viernes, 24 de julio de 2009

Eduardo Lizalde: La poesía es una tarea compleja, lenta, torturante

Rafael Vargas
(Fragmento)

A Eduardo Lizalde no le gustan las entrevistas. Le parecen —lo señala dos o tres veces a lo largo de ésta— “deplorables: se repite uno mucho”. Y no le gusta hablar de su vida personal —“no soy tan importante”, dice—, pero no cabe duda de que conocer algunos aspectos de su formación como escritor y su vida personal ayudan a comprender mejor la versatilidad de su obra.
No le faltaría razón si la anécdota desplazara las más de cinco décadas que se le cuentan de ejercicio poético o, como al poeta mismo le parece, algunas de sus obras autobiográficas fueran, en efecto, relegadas o mal leídas. Los pequeños o los mayores éxitos en poesía se miden, más bien, por el fervor y la cita imprevista o inducida de versos y poemas que delatan la persistencia, la penetración y lo dilatado de una obra y un autor. Lizalde, no es exagerado decirlo, pertenece ya a la memoria colectiva: no es extraño que el tigre, la zorra, las tabernas, los amores desgraciados, tengan en los lectores de poesía la impronta de Lizalde.
Irónica siempre, letal en su ternura, en la poesía de Lizalde abunda una figura, el tigre, que ha terminado por identificar su obra como al autor mismo. Suntuosa y soberbia como el tigre, la voz que señorea desde
Cada cosa es Babel, pasando por Caza mayor, hasta Algaida es inconfundible en la poesía mexicana, entre algunas otras características, por su sonoridad y la precisión cortante de un alfanje.
Nacido en 1929, el 14 de julio Eduardo Lizalde cumplió los 80 años de edad. Como pretexto indiscutible, pero también por todo lo que la poesía contemporánea le adeuda,
Crítica ha reunido en estas páginas el testimonio del poeta, un poema casi adolescente (“La muerte”), y cuatro aproximaciones de cuatro críticos y poetas que no necesitan ya presentación: Eduardo Milán, Armando González Torres, Luis Vicente de Aguinaga y Juan Leyva.

