lunes, 18 de octubre de 2010

Sin epígrafe

Gerardo Oviedo

Sostengo que la literatura debe escribirse con el corazón para que pueda ser sincera. ¿O no lo crees así, doctor? ¿Me entiendes, no? Así la aterrizas, la bajas de su torre de marfil y la pones en los ojos de los mortales. Porque ya basta de esos escritores que se sienten dioses intocables de otra especie. Nel, hay que bajarlos del cerro a tamborazos para que no se sientan los muy muy. Todos tan intelectuales y mamones, como tú doctor. ¿Que soy paternalista? ¿Que esos conceptos de arte para el pueblo ya expiraron desde hace tiempo con el neo­liberalismo? Tal vez tengas razón, pero sólo a ras de suelo la literatura cobra vida, con las patas bien plantadas en la tierra. Tú me dirás que buscas estilo, y forma, y mamada y media; porque tu doctorado en letras te hizo un misógi­no de las escritoras como yo; porque me dijiste, cuando estábamos en la peda de la presentación del libro de Tony a medio semestre: “Todas las mujeres que escriben, escriben sobre un sólo tema: sus frustraciones amorosas y el poco sexo que tienen. Si se las cogieran rico dejarían de escribir.” Eso dijiste. Por­que se sienten, según tú, menospreciadas por todos los machos del mundo, y recitaste un catálogo de escritoras que se la pasaban lavando trastes, cui­dando hijos, trabajando y en sus ratos libres componían frasecitas bucólicas para demostrarse a sí mismas que valían algo como literatas, con sus cuenti­tos o novelitas rosas, y que ellas le echaban la culpa a todo, menos a su incapa­cidad literaria, porque eso sí, doctor, tienes una memoria muy buena, pero sólo repites y repites como perico todo lo que aprendiste hace siglos. ¿Y tú qué eres, eh? Un escritor fracasado, eso eres, ¿o no? Un escritor mediocre. Por eso te dedicas a hurgar dentro de los textos de los demás tratando de encontrar fallas en las comas, en los acentos, en los lugares comunes. ¿Te acuer­das cuando te enseñé mi cuento de las “Mantarrayas asesinas”? ¿Qué fue lo primero que dijiste?: “Tienes el más extraordinario talento para poner el más horrible título de la historia de la literatura, Pina.” Y te echaste a reír como loco, sí, como un desquiciado mental. Y cuando viste que no tenía ninguna cita lite­raria me dijiste que así no se debía empezar ningún cuento, ni siquiera una novela o un libro de poemitas. Que todo escritor que se respetara debía escribir al comienzo un epígrafe o una frase tomada de otros autores para que su texto tuviera validez. Que así había sido siempre, por los siglos de los siglos, amén. Que escritor que no escribiera al comienzo una cita de algún famoso estaba perdido en el limbo, que no pertenecía ni a Dios ni al Diablo, ¡ja!, tú hablándome de esas cosas. Y yo me burlé de ti y de todos aque­llos escritores que toman frases de otros autores para darle validez a lo que escriben, como si ese fuera su boleto a la gloria; a la inmortalidad literaria. Yo te dije que no le había puesto ninguna cita porque no me interesaba lo que otros escritores pudieran haber dicho antes que yo; que eso me tenía sin cuidado. Te dije que las citas al comienzo de un libro eran como plumas vie­jas tratando de vestir patos nuevos. “¿Ves?”, me replicaste, “tu sentido de las imágenes y de las metáforas es muy chafa. ¿Como que putos? Eso es intole­rante y primitivo.” Y te levantaste de la mesa y fuiste a destapar otra cerveza. Yo te grité, pero creo que no me oíste, pero sí me escuchó la maldita aves­truz: patos, dije patos. No putos. Pero cuando regresaste, yo ya estaba conversando con tu amigo el escritor Tony, el que a solas tú me decías que era escritor cubista, porque sólo escribe cuando bebe cubas, y te burlaste de él en tu casa cuando supiste que acababa de ganar un premio literario: “Mira, soy el escritor cubista, y escribo como si estuviera en la comuna de París de 1870, pura escritura automática, y soy bien puto, me gustan Rimbaud y Verlaine y haríamos un ménage à trois literario.” Pero en la presentación de su libro, enfrente de él, discutías como si fuera tu gran cuate sobre la dialéctica que encontrabas en Coetzee, o en Orhan Pamuk, o en Haruki Murakami o Roberto Bolaño. Yo le estaba preguntando qué se sentía ganar un premio tan grande como el que había ganado cuando regresaste con tu chela y lo prime­ro que dijiste fue que los premios no servían para un carajo, que sólo eran pen­dejadas, porque la literatura no se podía calificar de esa manera, “salvo tu premio, Tony”. Y dijiste salud, “Salud, Tony, Bris, Pina y ustedes que están allá, Benny y Jimy, salud a todos.” Ahí fue cuando pensé que tus amigos es­critores se ponían sus diminutivos agringados; afrancesados, raros, para pare­cer más cosmopolitas, más internacionales, tanto como los nombres de sus personajes, ah, todo por la internacionalización de su literatura que ni su ma­dre lee. ¿Te acuerdas lo que le dijo Juan José Arreola a Leñero? Que lo que debía hacer para ser escritor, si quería serlo, era quitarse un apellido, porque Leñero se llamaba Vicente Leñero Otero y sonaba del nabo. Así me dijiste a mí la primera vez que entré a tu Taller de Narrativa y quisiste pasarte de lanza conmigo: “Para ser escritora, Josefina, te deberías quitar el apellido Pérez. Los escritores Pérez no tienen derecho a existir en la literatura. ¿Qué te pare­ce si mejor te ponemos Josefina Holly? Así te podemos llamar de cariño: Pina Holly, como Pina Warhol”, y te echaste a reír junto con toda la clase. Yo no supe qué decir en ese momento. Me habías tomado por sorpresa. Luego nos diste la instrucción de que por un día completo no debíamos hablar con nadie, sino escribir todo en una libreta, como los mudos y tratar de oír el habla de la gente. Yo salí de clase con la cabeza más revuelta que como había entrado, te lo confieso. Pero intenté hacer la tarea ese mismo día, nada de palabras habladas. Y al siguiente lunes, cuando llevé mi trabajo, me dijiste que sólo ha­bía caído en lugares comunes, y nos preguntaste: “¿Ustedes creen que así hablan los campesinos de Rulfo? No, así no hablan, Rulfo transformó el len­guaje y nos hizo que creyéramos que así hablaban los habitantes de Comala, pero no es cierto. Rulfo hizo poesía. ¿Quién de ustedes ha leído el Pedro Pá­ramo?” Sólo un güey que estaba sentado hasta delante levantó el brazo. Yo, teacher, pero fue hace muchísimo tiempo y la mera verdad no le entendí na­da. Tú te levantaste del escritorio y te fuiste al pizarrón blanco. Con el plumón negro pusiste un punto en medio: “A ver, jóvenes... ¿qué es esto?” Todos quedamos callados hasta que el compañero de atrás gritó: “Un punto negro, profe”, “No, señor, esto es el universo y ustedes están dentro. ¿Qué necesi­tan para salir de él?” El mismo compañero gritó: “¿Una coma?”, y, como una avalancha, varios más gritaron: “¿Tres puntos suspensivos? ¿Unas comillas? ¿Un paréntesis?” Tú nos escuchaste, moviste la cabeza y dejaste otra tarea más: “Quiero que escriban un texto donde ustedes están en este punto y des­de ahí miran lo que hay afuera, ¿entendieron? Y además, lean El Aleph de Borges”. “Oye, Holly”, me dijo mi compañero cuando salimos de clase ese día, “¿tú le entiendes a este güey?” Nada, le dije, y no soy Holly, idiota, me apellido Pérez. Pero mi contestación no es lo importante, sino que intenté ha­cer la tarea tal y como nos lo habías ordenado: yo era un punto y trataba de salir a explorar el universo. ¿Te acuerdas cómo empecé esa tarea del punto negro?: “Miro la fría oscuridad que hay detrás de mí y el horizonte ardiente se ilumina.” Cuando lo leí en clase, recuerdo el seño fruncido y tus ojos aten­tos al suelo: “¿Saben qué son los adjetivos, muchachos? A ver tú”, y seña­laste a una chava que estaba a mi izquierda. La chava metió su cabeza entre su libreta como una estúpida avestruz. Mi compañero entonces