Gabriel Wolfson
Pierre Gascar, El reino vegetal Universidad Veracruzana, 2007, traducción de Diana Luz Sánchez, 143 p.
A la pregunta “¿Cuál es mi libro preferido?”, Antonio Gamoneda dedica dos breves ensayos en El cuerpo de los símbolos. Y no es que se halle en la zozobra de optar por uno u otro ni, como lo aclara, ante la oportunidad de salir con una de aquellas “originalidades vanidosas” con que más de uno suele engalanarse. Su elección es clara desde el principio: el Pedacio Dioscórides Anazarbeo, traducido y comentado en el siglo XVI por el doctor Andrés Laguna, hijo de judío converso, estudiante en Salamanca y París y miembro del grupo de médicos del papa Julio III. Se trata de una “catalogación comentada de los vegetales, según sus virtudes salutíferas o maléficas”. La razón de los ensayos estriba en determinar la particularidad estética de los párrafos del médico segoviano. Aparece un primer argumento: “la palabra arcaica, cuando reaparece en una sensibilidad —la nuestra— moldeada en la sintaxis contemporánea, se carga de función estética”, que explicaría la fascinación que podría producir un libro como el Dioscórides pero, claro, no sólo él. En cambio, Gamoneda encara lo que hace a Laguna singular: “un disturbio lingüístico que es poéticamente positivo”, resultado de la escritura de un sujeto que cuando intentó hacer versos produjo medianía, pero que se convirtió en un gran poeta al hallarse “poseído por la ciencia”, al centrarse en describir distintas plantas practicando “transustanciaciones en que las palabras sutilizaron su comunal sustancia y accedieron al hermetismo de la poesía”. No puedo ahora no citar algunos de los ejemplos que ya citaba Gamoneda: “El Agárico es útil (…) a las cámaras de la sangre”, “El azeyte de almendras conviene a la tosse, al asma y a todas las pasiones del pecho”, o esta pequeña maravilla: “El Algalia que los Toscanos llaman Zibetto y algunos Griegos Zapetio, y Zambacho, es una suciedad que se engendra junto a los compañones de cierta especie de gato, semejante a la Foena, cuando le hacen sudar. La cual, en vehemencia y gratia de olor, no deue nada al Almizque. Su virtud es caliente y húmida: por donde sirue a la suffocation de la madre, instalándose en el ombligo. También despierta la facultad genital, y según los contemplativos afirman, da increyible deleyte en el acto Venéreo, si se untan los dos competidores…”
Poco más de cuatro siglos después, el escritor, periodista y activista francés Pierre Gascar encontró también en ese orbe de flores decaídas, arbustos discretos y musgo vertiginoso la oportunidad para potenciar las virtudes salutíferas o maléficas ya no de las plantas sino del lenguaje. Caben aquí un par de ejemplos, tomados entre muchos posibles, y que hablan ya de la eficaz labor de la traductora (si no me equivoco, Sergio Pitol habló alguna vez de que en inglés, por ejemplo, los escritores aluden a distintos árboles concretos: roble, arce, encino, etc., mientras que en español suelen ser más generales: árboles, bosque. Con Gascar, desde luego, esa concreción se extremó, lo cual también produjo algunos de los mejores momentos de su libro):
Las frondas de los helechos están tan recortadas y su textura es tan fina que la luz, aunque ya filtrada por las copas arbóreas que las dominan, las atraviesa aun cuando se entrecrucen, formando una doble espesura, y recrea bajo el arrullo de sus palmeras algo así como otro bosque, otra iluminación vegetal. En cuclillas frente a los helechos descubrimos, en medio de una luz entre verde y dorada, una imagen de los bosques de la era primaria…
Ante mis ojos veía pasar materias anónimas, a fin de cuentas más irrisorias que extrañas, especies de algas negras desmenuzables, como carbonizadas por la desecación, hongos minúsculos y huecos que podían deshacerse de un soplo, cáscaras muertas, verduscas y arrugadas que sin duda eran líquenes, madejas de musgos filamentosos, pétalos decolorados, trebejos de una herboristería antigua en la que reconocía, sola en un cajón, igual que una bestia especialmente peligrosa en una jaula del zoológico, la raíz de la mandrágora, cargada de leyendas diabólicas y con su característica forma de horquilla.
