Hegel afirmaba de modo contundente que “el arte es la idea bajo [la] forma sensible”. Lo sensible aparece ante sus ojos como algo intrínseco al arte. Pero aunque reconoce el sostén cósico del arte, el énfasis lo coloca en la idea. De allí que afronte la génesis del arte en función de los diversos modos históricos en que la idea encarna en obra: simbólico, griego, romántico… La prioridad de la idea sobre la cosa lo lleva a destacar la superioridad de la filosofía (=empresa comprensivo-espiritual en donde, tras superar el lastre sensible, la idea se encuentra consigo misma) sobre el arte. Heidegger reconoce también el carácter cósico del arte. Y a su entender la cosa dista de ser un mero soporte para la expresión de ideas, sentimientos o proyectos humanos. Para él la cosa debe ser reconocida como alteridad (lo previo al hombre e impenetrable cognoscitivamente). Reconocimiento de cuya relevancia depende, incluso, la comprensión profunda del arte; son sus palabras (“El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque):
Pero la tan invocada vivencia estética tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a la obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la madera en la talla, el color en la pintura, la palabra en la obra poética y el sonido en la composición musical. El carácter de cosa es tan inseparable de la obra de arte que hasta tendríamos que decir lo contrario: la obra arquitectónica está en la piedra, la talla en la madera, la pintura en el color, la obra poética en la palabra y la composición musical en el sonido. ¡Por supuesto!, replicarán. Y es verdad. Pero ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido en la obra de arte?
Hemos sido informados: “el carácter de cosa inherente a la obra de arte” se alza como la referencia primaria del ensayo El origen de la obra de arte (reunión de tres conferencias impartidas en Francfort del Meno entre el 17 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936). Relevancia de la cosa que debe ponernos sobre aviso frente a cualquier intento de remitir la obra a la mera actividad del artista. Junto al carácter de cosa de la obra, Heidegger reconoce a la par otra propiedad del arte: su dimensión alegórica o simbólica calificada de “algo más que la mera cosa”. La obra de arte reúne coseidad y alegoría. Heidegger ha llegado a esta conclusión mediante un rodeo en que señala que así como la obra de arte se origina en el acto del artista, el artista llega a ser tal merced a la obra: “Ninguno puede ser sin el otro.” Igualmente, obra y artista son gracias al arte: “El arte es al mismo tiempo el origen del artista y de la obra.” Reparemos en el círculo trazado por Heidegger: “Intentaremos encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente reina el arte. El arte se hace patente en la obra de arte (…) Qué sea el arte nos lo dice la obra (…) Para encontrar la esencia del arte, que verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra efectiva y le preguntaremos qué es y cómo es.”
Coincido con Heidegger en que el arte debe ser pensado tomando en cuenta las obras de arte, ya que son ellas las que deben guiarnos a dilucidar la esencia de la obra de arte. Coincido también en que comprender la “esencia del arte” requiere que se pregunte por la coseidad como tal: “¿En qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido en la obra de arte?” Un intento de respuesta se da en el apartado “la cosa y la obra”. Este apartado arremete de súbito contra la costumbre de identificar sin más la coseidad con la diversidad de los entes que están ahí (cántaro, nubes del cielo, la totalidad del mundo, caballo, mineral de hierro, pedazo de madera…). Heidegger delimita territorios y considera inadmisible que se ponga en un mismo saco objetos inanimados con Dios, el hombre o cualquier ente viviente. Igualmente discutible resulta que identifique las cosas en sí con los objetos fabricados. Un doble ajuste de cuentas así lo conduce a establecer de modo inequívoco que las cosas cabales aluden a lo que nos es donado por la naturaleza. Por ahí debe comenzar la exégesis de la cosa. “Hemos venido a parar desde el más amplio de los ámbitos en el que todo es una cosa (…) al estrecho ámbito de las cosas a secas (…) La pura cosa, que es simplemente cosa y nada más.”