dijo: “¿Los que califican al sustantivo?” Hubo un silencio. Regresaste al escritorio: “No, jóvenes, los adjetivos son las piedras con las que ustedes tropezarán a cada rato. Pina, ¿qué te parece si quitas en tu texto ‘fría’ y ‘ardiente’? No crees que quede mejor así, escucha: “Miro la oscuridad que hay detrás de mí y el hori­zonte se ilumina”, ¿qué te parece? ¿No les parece mejor? Hay que eliminar todas esas piedras para poder ver la transparencia azul del cielo”, y te echas­te a reír. No supe si lo habías dicho de broma o te burlabas de nosotros con ese adjetivo de “azul”. Ese día nos dejaste escribir un diálogo entre dos personajes, diciéndonos que el diálogo sólo funcionaba para hacer avanzar la acción, que todo diálogo como: hola, hola, ¿cómo estás?, bien, ¿y tú? debía ser ejecutado por la goma. Borrado del mapa. Esta vez sí me esmeré. Quería que mi texto no sufriera tu crítica tan dura, pero ni yendo a bailar a Chalma. El diálogo que inventé era entre un asesino y su víctima y así lo escribí: “No quie­ro morir, dijo ella. ¿Morir?, preguntó él, no vas a morir, vas a sufrir como yo sufrí cuando me dijiste que no. Ahora sólo me queda el rencor, ¿lo entiendes? ¿Entiendes que mis células estallaban por ti, que mis poros me debilitab­an cuando te veía? Cuando te asesine, te cortaré en cachitos y freiré en el sar­tén tus manos, tus piernas, tus intestinos, tu cabeza y te comeré; chuparé tus huesos hasta el tuétano y ahora sí, por fin, serás para siempre mía. No me ma­tes, seré tuya para siempre, lo prometo.” El día de clase moviste la cabeza: “¿Qué les dije, muchachos? Nada de florituras en los diálogos que ya no esta­mos en el siglo XIX. Tu texto, Pina, está plagado de diálogos inverosímiles, ¿cómo es posible que esté siendo atravesada por el cuchillo de cocina y ella todavía le diga al asesino: ‘Si me comes, jamás tendrás mi corazón, maldito’? No, no y no. Eso déjaselo al engolado de Shakespeare, donde podía decir salvajadas como: ‘Oh, muero de mí, padre, la sangre se me hiela y veo todo oscuro y el mundo se acaba conmigo para florecer algún día’, mientras tiene una espada atravesada en el cogote.” Al finalizar la clase me acerqué a tu escritorio: “Disculpe, profe, pero creo que voy a dejar su taller, es que en verdad no le entiendo nada...” Tú me interrumpiste: “Te prohíbo que me ha­bles de usted, si no soy tu abuelo. ¿Cuántos años tienes, niña?” “Diecisie­te.” “¿Diecisiete... mmmh? Está bien, está abierta la puerta de par en par para que te hundas en el fango.” Yo quedé parada ahí, como un espantapájaros. Ya no dijiste nada más. Salí del salón con la cola entre las patas. Esa noche no pude dormir, ¿te lo había contado? Intenté hacer la tarea que dejaste, pe­ro no me salió nada. Entonces llevé un texto sobre la muerte que había escrito a los quince años; era muy breve. Cuando todos leímos comenzaste tu pero­rata: “Todos los escritores que apenas comienzan quieren escribir sobre dos temas comunes, corrientes y súmamente difíciles: amor y muerte. ¿Para qué escribir sobre amor si el Arcipreste de Hita ya lo ha hecho? ¿Para qué sobre la muerte si Jorge Manrique ya lo hizo? Lean Cartas a un joven poeta, de Ril­ke, y luego límpiense la cola con él. Necesitan leer mucho y escribir todo el tiempo si quieren convertirse en escritores. El amor no existe y sí el matrimo­nio.” Cuando íbamos de salida me llamaste, de esto si te debes de acordar, porque hasta lo escribiste: “Veo que no abandonaste el barco, Holly.” “Toda­vía no lo sé, profe.” “Tienes un punto menos por hablarme de usted.” “No lo volveré a hacer, profe.” Te me quedaste mirando por encima de tus lentes: “¿Qué es lo que no entiendes?” “Todo.” “¿Todo...? A ver... vamos por par­tes, invítame un café.” Tiempo después te diría que aquella lanzada tuya me pareció grotesca. Tú me contestarías que en esta época era de lo más natural que las mujeres invitaran a los hombres; que ya