jueves, 16 de julio de 2009

Thomas Bernhard (1931–1989)

Andreas Kurz
(Fragmento)



La literatura es, en realidad, una máquina de desilusiones. Así es. Ésta es la verdad. La novela, el teatro y la poesía, si son literatura, desilusionan. La literatura no puede ser otra cosa que una gran máquina de desilusiones. Quien dice otra cosa, miente. La novela sobre todo. Si la novela entretiene, no es literatura. La ficción no forma parte de la novela. La novela no inventa nada, es la realidad pura, nada más que la realidad. Ésta es la verdad. Los escritores que inventan historias son estúpidos. Los lectores que creen las historias son estúpidos. No se sabe quién es más estúpido: el autor que inventa la historia o el lector que la cree. La imaginación y la fantasía no sirven para nada. Son patrañas románticas. Los que hoy creen en la imaginación y en la fantasía son románticos. Románticos brutos. Estúpidos. Sólo nos engañan. En realidad, toda la literatura, en todos los idiomas de todas las épocas, nos engaña. Para eso sirve, para nada más. Es una gran máquina de engaños. El Estado la inventa. El Estado romano, el griego, el egipcio, el español, el francés, el alemán, el austriaco sobre todo. Los austriacos son el pueblo más estafador de todos. Ésta es la verdad. El Estado inventa la literatura para engañarnos, para vendernos la felicidad y el bienestar. El bienestar y la felicidad, así comprados, son la desesperación y la bestialidad. Cuando creemos que somos felices, nos deberíamos suicidar porque entonces somos los más brutos de todos. La bala que nos destroza la cabeza es el único remedio contra la felicidad. La literatura nos engaña con la felicidad y el bienestar. Por eso nos quiere matar. El Estado, que inventa la literatura, nos quiere matar. Nosotros tenemos la posibilidad de adelantarnos. Tenemos la obligación de adelantarnos. El suicidio es el único acto lógico, es el único acto verdadero. Todos deberían suicidarse. Pero son unos cobardes. Ésta es la verdad. Todos son cobardes. Vivir es el acto más cobarde que hay. Sólo el morir es un acto valiente. Pero la literatura nos dice que hay que vivir, aunque sea en medio de la ficción, del engaño. En medio de la ilusión. Pero ya no es literatura porque la literatura es, en realidad, una máquina de desilusiones. Ésta es la verdad.
Alte Meister (Maestros antiguos) se titula una de las obras tardías de Thomas Bernhard. Publicada en 1985, esta comedia, así el subtítulo del texto, causó un escándalo en Austria por su radical postura antipatriota y antitradicionalista, crimen de lesa majestad en un país que, después de la segunda guerra mundial, procura diferenciarse desesperadamente de Alemania, la nación de Hitler, quien nació en Braunau (estado de Alta Austria), y cuya industria turística, la más importante del país, vive de una gran tradición cultural dulcemente disfrazada por el kitsch de los niños cantores y los cuadros de Klimt, que impide que la cultura actual apunte hacia el futuro. Porque todo en Austria se pudre y todo se muere. Los edificios se mueren, la gente se muere, la cultura se pudre. En realidad, Austria no tiene cultura, nunca la ha tenido. Tampoco Francia tiene cultura, tampoco Alemania, ni Italia. Pero Austria se pudre en medio de una cultura que nunca ha existido. Ésta es la verdad. Mozart y Schubert… ¿Para qué sirven? Son chocolates, son imágenes cursis. Mozart y Schubert apestan. Klimt y Schiele apestan. Freud apesta más que cualquier otro. Escritores no hay en Austria. Grillparzer quizás, Stifter quizás. Gustan un tiempo, puedo leerlos, pero cuando los releo, con inteligencia y razón, empiezan a podrirse bajo mis ojos. Se deshacen. Tampoco Grillparzer, tampoco Stifter saben escribir. Balbucean estupideces, cursilerías: kitsch puro. Pero los austriacos creen que forman una gran cultura, creen que Viena es como París, que es más ciudad que Berlín, más que Roma o Madrid. Realmente lo creen. Son ridículos. Yo me río de ellos. En realidad, Austria no es nada, menos que Alemania, menos que Francia, menos que Italia. Tampoco hay cultura en Alemania, Francia, Italia. Pero no se creen tanto, no son tan estúpidos, tan feos, tan grotescos, tan mentirosos y peligrosos como los austriacos. Ésta es la verdad.
Thomas Bernhard nació en Holanda, en 1931. Pura casualidad, quizás un cinismo vital. Bernhard vivió en Austria, y ahí murió hace veinte años. El protagonista de Alte Meister se llama Reger. Un palíndromo que podría traducirse como “una persona que mueve algo, levemente rebelde y desconcertante”. De hecho, la rebeldía de Reger es una rebeldía-palíndromo: lo mismo antes y después, el cambio anunciado no se lleva a cabo, la revolución se cancela a causa de la inercia y decrepitud de los revolucionarios. Reger es un musicólogo y crítico de arte octogenario, respetado y publicado fuera de su patria; ignorado en Austria. Un genio incomprendido. Nadie puede entender a los genios, sólo los genios entienden a los genios. Ésta es la verdad. Si un genio habla con un no-genio, la comunicación se acaba. No hay cosa más ridícula que la comunicación entre un genio y un no-genio. No puede haber comunicación. No se entienden. El no-genio nunca podrá entender al genio. En realidad, nadie puede saber quién es un genio porque nadie podrá darse cuenta, porque nadie entenderá cuando se encuentre frente a un genio. En realidad, los genios no deberían hablar con nadie, no deberían publicar ni siquiera lo que escriben o componen o pintan. Cuando publican, se encuentran en la compañía de miles y miles, de millones de mediocres, y ellos mismos son mediocres. El genio es incomunicable e incomunicado. La mediocridad es una máquina destructora de la genialidad. La sociedad es una máquina destructora de la genialidad. El mercado también. La familia también. El Estado también. Ésta es la verdad.