Esto implica desembarazarse de las interpretaciones habituales marcadas por presupuestos subjetivos de toda índole: eidéticos, metafísicos, sensoriales. Yendo al grano, Heidegger afronta tres interpretaciones sobre la cosa que pueden considerarse históricamente relevantes: como “soporte [sustrato] de propiedades”; “como la unidad de una multiplicidad que se da a los sentidos”; en tanto “una materia conformada”. El cotejo de Heidegger tiene en los pensadores griegos de la physis a sus árbitros. Recordemos que para tales pensadores la coseidad se re-vela o cobra presencia a través de un pluralidad de determinaciones que, en rigor, no agotan nunca su indecibilidad constitutiva. Pero resulta que, a juicio de Heidegger, la originaria experiencia des-ocultante del ser no es comprendida por el mundo latino, que traduce-traiciona dicha experiencia al considerar la coseidad de la cosa desde los parámetros substantia y accidentia con la consecuencia de que el to hipokeimenon griego (lo subyacente) recibe aquí el nombre de subjectum. La cosa como tal (presencia-sustrato material) resulta así desdeñada (traicionada), o mejor, reducida a los predicados o proposiciones que forja el subjectum.
Según se entiende, la experiencia del pensamiento originario griego sufre un desvío en manos de lo latino de consecuencias histórico-destinales ya que la aletheia (des-ocultamiento) como experiencia del ser queda desplazada por la representación, en donde el hombre reflexivo empieza a imponer sus señas de identidad a la coseidad, en demérito de ésta. To hipokeimenon, lo subyacente, poco o nada tiene ver entonces con subjectum. Por ende, lo subyacente a la cosa en sí, lo que adviene o se des-oculta, resulta inequiparable e irreductible a determinada proposición, a lo objetivable, a lo que se impone a la cosa desde afuera desconsiderando su reposar en sí. El hecho es que la metafísica en general iguala el ser con el ente y abandona la pregunta por el ser como tal. El concepto equivoco que expresa el saber sobreentendido del ser es el de sustancia, o a lo moderno, sujeto. Si bien opera aquí la misma tesis del ser sostenida por los pensadores de la physis respecto a que hay un sustrato presente en la cosa, en el cual emergen y desparecen los entes, tal sustrato reside para la metafísica en lo representado por el sujeto y no, como debiera, en el des-ocultamiento del ser.
La identificación de la cosa “como la unidad de una multiplicidad que se da a los sentidos” tampoco satisface a Heidegger. Éste se refiere aquí a las posiciones sensualistas que presumen de captar la cosa en su inmediatez y pureza a través de los sentidos, o sea, sin mediaciones conceptuales. Si la percepción de cada uno es ahora el criterio, la cosa queda igualada con una multiplicidad de impresiones en acto provenientes del oído, la vista, el tacto… de cada uno de los perceptores. Lo cual significa un abandono simple y llano de la pregunta sobre la coseidad de la cosa, pues la “unidad” subyacente alude sólo a nuestras sensaciones: por ende, la subjetividad sigue teniendo la última palabra.
Ya aquí, Heidegger no pierde la oportunidad de hacer un balance crítico de lo expuesto sobre la cosa como “portadora de propiedades” o reducida a la multiplicidad sensorial: “Mientras que la primera interpretación de la cosa la mantiene a excesiva distancia de nosotros, la segunda nos la aproxima demasiado. En ambas interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las exageraciones en ambos casos. Hay que dejar que la propia cosa repose en sí misma. Hay que tomarla tal como se presenta, con su propia consistencia.” Esto es lo que parece lograr la tercera interpretación (originada en Aristóteles, sostenida en la escolástica y consumada en la moderna metafísica de la subjetividad), “que es tan antigua como las dos ya citadas”. Heidegger alude ahora al entramado materia-forma que reduce la cosa a materia informada por determinado acto constituyente en donde, en consecuencia, se confunde lo subyacente a la cosa como tal con lo que ésta es-en-los actos-humanos.
Lo que parecía una respuesta resulta una recaída en el desdén hacia la cosidad. Pues la tercera y más socorrida interpretación de la coseidad, aquella que la concibe como materia informada, tampoco considera intrínsecamente a la cosa en sí. La “tercera interpretación” se reduce a lo morfológico, entendamos, al hecho de que cualquier ente soporta determinada forma. Materia informada que al obedecer a actos humanos se torna materia sobre-informada. Prioridad de lo humanamente informado sobre la cosidad en estado bruto, que surge de la prioridad otorgada a quien sobreinforma —el hombre mismo— a la cosa silvestre o dada. Presupuesto que en el mundo moderno, dominado plenamente por la metafísica de la subjetividad (hipóstasis de la razón constituyente y/o de la intencionalidad humana), impone sus reales por dondequiera reduciendo la cosa a objeto o materia por y para el sujeto (culmen del subjectum latino). Y respecto a los momentos histórico-destinales en que ha ido madurando el entramado materia-forma originado en Aristóteles y hasta nuestros días, bien vale reparar en el siguiente aserto heideggeriano:
La tendencia a considerar el entramado materia-forma como la constitución de cada uno de los entes recibe sin embargo un impulso muy particular por el hecho de que, debido a una creencia, concretamente la fe bíblica, nos representamos de entrada la totalidad de lo ente como algo creado, o lo que es lo mismo, como algo elaborado (…) La interpretación teológica de todo ente… esto es, la concepción del mundo según la materia y la forma, puede seguir su camino. Esto ocurre en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna.
