jueves, 26 de agosto de 2010
La historia secreta de los mapas
David Miklos
Valeria Luiselli, Papeles falsos, Sexto Piso, México/España, 2010, 106 p.
Portaplanos
Primero está el libro.
Como objeto físico es impecable: las tapas rojas con amplias solapas, las guardas negras, el papel bond acremado de un gramaje sutil.
Sobre la portada, el nombre de la autora, en versales y versalitas, está preso por el título, impreso en altas siluetadas, vacías de su naturaleza bold o negrita.
Bajo estos datos, el sello de la editorial.
Ninguna ilustración: letras rojas sobre un fondo rojo.
El texto de la contraportada está dividido en dos apartados. El primero, descriptivo, anuncia que se trata de un primer libro y que su género es el ensayo narrativo; el segundo, celebratorio, lleva la firma de Francisco González Crussí y habla de la autora como una tránsfuga del mundanal y turbio ruido, además de mentar su carácter de promesa mayor dentro de nuestra íntima galaxia literaria nacional.
En la solapa que se desdobla de la portada se anuncia que Valeria Luiselli nació en la ciudad de México en 1983 y que ha vivido en distintos países del orbe; ahora transita entre Tacubaya y la Universidad de Columbia, en donde cursa un doctorado.
Este último dato nos permite especular sobre el ambiguo título del libro: Papeles falsos.
¿No serán estos ensayos narrativos la rebaba de los trabajos académicos que escribe su autora, es decir, literatura en estado puro que se fuga de las reglas de investigación universitaria? Pensemos en inglés: false papers, en donde el sustantivo quiere decir, sí, papeles, pero no en su carácter de meros documentos u hojas sueltas de papel sino de ensayos escolares que deben entregarse al final del periodo académico, sujetos a un calendario y no al libre albedrío de quien los pergeña; el adjetivo que lo acompaña, ése sí es transparente, de una contundencia absoluta: falsos.
Basta con trasponer el umbral del libro —la tapa roja, las guardas negras, la hoja de cortesía, el par de portadillas, la página legal, la dedicatoria, el índice y el título del primer apartado en compañía de un epígrafe de Joseph Brodsky— para verificar la hipótesis anterior: las primeras líneas del texto le dan la espalda a la academia y anuncian un estilo libre de ataduras, referencias técnicas y notas al pie.
Pero no sólo eso.
Realizada la lectura, consumado el paso de la primera a la última página, Papeles falsos se descubre como un libro de igual modo rebelde a los géneros: no es mero ensayo, pero tampoco es llana crónica: no. Lo que Luiselli ha pergeñado y pulido con esmero en esta primera entrega libresca es una suerte de novela autobiográfica a la vez velada y evidente, oculta tras las cortinas casi traslúcidas de la literatura en estado puro.
Algo así.
Pisapapeles
Todo comienza y todo termina en el mismo sitio: el cementerio veneciano de San Michele y, más en particular, la tumba de Joseph Brodsky, uno de los evasivos virgilios que le tienden y le destienden la mano a Luiselli en su deambular por este mundo de libros y relingos, vertido con inteligencia y honestidad en las 106 páginas de Papeles falsos.
Si hay un tema o un motivo en el que aquí se reincide, no es otro sino el mapa: un plano sin aparente volumen, bidimensional, condenado a ser doblado y desdoblado sobre una superficie lo más llana posible para poder realizar su lectura, seguir sus indicaciones, orientarnos cuando la brújula interna falla y trazar un recorrido de A a B sobre las calles allí ilustradas. Sin embargo, los diez apartados que componen el libro que nos ocupa distan mucho de ser la mera representación literaria del motivo elegido, así como tampoco son una mera línea recta que se tiende entre un par de puntos. No.
En términos de estructura, Papeles falsos es un círculo o una elipsis aparente que parte de A para llegar a A misma. Sin embargo, en este tránsito de uno al mismo punto, algo también se dobla (y se desdobla, mapa al fin y al cabo) para darnos como imagen gráfica una suerte de banda de Möbius en la que se avanza sobre el derecho para terminar en el revés, allí donde A muestra ambas caras.
Sin embargo, una vez repasados los diez apartados del libro uno cae en la cuenta de que es otra la figura que, reunidos y tendidos sobre una mesa, representan: estamos, sí, ante una esfera, dentro de la cual A es un punto difícil de sitiar o de encasillar, un punto libre dentro de un cuerpo tridimensional que se antoja, sin más, perfecto, englobado o contenido por sí mismo; a imagen y semejanza del propio mundo, pues.
Lupa
Allende cualquier metáfora geométrica o abstracción a la que los sometamos, los Papeles falsos de Valeria Luiselli son diez variaciones o desplazamientos sobre un mismo tema o mapa. Pero vayamos por partes antes de vociferar el todo.
En el primer apartado, “La habitación y media de Joseph Brodsky”, Luiselli se pasea por el cementerio de San Michele en pos de la tumba del aparente animador de las páginas que al lector se ofrecen, un cementerio que, visto desde el cielo, semeja “un enorme libro de tapas duras” en donde las palabras son “esqueletos en descomposición”; o bien, una gran lápida rectangular, sin más atributos. Más que un encuentro con Brodsky y el último espacio ocupado por su persona —al final comprenderemos que se trata de su revés: un luminoso desencuentro—, lo que aquí se descubre es la quintaesencia del anonimato como eje de la condición humana: nada somos y, nombres y rostros aparte —grabados y enmarcados sobre una tumba, morada última—, a la nada volvemos. (Y si algo de nosotros permanece, eso no puede ser más que la poesía.)
Más allá de Venecia y su no tan famoso cementerio, Luiselli emprende un vuelo trasatlántico en “Mancha de agua” —eco de la Marca de agua de Brodsky, su evasiva memoria veneciana—, en donde Luiselli entra propiamente en materia y sobrevuela el motivo evidente de su libro: los mapas. Más en particular: el mapa de la ciudad de México, es decir el mapa imposible de una ciudad imposible, en la cual pasearse es una afrenta. Aún en las alturas, la confesión no tarda en llegar: “Escribir sobre la ciudad de México es una empresa destinada al fracaso” y sus calles no son propias para el flâneur, esa figura de la modernidad urbana pergeñada por Baudelaire, domeñada por Benjamin y evitada, sabiamente, por Luiselli. Ciudad sin planeación y sin mapas originarios, la de México no es más que el fósil desértico, informe, de un lago, agua petrificada sobre la cual la escritora, finalmente, aterriza para decir y decirse: yo soy y no soy esto.
Compás
La trilogía de apartados siguiente es acaso el alma o el espíritu ulterior de Papeles falsos: de “La velocidad à velo” a “Cemento” —un breve párrafo, en realidad; añadido o coda de realidad brutal aislado del resto—, pasando por la búsqueda inútil del significado de la saudade lusitana que es el notable “Dos calles y una banqueta” —quizás el tramo más logrado del conjunto—, Luiselli recorre la ciudad en su carácter de bicicletista invisible, desmarcada de los que caminan bajo sospecha y de los que abarrotan tanto automóviles como las distintas formas de transporte público, todos ajenos a la realidad que los contiene. Refugiada de la lluvia bajo el cobijo de una librería de viejo —suspendido el recorrido en bicicleta por sus calles de la defeña colonia Roma—, Luiselli rebuscará, sin éxito, la verdad de la saudade en un hermoso paseo etimológico-existencial por la nostalgia, la melancolía y el spleen, el actual y a la vez clásico síndrome de Ulises, así como por la burda y acomodaticia depresión, ese vertedero de emociones y estados tanto humanos como, y sobre todo, literarios. Pero más allá de las palabras y sus significados, no siempre del todo descifrables, Luiselli abunda en el derrotero último de su libro: “La saudade es presencia de una ausencia: una punzada en un miembro fantasma; una grieta en Iztapalapa; los ríos y lagos de la ciudad de México; un hoyo en un jardín.” O bien, un shul, como quiere Rebecca Solnit en A field guide to getting lost (2005) —libro que no puede ser más que un pariente cercano del que aquí nos ocupa, si de parangones se trata—; o un relingo, como leeremos más adelante.
Brújula
De las palabras dichas al idioma de las líneas del rostro, Luiselli concentra su mapa esférico en otro trío de capítulos, cuyos ejes son “lo que se dice”, “lo que se escribe” y “lo que se recuerda”: planos aparte, entramos a la real materia gris —el color es injusto: en realidad aquí se trata de una especie de blanco perlado— de Papeles falsos, que no puede ser otra sino la maleabilidad del lenguaje y el modo de encararlo, es decir, de hacerlo propio y convertirlo en escritura.
Así pues, en “Paraíso en obras” y dentro del hogar en reconstrucción en el que la escritora se sitúa, comprendemos que “Nacimos llenos de algo —de materia gris, de agua, de nosotros mismos—, y en todos se está produciendo, en cada instante, la alquimia lenta de la erosión. Llevamos una caverna en proceso encima del cuello, pedazos que serán pedacería”. Pero no sólo eso, y he aquí el quid o la joya en el pajar desbrozado por Luiselli: “Entonces, algo se rompe [cuando hilamos una sílaba con la otra y decimos “mamá”]. En el momento en el que pronunciamos el nombre de aquel lazo, el primero y el más íntimo, se rompe definitivamente algún nexo con el mundo (…) Más que una reminiscencia del paraíso, aprender un idioma es un primer destierro, exilio involuntario y mudo hacia el interior de esa nada en el corazón de todo lo que nombramos (…) Aprender a hablar es darse cuenta, poco a poco, de que no podemos decir nada sobre nada.”
