Fredric Jameson empieza un conocido ensayo de 1994 aludiendo al debate sobre el fin del arte que, en sus palabras, había sido “conducido acaloradamente en la década de los sesenta”.[1] No es inconcebible que se refiriera, entre otros, a Blanchot, uno de los participantes en la versión francesa de esos debates de mediados del siglo XX. Y sin embargo, si regresáramos a Blanchot, lo encontraríamos, en un ensayo de 1953 precisamente sobre la desaparición de la literatura,[2] remitiéndose a un tercer atestado de óbito, anterior al suyo: el lamento de Hegel, más de 120 años antes, por la decadencia del arte, el cual culminaba en la famosa declaración de que el arte era, ya en las primeras décadas del siglo XIX, cosa del pasado.
Las diferencias entre el sentido del óbito en cada caso no son insignificantes, pero para la discusión a ser emprendida aquí interesa señalar que no es inusual, en relatos sobre el fin de la literatura o del arte, que se describa la muerte como un evento ocurrido en un tiempo pasado, o que, cuando se concluye que la extinción no se ha consumado del todo, al menos se compruebe que la agonía de lo literario tiene una larga historia. De hecho, la idea del fin de la literatura, lejos de ser una propuesta escandalosa o novedosa, podría ya ser considerada canónica en la tradición de la reflexión sobre lo literario, surgiendo en diversas corrientes críticas, en distintos vocabularios teóricos, en las obras de escritores y críticos literarios de los más prestigiosos, en varias generaciones.[3]
Estirando un poco la idea, sería posible incluir en este linaje a Lukács, Adorno, Beckett, Kafka o Mallarmé, pasando por los ya mencionados Jameson y Blanchot y llegando a comentadores recientes como Agamben. En cualquier caso, el número, la variedad y la importancia de las voces parece sugerir que no sería un despropósito decir que la idea de la literatura como muerta, o al menos moribunda y amenazada de extinción, tiene un lugar central en la conceptualización moderna del fenómeno literario. Con eso llegamos a la situación actual, en que sería posible especular si hoy vaticinar el fin de la literatura generaría cualquier cosa además de un bostezo, o quién sabe, la interrogación: ¿se murió la literatura, otra vez? O entonces: ¿sigue muriéndose la literatura?
Empecemos entonces por un esbozo de respuesta a la pregunta: en fin, ¿podría la literatura un día acabar? (Invirtiendo el movimiento, y abordando la cuestión desde el otro extremo, las preguntas serían: ¿si siguiéramos retrocediendo llegaríamos a la primera muerte de la literatura? ¿O al día en que la literatura empezó a morir? ¿O a un tiempo en que la existencia de la literatura no estuvo bajo amenaza?) Por un lado, está claro que el fin de la literatura no tiene porque ser una imposibilidad histórica. La literatura, si un día empezó, podría —¿por qué no?— un día terminar. Como todo lo que tuvo un inicio, puede tener un fin, y sólo una perspectiva ahistórica supondría la eternidad de esta extraña práctica discursiva, esta manera peculiar de organizar la relación entre el lenguaje, el sujeto y la realidad. (Las definiciones ahistóricas de la literatura tienden a ampliar el concepto de literatura de tal manera que éste deja de ser útil, diluyéndose en concepciones generales de lenguaje.)
Si pensáramos, por ejemplo, a partir de Derrida, a través de la noción de la literatura como una institución, por más extraña que ésta sea, su fin sería seguramente un evento pensable. Si, siguiendo con Derrida, viéramos la literatura como hija de la filosofía, un concepto producido por la filosofía como estrategia de legitimación, un ligero desplazamiento en la auto-representación de la filosofía sería suficiente para que la literatura, por contraste, también se modificara. Valdría lo mismo, por ejemplo, para la historia —otro discurso cuya conceptualización cambió significativamente en las últimas décadas, pero cuya oposición continúa siendo importante en muchas definiciones de lo literario.
Cambiando de continente y de vocabulario teórico, pasando a un crítico como el brasileño Antonio Candido, poco parece cambiar para los fines de la discusión aquí desarrollada, al menos si circunscribimos la lectura a uno de sus textos. En su relato de la constitución del “sistema literario” brasileño, en varias ocasiones el crítico insistirá en la diferencia entre “literatura” y “manifestaciones literarias”. Para Candido, si éstas —las manifestaciones literarias— pueden existir sin un sistema literario, será apenas con la consolidación de una red que incluye a productores, receptores y mecanismos de transmisión que se podrá hablar de una “literatura propiamente dicha”. Sólo el conjunto de esos tres elementos permite, para Candido, el surgimiento de “un tipo de comunicación interhumana”, la literatura. Sin ellos, y sin “continuidad literaria”, “no hay literatura”.[4] (El riesgo, claro, es que las “manifestaciones” sean vistas como una especie de proto-literatura, un momento de subdesarrollo en el camino a una literatura plena.)
Sería posible seguir el ejercicio alineando otras definiciones de literatura y llegando a resultados más o menos parecidos. Y sin embargo, si nos acercamos con otro espíritu a la pregunta sobre el fin de la literatura, habrá que reconocer que hay en su formulación algo de incómodo: parece haber algo de demasiado “literario”, digamos, en la expresión “la muerte de la literatura”. Además de su lenguaje figurado, con la asociación de un término que describe la expiración de un organismo a una práctica discursiva, hay ecos románticos en muchos de los anuncios de la proximidad del fin de la literatura. Así, si, como tantos ya observaron, el relato del fin de los metarrelatos es una narrativa más grandiosa y ambiciosa que la mayoría de los relatos que ella condena al olvido,[5] ¿podría haber de la misma manera algo de “literario” en la proclamación de la muerte de la literatura? La fórmula, deudora tanto de procedimientos identificados como típicamente literarios como de la economía de la historiografía literaria, con sus constantes sucesiones, sustituciones y superaciones, en ese sentido haría lo contrario de lo que dice, cada anuncio de muerte revelando apenas la imposibilidad de su consumación y la persistencia de los espectros. Tal vez la propia idea de fin ya no sea productiva —al basarse en un esencialismo que parece suponer la posibilidad de una ontología o una metafísica de la literatura—. (Como recordó Derrida, la pregunta “¿Qué hay más allá de la metafísica?” es, en su estructura, una formulación metafísica. )[6] Y, efectivamente, en el caso de la literatura, hablar de su muerte como un peligro inminente parece suponer que un día la literatura estuvo plenamente presente, lo que haría del fin de su presencia un evento a ser evitado.
Sin embargo, la persistencia de esos relatos agónicos, tanto en la teoría cuanto en la propia literatura, suscita algunas cuestiones que deben ser enfrentadas en cualquier tentativa de construcción de una teoría de la literatura. Con la sorprendente duración de la agonía de la literatura, extendiéndose por un tiempo mayor que lo que sería razonable para cualquier moribundo, el estado agónico corre el riesgo de perder su necesaria excepcionalidad. Si la agonía es lo que caracteriza los últimos momentos de una existencia, la vida de la entidad no puede ser —toda ella— una agonía. De todos modos, esa agonía excesiva es un punto de partida posible, y tal vez recomendable, para una teoría de la literatura, que es lo que trataré de esbozar aquí.
Si es común en muchos de los pronósticos la percepción de la extrañeza de la institución literaria, esa práctica discursiva resbaladiza y traicionera que no estaría ni aquí ni allá; si la literatura parece tener la tendencia de escapar de las amarras que buscan fijarla, podríamos decir, usando otra fórmula de Blanchot, que la literatura empieza en el momento en que la literatura se vuelve una cuestión. (Estoy pensando la literatura, a través de la noción de ficcionalidad, como una práctica discursiva propia de la modernidad.) Así, si morir es no estar (del todo) presente, no sería otra cosa la posibilidad discursiva que la literatura representa. La peculiaridad de la literatura sería no ser exactamente una representación de la realidad. Nunca plenamente presente, y tampoco totalmente ausente, ¿ habría hecho alguna vez la literatura moderna otra cosa que no fuera agonizar y contemplar la posibilidad de su propia extinción? No estaríamos, en esas formulaciones, distantes del romantismo, pero tampoco, en otro sentido, de Adorno, ya que sería posible entender la autonomía del arte como un modo peculiar de negar la presencia.