Durante décadas, Reger observa el mismo cuadro en el Kunsthistorisches Museum de Viena: el Hombre de barba blanca, de Tintoretto. Un retrato mediocre, como Reger afirma, pero una obra que se convierte en obsesión para el espectador. Probablemente porque el hombre retratado hace unos 450 años ocupe el papel de observador cuya obsesión podría ser el crítico Reger: el mecanismo del palíndromo en el que ni la perspectiva ni el tiempo importan en lo más mínimo. Reger observa a un hombre viejo del siglo XVI que observa a Reger, un anciano del siglo XX. Esta constelación se duplica, dado que el observador Reger, observado por el anciano de barba blanca, es observado por un tercero, por el erudito Atzbacher, admirador de Reger, quien lo cita en el museo un día inusitado, lugar en el que Reger observa siempre el cuadro de Tintoretto. Bernhard construye, al inicio de su “comedia”, un cuadro y lo expone en el lugar más adecuado, lo fija sobre el lienzo y lo cuelga en alguna de las paredes del museo más tradicional de la antigua capital austro-húngara. De hecho, a lo largo de 300 páginas, ni Reger ni Atzbacher, y mucho menos el hombre de barba blanca, salen del museo. Hay otro ingrediente en el cuadro: Irrsigler, uno de los guardias del museo que observa a los observadores observados, aquellos que creen que lo saben todo de esta existencia oscura y un tanto miserable, pero que no se dan cuenta de que Irrsigler sabe todo de ellos, ya que no hay persona que más tiempo pase en el museo que el guardia cuyo nombre no en balde podría traducirse como “sellador loco y perdido”, es decir, un narrador desquiciado que finalmente pone su sello a la escena construida por Bernhard. No hay salida. No hay salida de la locura. No se escapa de la miseria. La enfermedad acecha, te asalta y siempre gana. Estamos expuestos a la enfermedad. En realidad, nuestros cuerpos se exponen a la enfermedad y nuestras mentes a la locura. Quizá lleguemos a la vejez con un cuerpo intacto, pero la mente falla. Y si no falla, entonces el cuerpo se colapsa. Pero lo normal es que ambos mueran antes de que nosotros muramos propiamente. En realidad, no sobrevivimos, sobremorimos. Sobremorimos a nuestra muerte. Somos máquinas que mueren antes de su final biológico. Morimos cuando no nos llega nuestra hora. Ésta es la verdad. Mi cuerpo se deshace, con cada día un fragmento más se pudre ante mis ojos. Observo mi propio cuerpo, registro hora por hora su estado de putrefacción. Hay quienes llenan las páginas de un diario con banalidades. Yo escribo un pudrario: día tras día, semana tras semana, registro la descomposición de mi cuerpo. Y de mi mente. Una célula menos, una idea se pierde para siempre. Se me cae el cabello, mi piel ennegrece. Mis neuronas se evaporan. Un pensamiento perdido más. Nos deshacemos en vida y a la tumba sólo van los restos que se convierten en un líquido apestoso. Ésta es la verdad. Esto es lo que yo digo, lo que yo pienso. Éstos son mis sentimientos y mi sensibilidad. Éste es mi yo que se deforma. Soy yo. Soy. Ser.
Reger descompone el arte y la literatura. Escudriña en las obras hasta que puede mostrar y demostrar su imperfección. Reger, como la mayoría de las figuras de Bernhard, es un anticreador. Destruye. La destrucción es su creación. El espectáculo de la descomposición, la crudeza de la desilusión, el cinismo del desenmascaramiento, lo inevitable de la desaparición: he aquí los temas bernhardianos, las obsesiones de sus antihéroes. El palindrómico Reger ama el arte, pero lo ama porque le permite desplegar todas sus debilidades ante los ojos y los oídos de Atzbacher, de Irrsigler, del lector. Ama el arte precisamente porque el arte no es eterno ni atemporal, ni mucho menos ideal. Es tan imperfecto, mortal y frágil como nosotros. Es lo único que puede volvernos humanos, lo más grande que la historia ha producido, pero tan perecedero y ridículo como sus creadores. El método de Reger consiste en observar una obra durante años, en leer una página, escuchar una pieza de Mozart o Bach una y otra vez, hasta que sus debilidades se revelan, hasta que su fealdad se vuelve obvia inclusive para el espectador (lector) menos sensible. Sólo Tintoretto resiste. Una obra mediocre, inexpresiva, posiblemente hecha a petición de algún burgués adinerado no revela su putrefacción ante los ojos de Reger. ¿Porque es un retrato de Reger? ¿Porque no puede observarse a un observador fijado desde siempre y para siempre sobre un lienzo? ¿Porque el hombre de barba blanca se nos adelanta y escudriña en nuestras propias imperfecciones y ridiculeces? ¿Porque el retrato del maestro italiano parodia la actitud de Reger, de Bernhard, de los lectores mórbidos y chismosos de Bernhard? ¿Porque lo que ya es una parodia no puede ser parodiado sin correr el riesgo de volverse insípido o verdadero? Y esto hay que evitarlo cueste lo que cueste. ¿Porque el anciano retratado sencillamente es, y no le cabe la menor duda sobre su ser en el mundo, en el retrato, sobre su silla, mirando a todos los espectadores presentes y futuros?

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