estábamos a años luz del manual de Carreño donde el hombre era el caballo con bombín y la mujer la yegua con holanes. ¿Te acuerdas que yo pagué ese día en la cafetería de la es­cuela? Eso siempre fue muy propio de ti, doctor. Buscabas el pretexto de la posmodernidad para salirte con la tuya: “Hay que quemar toda la música de Mozart porque él anuló el derecho al prodigio de los demás.” “¿Cómo es eso?”, te pregunté mientras le dabas un sorbo al café americano. “Es sencillo”, con­testaste, “imagínate que el Quijote jamás hubiera sido escrito, mmmh, todavía tendríamos el derecho los escritores mortales a la inmortalidad.” “¡No en­tiendo!” “Es más sencillo de lo que crees, mira, todos los escritores, cuando les preguntan qué libro es su libro más importante, contestan: El Quijote, ¿por qué? Porque este libro tiene todo; todo lo que se puede contar.” “¿Y la Biblia?” “La Biblia no sirve para un carajo, más que para saber que fue es­crita por monjes pachecos. El Quijote tiene una progresión dramática. Nos adue­ñamos de sus historias. Cervantes empezó a escribir el Quijote y no sabía, mientras lo escribía, hacia dónde iba el Quijote y, paradójicamente, fue a todas partes, ¿entiendes, Holly? La Biblia no tiene unidad, todos se pierden en su laberinto. Y así pasa con Mozart, no hay otro Mozart después de Mozart. Ante la genialidad, los demás desaparecen. Mira, hace poco descubrieron unas par­tituras de Mozart cuando tenía cuatro años. ¡Cuatro años, lo puedes creer! Así pasó también con ese traficante de armas de Rimbaud, escribe sus dos libros y luego nos deja a todos abandonados. Tendría que haber seguido escribien­do toda la vida para que se destruyera solo y no cayera en el territorio de la leyenda.” “¿Tú querías ser un escritor famoso, profe?”, te pregunté. “No”, con­testaste serio, “eso es arte menor”, y luego soltaste una carcajada. Luego yo leería el Pierre Menard de Borges y cuestionaría tu teoría al recordarla. Pero en aquella ocasión, mientras aguardábamos la cuenta del café, te pregunté: “Oye, ¿pero entonces no crees en Dios, verdad?” Tú te levantaste de inme­dia­to, creí que te había incomodado. “Nos vemos”, y así, sin más, te marchaste sin esperar la cuenta del café. Cuando te volví a ver en la escuela, me regalas­te un libro que venía dedicado: “Gracias por el café”, y tu firma. Era un libro pequeño, de esos que publica la Universidad, donde venían tres ensayos tuyos: “Racionalismo y crítica”, “Vanguardia latinoamericana del cuento” y el último, que fue el más enredado de todos cuando lo leí: “La literatura del siglo xix en el siglo XXI”, donde lo único que se me quedó fue que decías que el escritor moderno ya no se intere­sa­ba tanto por la experimentación lin­güística como en el siglo XX, sino que el mercado había circuns­cri­to la literatura a la narración de historias que pudieran venderse en el mercado, como en el siglo XIX, en la plaza pública. Fáciles y senci­llas. Que el autor del siglo XXI sólo era un proveedor de contenidos y no de literatura. Pero cuando te pregunté qué obra te gustaba más, si Rayuela o Cien años de soledad, di­jiste que Cien años de soledad por­que era divertida y sencilla, aunque luego pusiste tus eternos peros: “Ra­yuela tiene el mérito de ser una novela incomprensible para los mortales, la tienes que leer, y olvidarla lo más pronto posible para que no quedes loca, pero es extraordinaria.” Y luego comenzaste a hablar de las teorías de Italo Calvino, que algunas te parecían que estaban caducas: “Eso de escribir corto porque estamos avasallados por los medios de comunicación es una patraña. Calvino murió en el 85 y todavía no se ponía de moda el internet, ni los chats, ni el facebook, ni los trillones de blogs y ahora se escriben novelas gigantescas como 2666 de Roberto Bo­laño o Los poderes secretos de Milena Ravensburg de Oviedo, con sus más de dos mil páginas.” Y ahí te hice una pregunta que