Aceptada esa verificación —que la literatura, si es algo, es una forma de ausencia—, ¿no sería un contrasentido trabajar por su presencia más efectiva, por una literatura más viva? ¿En qué sentido, y para quién, sería deseable que la literatura abandonara su agonía, si ella es precisamente un discurso desde el fin?[7] La motivación de las preguntas es que la defensa de la preservación de la literatura, o del regreso a la literatura, sigue siendo el discurso dominante en algunos espacios contemporáneos, sobre todo en algunos lenguajes académicos, con la sugerencia, en algunos casos, de que sería posible una solución institucional para el problema de la literatura. Sin embargo, en último caso, ¿es viable defender la literatura transformándola en un derecho, una política pública, una ley, una disciplina académica?
La dificultad de los discursos ecologistas en defensa de la amenazada literatura es que en ellos la literatura no parece jamás estar asociada a la crisis, como si ésta le fuera externa, como si la literatura fuera apenas víctima de la configuración actual. Así, lamentar el lugar frágil reservado hoy a la literatura supone a veces que ese lugar fue determinado por los enemigos de la literatura y, en ningún sentido, por ella misma. Notablemente, diría Blanchot, el problema es que esta configuración corresponde también a la experiencia que la literatura y el arte desarrollan en su propio nombre.[8] La cuestión sería entonces cómo responder a los ataques, que de hecho existen, y si la mejor defensa sería la afirmación de la literatura. Inclusive habría que preguntarse, rescatando palabras de Gombrowicz, si es posible estar contra la literatura o si la oposición a ella también está condenada a ser transformada en (más) literatura. No faltan ejemplos, en las historias de diversas tradiciones literarias, de cómo puede ser productiva literariamente una postura anti literaria.
*
Con esto llego a algunos textos literarios que me ayudan a pensar la relación entre literatura y muerte, a algunos paradójicos relatos (¡literarios!) del fin de la literatura. Antes de llegar a Bolaño, anunciado en el título, evoco tres imágenes surgidas en la literatura mexicana reciente. La primera, presente en Salón de belleza, novela de Mario Bellatin: un “Moridero”, espacio construido para recibir a los que están al borde de la muerte, en una ciudad azotada por una epidemia. Bienintencionadas instituciones de caridad, al ofrecer ayuda insisten en llevar medicina, la cual es rechazada por quien mantiene el espacio: “tengo que volver a recalcar que el salón de belleza no es un hospital ni una clínica, sino sencillamente un Moridero”.[9]
No sé dónde hemos aprendido que socorrer al desvalido es tratar de apartarlo, a
cualquier precio, de las garras de la muerte. A partir de esa experiencia, tomé
la decisión de que si no había otro remedio lo mejor era una muerte rápida
dentro de las condiciones más adecuadas que fuera posible brindársele al
enfermo. (…) Lo único que buscaba evitar era que esas personas perecieran como
perros en medio de la calle, o abandonados por los hospitales del Estado. En el
Moridero tenían asegurados una cama, un plato de sopa y la compañía de todos los
demás moribundos.
Recupero esta imagen, la de un espacio creado con la función de defender el derecho a morir de una determinada manera —recordando la idea de Freud de que el organismo desea morir de su propio modo—[10], para tratar de pensar un lugar (imposible) para la literatura.
Segunda imagen. En un cuento de Álvaro Enrigue se narra la historia de un indio yahi encontrado en el norte de California en 1910, anunciado como el “último indio en estado de pureza de los Estados Unidos”. Ishi, el único sobreviviente de la masacre de su comunidad, se transforma en una atracción local, pero antes de que se lo lleve el dueño de un circo es rescatado por un profesor que se entera de su historia a través de un periódico de San Francisco. Desconfiando de que se trate del último hablante de la lengua yahna, lo lleva al Museo Antropológico. Después, aunque algunos traten de convencerlo de que regrese a su lugar de origen, Ishi insiste en pasar en el museo el resto de su existencia, primero en exhibición, después como empleado, guardando las monedas que recibe por su trabajo. El cuento describirá “la soledad inaudita del que se sabe al final de algo que ya no tiene remedio”, y, sobre las monedas, dirá que “Si uno es el último de algo, sus guardaditos no son un ahorro, sino el saldo de todo un universo.” Las últimas líneas del cuento hablarán de “conceder lo que queda, aceptar el museo y contemplar el saldo en espera de la muerte. Poner en la mesa nuestras cajitas y saber que lo que se acabó era también todo el universo.” El título del cuento es “Sobre la muerte del autor”.[11]
Tercera imagen. En los últimos años fueron publicados dos libros con el título El último lector (una novela del mexicano David Toscana en 2004,[12] una colección de textos críticos del argentino Ricardo Piglia en 2005).[13] Algo tendría que ser dicho sobre la temporalidad del último y su lugar de enunciación, sobre la voz del moribundo. Y también sobre el acto de declararse el último, proyectando el fin hacia el futuro próximo y situándose justamente antes de él. Pero aquí también me quedo apenas con una escena, sacada de la novela de Toscana, donde dos lectores dialogan en la biblioteca de un pueblo mexicano.
