jueves, 16 de julio de 2009

La volatilidad de la arena

José María Espinasa

Salvador Gallardo Cabrera, Sobre la tierra no hay medida, Umbral, México, 2008, 168 pp.

Es éste un libro extraño, incómodo, pero fascinante. Un ensayo en la mejor tradición de ese término, el de ser una obra de creación, pero es tan peculiar y cuidado su estilo meditativo que a veces se nos aparece como si fuera un ensayo-ficción. Los espacios nos develan sus secretos, que son un secreto a voces pues están en nuestro accionar cotidiano. El mar, el desierto, nos muestran, más que su capacidad de producir metáforas y conceptos, la manera en que el hombre —su prosa— los habita o los deshabita, o los llena de sentido, como se llena el odre en la fuente. El autor avanza por meandros complejos, añadiendo matiz a lo ya de por sí sutil, pero construye un castillo de arena que nuestra lectura desvanece, evapora, sopla como el viento sopla la duna, que no por ya no estar no existe, pues su sustancia misma es el cambio, la volatilidad de la arena. Y cuando el ensayo alcanza esa condición fantasmal es que algo grave ocurre con el acto mismo de reflexionar.
Este tipo de ensayos se dan, incluso con cierta frecuencia, cuando hay un contexto reflexivo rico en estilos y propuestas, en Inglaterra, en Francia, pero no es el caso en México. Por lo mismo se presenta como un caso aislado y extraño. Llama la atención el manejo de referentes y su libertad para ir de unos a otros, e incluso saltar de géneros y lenguajes —el cine, el teatro— y su capacidad para formular ideas redondas con la rotundidad de un aforismo, pero que tal vez por eso mismo no llaman a la discusión ni invitan a polemizar, hay demasiada contundencia, que —además— se reviste de un ropaje retórico suntuoso, como de una academia de toga y birrete, ropaje en el cual se está adivinando todo el tiempo no sólo la representación sino también el afán paródico.
Si se le pregunta a los lectores al acabar de qué trata el libro muchos de ellos se mirarían desconcertados pues no se plantearon la pregunta durante el tiempo de lectura, atrapados por esa cadencia reflexiva que nos lleva hacia delante como en una novela. No sería tampoco cierto contestar que no trata de nada, pues toca diversos puntos y situaciones, reflexiones sobre cuestiones genéricas que a veces, no muchas, se conectan con hechos concretos. Pero sería más cierto decir que es una apuesta de reflexión sobre la libertad que otorga la imposibilidad de medir, por lo tanto de jerarquizar y valorar las ideas.
Lo que el lenguaje popular significa cuando dice esto no tiene medida, describe a la vez la ausencia de límites y el exceso mismo, que en principio sólo podría valorarse si hubiera límites. Este tipo de paradojas siembra todo el libro, pero todavía resulta más brillante cuando hace de la capacidad de encontrar metáforas el motor de la reflexión. El desierto es un estado del alma. Para que esta expresión tenga sentido no puede ser intercambiable, es decir no todo lugar puede ser un estado del alma. ¿Por qué no? Lo que habría que saber distinguir es si esa sustancia —el alma— es asimilable por el desierto o, en su caso, por el mar. Salvador Gallardo Cabrera, hijo y nieto de Camborios (quiero decir, hijo y nieto de escritores), propone una condición radical del ensayo literario, no es recuperable como teoría, no se puede “resumir” ni proyectar a otros temas salvo como estilo, nunca como enseñanza (a la manera de Castañeda) o moraleja (a la manera de Esopo). Sin embargo no se parece al ensayo-ficción a la Borges, pues aquí siempre se reflexiona y medita gracias a una dinámica de las ideas que sólo a veces, y no muchas, cede a la tentación anecdótica.
Se inscribe, eso sí, en una tradición romántica que, de Novalis a Jean Paul, abreva en el romanticismo alemán y lo prolonga sin proponérselo. Su dinámica asociativa permite que lo leamos, y sobre todo lo releamos, sin que se agote en sus hipótesis y enunciados. Lo dicho antes señala claramente que se trata de una práctica civilizada, evade la polémica y no presenta flanco fijo nunca, como un boxeador en el que todo fuera juego de piernas. Por eso puede, libremente, desprenderse de su contingencia académica. Las referencias no necesitan fuente, porque deben ser juzgadas por ellas mismas y no por un argumento de autoridad. A la vez, el nombre detrás del hombre, sea Rilke o Foucault, sí crea un espacio de contingencia, más de reconocimiento que de autoridad, como aquellos que se hablan de tú hasta que el escenario corre su cortina y entonces, por deferencia al público pero también a sí mismos, cambian al usted.
El brillo de la escritura de Gallardo hace lamentar que no haya escrito más —nacido en 1963, había publicado antes poesía y ensayo, pero con mesura y sin premura— y también que no haya más escritores que practiquen de manera tan radical el género y con los que pueda dialogar. Antes se señaló su condición de texto para releer. Esto se debe a que, por un lado, sus ideas son sorpresivas y se expresan de manera sorpresiva —un texto aquí incluido que ya se había publicado antes, “Máximas políticas del mar”, es un buen ejemplo desde el título mismo, y por lo tanto hay que rumiarlas para sacarles el jugo— y, por otro —tal vez más importante—, porque, como el agua y arena que le sirven de combustible metafórico, no dicen siempre lo mismo, tienen una cualidad cambiante que, curiosamente, resulta perfecta para un tiempo de incertidumbre como el que vive el país, aunque esté plagado de vociferaciones seguras de si mismas e imposiciones de los discursos dominantes.
Tal vez sus límites partan de la condición señalada por el clásico —no es agua ni arena la orilla del mar— y por eso no se establece como una reflexión ni dominante, que más que molestarle le resultaría aburrida, ni marginal, pues los márgenes no existen. Una ensayística que se propone como “una morfología de los espacios”, en el colmo de la paradoja, no tiene lugar, porque el texto no es un lugar sino una ausencia de lugar, un presente que no necesita dejar de serlo para ser pasado. Libros como Sobre la tierra no hay medida requieren un lector alerta —y hablo del lector como representante de una comunidad, pues un lector es en su singularidad la expresión de un deseo plural— para no perderse, pues no lo llevarán a su molino ni academias ni partidos. Quien se anime a recorrer sus páginas se vera retribuido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Suena muy interesante. Yo he leído algunos poemas muy padres de Salvador Gallardo Cabrera. ¿En què librería puedo conseguir "Sobre la tierra no hay medida"?

Mónica Raygoza