Enrique Serna
(Fragmento)
a Marie-Ange Brillaud
—¿Cómo que no vienes? —reclamó Mireya—. Pero si ya compramos los boletos del avión y no tienen reembolso.
—Lo siento, mamá —se disculpó Flor—. Me encantaría poder acompañarlos, de veras, pero resulta que ayer corrieron al gerente administrativo, y ahora tengo el doble de chamba. No me puedo tomar vacaciones con tantas broncas en la oficina.
—Pues nos hubieras avisado con tiempo, para cancelar el viaje —insistió Mireya, que no creía en la disculpa ni en la falsa pesadumbre de su hija.
—Te juro que me da una pena horrible, ¿pero quién se iba a imaginar este desbarajuste? Dile a mi papi que me disculpe y diviértanse mucho.
So pretexto de tener que despachar asuntos urgentes, Flor colgó sin dar más explicaciones, como para dejar en claro que había dicho la última palabra y no aceptaría ningún chantaje sentimental. Su abrupta despedida ofendió a Mireya más aún que su deserción. De unos años para acá, Flor la trataba como si fuera una vendedora impertinente, o algo peor, una limosnera de compañía. ¿Para eso le había prodigado cariño desde la cuna? ¿Para tener que soportar sus bofetadas y sus desprecios? Estaba tan indignada que al sorber el café derramó unas gotas calientes sobre su falda. Maldito pulso, necesitaba controlar esa temblorina o acabaría derramando toda la taza. Mientras se limpiaba las manchas con la punta de una servilleta húmeda, intentó adivinar los verdaderos motivos de su hija. Flor no necesitaba trabajar para vivir, ni había tenido nunca problemas para tomarse vacaciones en cualquier época del año. Simplemente quería evitarse el fastidio de convivir con sus padres durante cinco días de sopor, en un paraíso ecológico sin distracciones mundanas. Debemos de parecerle un par de viejos ridículos y aburridos, pensó, y quizá tenga razón. Pero entonces, ¿por qué no se negó desde el primer momento? Cuando Nicolás la invitó a la selva del Amazonas, hasta le brillaron los ojos de gusto. ¿O estaba fingiendo para complacer a su padre? Sí, en el restaurante no se atrevió a desairarlo, porque a pesar de todo, su autoridad le impone, pero a la primera oportunidad encontró una buena excusa para zafarse. No huye de mí, siempre nos hemos llevado bien. Lo que no soporta es tener una estrecha convivencia con su papá. Prefiere quererlo desde lejos, asomarse una vez al mes a la jaula del gorila, sin meter la mano entre las rejas. Total, para aguantar las mordidas estoy yo, ¿verdad, cabrona?Era martes y, por fortuna, ese día Nicolás se quedaba toda la tarde jugando dominó en el Club de Industriales, con sus excompañeros de la vieja guardia política. Después de comer sola su dieta vegetariana, fue al salón de belleza para hacerse la manicure, respondió algunos mensajes por internet, y a las siete de la noche el chofer la llevó a la reunión de su círculo de lectoras en casa de Karen Lozano, la anfitriona del mes. En el trayecto de San Jerónimo a Polanco se quedaron atascados más de media hora en el segundo piso del Periférico, pero le gustaba tanto asistir a esas reuniones que apenas si reparó en las molestias del tráfico. No se las daba de culta, porque tenía una pasmosa facilidad para olvidar títulos y nombres de autores, y jamás había podido hincarle el diente a las novelas difíciles de Saramago o de Salman Rushdie. Pero devoraba los best sellers de moda, cuanto más gordos mejor, y en las reuniones se distinguía por ser una de las lectoras más participativas. Esa noche la tertulia estuvo dedicada a una novela erótica, Las edades de Lulú de Almudena Grandes, que discutieron con un alborozo ingenuo de colegialas tardías. Pasada la ronda de comentarios críticos, la envidiable potencia sexual de los galanes de la heroína les dio pábulo para escarnecer la virilidad soñolienta de sus maridos. A juzgar por el tono visceral de los sarcasmos, Mireya sacó en claro que no era la única esposa sometida a un régimen de abstinencia forzosa. Pero en vez de consolarse por el infortunio colectivo, le molestó ver su frustración multiplicada por veinte. Si tanto les fastidiaba la herrumbre conyugal, ¿por qué no tenían el valor de independizarse? Ya no eran jóvenes, la menor del grupo andaría por los 45, pero de cualquier modo, ninguna edad, por avanzada que fuera, justificaba esa resignación fatalista, esa atrofia de la voluntad. ¿Tenían miedo a envejecer solas o demasiado apego a la cartera de sus maridos?
Regresó a casa al cuarto para la una, un poco sobreexcitada por la ingesta de café, y apenas entró a la alcoba escuchó roncar a Nicolás, que una vez más se había dormido con la ropa puesta, despatarrado en posición transversal, chorreando baba por los belfos colgantes. Cuando no se iba de francachela con los amigos del dominó prolongaba hasta la medianoche los coñacs de la sobremesa: el caso era que siempre llegaba trastabillando a la cama. Tenía la tez amarillenta salpicada de manchitas negras (las “flores de muerto” de la vejez), el cabello entrecano muy tupido y una papada de tres pliegues que se inflaba con cada ronquido. Rezumaba alcohol hasta por las orejas, y sin embargo, por la fuerza de la costumbre, su hedor a fruta descompuesta había dejado de repugnarle. Con una paciencia de santa le quitó los zapatos, el cinturón, la corbata, sin perturbar su sueño, y lo empujó suavemente al lado izquierdo de la cama. Repetía la misma faena dos o tres veces por semana, al grado de considerarla parte de sus quehaceres domésticos, como regar las azaleas del jardín o ir de compras al súper. Pero esa noche, herida por el desaire de Flor, se avergonzó más que nunca de su abnegación servil, pues comprendió que su hija no sólo quería evitar a Nicolás: también la despreciaba a ella por ser una mujercita genuflexa, indigna, consustanciada con la pestilencia. Pensará que me merezco tener un marido así, que somos tal para cual, y quizá tenga razón: en el fondo soy masoquista. Odio a este bulto apestoso, pero me sentiría huérfana si no durmiera con él.
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