Los impresores podrían estar en huelga desde hace diez años y nadie lo notaría.
¿Sabía usted que de cada veintiocho páginas que se publican sólo se lee una?
Porque hay libros que se regalan a gente que no lee, porque caen en una
biblioteca sin usuarios, porque se adquieren para abultar un librero, porque se
obsequian en la compra de otro producto, porque el lector pierde interés desde
el primer capítulo, porque nunca salen de la bodega del impresor, porque también
los libros se compran por impulso. Yo acabo de deshacerme de El otoño en Madrid,
dice Lucio, iba en la página sesentaitrés; quedaron doscientas ocho sin leer. Yo
no pasé de la veinte, dice ella. Para que un tedio como ése llegue a Icamole se
requiere de la complicidad de autor, correctores, editores, impresores, libreros
y hasta lectores; eso sin contar a la pareja del escritor, que le dice sí, mi
vida, tú sí escribes muy bonito. Delincuencia organizada, dice él.
El problema, aquí, es que se publica demasiado.[14] El bibliotecario pasa a dedicarse a la destrucción de libros, con un espacio de la biblioteca reservado para los libros descartados, rechazados por el filtro de su lectura. El problema es el exceso, no la falta. La amenaza a la literatura es el ruido, no el silencio, como diría Blanchot.
*
En Roberto Bolaño, uno de los escritores más celebrados de los últimos años, se concede a la literatura un lugar complejo y ambivalente. En su obra están presentes desde la representación de las intrigas poco lisonjeras del campo literario, el rechazo del buen escribir y la sugerencia de la posible complicidad entre literatura y autoritarismo (o entre ficción y dictadura), hasta el sello fuerte de la literatura como deseo. Cuando es positiva, la literatura tiende a ser una esperanza, no un hecho, un bien o un derecho. No por casualidad abundan en los relatos de Bolaño las figuras del aspirante a poeta y del detective, como abundan las búsquedas, en ocasiones con un texto o autor como objeto. Y sin embargo el impulso en repetidas ocasiones llevará al fracaso, cuando no a la destrucción del objeto, como en la búsqueda de una escritora vanguardista por poetas adolescentes en Los detectives salvajes, novela sobre poetas en que la poesía está casi siempre en el horizonte y raramente se materializa.
Para una literatura pensada como deseo, la institucionalización se transforma en una amenaza, no una salvación. Bolaño inclusive propondrá que la literatura existe contra el sistema literario, y al revés. En el texto “Los mitos de Chtulhu”, Bolaño utiliza el terrible panteón cósmico de Lovecraft para describir el medio literario hispanoamericano: la industria editorial, las revistas culturales, la crítica académica. Como en el caso del campo literario mexicano en Los detectives salvajes, la representación aquí también tiene algo de mafia cinematográfica. Se comenta, por ejemplo, que el único grupo en que habría más intrigas y maniobras excusas y apadrinamientos e intercambios de favores que entre los políticos es el de los literatos. A todo esto se refería Bolaño, posiblemente, cuando, en respuesta a una pregunta sobre la posibilidad de salvarse a través de la literatura, dice que: “sobre mantenerse a salvo de lo que sea, no sé qué decirte, en literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha. Supongo que hay novelistas que opinan lo contrario. Dios les conserve su candor (o su estupidez) por mucho tiempo.”[15]
A la inevitable pregunta sobre el consejo que daría a un escritor principiante, Bolaño daría tal vez la siguiente recomendación cáustica: agradecer, agradecer siempre, agradecer con fervor, agradecer inclusive cuando no se sabe bien qué se está agradeciendo, y, “sobre todo, no morder la mano que te da de comer”.[16]
En esas representaciones del campo literario los investigadores y críticos académicos tampoco aparecen siempre como aliados de la literatura. Se señala, de esta forma, la ambivalencia de la absorción del elemento extramuros por la universidad, con aquello que es su objeto de estudio surgiendo como un evento traumático a ser asimilado por la “economía de captación” de la academia, aunque la incorporación sucesiva de saberes menores sea anunciada “con pompa”.[17] Como en este “transplante de saberes” se exige que los saberes primero hayan declinado en favor de la universidad, que se hayan subordinado a la universidad, Willy Thayer, de quien viene esta descripción de la dinámica universitaria, concluye que “toda universidad empírica estará contra el poema y no protegerá al poeta”.
