Luis Vicente de Aguinaga
Rafael Cadenas, Obra entera. Poesía y prosa (1958-1998), prólogos de Darío Jaramillo Agudelo y José Balza, Fondo de Cultura Económica, México, 2009, 2ª ed., 733 p.
Nacido el mismo año que Juan Gelman y Francisco Urondo, un año antes que Antonio Gamoneda y María Victoria Atencia y un año después que José Ángel Valente y Enrique Lihn, Rafael Cadenas (Venezuela, 1930) parece confirmar en cada una de las páginas que ha publicado aquello que Samuel Beckett insinuara en su ensayo sobre Marcel Proust, a saber: que no decir “yo”, al escribir, es imposible. Adversario, sin embargo, de la egolatría, Cadenas por lo general se plantea la escritura como la última intemperie genuina de la humanidad. “No quiero estilo, / sino honradez”, ha escrito en uno de sus poemas. También ha escrito, a contrapelo de casi todo lo que se haya opinado en el mundo acerca de la poesía, que “no hace falta música / para un dicho / real”.
El yo de Cadenas, por lo tanto, se quiere silencioso y escueto. Como en los mejores libros de Valente y de Gamoneda, en los mejores de Cadenas —pienso en Memorial, en Amante— aparece, al trasluz, el rostro de un hombre serio, de pocas palabras, firme a la hora de negar, parco a la hora de afirmar, incapaz de humoradas o desplantes. Como en los mejores libros de Gelman y de Lihn, en los de Cadenas el discurso no se confirma en su fluir sino en su interrumpirse. Propenso al aforismo, a la sentencia, Cadenas evita proferir, con todo, verdades enormes o regañinas generalizadoras, limitándose (lo digo con perfecta conciencia: limitándose) a verificar la existencia del mundo en sus manifestaciones más humildes, a la manera del que acepta que un modesto rayo de sol a través de la persiana basta para confirmar el vigor de todas las estrellas.
Dispuesto, así, a tomar el pulso de unos pocos objetos y personas, Cadenas apoya su pensamiento en la incertidumbre y su palabra en la cortedad, infundiendo en su lector —ha sido mi caso, por lo menos— un sentimiento de insatisfacción que, tras algunos esfuerzos y tanteos, lo compromete finalmente a trabajar en el cumplimiento del poema. Y no es que haya que descifrar ni aclarar nada en la poesía de Cadenas, que no se atarea con referencias ocultas ni consiente misterios artificiales. Más bien ocurre que las nociones mismas de construcción y de composición parecen impacientar a Cadenas al punto de hacerlo concebir la poesía como una renuncia, incluso como un abandono. Su energía, su entusiasmo —un entusiasmo ceremonial, afín a ciertas formas de atención o concentración en lo sagrado—, son asimilables, por todo ello, a la felicidad paradójica de los que asisten a su propio vaciamiento y a su propia desintegración, habiéndolos propiciado casi siempre por vía religiosa: “Si callas / todavía te oyes tú, / el muy lleno, / que nada vales / (o sólo vales en tu errancia).”
Ésta, la segunda edición de la Obra entera de Cadenas, básicamente se distingue de la primera en la incorporación de una docena de poemas que, titulados Desde Boston, acaso datan de la estancia del poeta en dicha ciudad a fines del siglo pasado. También añade al prólogo de José Balza otro de Darío Jaramillo Agudelo. Complementarios, ambos prólogos constituyen sendos recorridos lineales por la vida y la obra de Cadenas (más por la obra, el de Jaramillo Agudelo; más por la biografía, el de Balza) y, cada uno en su estilo, invitan a leer esta Obra entera de principio a fin. Lo cual es factible, pero no indispensable: la coherencia de los poemas, notas, aforismos y ensayos de Cadenas radica no tanto en la eventual concatenación de sus libros como en la reiteración y desarrollo de una misma convicción, de una misma fe que, de tan milimétrica y frágil, apenas logra manifestarse de manera explícita en versos esporádicos o en poemas brevísimos como éste, de Memorial: “Un momento separado de todos los momentos / tiene años esperándote fuera de los años.”
El tú al que se dirigen las palabras que acabo de citar, así como el tú invocado en el poema que reproduje más arriba, es desde luego uno mismo con el yo que dice no querer “estilo”, sino “honradez”. Esta penetrante y sencilla herramienta expresiva —presentar el yo como un tú— es tal vez la única que Cadenas emplea sin desconfianza. Cualquier otro asomo de retórica le parece una veleidad, cuando no una imposición inadmisible. Los dos volúmenes de aforismos (Anotaciones y Dichos) y los dos ensayos de aproximación al hecho literario (Realidad y literatura y En torno al lenguaje) que Cadenas ha escrito, así como sus profundos Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, en última instancia pueden leerse como lanzas rotas en pro de la sencillez y la desnudez de la palabra.
Cadenas habita sus poemas en la medida que los entiende como espacios abiertos, potencialmente acogedores. Obsérvese de qué manera se refiere a la palabra: “palabra, / casa sin atavíos”. Obsérvese, luego, cómo habla del cuerpo (del suyo propio y de todo cuerpo humano): “Lugar de la presencia, / lugar del vacío”. Cobra sentido, así, que para Cadenas el poema sea el punto donde logran juntarse palabra y cuerpo, donde la más estricta realidad exterior se hace interior, y donde, por lo mismo, la identidad personal responde a la enorme sencillez del universo.
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