Tal esquema materia-forma se alza, a juicio de Heidegger, de un modo apoteósico en la modernidad. Tenemos, en suma, que las tres consideraciones de la cosa señaladas resultan insatisfactorias. Heidegger habla inclusive de “atropello” a la coseidad. Para él, se trata de modos de enfocar la coseidad rutinarios, habituales y demasiado generales de los que urge desprenderse. Hay que arriesgar, salir del lugar común. Heidegger lo intenta y, al retomar el esquema materia-forma, se pregunta: “¿Dónde tiene su origen este entramado materia-forma?” Descartando que ello provenga de la pregunta por la coseidad de la cosa o tenga que ver con la obra de arte, llega a la conclusión de que el par materia-forma proviene de la hipostasis de la “instrumentalidad” del artefacto o utensilio. Esta hipóstasis conduce al territorio de lo útil, en donde la forma se configura para cumplir determinada función. Digamos que aquí la forma se ajusta de suyo a exigencias utilitarias o a fines que podemos calificar de serviles.
Sin perder nunca de vista el propósito de su texto (indagar el origen de la obra de arte), Heidegger cree llegado el momento de reconsiderar la diferencia entre la cosa como tal, la obra de arte y el artefacto. Acorde con su manera de argumentar, reconsidera lo ya dicho y agrega nuevos determinaciones. Distingue así, una vez más, la forma propia de la cosa increada, o dada espontáneamente, de la forma informada con miras a determinado fin humano. Heidegger aclara en ello los términos que comprenden el servilismo del artefacto, reiterando que la elaboración de lo útil exige que elijamos la materia y la forma adecuadas para realizar el propósito servil: “Impermeable para el cántaro. Suficientemente dura para el hacha, firme pero flexible para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya viene dispuesta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a destinar el cántaro, el hacha o los zapatos.” Heidegger da en el clavo: el par materia-forma no proviene de la cosa como tal, sino de la “instrumentalidad del instrumento”.
Del instrumento o artefacto, Heidegger señala que ocupa un lugar intermedio entre la cosa en sí y la obra de arte, ya que, en efecto, participa de la cosa (la requiere) y del acto humano pero carece, en cambio, del en sí (pureza) de la cosa y de la incondicionalidad de la obra de arte. Mediado por el servilismo lo instrumental se muestra, en fin, como parámetro inadecuado desde el cual pensar la cosa y la obra. Abundando en argumentos, cree que identificar la cosa con algo creado surge en última instancia del considerando cristiano que remite lo que es al acto creador de un demiurgo primordial, Dios: acto puro e incondicionado. Los esquemas habituales sobre la cosa examinados por Heidegger son difíciles de demoler ya que no sólo pertenecen al dominio público sino tienen, además, en la filosofía y en la teología a su acérrimos defensores. Heidegger intenta superar los obstáculos y, tras saltar por encima de evidencias e interpretaciones equivocas y petrificadas, devolverle a la cosa, el instrumento y la obra, el lugar que les pertenece.
De buenas a primeras, Heidegger admite que mientras un instrumento sirve a nuestro propósitos nos despreocupamos por él, lo usamos y punto. Pero cuando lo útil no funciona, o deja de ser fiable, se torna objeto de nuestra preocupación. Este hecho indica que la cualidad del instrumento no se agota en la utilidad, sino que incluye además la fiabilidad. Y lo que es más importante: el instrumento o artefacto se debe, en esencia, al advenimiento del ser comprendido como abertura y retraimiento. Pero situar la cualidad entitativa del artefacto ante el des-ocultamiento del ser no es propio de la metafísica productivista, atrapada como está en el olvido del ser. Para romper la ceguera se requiere pensar lo que es al margen de lo productivo-útil, algo propio del arte, ya que “la obra de arte se parece más bien a la cosa generada espontáneamente y no forzada a nada”. Reparemos en que la obra de arte reposa sobre sí misma y, al igual que la cosa, goza de autonomía en relación a lo útil. En este sentido, el arte es un viraje o salto fuera de la confusión entre ser y ente generada bajo el imperio de la subjetividad.
