viernes, 24 de julio de 2009

Rodeos a un tigre

Armando González Torres

Un repugnante ángel ciego y su mascota leprosa tocan a la puerta de una fiesta y se muestran a los invitados con todas sus taras, desgracias y enfermedades; un amante despechado se hoza en los belfos y jugos de la prostituta más vieja, fea y sucia para olvidar la belleza de su amada; una mujer, devenida perra, moja los dientes en el retrete para lastimar mejor a su víctima. De la poesía de Eduardo Lizalde podría extraerse un catálogo con muchas de las imágenes más violentas, perturbadoras y certeras de la poesía mexicana, y su obra oscila entre el equilibrio clásico y la explosión de ira, entre el divertido coloquialismo y la visión apocalíptica, entre la ligereza del poema de circunstancias y la gravedad de la arquitectura de largo aliento.
Perteneciente a una de las últimas generaciones declaradamente parricidas de la poesía mexicana (con sus compañeros de fechorías poeticistas Marco Antonio Montes de Oca, Enrique González Rojo, Arturo González Cosío), Lizalde se forma como escritor en el pasado medio siglo, una etapa de auge de la actividad poética (ensombrecida por la proyección de otros géneros como la narrativa y la pintura), cuando conviven diversas generaciones (Pellicer, Paz, Huerta, Chumacero, Sabines, Bonifaz Nuño se encuentran en plena faena creativa) y el espectro poético se enriquece con una imbricación más amplia en el mundo de las ideas (corrientes como el existencialismo, el estructuralismo, la filosofía analítica o el marxismo penetran en la literatura y modifican desde la visión del lenguaje hasta la autoconcepción del artista).
Hay quienes distinguen dos tendencias, el culteranismo y el coloquialismo, que dividen las filiaciones poéticas en esa época. Si bien esta dicotomía soslaya matices, en general es cierta y, en esas décadas en que el gusto poético también va a denotar el color político, estos dos polos forman el nucleo de la Guerra Fría en la poesía mexicana. Lo notable es que, como pocos, Lizalde cruza las marcadas fronteras entre las facciones y puede ser clásico o coloquial, poeta con mayúsculas o antipoeta, culterano o arrabalero. Los parentescos de Lizalde con sus contemporáneos nacionales son variados y hasta contradictorios, Gorostiza y Paz, por un lado; Bonifaz Nuño y Sabines, por el otro, y, muy poco mencionado, Revueltas (de viva presencia en su propensión a describir la violencia, la descomposición y el dolor). Todo esto aparte de la muy extensa lista de afinidades lizaldianas con la gran tradición de Occidente, desde los poetas romanos hasta la llamada poesía pura de Valéry y Mallarmé pasando por un acuciosamente leído Siglo de Oro y por la presencia tutelar de Baudelaire.
Pese a esta formación enciclopédica, la trayectoria de Lizalde no es la del poeta enclaustrado en su biblioteca y registra un tempestuoso tránsito por los radicalismos estéticos y políticos (su militancia en el poeticismo y en la disidencia a la izquierda de la izquierda) que, sin embargo, nunca renuncia a la adscripción clásica. Es conocido el periplo del poeta (narrado con humor por él mismo y descrito de manera rigurosa y erudita por Carlos Ulises Mata en su indispensable La poesía de Lizalde): los inicios en la vanguardia poeticista, esa fantasía de rigor y control que apunta a una destrucción cerebral del edificio de melcocha de la lírica mexicana por parte de una pequeñísima élite de poetas-filósofos. La militancia poeticista se trueca, poco después, en una poesía política que, teñida de abstracción y algo de pedantería, practica la denuncia y busca un despertar de la conciencia proletaria con versos casi gongorinos. De estas experiencias surge un par de plaquettes maldecidas por su autor, pero surge, sobre todo, un poeta dotado y adiestrado musical y visualmente (con los rigores del conteo de versos y la forja de imágenes); consciente del entorno social pero también de las trampas y limitaciones de la literatura militante, y con un temperamento intelectual abierto a las más diversas formas de creación, reflexión y pensamiento (sólo la pereza crítica puede explicar el olvido de las facetas de Lizalde como narrador y ensayista).