te tardarías mucho tiempo en responder: “¿Y entonces qué debe llevar la literatura de hoy?” Yo sa­bría después que siempre andabas en busca de las novedades literarias; ibas a Sanborn’s a comprar los premios Alfaguara, Planeta, Tusquets. A Profé­tica, los libros de escritores que admirabas y que, al mismo tiempo, con energía soterrada, envidiabas: Junot Díaz, Henning Mankell, Baricco, Marías y los me­xicanos Ignacio, Jorge, Pedro y Vicente como cuatro apóstoles de una reli­gión prohibida que tenía mucho éxito. Pero para tu columna semanal del periódico, esa que escribías palmo a palmo, ibas a la librería de viejo y res­ca­tabas a un autor desconocido y lo tratabas como si fuera un Mesías olvidado en su tierra. Lo revalorizabas. Lo reinventabas. Así la gente, tus lectores, te tenía como un crítico enciclopédico, erudito, pero, por encima de todo, como un hombre bueno. Y también descubrí que empezabas a leer los libros por el final. “¿Por qué siempre lees el final y no comienzas como la gente decen­te?” “Porque si lo comienzo desde el principio me da güeva llegar hasta los últimos capítulos, entonces leo el final y luego el principio, así, si abandono el libro a la mitad, ya no me importa, sé cómo comienza y cómo termina, lo que hay entre estos dos puntos usualmente no vale la pena, tanto como la pri­mera frase de arranque.” ¿Recuerdas la clase donde nos hablaste de la prime­ra frase de los cuentos?: “Siempre les meten en la cabeza la idea de la primera frase, que tenga punch, fuerza, garra, para atrapar al lector. Eso, muchachos, es una vil receta de cocina, nada más falso, no traten de venderse por una sopa de letras. Esos cuentos de frases arrolladoras son, en su mayoría, cuen­tos de hace siglos y sólo cuentan una historia porque la cierran desde el prin­cipio, con su famosa primera frase.” “¿Y qué debemos hacer, teacher?”, preguntó mi compañero. Tú quedaste callado, meditaste un rato. Me imagi­no que querías fumar, pero como había entrado en vigor la nueva ley antita­baco sólo te mordiste las uñas: “No sólo la literatura ha cambiado, sino el lector. Me explico: antes no había tantos medios de comunicación y el lector era feliz leyendo sobre un sólo tema. Ahora al lector del siglo XXI puede dár­sele toda la información en el menor espacio posible.” “¿Cómo, profe?”, pre­guntó la puta avestruz que se estaba volviendo más participativa en clase. “En su literatura deben tratar de agotar todo el mundo, meterlo todo, todo, todo en el menor espacio posible.” Días después te pregunté que si eso no era ven­derse como se vendían las películas gringas donde había tanta acción que a uno le estallaba la cabeza al verlas. Tú me dijiste que había una diferencia fundamental: “Paradiso es una catedral, pero ahí se queda, con sus barrotes y columnas enclaustrados. Lo que se debería buscar es la claridad, la transparencia, la luz, para encontrar el universo.” “No entiendo, profe.” “¿No en­tiendes, Holly? Hummm, déjame ver... ¿Qué vas a hacer este fin de semana?” Tu pregunta me sorprendió, pero contesté: “Nada, profe.” “Tengo una casa de campo, podrías venir conmigo.” Yo estaba incómoda, mi relación contigo era puramente intelectual: maestro-alumna. Muchas veces no entendía de qué cuernos me hablabas, ni las palabras que usabas, como endrino, zahorí, prafsa, así que me quedé callada. “Bueno, piénsalo, esta invitación no se da to­dos los días, ¡eh!” Yo intuía que tú tenías mundo; se te veía en todas tus maneras. Hablabas con tanta seguridad de todas las cosas; no había tema en el que no pudieras argumentar. Pasé dos días tratando de decidirme, vivía en casa de mis padres y tenía un miedo milimétrico que me empezaba en las tripas y me terminaba en el culo. Por fin, la mañana del viernes te llamé pa­ra decirte que sí iría, después de engañar a mis padres con una excusa obli­gatoria de la escuela: “¿Y cómo a qué hora pasas por mí, profe?” “Mira, Holly, mi