Y sin embargo, entre las figuraciones de la literatura en la obra de Bolaño surgirá también lo siguiente: Auxilio Lacouture, personaje que aparece en Los detective salvajes y en Amuleto, uruguaya que vive en México y ronda como mosca el campo literario del Distrito Federal. En el día 18 de septiembre de 1968, cuando el ejército entra a la Ciudad Universitaria de la UNAM, Auxilio, ella última lectora en varios sentidos, se esconde en el baño del cuarto piso de la Facultad de Filosofía y Letras. Allí se queda, durante días, siempre en el baño, teniendo por compañía apenas algunos libros. De esta forma se sitúa la supervivencia de la literatura en un espacio universitario —aunque sea, es cierto, en un baño, y a través de un personaje que es apenas oblicuamente asociado al medio universitario, una mujer que limpia las casas de algunos escritores y hace trabajos ocasionales de secretaria—. Del baño, y desde su delirio, Auxilio ofrecerá una especie de testimonio de la inminencia de la muerte de la literatura. (Mucho más podría ser dicho sobre la inminencia de la muerte en la obra de Bolaño.)
Es en momentos como ése que Bolaño podría ser considerado un escritor romántico (ésa es la tesis, por ejemplo, de Rodrigo Fresán).[18] Dijo Bolaño: “Yo creo que en el fondo la parodia sólo disfraza el deseo enorme de ponerse la llorar.” Y también lo siguiente: “La escritura es un peligro”, y escribir bien es
saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la
literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del
precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno
quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la
comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que
cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura es un peligro.[19]
Y además esto, en otra definición de literatura:
La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái que no
pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además,
que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser
derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.[20]
Tal vez en esos momentos Bolaño no estuviera tan distante del candor que describió con desaire. Lo que parece representar es una especie de apuesta final: al representar el campo literario —y el mundo entero, en realidad— con todo su horror, y al hacerlo desde la propia literatura, parece mantener la esperanza de que sobreviva alguna diferencia entre la literatura y el campo (y el horror). En palabras del propio Bolaño, todo eso “suena un poco melodramático. Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.”[21] Aunque no sea exactamente un final eufórico para estas notas, la puta honrada es acaso mejor que otro modelo de prostituta que aparece en la obra de Bolaño: la puta asesina.
*
Este sería un lugar oportuno para terminar estos apuntes. Sigo, sin embargo, más allá del fin, para señalar un punto más, precisamente sobre la dificultad de terminar.
Algunos relatos de Bolaño parecen no acabar. Al contrario, van formando una red de historias interligadas, con enredos y personajes retomados en otros cuentos, novelas y poemas. Pienso, a partir de esa dificultad de terminar, o de esa resistencia al desenlace, en la posible importancia del fin y del límite para el propio concepto de literatura. ¿La imposibilidad del fin sería incompatible con la poesía, el cuento, la novela? (Para Agamben, el verso es una unidad que encuentra su principio apenas en su final.)[22] ¿Sería posible hablar de literatura —de literatura en general, de una obra en particular— sin la posibilidad de que termine? ¿Tendría significado la literatura si no tuviera fin —o comienzo—? ¿Si no tuviera contornos claros, más allá de los cuales ella no existiría, y empezaría otra cosa? ¿Habría literatura sin la diferenciación de los campos y la identificación, por ejemplo, del punto en que termina la cultura y empieza la economía?