—En las primeras páginas de Cada cosa es Babel, se lee: “Cuando nací ya estaba creado el nombre, mi nombre, pero creció conmigo como un zarzal de letras...” ¿Por qué Eduardo? Tu bisabuelo se llamaba Trinidad; tu padre, Juan Ignacio...
—Mi abuelo paterno era Eduardo.
—Entonces, es en honor a él.
—Sí, eran costumbres familiares. Mi padre se llamó como mi bisabuelo, que era Juan Ignacio. Trinidad era el bisabuelo materno.
—¿Y conociste a tus abuelos?
—No, nunca conocí a ninguno de ellos. A la única abuela que conocí fue a la materna, que fue la única que sobrevivió hasta los ochenta y tantos años de edad. Mi abuelo y mi abuela paternos murieron cuando mi padre era muy niño. El abuelo materno también murió poco después de la Revolución, cuando mi madre era niña.
—De manera que esa metafísica del nombre que expresas en Cada cosa es Babel también está sustentada en un Eduardo concreto...
—Lo realmente extraño es que el nombre exista antes de que uno nazca. ¿Quién no ha reflexionado sobre eso? Y ése es el hilo conductor, la columna vertebral de Cada cosa es Babel, un libro que me llevó varios años. Lo rehice varias veces. Cuando se publicó, en 1966, ya tenía cinco años de haber sido escrito. Estuvo durmiendo el sueño del justo en los cajones del Fondo de Cultura, que ya había aprobado su publicación en 1965.
—Precisamente en el momento en que Orfila se va del Fondo...
—Orfila se va y Alí Chumacero, que en ese momento todavía estaba a cargo de la gerencia —luego renunció y se apartó del Fondo por unos años—, me dijo: “Retira tu libro porque aunque ya está aprobado, quién sabe cuándo se va a publicar.” Lo retiré. Poco tiempo después lo leyó Rubén Bonifaz Nuño, que era el director de la Imprenta Universitaria (yo era el jefe de impresión) y me dijo: “Hombre, publiquémoslo en la colección de Poemas y Ensayos.” Así fue como finalmente vio la luz.
—Es un libro al que el tiempo le ha hecho plena justicia. Se mantiene absolutamente vivo, sin hojarasca...
—Por fortuna ha escrito sobre él mucha gente. Entre los lectores más recientes están Evodio Escalante, Marco Antonio Campos... Pero recuerdo que cuando apareció a Octavio Paz no le gustó mucho ese libro. Octavio celebró El tigre en la casa, no Cada cosa es Babel, a pesar de que le pareció que estaba bien escrito.
Recuerdo también que Rubén Bonifaz Nuño me hizo alguna vez una broma a propósito de ese libro frente a Augusto Monterroso y Marco Antonio Montes de Oca —que por entonces era mi compañero de banca ahí en la Imprenta y se autonombraba el mayor poeta de México, sólo comparable con Octavio Paz—; Bonifaz Nuño le dijo a Marco Antonio: “Ese poema está muy bien escrito, y no lo has escrito tú; es un poema como Muerte sin fin. Hay mucho Valéry, hay mucho Góngora.” Yo me quedé azorado. “Pero les quiero decir —añadió Rubén— que a mí no me gusta nada Muerte sin fin.” Y remató diciéndome: “Te falta hacer más obra.” Pero en 1966, cuando se publicó Cada cosa es Babel, yo ya estaba metido en El tigre en la casa, que se editó en 1970 a instancias de Salvador Elizondo, quien lo llevó a la Universidad de Guanajuato. En realidad lo había concluido en 1968. Los primeros poemas de ese libro se publicaron en 1967. Ya no recuerdo qué revista publicó fragmentos de El tigre en la casa en esos años. Yo ya estaba trabajando en otra línea.
Pensé, por cierto, que El tigre en la casa no iba a ser un libro bien recibido, pero fue el mayor éxito editorial de mi entonces escasa y mal circulante poesía —porque después circuló un poco más—. Misteriosamente El tigre en la casa se leyó muchísimo y aún se sigue leyendo. Es un libro, como se dijo, de un escritor tardío, porque tenía yo 40 años de edad cuando se publicó. Ahora bien, eso no es del todo exacto, porque en realidad desde el final de los años cincuenta ya tenía yo bastante avanzado Cada cosa es Babel y escribí El tigre en la casa en la primera mitad de los sesenta, cinco años antes de ser publicado.
—Curiosamente, hay un traslape entre la publicación de Cada cosa es Babel y la aparición de Poesía en movimiento. A tus lectores les ha llamado siempre la atención que no figures en el índice de Poesía en movimiento.
—En realidad es algo muy explicable, porque Cada cosa es Babel se publicó al mismo tiempo que Poesía en movimiento pero, además, yo estaba algo distanciado de Octavio Paz. Unos cuantos años antes yo había dado una conferencia sobre él, agresiva e imprudente, en la Facultad de Filosofía y Letras a la que él asistió. Asistieron también Carlos Fuentes, Elena Garro, Ricardo Guerra, Jorge Portilla. Al terminar, creo que Fuentes me dijo: “No has sido muy afortunado.” Me lo dijo también Portilla: “Eres un sectario. Vas a terminar en el estalinismo más cerrado.” De esa conferencia salí con Octavio Paz discutiendo terriblemente sobre problemas políticos. Y Octavio se distanció, sentido conmigo. Yo le decía que era un gran poeta equivocado, porque había criticado el marxismo y el mundo socialista.
Nos reconciliamos a final de los años sesenta. Le escribí para decirle que lamentaba haberlo criticado por sus puntos de vista políticos, porque en ese momento mi experiencia política había hecho que mis ideas cambiaran y que reconocía mis errores stalinianos y mi ignorancia. Pero ese distanciamiento hizo que yo no le mandara mi libro —Octavio vivía fuera de México—, de manera que lo más probable es que en la época de Poesía en movimiento ni siquiera lo hubiera leído, y quizá tampoco ninguno de los amigos que se ocupaban de hacer la selección de esos textos que conformaron la antología.
En 1986 Octavio publicó un “Post-scriptum” a Poesía en movimiento en el que lamenta que no se me hubiera incluido y hace un elogio entusiasta de mis libros.[1] A partir de El tigre en la casa leyó ya con más atención y generosidad las cosas que yo publicaba.
Cuando leyó la primera Memoria del tigre —me refiero a la que publicó Katún, no el Fondo de Cultura— me dijo: “Es excelente el libro.” Y continué mandándole libros: Caza mayor; Tabernarios y eróticos, que se publicó dos veces con el sello de Vuelta, y me hizo muchos comentarios conforme aparecían nuevas cosas mías, más de viva voz que por escrito, aunque en las dedicatorias de los libros que me regaló siempre las celebraba.
Un día que fui a visitarlo, muy poco antes de su muerte, me dijo: “Estoy en deuda contigo. Debí haber escrito un ensayo más amplio sobre tus libros, que me parecen admirables.” ¡Imagínate! ¡Se encontraba en condiciones de salud tan terribles y todavía tenía esa generosidad! Por supuesto, le dije: “Octavio, no estás en deuda con nadie. En deuda estamos nosotros contigo, que hemos recibido no sólo la enseñanza de tu poesía, sino de toda tu enorme obra. Por favor no vengas con eso.”
Era muy exigente pero generoso. Creo que a veces se pasaba de generoso, y no siempre le resultaba bien la generosidad a Octavio Paz. Pero lo leía todo y lo trataba de comentar todo y de juzgarlo todo. Tenía una capacidad verdaderamente monstruosa, como lector, como crítico y como creador. Siempre acusaba a sus colaboradores más jóvenes de ser perezosos. Condenaba mucho la pereza. A mí mismo me criticaba un poco, pero no tanto. Me decía: “Tú publicas libros, publicas artículos, has publicado una especie de autobiografía, aunque te quedaste corto en la Autobiografía de un fracaso, que es un libro magnífico, pero debiste extenderte más, hacer crónica, hablar de la gente tratada...”
Era un hombre siempre atento a lo que hacían los demás, y se daba tiempo para tratar de enterarse, no sé a qué horas, porque trabajaba todo el día y acudía a cuantas reuniones nacionales e internacionales de cultura le era posible atender y era su propio agente literario. Sólo se apoyaba en un secretario. Tenía una capacidad de trabajo verdaderamente impresionante y un talento evidentemente excepcional.
Así que la experiencia del trato con Octavio Paz fue muy larga, muy fructífera y muy impactante para todos los que lo conocimos.

[1] Escribe Octavio Paz: “Un nombre —una obra— que ha cambiado nuestro paisaje poético: Eduardo Lizalde. Unos años antes de la publicación de Poesía en movimiento era conocido por un libro inteligente y, al mismo tiempo, sensible: Cada cosa es Babel (1960). [sic] Diez años después, en 1970, publicó El tigre en la casa. Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso. Desde entonces Lizalde ha publicado varios libros de poemas; cada uno de ellos, cada vez con mayor precisión y limpieza no exenta de piadosa ironía, es una operación sobre el cuerpo de la realidad. Mirada-cuchillo de cirujano, mirada de moralista, mirada de enamorado.” [Nota del entrevistador.]

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