camioneta está en el taller, nos vemos en la Central Camionera a las cinco.” Y me colgaste. ¿Quién te creías? ¿Eh? Llegué retrasada porque todavía iba indecisa, mi madre me echó como treinta bendiciones mientras que mi papá marcó a mi celular varias veces para estar seguro de que servía. “Ya me iba a ir sin ti, Holly”, fue tu saludo. Llevabas una maleta en la espalda y una cachucha de los 49s de San Francisco. “¿Traes para tu pasaje, niña?” Yo negué con la cabeza. “Bueno, pero para la próxima tú invitas.” Compras­te dos boletos hacia la Trinidad, en la montaña. Y partimos casi a las seis de la tarde. Esto lo escribiría en un cuento meses después, cuando ya andába­mos, tú me habías dicho que debía vivir las cosas en carne propia, para tener experiencia vital. Y me apostaste a que no podría escribirlo tal y como lo re­cordaba, porque en ese tiempo, según tú, yo ya estaba enamorada de ti pero no era cierto y así lo escribí:
No me dijiste que tu casa de campo era eso, una casa para armar. Y hacía mucho frío. Ahí supe que me habías mentido: no tenías camioneta y ga­nabas un salario raquítico como maestro. Que tu sueño era escribir la gran novela y viajar por el mundo porque nunca habías salido del país. La casa de campaña era vieja y estaba llena de manchas como de miados. Cuando termi­namos de armarla, encendimos una fogata y tú sacaste una botella de aguardien­te. “Yo no bebo”, te dije, “apenas tengo 17 años y no me gusta el alcohol.” Sin importarte tomaste dos vasos de plástico y serviste. “Por tus ojos de gata”, me dijiste. “Aquí no se ve nada, profe, cómo puedes brindar por mis ojos si todo está reteoscuro. A ver, ¿de qué color son?” “Me voy a meter en proble­mas si me acerco a mirarlos, Pina.” Ahí por primera vez me nombraste Pina y no Holly. Yo tenía hambre, lo juro, por eso cuando cayó el primer vaso de alcohol en mi estómago las mariposas se quedaron dormidas en mis ojos. Y te dije que tenía sueño; y los batracios que caían del cielo me pusieron jetona. Tú dices que esa noche hiciste el amor conmigo sin quitarme la ropa. Que me acariciaste el cabello porque yo era tu pequeña. Que el horizonte desde la montaña sólo era yo. Cuando desperté, tú seguías bebiendo ahora de la bo­tella. Estaba amaneciendo y el azul profundo estaba floreado de nubes grises. “¿Todavía estás despierto, profe?” “No”, me dijiste, “estoy pensando”. “Yo creo que usted, profe, está borracho.” Te levantaste como pudiste y me to­maste de los hombros: “Seré tu Pigmalión y tú algún día te marcharás.” Yo creí que Pigmalión era sinónimo de padrote. Así que me solté de tu abrazo de borracho. Pensé regresarme de inmediato a la ciudad, no me fuera a pasar algo malo contigo, pero era más grande mi curiosidad, así que el día continuó hasta convertirse en gladiolas y pinos. Después de comer unas latas de atún y unas galletas saladas que llevabas en la maleta me dijiste: “¿Subimos al pi­co?”, mientras te acicalabas. Subimos, yo detrás de ti y tú contándome histo­rias aburridísimas, de güeva: “Eso que se ve allá se llama San Miguel Canoa, y más acá debe estar el lugar idílico donde sudan los ángeles hule espuma.” “Ya no aguanto más, profe, me duelen las piernas”, te dije a medio camino y me senté en una roca que sobresalía. Tú regresaste sobre tus pasos y te acuclillaste enfrente de mí. “Ya no falta mucho, Pina, serán como veinte minu­tos a la punta.” Yo te miré con odio, con odio verdadero. “¿Así es como liga a las menores de edad, profe? ¿Primero emborrachándolas y después cansán­dolas?” Tú te echaste una carcajada. Vi que tenías amalgamas negras en tus muelas. Yo no te he intentado seducir, Josefina, me metería en problemas. ¿Cuántos años te llevo? ¿Quince o veinte años? Si lo hubiera querido, ni si­quiera estaríamos aquí, estaríamos en un motel, tengo tanta experiencia que no me durarías ni para el arranque. Y ese día no me besaste, debo reconocerlo.
