otros, propone abiertamente una anécdota imposible, la apuesta por una na­rración realista está descartada desde el inicio y el lector —si decide aceptar el reto— sabe que pisa un terreno donde lo imagi­nativo lleva la batuta. El humor absurdo, explorado por autores como Boris Vian, inmerso en una historia más breve, condensa mejor el impacto y no se pierde en las ramificaciones de los otros.
Al terminar la lectura del libro de Car­los Velázquez queda la sensación de leer historias cuya exageración, más allá de la verosimilitud, las lleva a un callejón sin salida donde el autor se impone en todo momento a los protagonistas y los mueve como fichas que embonan perfectamente a sus propósitos. Velázquez parece más preo­cupado en inflar una pirotecnia verbal que se queda sólo en el ingenio, se contenta con dar un arañazo a la realidad sin impor­tar que los cuentos sean de un solo tono. Edith Warthon, en su ensayo “El vicio de leer”, se refiere a un tipo de libro “que no transforma al lector, que es incapaz de mo­dificar o ser modificado”; en el caso de La marrana negra de la literatura rosa el lector se enfrenta a un territorio ya construi­do, que no establece un diálogo y que se refugia en un lenguaje que, si bien cumple en momentos con un humor corrosivo, anula cualquier interpretación más profunda y queda estancado como una literatura cu­yos cimientos son endebles, temporales y sujetos a un lector que tiene que comprar de antemano ese tipo de humor y aceptar que es un observador más del espectáculo.
Las palabras de Sergio González Rodrí­guez impresas en la contraportada del li­bro, que refieren como una cualidad de La marrana negra de la literatura rosa “cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”, parecen aceptar co­mo una realidad incuestionable que los es­critores mexicanos pecan de esnobs, que no les gusta ensuciarse, que desdeñan las innovaciones, las malas palabras y veneran sin tapujos los viejos ídolos del panteón li­terario. El problema no es ser iconoclasta, desacralizar la literatura o poner en jaque a las buenas conciencias, sino anteponer a la narrativa un estilo que despoja a sus per­sonajes de densidad. El problema es pretender desbordar la literatura sin una idea clara, atacar el cliché desde el cliché. El humor en la narrativa no debe quedarse sólo en la risa por más fuerte que ésta sea.

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