Ana Rosa González Matute
El grado de lentitud es directamente proporcional
a la intensidad de la memoria;
el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.
Kundera
La conversación de mi vecino —coleccionista malhumorado— siempre estuvo llena de anécdotas. Historias, chistes, mitos, fábulas, intrigas. Aunque se repitiera, sabía imprimirles un tono especial de ritmo variado que sorprendía a los oyentes. Conforme pasaron los años, la mayor parte de su repertorio se fue desvaneciendo por su renuencia a anotarlas. Sentía que en el momento en que las llevara al papel perderían su brío y, peor aún, se grabarían en él de manera deforme, pues el recuerdo estaría ligado irremediablemente a los límites de lo escrito y no a la fidelidad de su mente.
Viajó durante tres décadas por tres continentes —Asia, África, América— y cuando yo era pequeño reunía a los hijos de los vecinos y a mí en la terraza que daba al jardín y nos hablaba largamente de esos viajes. Según él, era bueno para una educación que no obtendríamos de nuestros padres, ni de la escuela, al incitar nuestra curiosidad por otras culturas. Lo cierto es que disfrutaba sus narraciones sobre algunos de los sucesos que recordaba con mayor viveza.
De niño ignoraba la importancia que tenían algunas de esas personalidades del mundo del arte y de la ciencia de las que él hablaba con entusiasmo. Tal el caso de su viaje a Venecia en 1951, cuando conoció a Stravinsky, a Auden y a Montale.
En esa ocasión se hospedó en un cuarto veneciano frente al Canale di Cannaregio para estar cerca del Palazzo Labia, decorado por Tiepolo con imágenes de Cleopatra. Tenía ya las maletas listas para dirigirse a Florencia en el momento en que le dejaron por debajo de la puerta la invitación para el estreno de una obra de Stravinsky: The rake’s progress, con libreto de W. H. Auden y Chester Kallman e inspirada en los grabados de William Hogarth.
Sin dudarlo, pospuso mi vecino su salida y alargó su estancia en Venecia por tres días más. Viajaba solo. En cambio Stravinsky llegó con toda su comitiva o suit: esposa, hijo, médico personal, algunos de los artistas participantes y otros personajes cercanos al maestro. Y como sucede con frecuencia, una hora después de enterarse de que Stravinsky había llegado, andaba mi vecino paseando por la gran piazza, de hecho se dirigía al Harry’s Bar que Hemingway hizo famoso (fundado por un amigo del novelista, Giuseppe Cipriani), cuando vio al compositor acompañado de su hijo Theodore tomando un espresso en el café Ducale y hablando en su idioma.
A simple vista —decía mi vecino— a los genios no se les trasluce su genialidad: Stravinsky se conducía con tal sencillez que difícilmente se hubiera pensado que se trataba de uno de los artistas que con mayor impacto cambiaron el rumbo de la música en el siglo XX —si no el que más—. Después corrió el rumor de que el hijo de Ígor sabía todo sobre su padre e incluso había escrito un libro sobre éste. Pero como no se habían visto en cuando menos diez años, Theodore —que se abría campo como pintor— no se le despegaba al padre, pues tenía la ambición —no secreta— de decorar no pocas iglesias con sus frescos. Le preguntaba Theodore:
—¿No es presuntuoso creer que el estilo define la idea?
Stravinsky permanecía en silencio.
—Ya sé que me vas a decir que la idea no engendra el estilo, sino que el estilo impone la idea. Pero... ¿no es peligroso querer ser deliberadamente parte de la historia, es decir, obedecer a una concepción finalista de la evolución?
Stravinsky escuchaba a su hijo. Ambos se comportaban como simples turistas. Pero sabían que por toda la ciudad se exhibían letreros y carteles que anunciaban el estreno con un reparto espectacular que incluía a Elisabeth Schwarzkofp como Anne, a Robert Rounseville como Tom y a Otakar Kraus como Shadow. En los letreros también aparecían las típicas máscaras venecianas, siempre útiles para llamar la atención de los turistas caza-eventos.
Mi vecino siempre fue amante de la ópera y, en esta ocasión, sentía una curiosidad especial por ver el resultado de un trabajo donde los cantantes asumirían una parte significativa. Era también inusual que se cantara en inglés y sin una gran orquesta ni padding sinfónico. El diablo estaría acompañado por un piano.
Siguió mi vecino su camino hasta llegar al Harry’s Bar. Cuál no sería su sorpresa al encontrar ahí a Auden comiendo y bebiendo con los poetas Stephen Spender y Louis MacNiece. Al igual que Stravinsky, se comportaban con aparente sencillez y devolvieron el saludo que desde su mesa les hizo mi vecino, quien acabó sentándose con ellos. Aunque perdía el hilo de la conversación, bebió hasta que terminaron todos en franca borrachera.
Llegó el momento del estreno en La Fenice: un 11 de septiembre de 1951. A diferencia de La consagración de la primavera, que fue un escándalo cuando se presentó en 1913 en París, The rake’s progress triunfó desde su inauguración. Decía mi vecino que Stravinsky dirigía con sobriedad, sin moverse casi, dando a los músicos la pauta con un gesto casi imperceptible y enérgica batuta. Al terminar, subió al escenario a agradecer con los cantantes la ovación. La emoción se extendió hasta la fiesta que en honor del músico se organizó en el Rialto: un vermouth al que no sólo asistieron los participantes, sino gente del lugar que vestía con elegancia y que brindaron con él y por él. Desde luego mi vecino se acercó al compositor para felicitarlo. Contaba que al hacerlo sintió en Stravinsky esa soledad que acompaña a quien emprende un trabajo de creación de gran envergadura, combinada con cierta modestia. Ni la fama, ni el dinero parecían afectar al artista.
De las variadas historias que mi vecino nos contó, ésta fue la que llamó más mi atención, en parte porque siempre he admirado la obra de Stravinsky —que a veces oscila entre la violencia y la ironía, en obras como El pájaro de fuego o Noces. Era sobre todo la ironía la que llevaría a Stravinsky a usar abiertamente la parodia y —al igual que Picasso en ese tiempo— a introducir objetos encontrados dentro de un complejo estilístico donde su funcionalidad va vinculada a la distorsión.
Después del importante viaje, mi vecino volvió a nuestra ciudad. Entonces sucedió algo que mi memoria insiste en recordar.
Al día siguiente recibió una carta de Ígor con una invitación para asistir a la puesta en escena de The rake’s progress, esta vez en París.
Preparó mi malhumorado vecino lo necesario para irse de inmediato, y fue ese mismo día cuando sufrió un infarto que le paralizó las piernas por el resto de sus días. Vivió cinco años sin poder hablar. Era difícil verlo, pero me pude acercar en algunas ocasiones a contarle sus propias historias. En la mesa de noche tenía un libro de Schopenhauer, de sus primeros manuscritos, abierto en una página donde había subrayado estas palabras: “Cada vez que respiramos estamos rechazando la muerte, la cual empero no cesa de progresar.”
* En español, La carrera del libertino.
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