De Gascar, autor prolífico, en nuestra lengua se conoce muy poco. Habría que referirse a la biografía de George Louis Leclerc, conde de Buffon, publicada también por la Universidad Veracruzana en traducción de Alfonso Montelongo, quien por cierto me dio a conocer el libro que ahora reseño. En 1974 se publicó en Barcelona su novela La amenaza, según se nos informa en el prólogo, y ahora agrego el siguiente dato: su novela más famosa, El tiempo de los muertos, con la que ganó en 1953 el premio Goncourt, fue traducida y publicada en Chile por la editorial Lautaro en 1958, edición que, es de suponer, agotada. Pero Gascar, nacido en 1916 y muerto en 1997 y que en realidad se llamaba Pierre Fournier, escribió cerca de cuarenta libros, que transitan por casi todos los géneros de prosa: ensayo, cuento, nouvelle, novela, periodismo, biografía e incluso guión cinematográfico, variedad que, de acuerdo con su traductora, también se ofrece en sus temas e intereses: biología, fotografía, arquitectura, geología, ecología. De su vida sabemos muy poco: fue prisionero del ejército alemán de 1940 a 1945, participó en la asociación Amigos de la Tierra en su sección francesa, ya en su vejez recibió dos premios importantes, uno de ellos el Roger Caillois en 1994. Imaginémoslo como uno de esos sujetos que atravesaron el siglo xx, que recorrieron sus cimas ideológicas y sus atroces encrucijadas, y que en todo caso nunca dejaron de dirigir su curiosidad y su entusiasmo hacia los nuevos tiempos.
Bastan estos datos para suponer que los cuentos de El reino vegetal, publicado originalmente en 1981, poseen una base autobiográfica. El primero de ellos, “Los helechos”, cuenta la historia de un grupo de maquisards trasladados a Rawa-Ruska, campo alemán para prisioneros rusos y franceses. Igual que en Primo Levi, el narrador obtiene una ventaja por hablar alemán y fungir de traductor, y por formar parte de un grupo más pequeño encargado de un trabajo especial: dar mantenimiento al cementerio del campo. Porque si bien Rawa-Ruska no era un campo de exterminio, las condiciones en su interior no distaban mayor cosa del resto de los campos nazis. El cementerio está lejos del campo; próximo a él, un bosque al que tiene que internarse este grupo de encargados, bajo la vigilancia de un guardia, en busca de maderas para levantar una cerca. Ahí la primera, pequeña y descomunal recompensa para estos prisioneros: la posibilidad de caminar por el bosque, verse rodeados por la vida vegetal del campo, tan opuesta a la del otro, árido, oscuro, estéril, donde duermen. Y la segunda ventaja: hacerse de unas buenas hojas de helecho para formar con ellas una especie de colchón que poner encima de las “camas” de tablones rudimentarios. Aquí es imposible no volver a pensar en Levi al leer la reflexión de Gascar: la voz de un químico —aquél—, de un biólogo —éste— que observa el conjunto de lo que se cuece en el campo, capaz de registrar impresiones precisas, por encima incluso de la inmediatez de la supervivencia: “Dentro de una comunidad encerrada en sí misma y donde todos se hallan en un estado de semejante indigencia, el menor objeto procedente del exterior adquiere fácilmente un valor casi mágico, como si su poseedor, al que empieza a odiarse profundamente, fuera a obtener gracias a algún secreto una ventaja distinta de lo que promete dicho objeto, casi siempre trivial. Este fenómeno se verificaba con los helechos.” Así, las camas de paja de helecho despiertan otras suspicacias y recelos en el resto de los prisioneros, “como si el hecho de que adornáramos las tumbas de nuestros muertos con la aprobación y ayuda de los alemanes hiciera olvidar que, de maneras diversas, los difuntos habían sido víctimas de la inhumanidad germana”. Y en este momento, cuando la trama de miseria, equívocos riesgosos y supuestas complicidades parece ganar la partida, Gascar reintroduce su registro más