No es extraño que este arduo proceso de formación demore su lucimiento como poeta hasta 1966, cuando factura su primer libro de pantalón largo, el primero que el propio autor parece aceptar en su bibliografía, nada menos que Cada cosa es Babel, ese poema filosófico que alude a la tribulación adánica de nombrar y a la ambigüedad inabarcable del lenguaje. En una larga secuencia poética que, pese a su exigencia, fluye con naturalidad y tensión dramática, Lizalde asume que las palabras no responden a la esencia de la cosa y el vínculo entre el mundo y el lenguaje es arbitrario y contingente. La notación y dotación de significado al mundo proviene entonces del acto de libertad de una conciencia poética. Esto implica una responsabilidad abrumadora que puede observarse en ciertas imágenes en las que un paisaje y una fauna innominados piden a gritos un nombre al atribulado nominador que es el hombre. Este rasgo dota de dramatismo y violencia a Cada cosa es Babel y como dice Vladimiro Rivas Iturralde: “Este poema afronta el tema teórico, abstracto de la denotación; sin embargo, lo hace a través de una imaginería carnal de verdugos y víctimas, de lastimadores y lastimados, de sujetos activos y punzantes que inflingen heridas sobre objetos pasivos o vulnerables”. En efecto, en este libro que aborda argumentos de indudable altura y dificultad, Lizalde llega a una expresión al mismo tiempo desnuda y compleja, física y metafísica que, a través de la paradoja, produce el choque de una verdad revelada. Una poesía que quiere violentar el significado con una construcción que, a ratos, entreteje hallazgos y argumentos del pensamiento sistemático y que, a ratos, es más prosódica que lógica y arrebata con una extraña melodía intelectual.
El tigre en la casa (1970), que sigue de inmediato a Cada cosa es Babel, es el libro emblemático de Lizalde: un catálogo ejemplar de metros y ritmos, un acervo de metáforas precisas y originales, un entrecruzamiento de citas y guiños. Artificio y, al mismo tiempo, explosión, a partir del motivo del tigre Lizalde es capaz de desarrollar un extraordinario recorrido poético y una disparatada y aterradora zoología, que implica metamorofosis delirantes, enfermizas invectivas, metáforas horrendas de lo humano, que van desde la ridiculización a la devastación moral de su objeto. Uno de los grandes temas del libro (y de la obra ulterior de Lizalde) es la decepción y el despecho amorosos, la indignación por la incapacidad femenina de entender el amor de la misma manera que el hombre y que, desde entonces, propicia la elevación de Lizalde como el defensor por excelencia de una especie varonil, castigada y denigrada por hembras fementidas.
Con estos dos libros, está marcado ya el significativo alcance de la poética de Lizalde: por un lado, el maestro en el arte de la composición que cultiva el poema extenso y se habla de tú con un pequeño linaje de grandes poetas y, por el otro, el poeta de entrañable carnalidad y sentimentalismo, con el que es posible identificarse como si fuera un compañero de barra en la lacrimosa cantina.
El ánimo especulativo, unitario y de largo alcance, priva, por ejemplo, en libros como La Tercera Tenochtitlan (1999), esa declaración y reclamo que dialoga con los grandes poemas urbanos y que evoca la historia portentosa y malaventurada de la ciudad, sus rincones entrañables y putrefactos, su traza monumental y caótica, sus amados y sucios habitantes, sus esplendor y oscuridad; en Rosas (1994), ese delicioso divertimento que demuestra el desafío de inspiración y destreza que implica escribir sobre un tema autoasignado o en Algaida (2004), ese escrutinio en la espesura de la memoria, donde desfilan imágenes históricas y reminiscencias íntimas, donde se alternan la añoranza y el horror, la celebración de la vida y el reposado lamento crepuscular.
Por su parte, el ánimo coloquial e intimista domina en La zorra enferma (1974), un poemario epigramático, con fuerte olor a misantropía, que matiza el moralismo del género con la ironía y hace un ajuste de cuentas humano y político; en Caza mayor (1979), donde vuelve a los motivos del tigre aunque con un pesimismo más acendrado, o en Tabernarios y eróticos (1989), esa celebración del copular y del libar, evocación y glorificación de la bohemia, con una hechura exigente que improvisa con temas, sonoridades y motivos y rehace ritmos y giros populares.
En fin, desde el abordaje filosófico del lenguaje hasta las experiencias inmediatas del deseo y la decepción, Lizalde dispone de un abanico temático y un repertorio estilístico impresionante y se ha convertido en una referencia fundamental de la poesía mexicana. Acaso, como en toda obra poética de altura que traza su propio y exigente rasero, hay altibajos, momentos autoparódicos, textos de circunstancia o juegos de ingenio de pronta caducidad que se cuelan en algún libro. De todos modos, el hálito poético de Lizalde es imponente: dueño de una poderosa declamación poética, su escritura es sonora y contundente, rica en prosodia, original en imágenes, inmensa en referencias. Se trata de una poesía que ha influido las más diversas comunidades del gusto y tanto los perpetradores de la poesía del lenguaje, como los de la musa callejera, pueden celebrarlo y reclamar el ADN de una herencia poética.

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