Gabriel Wolfson
En el número 160 de la revista Tierra Adentro (octubre-noviembre de 2009) Ignacio Sánchez Prado publicó una reseña sobre dos novelas recientes de escritores mexicanos “jóvenes”: Los esclavos, de Alberto Chimal, y Temporada de caza para el león negro de Tryno Maldonado. A poco de empezar, Sánchez Prado escribe: “Mi interés es suscitar un debate sobre el estado de la narrativa mexicana actual a partir de mi lectura de estas dos novelas.” Mi primera reacción fue de suspicacia ante tan enfáticos “mi”, incluidos los dos de esta misma frase; la segunda consistió en pensar si no sería mejor debatir sobre la conveniencia o necesidad de tales debates: en general, me parece que a los narradores no les interesa debatir porque, a diferencia de los poetas, comienzan a moverse en un ámbito donde sí hay dinero real que repartir (dinero de regalías, de adelantos, de derechos para traducción o cine, etc.), y cuando el dinero suena y alcanza para muchos —no para todos—, debatir cansa. Eso, por una parte. Por la otra, creo que los debates a veces prolongados y encarnizados en el medio poético a menudo han revelado su carácter eufemístico (se habla de “poéticas” cuando en realidad se habla de trueques de becas y premios, siendo que discutir sobre tales pecuniarios asuntos sería igualmente importante siempre que ocurriera sin el disfraz del delirio estético) y a menudo han llegado a grados de inaudita infamia justo porque lo que se disputan es puro espejismo simbólico maltrecho o un dinero que, por comodidad, llamaré irreal (el restringido y a veces vejatorio dinero del Estado). Ahora bien, es claro para mí que ciertos debates entre poetas o, mejor, digamos las bravatas, los mensajes gangsteriles, las autodefensas de opereta, han motivado algunas respuestas esclarecedoras (por ejemplo, las reseñas o artículos de Julián Herbert, quien no sólo distingue entre discusiones “estéticas” y discusiones pecuniarias sin eludir ninguna de las dos, y no sólo llama a los poetas y a los funcionarios involucrados por sus nombres sino que se toma la molestia de leer los textos de sus contrincantes, de sus amigos y de muchos poetas más, incluidos poetas no sólo jóvenes sino púberes).
El problema es que, ya concluido el largo párrafo anterior, se hace evidente que no pude resistirme al interés de Sánchez Prado. Pero primero me gustaría debatir sobre su aseveración inicial: “No creo en las reseñas negativas, propias de un medio literario camarillero que suele confundir la crítica con el ataque ad hominem. Por esta razón, suelo abstenerme de reseñar libros que no me gustan (…). Fiel a mis principios como crítico, no planteo [esta reseña] ni como un ataque a los autores ni como un intento de disuadir a los lectores de aproximarse a los libros.” Yo sí creo en las reseñas negativas o, más bien, creo en las reseñas negativas, en las positivas y en las tibias de los reseñistas en quienes confío, así como no creo en ningún tipo de reseña de los reseñistas que suscitan mi desconfianza. Supongo que no serán siempre falsos los chismes sobre las reseñas encargadas —y cargadas, como negativos dados— de algunas revistas o suplementos, pero eso no es suficiente para fundar una relación necesaria entre reseña “negativa” y ataque personal, ni para pensar que todo reseñista se mueve amparado en el cobijo de tan sólidas camarillas (y menos para deducir que las reseñas positivas no puedan ser también, de alguna manera, ad hominem, o bien trabajo de marketing eufemizado como reseña). Yo también suelo abstenerme no ya, digamos, de reseñar sino de leer libros que sé que no me gustarán, pero unas cuantas veces la intuición no funciona, o bien, como ha sido mi caso, el libro a reseñar no lo he escogido yo, y, ya hecha la lectura y aceptado el compromiso, lo mejor ha sido intentar ser serio y sincero con respecto a mis posiciones e ideas. Por último, pienso que en el argumento de Sánchez Prado se olvida la función más simple de los reseñistas, una función plenamente servicial: antes que suscitar apasionados debates, ofrecerle al lector que confía en tus reseñas una ayudita para orientarse en los monstruosos anaqueles. Yo agradezco críticas y reseñas por haberme descubierto libros increíbles tanto como por haberme evitado la lectura de muchos otros (y nadie pierde nada si el libro despreciado era en realidad una joya, ni yo ni mucho menos el mundo entero).
No es lo único que discuto del texto de Sánchez Prado. No me convencen, por ejemplo, varios elementos que se dan por hecho, o cuya atractiva exposición no constituye en el fondo un argumento. Así, la insistencia en hablar de Chimal (de Maldonado no digo nada porque no sé qué edad tiene) como escritor “joven”, cuando muchos se han referido a lo pernicioso y hasta gracioso que resulta cuadrarse ante los criterios de edad del FONCA, que establece el fin de la adolescencia en los 34 años. Tampoco, la facilidad con que se hace de ambas “novelas sintomáticas de la narrativa mexicana reciente”, frente a las cuales los libros de Yuri Herrera o Eduardo Montagner le parecen a Sánchez Prado propuestas alternativas pero menos visibles: no dudo de la posible pertinencia de este juicio, pero otros críticos han apuntado, con la misma rapidez, que las novelas sobre narcos —Los trabajos del reino, de Herrera— constituyen no una alternativa sino la línea dominante de la narrativa mexicana actual. En todo caso, ¿por qué no discutir mejor los mecanismos que otorgan visibilidad a las novelas o, mejor aún, el acatamiento a lo que los críticos y reseñistas a menudo imaginamos como “lo visible”, sin reparar en la mansa inercia que suele motivar nuestras elecciones? No dudo que cierta narrativa mexicana actual pueda confluir en esa “área gris que mezcla antinacionalismo, antirrealismo, decadentismos superficiales y metaliteratura”, como dice Sánchez Prado, pero eso tal vez ocurra en un grupo de escritores que aún busca disputarse el prestigio simbólico además del dinero, porque entre otro grupo que ya únicamente se disputa los grandes tirajes y las adaptaciones al cine creo entrever que no impera, de ninguna manera, el antirrealismo sino un realismo convencional, bien enclavado en la cultura y la historia mexicanas y que, por decirlo así, sigue confiando en la transparencia de los signos y en las generosísimas posibilidades de la representación.
Podría discutir más asuntos del texto de Sánchez Prado, por ejemplo la caracterización de Los esclavos como una posible novela “reaccionaria, nihilista en el mejor de los casos, protofascista en el peor”, cuando lo que ni siquiera está claro es que, si lo fuera, una novela reaccionaria y nihilista necesariamente debiera causarnos “alarma”, ni por qué a un folletón romántico o político mexicano no se le cuestionen sus posibles implicaciones ideológicamente reaccionarias. