Así como el azar hace las cosas bien, según suele decirse, la predisposición las hace casi siempre mal. Tratándose de Javier Sicilia, es un hecho que cierto prejuicio generalizado contribuye a entenderlo a priori como “poeta católico”, cargando en el adjetivo unas tintas que desde luego se le regatean al sustantivo. Cabe preguntarse, dado lo anterior, si etiquetar su lenguaje y sus preocupaciones con las fórmulas de la “tradición católica” y el “arrebato religioso” no acaba siendo tanto como juzgarlo un caso anómalo, excéntrico y, en consecuencia, más o menos ajeno a lo específicamente literario.
¿Se gana realmente algo al subrayar que determinado poeta mexicano del siglo XXI sea católico? Al menos en el México de hoy en día, referirse al catolicismo es apelar à tout et son contraire, indicando apenas una realidad proliferante y flexible que, si en ocasiones implica una verdadera ética del reconocimiento y el amor, otras veces colinda con el fanatismo y el desprecio; que, si está dotada en ciertos casos de un genuino sentido de cultura ―cívica, litúrgica o artística―, en otros adolece de intransigencia, mala retórica y superstición. Léanse, por ejemplo, estos renglones de Víctor Manuel Mendiola, de donde acabo de citar las expresiones “tradición católica” y “arrebato religioso”, y verifíquese cómo, por el solo hecho de girar en la órbita de lo católico, hasta las palabras “ejercicio” y “disciplina” se cargan de un significado parasitario que, lejos de cooperar en un mejor entendimiento de la poesía, retrasa y enturbia su comprensión: “En cuanto a la idea de un arrebato religioso informado, la nueva poesía mexicana presenta dos ejemplos dignos de ser mencionados tanto por la constancia como por el carácter apasionado que revelan: Javier Sicilia y Elsa Cross. Estos poetas más que explorar mitos buscan misterios y, además, realizan este ejercicio con una disciplina atlética. El primero, dentro de la tradición católica y, la segunda, dentro del hinduismo.”[1]
No rechazo las evidencias, por supuesto: en Sicilia, como en casi ningún otro poeta mexicano importante de las últimas décadas, no sólo el cristianismo en su versión más austera, sino igualmente los ritos, prácticas y creencias de mayor complejidad y sofisticación del catolicismo encuentran ya no se diga un lugar, sino un correlato con la historia (por lo general trágica) de la humanidad, con el imaginario poético y con la experiencia cotidiana. Ello, sin embargo, más que refrendarlo como buen católico lo refrenda como buen poeta, en la medida que sus libros han demostrado ser capaces de resistir ―no sólo de sostener― un diálogo intenso con autores profundos, bibliotecas enormes y cuestiones morales de suma gravedad. De ahí que, más que leer en su Tríptico del desierto el destino del catolicismo ante la posmodernidad, yo he leído en cierta forma el destino de la poesía del siglo XX (Rilke, Celan, Eliot) en la del XXI.
Tríptico del desierto es, como indica su título, una trilogía y, si se avanza un poco más en la descripción, una especie de triángulo cuya primera característica es la de ser no isósceles ni equilátero, sino escaleno. Cada una de las tres partes del volumen (“Las cuentas en los dedos”, “La noche de lo Abierto” y “La estría en el yermo”) tiene, pues, entidad particular, ya que ninguna es modelo ni repetición de las otras, pero a la vez resulta decisivo que los tres apartados no sean tres poemarios contiguos, puestos uno junto al otro por mera inercia o atavismo acumulativo, sino que sean en verdad tres estancias, tres averiguaciones, tres maneras de hacer una misma constatación: la del hueco, retracción o ausencia de Dios en el universo cuya creación se le atribuye. Se trata básicamente de la teoría del tsimtsum, esa retirada o contracción de Dios que, al menos desde la Edad Media hispano-hebrea, ya postulaba el cabalista Isaac de Luria, como enseñan Gershom Scholem y José Ángel Valente.[2]
Que la “teología del vacío” no sea novedosa ni original de Sicilia importa muy poco. Lo que importa, más bien, son las vías por las que percibe semejante abstracción y se apropia de su sentido gracias a un ritmo, gracias a una respiración, gracias a una percepción sensorial más que a una concepción del mundo. Conviene subrayar cómo Sicilia se adueña del pensamiento del tsimtsum en palimpsesto, como traduciendo y reescribiendo un texto anterior:
Hueco, hueco, hueco,
todo viene del hueco,
dice prácticamente al final del Tríptico, y al decirlo interpreta y reelabora el comienzo del tercer pasaje de “East Coker”, segundo de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot:
O dark dark dark. They all go into the dark.
