lunes, 27 de junio de 2011

Migajas para una despedida

Luis Armenta Malpica



La poesía empieza
cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.
Benjamín Prado

No se ha muerto mi padre
pero casi.

           Es la palabra quieta
de este poema. Es el hijo
incompleto que me calla.
           Sombra del trigo estepa
sin pisadas. El invierno se siente
a cada impulso: un aire
dolorado de espigas
familiares y lobos en las sienes.
            Asombro que demora los relojes en las caras
adultas igual que las abuelas hicieron
con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más
solos en el mundo).

Esta su muerte empieza desde hace varios
libros y alguna rasgadura.
(Los que no pueden ver
expresan sombras.)

La tristeza es impropia de los hombres.

La lentitud de lo que no hemos dicho
se nos siembra en los ojos.

          Yo pienso en este frío en el que hundo las manos
con los aullidos párpados.
           Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura
del corazón hay un empeño
por encontrar la tinta que en el pecho se amase.

Nos rendimos al viaje de polvo
revestidos. Mi padre y sus costumbres
tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo
lo que una huella quiebre.

             Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos
libres para asir el silencio que llegue
con la lluvia. Agua que nos responda
por qué se deja atrás lo que incendiamos
para que hubiera luz.

Un corazón de padre se agita en este poema.

           Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte
de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas.

Él entra en la penumbra
guiado por las migajas que he dejado al azar
siguiéndolo en la muerte.

            Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él
nuestro miedo es la vela.

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