Planteado lo anterior, no se requiere de mayor sagacidad para comprender que si bien la obra de arte contiene tanto el acto humano como la cosa no se reduce por ello ni al acto servil ni a la cosa silvestre. Que la obra de arte, aunque hecha por la mano del hombre, goce de autonomía respecto a lo útil y repose en sí misma de modo similar a la cosa en sí, conduce a la pregunta sobre lo propio del arte. De entrada, resulta pertinente reconocer que, a diferencia del instrumento, la obra exige que reparemos de modo inmediato en ella: observarla, meditar sobre lo que muestra para des-cubrir lo propiamente artístico. Y para comprender a cabalidad la obra de arte en el contexto de la iluminación-ocultación que la caracteriza, nada mejor que situar nuestra mirada ante una obra de arte concreta. En el caso elegido por Heidegger, ante uno de los ocho cuadros que Vincent van Gogh dedica a representar unas viejas y desgastadas botas que ejemplifican un instrumento intrínseco a la actividad campesina (de momento no discutiré, como lo indica Heidegger, si las botas son de un campesino(a) o del propio Van Gogh).
Heidegger nos invita a profundizar e interroga el cuadro, o mejor, le otorga la palabra. Pero, para nuestra sorpresa, se desentiende por completo de lo que pudiera ser un análisis propiamente pictórico que aclarará, en consecuencia, los específicos modos plástico-morfológicos de la obra de Van Gogh en tanto parte sustantiva del acto des-ocultante. Ello explica que a Heidegger le tenga sin cuidado precisar cuál de los cuadros en donde aparecen zapatos es el elegido para la exegesis. Le interesa, en rigor, que el cuadro verse sobre un instrumento que sirve a la labor de los campesinos y que el usuario reconoce en todas sus potencialidades sin necesidad de una reflexión cognitiva u ontológica: sabe para qué sirve y reconoce que el instrumento es algo confiable para cumplir con “el llamado silencioso de la tierra”. Digamos que la campesina, de modo espontáneo, se percata de lo útil y confiable del instrumento e, igualmente, de la relación que éste tiene con su mundo.
Dejando para después el examen del desdén heideggeriano hacia el Van Gogh pintor, quiero recalcar ahora algo antes señalado: muy en la orbita de Kant, Heidegger vuelve a reparar en la inutilidad de la obra de arte. El hecho permite establecer la diferencia entre el producto útil y la obra inútil y, al hilo de ello, comprender el ser de la cosidad más allá de la utilidad. Digámoslo de otra manera. Si la utilidad de los zapatos y lo que ello conlleva (confiabilidad, seguridad, eficacia) se comprueba en el uso útil, cuando los zapatos son puestos en el ámbito de lo inútil o de lo no servil se nos hace (da a) ver lo que reside tras lo útil y lo confiable: la pertenencia de los zapatos y de su particular poseedor a la copertenencia entre mundo y Tierra. Tierra y mundo (términos que serán aclarados en su momento): he ahí el quid de la cuestión. Ya en ello podemos destacar la diferencia de las botas cuando sirven al uso de las mismas botas acogidas en el lienzo de Van Gogh. El punto esencial reside en que en la obra de arte, y sólo a través de ella, acaece el ser de lo ente, su des-ocultamiento. Antes que a la autoexpresión de sí mismo —pasiones, angustias, inquietudes— el pintor, cual corresponde a quien rinde tributo al arte primordial, ha consagrado sus desvelos a propiciar el advenimiento re-velador del ser de lo ente en el sentido de aletheia. La obra de arte encarna así el ámbito en donde mundo y ente comparecen como perteneciendo a lo abierto e insondable, excesivo e innombrable, la Tierra.
Cuando uno repara en los propósitos últimos de Heidegger, no tiene otro remedio que preguntarse si, tal y como fuera prometido, quien en realidad habla es el cuadro. Podemos responder con un rotundo ¡no! Quien en esencia habla aquí es un discurso previo y, como tal, se proyecta sobre el cuadro del artista. Semejante discurso torna los zapatos mudos en parlanchines y, si bien no trata de la pintura, trata sin embargo del origen de la obra de arte, cual lo confiesa el filósofo. A su manera, aunque de modo espontáneo, el origen encubierto y no meditado se cumple en el trabajo del campesino. Un trabajo dado a agradecer los dones ofrendados por la naturaleza y que, a diferencia de la acometida avasallante de lo tecno-científico-moderno, se debe a lo que provee la materia prima del pan y del vino. De allí que Heidegger exalte con un lirismo inusitado el trabajo campesino consagrado a atender, esperar y agradecer los frutos de la madre naturaleza que permiten afirmar la vida y conjurar la muerte inmediata. El trabajo fatigoso y consagrado a la madre tierra por parte de la labradora se realiza en nombre de un perpetuo agradecimiento por parte de quienes participan de su mundo, los campesinos. He aquí las celebradas palabras del pensador sobre lo que le inspira el cuadro comentado:
En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.
Lo expresado por Heidegger sobre el mundo campesino puede compartirse o rechazarse, pero lo que me parece discutible es la asociación hecha entre determinados rasgos de los zapatos (“ruda y robusta pesadez de las botas”, “oscura boca del gastado interior”, “la humedad y el barro del suelo”…) y las atribuciones provenientes del pensador (“soledad del camino del campo cuando cae la tarde”, “el callado temor por tener pan seguro”…). Lo curioso es que Heidegger afirma transcribir algo visto: “Estas cosas sólo las vemos en los zapatos del cuadro.” Y, como corolario, niega haber proyectado en la obra algo surgido de su cosecha: “Si pretendiéramos que ha sido nuestra descripción, como quehacer subjetivo, la que ha pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos engañándonos a nosotros mismos de la peor de la maneras.” Me pregunto frente a Heidegger qué hubiera pasado si hubiéramos puesto ante los ojos un par de zapatos reales en estado de reposo, ¿no llegaríamos a las mismas conclusiones? Por supuesto que sí, con la ventaja de que contaríamos con la certeza de que se trata, sin duda, de zapatos de campesino.
Tras pensar el instrumento al margen del uso en el cuadro de Van Gogh, Heidegger encontró el ser instrumento del instrumento en la confiabilidad, en relación con el mundo y en copertenencia con la tierra. En el cuadro comentado acontece asimismo la última instancia que aclara la pertenencia del arte: el ponerse-en-obra-el-desocultamiento (Heidegger utiliza mucho la palabra verdad, que no es precisamente de mi agrado)-del-ente. Ahí el-ser-obra-de-la-obra. De momento baste esto para destacar el abismo abierto entre la consideración heideggeriana de la obra de arte y la estética. Para la estética moderna el arte reside fundamentalmente en el acto humano que transforma una materia a su arbitrio. O hay casos en los que el ser del arte se contempla al margen de su soporte sensible, en lo suprasensible, en un más allá ajeno a lo sensible. ¿Qué decir de algo sobre lo que Heidegger no alcanzó a meditar, como lo es el arte conceptual de los años setenta, consagrado al empeño de anular la forma sensible en pro de la hipóstasis del concepto tautológico? En suma, se cancela lo sensible por completo o, en el mejor de los casos, se lo ve como un suplemento irrelevante. Desdeñar así equivale, en esencia, a desdeñar la Tierra en nombre del imperio de la subjetividad logocéntrica.
Heidegger ha trastocado los papeles analíticos tradicionales en cuanto ha pensado el arte tras de considerar el carácter de cosa de la cosa, inscrito en el arte, en el marco del acaecer desocultante de la Tierra en un determinado claro o mundo. Descubrir el origen de la obra de arte en la tensión originaria entre mundo y Tierra, y no en la conversión de la cosa en un mero objeto por parte de determinado sujeto, permite considerar la obra de arte como una posibilidad de escapar al dominio de la metafísica y, de un modo especial, al dominio de la moderna metafísica de la subjetividad. Un trastrueque contestatario que, apoyado en lo que el cuadro de Van Gogh muestra, Heidegger encuentra en estado larvario en el mundo campesino. En rigor, nada autoriza la atribución de las botas pintadas al mundo campesino. Y el asunto no para ahí, pues a tenor de ello en lugar de examinar los rasgos específicos de la pintura de Van Gogh, ausentes por completo, la exégesis de Heidegger recrea la abundancia de vivencias características del susodicho mundo. Este modo de proceder suscita un debate sobre la manera de acercarse al cuadro de Van Gogh y dos son los interlocutores principales: Meyer Shapiro y Jacques Derrida.
Entremos al debate.
Afrontemos de entrada a Shapiro. El crítico de arte considera que Heidegger interpreta el comentado lienzo poniendo mucho de su cosecha (“La naturaleza muerta como objeto personal: unas notas sobre Heidegger y Van Gogh”, de 1968, y “Unas cuantas notas más sobre Heidegger y Van Gogh”, de 1994, en Estilo, artista y sociedad. Teoría y filosofía del arte). Para demostrarlo, empieza por señalar que el pintor holandés realizó al menos ocho cuadros de zapatos. Tras preguntarle por carta a Heidegger a qué lienzo se refiere, deduce que se trata de una obra perteneciente al Museo Nacional Vincent van Gogh. Localizado el objeto del debate, Schapiro desmiente la pertenenecia de las botas a un miembro de la clase campesina; cree más bien que pertenecen al pintor: “De ninguno [de los ocho cuadros] podríamos decir de modo apropiado que un cuadro con unos zapatos pintados por Van Gogh expresa el ser o la esencia de los zapatos de la mujer campesina y su relación con la naturaleza y el trabajo. Son los zapatos del artista, por entonces hombre de pueblo y de ciudad.”
Restituida la pertenencia de las botas a Van Gogh, Shapiro acusa a Heidegger de forzar el sentido del cuadro conforme a sus intereses analíticos: “Su fundamentación se halla más bien en su propia concepción social con su duro patetismo de lo primordial y terrenal. Efectivamente, se ha imaginado todo y lo ha proyectado en el cuadro (…) No se ha enfrentado realmente a la obra. Y, desde luego, viendo los zapatos reales puedo decir lo mismo que dice Heidegger de los zapatos pintados.” Dado que el argumento de Shapiro proviene de un crítico de arte, no es de extrañar que se preocupe, antes que nada, en precisar de quién y de qué se trata en el cuadro y de la problemática pictórica puesta en juego. Empero, Shapiro hace con el texto de Heidegger algo muy discutible: atender sólo lo que habla del cuadro sin ligarlo, como debiera, al contexto general al que pertenece y que le otorga sentido. De haberlo hecho hubiera comprendido que, en efecto, a Heidegger no le interesa el cuadro como tal, o sea, que la discusión está en otra parte: atisbar el origen o ser de la obra de arte.
Puesto en lo suyo y convencido de que él sí le otorga la palabra al cuadro, Shapiro refuerza argumentos y remite todo al centro de referencia insoslayable: el pintor. Oigamos: el cuadro es viva expresión de los “sentimientos y sueños” de un pintor solitario, frágil y desgarrado. Como “expresión del patetismo de una atormentada condición humana” los viejos y ajados zapatos encarnan, incluso, el estado de marginalidad e indigencia del artista, de allí que pueda considerárselos una especie de autorretrato o “soliloquio”. Yendo más lejos, considera los zapatos como reliquias sagradas que acompañan el peregrinar de Van Gogh por las sendas perdidas del mundo. “El hecho de que Van Gogh pintase frecuentemente un par de zapatos separados del cuerpo y su atuendo como un todo puede compararse con la importancia que confirió en sus conversaciones a la idea de zapato como símbolo de su costumbre de toda la vida de andar, y al ideal de vida del peregrino que supone un perpetuo cambio de la experiencia.”
No cabe duda: para Shapiro, Van Gogh se “autorretrata”, se muestra de cuerpo entero como pintor y, de paso, pone sobre el tapete la situación de indigencia padecida por los artistas marginales y contestatarios de la época. Otra aspecto relevante del ensayo de Shapiro es el haber resaltado la singularidad y expresividad de los zapatos (“objetos personales aislados”), lo cual tiene que ver con el orden pictórico del propio Van Gogh reacio, como se sabe, a todo tratamiento pictórico tendiente a la uniformidad decorativa: “Colocados en el suelo frente al espectador, con las partes sueltas y dobladas de los zapatos, los cordones, las desagradables diferencias entre las partes izquierda y derecha y su aspecto deprimido y estropeado.” No olvidemos que Van Gogh descarga en el lienzo sus pasiones, un pathos intenso, desgarrado: “Es capaz de trasferir en el lienzo con un poder singular las formas y cualidades de las cosas; pero son cosas que le han emocionado profundamente, en este caso sus propios zapatos: cosas inseparables de su cuerpo y memorables para su propia conciencia reactiva.” Por si hubiera dudas respecto a la pertenencia de los zapatos, Shapiro ofrece testimonios de Gauguin y de F. Gauzi en los que se afirma haber visto a Van Gogh pintar sus zapatos.
Creo importante poner de manifiesto algunas puntualizaciones que se desprenden del texto de Shapiro: Van Gogh es un pintor explosivo y fracturado que afirma su arte trágico y apasionado en polémica con la pintura de armonías epidérmicas del impresionismo; los zapatos encarnan tanto la poética pictórica de Van Gogh como el destino del arte radical a lo largo del siglo xix; por ende, debe rechazarse sin cortapisas el intento de Heidegger de identificar al pintor con un artista impersonal, cuyos temples de ánimo son pictóricamente irrelevantes. En suma, mientras Heidegger pone entre comillas al artista de carne y hueso (“pierde el sentido personal de la expresión”) y atiende en esencia el impersonal encuentro mundo-Tierra, Shapiro restaura la circunstancia personal e intransferible vivida por el pintor.
Advierto que Shapiro reconoce que al final de sus días Heidegger escribe de propia mano las siguientes palabras: “A partir del cuadro de Van Gogh no podemos decir con certeza dónde están estos zapatos ni a quién pertenecen.” Su testimonio nos permite afrontar la lectura que del cuadro hace Jacques Derrida en La verdad en pintura, tomando por punto de partida una frase extraída de una carta de Paul Cézanne a Émile Bernard: “Le debo la verdad en pintura y se la voy a revelar.” Recordando al Kant de la Crítica del juicio, Derrida recusa el intento de éste, y de la metafísica en general, consistente en interpretar el arte como algo caracterizado por tener una parte esencial e intrínseca, la obra como tal, y una parte extrínseca y prescindible: “valor monetario, circunstancias de producción…” En pintura, el marco (un parergon: tensión entre lo interior y lo exterior, algo incidental, colateral) establece las fronteras entre un adentro y un afuera. El marco preserva la obra, la concentra, y permite distinguirla de lo que ella no es, o sea, encierra la obra en sí y pone en jaque lo prescindible. Empero, Derrida agrega algo a su entender primordial: el marco que pertenece al interior y al exterior mantiene la integridad de la obra e igualmente la desintegra: algo falta en lo que reside dentro de lo enmarcado, algo que conduce a ir más allá, afuera. Puede decirse así que resulta discutible pensar que existen límites en la obra entre lo que le pertenece y lo espurio, de allí que podamos adelantar que cualquier juicio sobre una obra es siempre impuro, equívoco, incierto.
El arte invita o convoca a compartir y, a la vez, se muestra como algo inalcanzable, pues el pintor, por referirnos ahora a ello, cuando crea participa de una ceguera inevitable e incontrolable, una grieta, una presencia-ausencia intrínseca de lo visible. Desde la perspectiva según la cual el arte es en rigor aquello de lo que no se puede hablar, podemos calificar de vano e inútil cualquier intento de alcanzar verdad alxguna, trátese de la pintura o de cualquier otra propuesta artística. De allí que la escritura sobre el arte se encuentre condenada a ser algo suplementario, un apéndice o borde condenado a lo innombrable. Sin embargo, desde su opacidad irrebasable o resto insuperable, la obra reclama ser interpretada. Derrida pone en juego su lectura abierta del arte mediante sendos análisis de dos exposiciones, una de Valerio Adami y la otra de Gérard Titus-Carmel. En lo que aquí importa, examina asimismo el ensayo de Heidegger sobre el citado cuadro de Van Gogh (en la cuarta sección del libro, titulado “Restituciones de la verdad en pintura”).