De vuelta al veleidoso asfalto de la ciudad de México, son los “Relingos” trazados por Luiselli su mayor descubrimiento, “terrenos vagos, espacios residuales abandonados” conformados por el encuentro de las caprichosas líneas de la urbe y esas áreas de nada o de ninguna parte creadas o conformadas por ellas. Pero lejos de ser pedacería o detritus humano o urbano —eso que queda de nosotros, erosionados, al final de nuestra vida—, los relingos no son otra cosa que huellas vírgenes, dispuestas para rellenarlas —ya sea de vida o de escritura— o, mejor aún, para crearlas y depositar allí los descubrimientos de nuestro paso por el lenguaje. Así las cosas, no todo es caos en la ciudad de México —Luiselli se ve tentada a hablar aquí del carácter del mexicano, pero sortea el canto de las sirenas con decoro y gracia— y, pese a todo, quedan espacios fértiles, relingos para la literatura, esa nada que es todo lo que, en realidad, de nosotros permanece.
Otra vez en casa, terminada la obra que aquejaba el patio interior del edificio y su acceso al departamento, Luiselli descubre que su rostro amanece convertido en otro, incompleto, en “Mudanzas: volver a los libros”. De una reflexión sobre el cómo y el porqué rellenamos los espacios vacíos que se manifiestan en nuestra vida —más en particular los espacios físicos: un departamento, una casa nueva—, la escritora vuelve no sólo sobre su oficio de hiladora de palabras sino de lectora mientras busca y desembala de una caja el Escribir de Marguerite Duras, entre cuyas páginas yace un memento o una reliquia, un boleto de tren procedente de otra y la misma vida, la suya propia: “Volver a un libro —escribe— se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado.” Encontrado el libro, hecho el descubrimiento, Luiselli devenida Duras se encara en el espejo: “[E]sta cara, como todas otras, no es solo una colección de huellas; es también el bosquejo de un rostro futuro. (…) En mi rostro joven intuyo ya una primer arruga de la duda, una primera sonrisa de indiferencia: líneas de una historia que comprenderé después.”
Antes del cierre, Papeles falsos incurre de manera necesaria en una especie de digresión: del primer al séptimo piso de un edificio, Luiselli se asoma por la ventana de su departamento de universitaria sólo para constatar que, hoy, la indiscreción ha cambiado de matices. “Ya no existen las ventanas indiscretas —nos dice— porque todo pasa adentro de esas windows más pequeñas, circunspectas y herméticas en las pantallas de las computadoras.” Es éste, pues, un capítulo de interiores, el único en el que la escritora se enclaustra en serio y abandona, tan sólo momentáneamente, la naturaleza solar y de persianas abiertas de su libro, en una obligada referencia al “trueque de categorías” entre el espacio público de la calle y el privado de la casa. ¿Por qué estamos condenados a dormir en la misma cama, noche con noche? ¿Por qué no, como recomienda el portero que vela el umbral del edificio donde vive la escritora, saltamos de una a otra cama y “participamos de una poligamia habitacional” y buscamos dormir las más de las veces en camas ajenas? Acaso porque estamos condenados a ser siempre los mismos, camas aparte, afuera y adentro de la propia existencia.
Alfiler
Pasada la oscura y críptica claustrofobia, la luz se hace de nuevo: en “Papeles falsos: la enfermedad de la ciudadanía”, Valeria Luiselli regresa al cementerio de San Michele, aunque en realidad nunca dejó de estar allí, sola ante la tumba de Joseph Brodsky. Italiana por ascendencia —apellido es evidencia—, la escritora relata su “matrimonio de conveniencia” (Rubén Darío dixit) con la multisobada Serenissima.
En una conclusión sobre los linderos de la identidad, la confesión se hace nuevamente manifiesta: por más que Luiselli intente decirnos que los papeles que la hacen veneciana son falsos —en realidad, son legales y sellados por la burocracia—, descubrimos qué es lo que la hace llorar no cuando deja los canales de la ciudad que se hunde sino cuando aterriza en las calles de la ciudad hundida y desaguada.
Mexicana por aceptación, la escritora revela su real pertenencia no por motu proprio, sino por el azar que vincula a la salud con el destino, es decir, con la tumba —más propia que ajena: un relingo íntimo—: Adesso, sei veneziana, dice la burócrata y estampa un sello en su existencia, si bien nosotros leemos el tatuaje que yace bajo esa línea y esa estampa como una evidente marca de agua: A partir de ahora eres escritora.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario