Tengo que empezar con una anécdota de mi propia vida. Descubrí la obra de Gabriel García Márquez en la infancia —primero una edición de sus cuentos; más tarde Cien años de soledad— y entendí que él escribía literatura fantástica.
Así es el azar de las lecturas sin guía, que por lo demás son casi todas: sin que nadie se lo propusiera, los más de mis primeros libros e historias podían etiquetarse como de ese “subgénero” —que sigue siendo un bicho raro y ligeramente apestoso entre nosotros— y nadie me dijo que García Márquez fuera radicalmente distinto. Tampoco lo parecía: para mí estaba entre Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, y el conjunto de sus historias se me figuraba uno más de los tratados mitológicos, como mi primera versión de la tragedia de los nibelungos (que venía con unas ilustraciones preciosas) o la obra de H. P. Lovecraft. Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles, se me hacía pariente lejano de Urashima, el pescador que se fue a vivir al fondo del mar, donde el tiempo pasa más rápido; el ascenso al cielo en cuerpo y alma de Remedios la Bella, que pone a la belleza física por encima de la virtud en el orden del universo, me pareció la expresión de una injusticia no menos grande que la de la serpiente que se come la planta mágica de la juventud en la historia de Gilgamesh. Y así sucesivamente.
Más tarde he seguido pensando lo mismo incluso contra el desdén y las malas lecturas habituales, que hacen más o menos ruido pero no desaparecen: las grandes obras de imaginación me siguen pareciendo más interesantes que las que se limitan a repetir el mundo y, desde luego, que las historias ñoñas y confortables que habitualmente se etiquetan como “fantasía”. Pero comencé a entender las dificultades que tiene lo fantástico justamente a partir de mi primer encuentro con García Márquez. Por años me intrigó que, profundizando en aquellos autores y aquellos libros, era posible encontrar trazas, influencias, de muchos autores cruciales de siglos pasados y aun del XX en otros posteriores…, pero no de Gabo. Emiliano González le debía a Lovecraft, a los modernistas, a Borges; el gran Mario Levrero soñaba como Kafka; John Crowley hacía malabares con Carroll y Nabokov; Angélica Gorodischer retomaba a Calvino; José Luis Zárate jugaba con Stoker y las películas del Santo; Neil Gaiman reescribía la obra de James Branch Cabell, etc. ¿Dónde estaban los sucesores de García Márquez? ¿Dónde estaba la obra fantástica que buscara las alturas de su modo de contar, de su capacidad de invención?
La respuesta fue desalentadora: las que existían estaban totalmente fuera del mundo hispánico y costaba reconocerlas porque no se les encuadraba como fantásticas (el caso más notorio es el de Salman Rushdie). Y aquí, en cambio, no había ninguna. Aún no hay. Los llamados continuadores del llamado “realismo mágico” —como se llama con frecuencia a la “escuela” de García Márquez— no cuentan: en una supresión que me pareció inexplicable durante años, ni los mejores entre ellos se interesaron jamás en el sentido fantástico de la obra de su maestro; en cambio, insistieron en la descripción de una supuesta realidad exótica y colorida, estrambótica, literalmente cierta pero contenida por una exigencia constante de reducir los sucesos y personajes imposibles, o altamente improbables, a algo más cercano a una visión convencional de la realidad: a alegorías o exageraciones de sucesos y personas reales.
Lo fantástico, cuya raíz es el romanticismo de los siglos XVIII y XIX, es llamado un subgénero pero no lo es, como tampoco es un “movimiento” ni una “escuela”. Es un modo: una postura, una actitud ante el lenguaje que llama precisamente al descubrimiento de territorios ajenos a los límites de la razón objetiva. Y la dimensión fantástica de buena parte de la obra de García Márquez es innegable, como lo son las otras: leer esos textos de modo que lo fantástico se haga a un lado o se minimice —que es la base del trabajo de sus imitadores— es un acercamiento limitado y estrecho que podría ser, incluso, la causa directa de que ninguno de ellos haya podido acercarse a la altura de su maestro, y de que con el tiempo —a partir de los años ochenta, tras la concesión del premio Nóbel a García Márquez y a medida que iban apareciendo sus últimos libros relevantes— hasta la imaginación más derivativa y pedestre de todos ellos se fuera reduciendo hasta casi desaparecer, o bien se endureciera: se redujera a una serie fija de gestos, de elementos narrativos colocados a fuerza en los textos.1
En 1996, la aparición de la antología McOndo, de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, hizo visible la reacción de una nueva generación de escritores de habla española contra ese estancamiento: Fuguet y Gómez veían el realismo mágico como un fórmula caduca, “el estereotipo de cómo debe o no debe ser el retrato de Hispanoamérica”,2 y propusieron en cambio otra descripción: un territorio globalizado, “sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas, [sucursales de] McDonald’s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos”. Ésta no era tampoco toda la realidad latinoamericana ni siquiera entonces, pero McOndo abrió el camino a una especie de nuevo realismo, más diverso, durante el resto de los años noventa y lo que va del siglo XXI: un entorno más propicio para la obra de Bolaño, de Bellatin, de todos los autores importantes que van contra los prejuicios del imaginario occidental sobre América Latina fundados en el realismo mágico, así como en la idea de que éste es la descripción de un mundo meramente real, exagerado aquí y allá pero en el fondo factualmente correcto: una especie de texto en clave que sólo invita a descifrar algo que ya se conoce.
Semejante lectura es parcial y obtusa. Pero la reacción mayoritaria a partir de McOndo ha ignorado también las sugerencias de lo fantástico en el realismo mágico, así como en las de muchas obras aledañas. Sigue costándonos recordar que los muertos no hablan en la vida real, como sucede en Pedro Páramo, o que la memoria colectiva de una cultura no es un espacio físico, como se describe en Terra nostra: que esos textos pueden leerse al menos de un modo más, no como parábolas, no como alegorías unívocas.3
El malentendido, por supuesto, proviene de Alejo Carpentier, quien definió lo “real maravilloso” en el prólogo a su novela El reino de este mundo (1949) y más tarde en su ensayo “El barroco y lo real maravilloso” (1975), que tan claramente precisa lo que él entiende por fantasía, por imaginación, por maravilla y que declara, como se recuerda, que la realidad de América Latina, específicamente, es una fuente de asombros y sucesos insólitos que no necesita ninguna elaboración adicional ni fantaseos “arbitrarios”.4 Pero si la obra de García Márquez no puede leerse como parte de la literatura falaz que Carpentier desdeña, tampoco es un ejemplo puro —como ya he dicho— de real maravilloso al modo en que lo entiende Carpentier. Su intensificación de lo “real” no renuncia a ampliar el mundo natural ni a romper las leyes naturales; su lectura política —en la que siempre desembocan todos, por igual sus enemigos y sus fieles— no sólo se aúpa en el mundo mítico que crea: no puede separarse de él, y en cambio lo contrario sí es cierto: la destrucción de Macondo en el ciclón es más que un desastre natural y más que una metáfora del fracaso o la catástrofe de nuestros países; al menos una persona (y si hay una puede haber muchas más) la recordará siempre como un suceso de escala cósmica, la destrucción de un universo —del Universo— suspendida antes de su último instante, en el borde de toda experiencia posible: una ampliación intolerable, porque puede releerse para siempre, del Fin, que es el destino humano, general, sin etiquetas ni límites.
Desde luego, falta decir que, como también se sabe, el propio Gabriel García Márquez es uno de los principales defensores de aquel modo parcial de abordar su trabajo literario. Siempre cercano a la realidad política y a la discusión de esa realidad, siempre con alguna huella de sus años como periodista en sus textos de ficción, siempre interesado en el compromiso político y social del escritor, García Márquez tiene hasta su propia declaración al respecto. Fue escrita para una conferencia que el escritor dictó en 1979, cuatro años después de la aparición de “El barroco y lo real maravilloso”: es un ensayo titulado “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe”, que sigue más o menos el esquema de Carpentier y contiene el siguiente pasaje: “En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos —para decirlo con un lugar común irremplazable— se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación.”
Ese lugar común siempre me ha parecido desconcertante porque, como su versión más conocida (“la realidad siempre supera a la ficción”), pone a competir —¡y además en una metáfora!— a dos variedades de la experiencia totalmente distintas. Peor aún, las frases ignoran el hecho de que la imaginación y la ficción son partes de la realidad, y no sus opuestos ni sus adversarios. La imagen, por escasa de sentido que pueda resultar a la hora de examinarla con cuidado, resulta reconfortante para muchas personas porque vindica la superioridad de la percepción compartida sobre la visión individual, muchas veces incomprendida o despreciada, del artista. Pero aquí se ha abusado de ella hasta el punto de que el realismo mágico realmente existente puede entenderse ahora como una escuela paradójica, fincada en una renuncia a la imaginación.
Por diferenciarnos de los europeos, por mantener una apariencia de compromiso con la actualidad, por cualquier otra razón, el movimiento de muchos autores y muchos libros presuntamente exóticos puede resumirse por medio de un texto distinto a los mencionados hasta ahora: un breve cuento de Luis Britto García, “Viaje por las Indias” (1970), que es un pastiche fantástico y cruel, justamente, de los textos de los cronistas de Indias:
E adentrándonos en Tierra Firme por jardines, fallamos homes que el su natural es volar, como los pájaros. E los hay homes arbóreos, que florecen e frutecen e comen de sus propias semillas. E haylos otros que se tornan en las cosas que quieren, e son árboles e son rocas e son ríos y nubes. E otros los hay que el solo alimento que tienen es sus propias vísceras. E los hay de otra traza que todos los de un pueblo son un mismo home y es como si uno solo viviera en distintos lugares a un tiempo. E viven por allí otros que un solo home es muchedumbre de homes distintos. E haylos que remontan el tiempo e son sus propios padres y sus propias madres. E los hay que son de órganos y miembros dispersos y sueltos, que según su capricho y menester agrúpanse e disuélvense en toda suerte de quimeras. E haylo uno que él es al mismo tiempo el home y el mundo en el que aquél vive. E haylos que, asustados, escóndense dentro de su propio cuerpo y no hay manera de hallarlos. E las hay mugeres que son una selva y toda ella llena de los órganos propios, al modo que los viajeros, donde quieren, copulan. E los hay homes que son estrellas fugaces e en las noches de la canícula facen danza en los cielos. E homes los hay de un pueblo, donde el uno huele, el otro ronca, el otro come, el otro orina, e entre todos por partes facen las funciones completas de un solo home. E los hay como topacios, que en su fulgor se mellan las alabardas. E haylos que su vida entera dura un latido. E haylos que un sospiro suyo dura milenios. E haylos tan grandes que sus miembros figúransenos Tierra Firme. E tan pequeños que no son discernibles. E homes haylos también que son siempre olvidados una vez vistos. E haylos que toman la forma del que los mira. E haylos que son su propia sombra. E haylos que su raza tiene diez géneros de sexos, e ayuntan entre todos. E los hay que son sólo palabras e viven cuando las repetimos. E haylos también que son sólo imágenes e existen cuando las recordamos. E los hay que son idénticos a los que fuimos. E haylos que son los que seremos. E otros que son y han sido siempre cadáveres. E los hay de tal hechura, que no hay palabra para referirlos. E haylos de condiciones tales, que de nadie es creída su existencia. E otros hay, que son sólo un aroma. E haylos, que son manchas de luz. E los hay estotros, que son tachones de sombra. E encontramos homes que eran un gran sexo, e vivían dentro de una muger que era sólo una gran funda. E haylos otros que son sólo órganos de los sentidos. E haylos con sentidos configurados de tal forma, que por ellos sólo conocen el deleite. E haylos que son sólo una melodía. E por horror de la maravilla, matámoslos todos.5
¿La realidad establecida en aquellos viejos textos era toda la realidad? El cuento de Britto transforma a los cronistas de Indias de repetidores fieles en censores: acotadores de lo real, y lo que sugiere no es caprichoso sino revelador.
El horror de la maravilla —de su peligro, de su incorrección política, de su llamada— ha estado siempre entre nosotros: ahora nos ha llevado a suprimir en nosotros una posibilidad fundamental de la lectura y la escritura. Esto ha sido un daño, pues nos ha hecho entender el “realismo” como obediencia ciega a una idea fija de la realidad, como obligación de no apartarnos jamás de una sola visión de lo que es. Su efecto es, hoy, incluso político: un impulso hacia la sumisión, una impresión de que es imposible hacer nada salvo contemplar lo que hay, documentar los que entendemos como nuestros derrumbes y fracasos habituales.
Dicho esto, la relación de estas crisis como se dan en el presente no necesita más de los escenarios del realismo mágico, ni tampoco de sus prescripciones formales: la mera actualidad cotidiana es suficientemente profusa, abigarrada, y la complejidad de lo barroco ha sido reemplazada por la fugacidad, la fragmentariedad y el kitsch. Además, sospecho, tampoco le queda mucho tiempo a las implicaciones políticas de Macondo y sus muchos mundos paralelos: para bien o mal, las categorías ideológicas del siglo XX ya no tienen mucho sentido salvo como parte del imaginario de los latinoamericanos (y no son la mayoría) que vivieron las luchas de ese tiempo y pudieron experimentar de primera mano la urgencia vital, de acción sobre el mundo, que animó toda la cultura de los años sesenta pero no se transmitió a las generaciones posteriores. Probablemente éste es el tiempo de las literaturas de la violencia: de la destrucción de las sociedades, del individualismo y la sujeción al poder, y sus autores —desde Élmer Mendoza y Sergio Álvarez hasta Yuri Herrera— son quienes mejor pueden hacer ahora el trabajo de fijar su presente en la literatura en lengua española.
Si esto es verdad, si todas las virtudes en las que ahora se confina a Gabriel García Márquez pueden volverse irrelevantes, ¿podría sobrevivir su obra como algo más, algo distinto, comprendido con base en nuevas lecturas?
Lo fantástico persiste. La crisis de la conciencia que todavía propone (la búsqueda de lo otro real, no impuesto, no prefabricado) no es menos importante aunque no parezca urgente; las experiencias interiores que señala no son menos abundantes en la “vida real” de habla castellana, aunque entre nosotros siga pesando, además del alza de los autoritarismos actuales, la reglamentación de lo trascendente que heredamos de la España del siglo XVI y que reprimió —que sigue reprimiendo— la imaginación en aras de la ortodoxia. ¿Será posible sacudirse esa carga heredada? Incluso a pesar de su autor, la obra de García Márquez podría ser precursora de tal hazaña, que hasta ahora no ha logrado nadie. En todo caso, su proyecto —como el de Carpentier, que finalmente era un intento de reivindicación: de creación y fortalecimiento de una identidad regional diferente de la de las metrópolis de Europa— no podrá mantenerse sin modificaciones: si algo de él va a sobrevivir a la persona y la época de su creador, quienes lo mantengan con vida no podrán lograrlo mediante el homenaje ni (peor todavía) la absoluta fidelidad.
1 En más de una ocasión, y sobre todo en los casos de los autores más exitosos de esta escuela, como Isabel Allende, da la impresión de que el motivo de semejante rigidez es estrictamente mercantil: la idea, tal vez, de que tales elementos son los que “gustan” a los lectores y deben mantenerse a toda costa. Ocurre así en otros ejemplos obvios, como el de Laura Esquivel, pero también en autores menos conocidos e incluso alejados de América Latina, como Louis de Bernières, novelista inglés cuya obra no me parece más atractiva que las de Esquivel o Allende.
2 Esta cita del crítico inglés David Gallagher aparece en el prólogo del libro.
3 En su excelente Galería fantástica (2009), María Negroni anota: “Hay, sobre todo, una pregunta (con infinitos aspectos) que retorna, a la vez crucial e informulable, de la mano del ‘juguete filosófico’: ¿Por qué ese afán desmesurado de crear? ¿Qué grieta o qué falta se pretende colmar? ¿Qué cosa, no vista y locamente ansiada? Y también: ¿En qué espacio se mueve lo creado? ¿Qué relación establece con la materia del mundo, con Dios, con el origen? ¿Qué obediencias debe y a qué, o a quién? ¿Qué riesgos comporta? A esta pregunta múltiple, cuyos alcances apenas he rozado, hay que lanzarse, no para contestarla (las preguntas que importan no buscan respuestas) sino más bien —como quería Barthes— para lograr que permanezca abierta.”
4 Los ejemplos de Carpentier, todos provenientes de casos reales, se han repetido muchas veces: los templos levantados en Brasil a Auguste Comte, el carruaje desde el que Benito Juárez venció a las grandes potencias europeas, el cemento fraguado con sangre de toro de los muros del rey Henri-Christophe de Haití, el poeta iletrado Ladislao Manterola, quien se sabía entero el Cantar de Roldán… También se recuerda que para Carpentier todos estos hechos reales podían prescindir de la importación de recursos retóricos o narrativos del “exterior” y por el contrario exigían una forma propia y local para ser comunicados. Una forma barroca: profusa para capturar la profusión de la naturaleza y de las sociedades de aquí.
La ironía: Carpentier escribió sus textos contra el concepto y la práctica del “realismo mágico” (Magischer Realismus): el término, referido entonces a cierta porción de las artes visuales de las vanguardias, había sido acuñado en 1925 por el crítico de arte alemán Franz Roh… para elogiar, también, las obras que se alejaran del artificio vano y de la fantasía estéril —lo extraño porque sí— y se concentraran en intensificar la percepción de lo ya existente.
5 El texto apareció publicado en Abrapalabra (1980). Hay que recordar, por cierto, que Britto García no es un escritor enfrentado ideológicamente con García Márquez: todo lo contrario.
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