Este puede ser el peligro representado por soportes como la televisión y la internet, con sus relatos sin fin o comienzo, sin la propia posibilidad de cierre. En sus series interminables, cada narrativa lleva a otra, sin pausa o silencio. Ya para Blanchot, hacia los cincuenta, la principal amenaza a la literatura era la ausencia de silencio y la desaparición del espacio en blanco. Tal vez, para que muera la literatura, sea necesario desaparecer la posibilidad de su fin, la tensión entre ella y otros discursos, o sea, que la literatura deje de estar amenazada de muerte y esté demasiado presente.
[1] Fredric Jameson, “Fim da arte ou fim da história”, A cultura do dinheiro: Ensaios sobre a globalização, Vozes, Petrópolis, 2001, p. 127.
[2] Maurice Blanchot, O livro por vir, Relógio d’Água Editores, Lisboa, 1984, p. 205. (Hay traducción castellana: El libro que vendrá, Monte Ávila, Venezuela, 1969).
[3] Es posible que, si la muerte de la literatura puede ser anunciada a cada nueva generación, el evento no sea el mismo en cada caso, cambiando la entidad que se extingue (lo que llamamos literatura) o el sentido de la extinción (lo que llamamos muerte). Tendríamos que pensar, en este caso, primero en una historia del concepto de literatura, pero también en una especie de historia de la muerte, describiendo diferentes formas de extinción, diferentes grados de vida y de muerte, diferentes formas de pensar la vida, la muerte y la sobrevida.
[4] Antonio Candido, Formação da literatura brasileira, Ouro sobre Azul, Rio de Janeiro, 2006.
[5] Peter Osborne, por ejemplo, citado por Terry Eagleton en The Illusions of Postmodernism (Blackwell Publishing, 1996): “The narrative of the death of metanarrative is itself grander than most of the narratives it would consign to oblivion.”
[6] Jacques Derrida, “Deconstruction and the Other”, States of Mind: Dialogues with Contemporary Thinkers, ed. Richard Kearney, Manchester University Press, Manchester, 1984. [7] Para un argumento diferente, que sostiene que la literatura latinoamericana, sobre todo durante el Boom, estuvo de hecho presente, y demasiado presente, volviéndose indisociable del Estado, ver Brett Levinson, The Ends of Literature: The Latin American “Boom” in the Neoliberal Marketplace, Stanford University Press, Stanford, 2001.
[8] Maurice Blanchot, Op. cit., p. 207.
[9] Mario Bellatin, Salón de belleza. Tres novelas, Ediciones El otro el mismo, Mérida2005, p. 29.
[10] Sigmund Freud, Obras completas: Más allá del principio de placer, Amorrortu, Buenos Aires, 1989.
[11] Álvaro Enrigue, “Sobre la muerte del autor”, en Hipotermia, Anagrama, Barcelona, 2005.
[12] David Toscana, El último lector, Mondadori, México, 2004
[13] Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, Barcelona, 2005.
[14] Ver, al respecto, Gabriel Zaid, Los demasiados libros. Océano, México, 1996.
[15] Disponible en http://www.letras.s5.com/rb260505.htm.
[16] Roberto Bolaño, “Los mitos de Chtulhu”, en El gaucho insufrible, Anagrama, Barcelona, 2004, p. 172.
[17] Willy Thayer, A crise não moderna da universidade moderna, UFMG, Belo Horizonte, 2002, p. 22.
[18] Rodrigo Fresán, “El secreto del mal y La Universidad Desconocida, de Roberto Bolaño”, en Letras libres, México, junio de 2007.
[19] Roberto Bolaño, “Discurso de Caracas (Venezuela)”, en Celina Manzoni (org.), Roberto Bolaño: La escritura como tauromaquia, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 2002, p. 211.
[20] Rodrigo Fresán, art. cit.
[21] Roberto Bolaño, “Estrella distante” (entrevista), Entre parêntesis, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 333.
[22] Giorgio Agamben, “O fim do poema”, en Cacto, n.1, São Paulo, 2002, pp. 142-148.
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