descriptivo, aquel que oscila entre la poesía romántica y la apasionada exactitud del laboratorista, y habla de los helechos como de una de las especies vegetales más primitivas, capaces de imprimir su huella en las rocas y así atestiguar las peripecias humanas a lo largo del tiempo. Al comienzo del cuento, el narrador describe el campo de prisioneros sin ningún aspaviento, como un dato cotidiano, casi forzoso (podría recordarse la pintura de la situación bélica al comienzo de “Bola de sebo” de Maupassant, con la diferencia de que en Gascar no se trata de un irónico narrador omnisciente, sino de un protagonista de la historia); sus frases son “tuvieron que”, “se había vuelto necesario”, “no hacía sino seguir la costumbre”, “hubo que crear”. Después, como contraste frente a ese tono desatencioso, que narraba la historia casi como un hecho necesario, se va perfilando el helecho, y con él la convicción, nunca llevada a la superficie, de que ese tono era poco importante frente a la certeza final de hallarse en el campo de los muertos, la certeza de que el cementerio donde trabajaba ese grupo de prisioneros privilegiados no estaba lejos del campo sino ahí mismo, y de que el helecho, además de su frescor y su bondad, constituía esa terquedad de la naturaleza que nos antecedió y que se adherirá a nuestros despojos como un elocuente jeroglífico.
El reino vegetal está compuesto de seis cuentos, similares en extensión y en que cada uno gira en torno a una especie vegetal. He comentado largamente el primero; quiero decir que los otros cinco no desmerecen en intensidad, y que la palabra “belleza”, tan inmanejable en estos tiempos, podría aplicárseles sin ninguna dificultad. Se trata de textos en donde si bien las tramas son importantes, están bien construidas e invitan al lector a perderse en ellas, lo más notable y atendible es la pura posibilidad de que las historias ocurran, la creación de entornos, la emergencia de percepciones precisas y lúcidas, el atisbo de la esencia profunda de las situaciones adonde de pronto han caído los personajes. Siempre es un “yo” el que habla en el libro, pero decir esto no es ni problemático ni demasiado significativo: son casi con seguridad las vivencias de Gascar, pero nos las cuenta no porque hayan sido suyas y lo definan, sino por su capacidad de iluminar, porque recuperan la posibilidad de la experiencia. En El reino vegetal leemos la voz de un veterano: la prosa de Gascar es clara; sus exposiciones, exhaustivas y justas, sin didactismo pero sin temor a enseñar lo que ha de ser mostrado: la fluidez de quien posee saberes distintos y de forma natural los halla emparentados. Por eso el libro concluye con “Nostoc”, el texto menos cuentístico del volumen pero más explícito en cuanto al valor del reino vegetal: eso es lo que importa, parece decirnos Gascar lo demás es literatura. Ya en “Los hongos”, el segundo relato, Gascar atisba un símbolo: se nos cuenta la historia de un niño parisino, parte de cuya familia, sin embargo, de la región de Perigord, lo considera un citadino sin ninguna habilidad para encontrar hongos comestibles en el bosque. El hongo en sí es ya una especie híbrida, tal como el niño está a caballo entre su ciudad habitual y el deseo de pertenecer a su familia de campesinos. Comienza a hallar hongos venenosos, anómalos, y él, claro, intuye que ésa es su propia condición en medio de su momentánea tribu. Sin embargo al final da con la verdadera singularidad: un hongo blanco que crece no sobre la tierra o sobre un tronco sino encima de otro hongo grande y negro, como un animal que hubiera trepado en él, y que al apretarlo entre los dedos estalla, suelta un poco de polvo marrón y se reduce a nada: un hongo prodigioso, un hongo exponencial y proliferante que, en vez de encarnar una más de las posibles metáforas del niño o de su familia, constituye una analogía que se cierra sobre sí misma.
Habría que repasar así sea brevemente los otros cuentos del libro, con los que Gascar va conformando su díptico: el reino vegetal y la historia. Ante algunos intentos totalizadores del siglo xx, y que a menudo hicieron de los grandes temas un reclamo publicitario, Gascar propone su modesta colección de relatos que, como sin querer, van tocando tales encrucijadas: el nazismo, los conflictos regionales europeos, el totalitarismo de la China de Mao en “El Pen ts’ao”, o el progresismo, el desarrollismo técnico y bienpensante de los setenta en “El trigo y la amapola” —las dos especies que acompañan las representaciones de la diosa Deméter—, donde unos técnicos occidentales preocupados por los hambrientos y recién bautizados tercermundistas descubren que, en su intento de erradicar el consumo de opio y a la vez potenciar la alimentación de los países pobres —nuevos y atroces misterios eleusinos—, han estado a punto de exterminar las cepas primitivas del trigo y la amapola. Cada paso de estas buenas conciencias alojadas en algún organismo suizo acaba siendo inevitablemente una conversión perversa de la vida, un regateo que contempla los “precios” (daños colaterales, diríamos ahora) que se han de pagar para obtener una noble y múltiple ganancia. Al final descubren las últimas cepas del trigo y la amapola, las que “poseían las cualidades de la especie en el más alto grado”, en los campos abandonados de la Afganistán invadida por los soviéticos. Incluso en “El sauce” podemos leer un capítulo más de esta melancólica saga del siglo xx: un propietario debe deshacerse de un sauce de su jardín con la ayuda del campesino que lo cuida. Una vez talado, el tocón resiste los sucesivos intentos, que lo convierten en un grotesco ejemplo de las metamorfosis provocadas por las tecnologías del exterminio, hasta que el narrador descubre en su tenaz raíz un reflejo de su propio envejecimiento, de la vida “invertida”, del “reverso de la vida”, el recogimiento que precede a la muerte.
En México, y en general en nuestra lengua, conocemos muy pocos cuentistas franceses. En el prólogo del libro, Diana Luz Sánchez, la traductora, alude a Paul Morand y a Sartre. Yo agregaría, entre los más recientes (o menos clásicos) a Michel Tournier y a uno excepcional, Pierre Michon. En el último relato del libro, “Nostoc”, Gascar relata a través de su doble pasión botánica y caminante (en realidad no hay escisión en él: el libro y el paseo se complementan, se originan mutuamente) el descubrimiento de este humilde vegetal, un alga, la única que vive fuera del agua desde hace millones de años: “A veces globuloso aunque de manera irregular, a veces plisado y dibujando lóbulos de contornos imprecisos, en su masa semitranslúcida se observan algunas zonas sin ninguna estructura orgánica: materia vacía desprovista de fibras y nervaduras, gel homogéneo en el que la realidad, hasta entonces representada únicamente por el elemento líquido, se fijó por primera vez.” Como dije al principio, en este cuento la trama casi desaparece, o en todo caso se trata de una trama puramente interior, construida a base de sucesivos hallazgos sobre el nostoc: resulta que en su apariencia menor, oscura, marginal hasta casi el autodesprecio, el nostoc no sólo nos antecede en millones de años y no sólo registrará el tiempo en que dejemos los humanos de existir, sino que tal vez esté ahí cuando el sol se haya enfriado por completo y acaso aún “logre obtener de alguna lejana estrella rojiza un poco de vida hinchándose, a falta de las prolongadas lluvias del otoño ya desaparecidas en el silencio último, con el rocío del infinito”. Cuento metafísico, en él esta alga se presenta incluso como la alteridad del propio reino vegetal, el “otro” marginal y desatendido pero que contiene en sí, fantasmagóricamente, el secreto del ser: el pensamiento cautamente analógico de Gascar se topa por fin con un vegetal que, más allá de atestiguar la historia humana, testimonia la pura posibilidad de existencia, la contingencia de lo viviente. Con todo esto no nos costará ningún trabajo situar a Gascar entre aquellos pocos cuentistas franceses, experimentados, casi secretos, insustituibles.
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