En otra página el estímulo no es menos entrañable, sabio y profundo, pero no se diría tan denso ni tan intrincado como los Cuartetos. Me refiero a un epígrafe que remite al Bob Dylan de Time Out Of Mind, su disco amargo y sereno de 1997, y específicamente al estribillo de Not Dark Yet: “It’s not dark yet, but it’s getting there”. Sicilia va mezclando con ésta dos o tres referencias más, y la última estrofa del poema ―nítida en la sensación, enigmática en la evocación― impresiona por su poder sintético:
No recuerdo a qué vine
ni qué ciudad es ésta entre las calles;
ya no sé a quién esperas en tu vientre vacío;
la calle sube serpenteando
y el viento silba en la iglesia desierta.
No recuerdo a qué vine.
Aún no ha oscurecido,
pero dicen que pronto llegará la noche.
Cuando, en otro poema, Sicilia escribe: “A las puertas del templo me senté a llorar”, templo y llanto se perciben ―dado el contexto― como verdades macizas, arraigadas en la estricta vivencia del poeta. Las meditaciones y rezos del rosario, que determinan la disposición y el orden de “Las cuentas en los dedos”, primera sección del Tríptico, hacen perfectamente necesario y verosímil que, al alcanzarse los misterios dolorosos, haya un templo de luto y, por lo tanto, una desgracia que llorar. El ademán de sentarse a sufrir el duelo, sin embargo, remite a las palabras de un poeta, el padre Alfredo R. Placencia:
Me sentaré a raíz, sobre la tierra,
mientras la vida calla y la luz duerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra,
y a otras del ya referido T. S. Eliot, ahora en la Tierra baldía:
By the waters of Leman I sat down and wept,
y a las palabras de Nehemías:
Al escuchar estas noticias, me senté a llorar,
y, por supuesto, al salmo 137:
Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos
y llorábamos acordándonos de Sión.
En el poema de Sicilia, entonces, la selección de las palabras delimita un punto de confluencia en que se ven reunidas la tradición (religiosa, en efecto, pero de una religión escrita, y escrita fundamentalmente por los poetas) y el arbitrio individual. El propio Sicilia, buen lector de Placencia, prologó en 1990 el insustituible Libro de Dios del sacerdote jalisciense, modernista crepuscular. Entresaco de su “Presentación” estas líneas y enfatizo en ellas la noción de vacío, la experiencia del dolor, la conquista crítica de una conciencia, la recompensa de la revelación, el sentido del espacio y el centro y la forma como todas estas nociones remiten al problema de la identidad: “Podría decirse que el pecado vivido con la conciencia del dolor operó en Placencia con una fuerza semejante a la kenosis (vaciamiento) del místico. […] Sin embargo, a diferencia de [los místicos], el poema en Placencia no es un centro de la revelación, sino un espacio a través del cual el hombre calma su dolor y se confiesa esperando la misericordia salvífica. Así, el poeta es un hombre desgarrado y sufriente que en su dolor se asoma a su alma para descubrir su verdadera identidad.”[3]
Para todo católico, ese dolor y esa conciencia remiten desde un principio ―y casi exclusivamente― a la pasión y muerte de Cristo. En la poesía de Javier Sicilia, en cambio, el martirio del redentor desencadena toda una serie de asociaciones verbales y del imaginario cuyo núcleo es la liturgia pascual (y, más que nada, el oficio de tinieblas) y, con ella, un conjunto de rituales codificados en torno a la persistencia del fuego ante la oscuridad generalizada. Oscurecer el templo, en este contexto, es prepararlo para la manifestación de lo sagrado, lo mismo que oscurecer las palabras del poema ―o sea opacarlas, despojarlas de iluminación artificial― es ahuecarlas y vaciarlas con tal de posibilitar en ellas la expresión estética, que también es erótica y política:
Oscurecimos todo
para poder mirar la luz de donde vino […]
humillamos el río de la carne y su memoria
hasta volverlos noche de la noche en el silencio oscurecimos todo
licuamos cada parte de la sombra
cada uva de niebla
cada mosto de bruma oscurecimos todo hasta hacerlo indoloro
fingimos que era luz abrasados de sueños enlazados nos miramos
la noche tras los ojos
oscurecimos todo y al final el cirio de luz el cirio de la carne
contemplamos emergido del tiempo incontenible
fruto de su decir vuelto llama
que lleva en él la cicatriz del tiempo
Importa observar, entonces, los mecanismos por cuya operación las creencias particulares de Javier Sicilia encuentran respaldo en su conocimiento del ceremonial católico y de los textos bíblicos o teológicos, pero ante todo en cierta concepción de la poesía. Formado en la preceptiva del Siglo de Oro castellano, el Sicilia de Permanencia en los puertos (1982), Oro (1990), Trinidad (1992), Vigilias (1994), Resurrección (1995) y Pascua (2000) era un poeta que trascendía el mero neoclasicismo de la silva, la lira y el soneto gracias a la energía introspectiva y la conmovedora sencillez de su inspiración. En gran medida es otro el Sicilia de Lectio (2004) y de Tríptico del desierto (2009): más plural, menos empeñado en pulir la superficie del texto hasta volverla uniforme, más concertador y menos partidario del unísono.
Rainer Maria Rilke y Paul Celan, otros dos poetas de honestas y conflictivas relaciones con sus respectivas educaciones religiosas (el Rilke de “lo Abierto” contrapuesto al “mundo interpretado”, el Celan todavía discursivo de “Fuga de la muerte”) son presencias que también han contribuido a modelar el tono, la velocidad y el repertorio temático de Tríptico del desierto. Tono, velocidad y temario, quiero decir, que informan ―por lo menos aquí, por lo menos ahora― eso que suele llamarse un aliento. Amplio, deseoso de nombrar incluso los pliegues más enigmáticos del ser y, al mismo tiempo, respetuoso del misterio que lo impulsa encubriéndose, no revelándose del todo, el aliento mismo del Tríptico del desierto es aquello que lo vuelve irresistible, convincente, hondo y verídico desde que inicia el primer poema del volumen:
No sólo el río, tiempo incontenible,
sino la carne es un hermoso dios desnudo,
un puente edificado entre el allá y el acá,
débil, a veces fuerte y, no obstante, pleno en sus límites
como un ave tendida en el viento,
un signo en el abismo,
no una mera consecuencia de los dioses,
sino Dios mismo en su hueco,
en su presencia retraída…
[1] Víctor Manuel Mendiola, Sin cera, UNAM, México, col. Textos de Difusión Cultural / Serie Diagonal, 2001, p. 11.
[2] “Según la visión de Luria, el primer acto de Dios no fue un acto de manifestación de salida de sí mismo, sino de ocultación, de retirada, de retracción, de ‘exilio’ hacia el interior de sí, con el fin de generar un espacio vacío, donde algo distinto de él, el mundo, pudiera ser creado” (José Ángel Valente, La experiencia abisal, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 114).
[3] Javier Sicilia, “Presentación” de Alfredo R. Placencia, El libro de Dios, CONACULTA, México, col. Lecturas Mexicanas / Tercera Serie, 1990, p. 15.
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