Nos las vemos, en su caso, con un escrito “experimental”, lleno de derivas y manierismos, repetitivo hasta la saciedad y, por qué no decirlo, sumamente aburrido. Derrida parte con ventaja: conoce El origen de la obra de arte de Heidegger y el comentario de Shapiro. Convencido de que Heidegger sobreinterpreta, procede a deconstruir su propuesta. Procede retomando la pregunta considerada por Schapiro sobre la pertenencia de los zapatos: ¿a un campesino o a una campesina? ¿Al pintor? O mejor: “¿A quién restituir los zapatos?” Mientras Heidegger le asigna la pertenencia de los zapatos a un aldeano, Schapiro procede restituyéndoselos a quien a su entender corresponden: un habitante que transita entre el campo y la ciudad, casi sin duda a Van Gogh mismo. Para Derrida, el acto de identificación responde en el fondo al intento, tanto del pensador del ser como del crítico de arte, por remitir el cuadro a un determinado significado incontestable que nos habla ya sea del mundo del campesino o del habitante de la ciudad (Shapiro se refiere, en sentido estricto, a un artista errante, antes que al sedentario habitante de la ciudad). Según Derrida estaríamos ante dos lecturas conclusivas que impiden una lectura abierta de la obra. De allí que arremeta de buenas a primeras con la evidencia que sostiene todo: el par de botas.
Su arremetida conduce a lo siguiente: no se trata de un par de botas pues ambas corresponden al pie izquierdo, pero además la aclaración de la pertenencia carece de relevancia alguna. Al romper así con la voluntad analítica que examina las obras partiendo de cierto núcleo de sentido indiscutible (“el deseo de atribución”), el pensador francés señala que en esencia las botas carecen de pertenencia alguna, simplemente están ahí y “nos miran”. Todavía más, el que se trate de dos botas para calzar sólo el pie izquierdo les da un carácter siniestro, extraño, incluso diabólico. Lo que queda por hacer es localizar los signos o huellas que permitan examinar la obra como obra de arte, o sea, aquello por lo que el pintor torna lo habitual en algo inquietante. Aquello, el ámbito de confluencia de lo visible y lo que permanece en reserva, estriba en los agujeros por donde se entrelazan los cordones de los zapatos, el ida y vuelta de éstos, lo que dejan ver y lo que ocultan, su adentro y afuera, de allí que Derrida identifique los cordones con la “mise en abysme de todo el cuadro”. Para ser justos, también Shapiro se refería en términos similares a la extrañeza de los cordones: “sorprendentemente sueltos y curvados que se extienden más allá de la silueta de los zapatos”.
No hay que ser muy sagaces para reconocer que, aunque repudie lo conclusivo, Derrida también interpreta. Si algo le interesa es el encadenamiento de derivas que la obra genera en el espectador. Derivas, huellas, señales, marcas, fronteras que están ahí pero no llevan a ninguna parte. Proceder comprensible, si entendemos que para Derrida el pensamiento afirma el juego, no el origen, y menos si éste desemboca en lo prístino e indubitable. Ya en tono discrepante, repudia el lenguaje oracular usado por Heidegger para referirse al mundo campesino: “Un momento de desmoronamiento patético, irrisorio, y sintomático”; “un pasaje ridículo y lamentable sobre Van Gogh”, presa del rebuscado pathos original del terruño y del arraigo imperante en Alemania: “La ideología rural, de la tierra, terrosa, artesanal.” A Derrida no se le pasa por alto pues que la identidad del mundo campesino resulta un referente privilegiado en el texto de Heidegger.
Respecto al examen del cuadro hecho por el pensador de la Selva Negra, Derrida coincide con Shapiro en dos aspectos: Heidegger pasa por alto lo propiamente pictórico, se dedica a proyectar su pensamiento sobre el cuadro y nada autoriza la afirmación de que se trata de zapatos de campesino. A su vez, le reprocha a Shapiro reducir la pintura a la identificación de determinada pertenencia y que proyecte también lo suyo y pretenda dar con la verdad del cuadro. Ambos caen, por ende, en la misma trampa: remitir un objeto pintado a su “legítimo propietario” a través del “fetichismo de los zapatos”. Y resulta imperdonable que el crítico de arte soslaye el propósito último confesado por el propio Heidegger: “El cuadro de Van Gogh es la apertura de lo que el producto, el par de zapatos de campesino, es en verdad.” Las cartas están sobre la mesa. A su manera, Heidegger, Shapiro y Derrida marcan sus diferencias entre lo que se puede decir y lo impronunciable en la obra de arte. Por mi parte, ninguna de las tres aproximaciones a Van Gogh termina por convencerme: las de Derrida y las de Heidegger por dejar fuera la problemática pictórica (más adelante aclararé el punto), la de Shapiro por no penetrar lo suficiente en ella. (Continuará.)
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