Así escribí lo que pasó aquel día. Tiempo después me dirías que en ver­dad sí te querías acostar conmigo pero no sabías cómo; que desde que me viste entrar la primera vez a clase me ubicaste como un posible acostón. Luego me platicarías que cada semestre te pasaba lo mismo con tus alumnas, una alum­na distinta. Al fin, tenías verbo y sustantivo juntos. Cuando te enseñé mi cuento para cobrar la apuesta, me dijiste que así no habían pasado las cosas. Pe­ro que yo tenía una imaginación muy viva aunque era muy seria en el texto y me diste una cátedra sobre las bondades de la risa argumentando que la literatura nacional era pura tragedia. Que para que se salvara se necesitaba del humor. “¿Salvarla para qué, profe?” “Para nada”, respondiste, “nada ne­cesita ser salvado.” Luego te llevaste mi manuscrito y me lo devolviste pu­blicado una semana después en el suplemento literario de tu amigo Tony y con palabras aquaflotantes me advertiste: “Tuve que hacerle algunos peque­ños cambios, Pina, para que quedara mejor, ya sabes, quitarle toda la paja, ¿me entiendes? Porque la literatura es el arte de la desaparición.” Le habías puesto un título extrañísimo y en inglés: “If the mountain to under 3.” Yo te pregunté que qué significaba eso: “Un título mejor que el que tú le pusiste, Pina, ¿qué es eso de Piernas abiertas en la montaña?” “¿Y por qué en in­glés?” Pero no me respondiste. Luego lo leí y quedé tan sorprendida que te pregun­té qué si eso era hacer literatura, tú dijiste que sí, pero luego comprendería que te estabas dando baños de pureza, por si había alguna demanda contra de ti por abuso de menores. Así fue como salió publicado mi cuento:
Tu casa de campaña estaba llena de flores. Cuando terminamos de ar­marla, encendimos una fogata y tú sacaste una botella de refresco, tomaste dos vasos de plástico y serviste. Yo tenía hambre, lo juro, por eso cuando cayó el primer vaso en mi estómago las mariposas comenzaron a calmarse. Esa no­che no hicimos nada. No me acariciaste el cabello ni nada. No hicimos el amor ni intentaste nada conmigo. Puedo jurarlo ante quien sea. El horizonte desde la montaña se parecía a ti hasta que amaneció y el azul estaba floreado de nubes. Te levantaste completamente sobrio. Así el día continuó hasta conver­tirse en gladiolas y pinos. Después de comer subimos, yo detrás de ti y tú con­tándome las partículas del universo con una plática interesantísima: “Eso que se ve allá se llama San Miguel Canoa, y más acá debe estar el lugar don­de los ángeles posan sus plumas de bronce que sudan historia.” Me senté en una roca. Tú regresaste sobre tus pasos y te acuclillaste. “Ya no falta mucho, ánimo, Josefina, porque para triunfar hay que vencer el dolor.” Yo te miré con respeto. Tú sonreíste como un maestro a su alumna. Y ese día no me be­saste, ni me hiciste nada.
“¿Esto es literatura?” Sólo asentiste y dejé de verte un par de semanas porque te fuiste a dar unas confe­rencias acerca de la literatura de vanguardia en la Universidad de Colima. Yo me quedé en Puebla recordando todo lo que había suce­dido. Después del viaje a la monta­ña comencé a frecuentar tu estudio. Un par de cuartos oscuros atestados de libros y revistas. Perió­dicos podridos por todas partes. Yo creí que habría algún gato muerto cuan­do entré la primera vez, porque ha­bía muchos pelos y suponía que todos los escritores solteros tienen gatos, no por su sexualidad del sol­tero maduro, puto seguro, sino para que se comieran los ratones que debía haber por montón entre tanto papel. Me diste un recorrido diciendo que no me fijara en el desastre que tenías. Me mostraste la computadora donde es­cribías tus columnas para el periódico y una cama llena de libros. “¿Y dónde duermes, encima de todo eso?” “A veces”, y tiraste a un lado los libros para despejar tus sábanas llenas de chinches. También escribiría sobre eso, te acordarás, porque fue la primera vez que me metiste mano, pero esta vez no en prosa, sino que lo hice en forma de poema; versos que tú catalogaste como confesionales, líricos y faltos de originalidad:

Las pulgas de tu cama muerden mis nalgas
mientras tu pene chupa mi sangre
Yo era virgen, tú lo sabías
y eso hizo prenderte
como bonzo entre mis rodillas.
 
“No sirven tus poemas. Tienes palabras burdas que no suenan bien, son poemas esdrújulos y suenan viejísimos. Eso se llama ca-co-fo-ní-a, y no me refiero al pene. Puedes decir todas las malas palabras que están fuera del dic­cionario, pero primero debes aprender a escuchar y marcar tu ritmo. Debe­rías empezar primero con un soneto diario si quieres luego escribir verso libre; escribe durante cuarenta días y cuarenta noches un soneto, Pina. Luego júntalos y quémalos, como dices en tu poemita, a lo bonzo entre tus rodillas, porque recuerda que se puede romper con la métrica, con la rima, pero no con el ritmo, apréndetelo de memoria”. Y así lo hice: escribí dos cuartetas y dos tercetas durante cuarenta días y cuarenta noches sobre mis temas mientras me conquistabas: en tu estudio como conejos, en la calle, en el cine, en los par­ques, en las librerías, comiendo en Sanborns, en las plazas comerciales, en el zócalo, bajo los puentes, a media mañana, en la madrugada, en las azo­teas, entre los árboles, en la tienda, en mi casa, en los baños de la escuela, por los rincones de la cafetería, por cada uno de los segundos, entre el sudor, en el autobús, tu lengua, los ojos, las risas, el suspenso, la llamada telefónica a me­dianoche, los correos electrónicos, tus frases, y de nuevo tu estudio, los libros, tu ventana, el techo con el foco pelón, tus arrugas, tus canas, el vicio de me­terte el dedo en la nariz, el café y los cigarros, el periódico destripado cuando lo habías terminado de leer, los subrayados de los libros, mis poemas sobre mis poemas, sobre ti, sobre nosotros, tu crítica, las malas costumbres y los te extraño, te extraño mucho, te quiero, te quiero mucho, la lluvia y por fin el amor, te amo, doctor, mucho. Profe, te amo. ¿Y qué pasó después? ¿Cuan­do yo estaba perdidamente enamorada de ti? Nada. Tú dejaste de mirarme por mirar a la puta avestruz. ¿Era la siguiente en tu lista de suspirantes? ¿No que nada más era una puta vieja por semestre? Y ahí sí, para que veas, co­mencé a sentir ese miedo cabrón, pero ahora en sentido inverso: de mi culo hacia las tripas, porque me había enamorado de ti. Hoy no puedo verte, Pina, tengo que preparar una antología de cuentos cortos; hoy tampoco, me pidie­ron unas conferencias en la Veracruzana; tengo un viaje al Distrito Federal; hoy estoy muy cansado, te hablo mañana; Josefina, me voy de viaje y no sé cuándo regresaré; oye, Piñata, te hablo desde Tijuana; ya no escribas tus frus­taciones amorosas en estos correos electrónicos, mejor mastúrbate, Holly; el teléfono que usted marcó se encuentra apagado o está fuera del área de servicio. Y me dejaste como una torta aplastada. Te lloré todos los charcos de la ciudad y toda la sal del mundo. Puebla era tan pequeña para contener tanto dolor. Entonces abandoné tu maldito taller de narrativa antes de la clase so­bre cómo terminar un puto cuento.

3 comentarios:

LSz. dijo...

Un contundente final, una interesante caricaturización y el juego con los lugares comunes hacen que uno lo lea completo.

Débora Hadaza dijo...

ya no escribas tus frus taciones amorosas en estos correos electrónicos, mejor mastúrbate,

alguien debió pensar lo mismo de mí hace tiempo pero no me lo dijo, e hizo mal jajajaja

que se dice de un cuento así profe? vale decir me gustó?

Maggi García dijo...

No sé por qué "el doctor" me recordó a Jaime Augusto Shelley cuando nos dio Poesía... Con la diferencia de que él rompió mi poema como si fuera confetti y yo no tenía 17 años, sino 35.
Me gustó este relato.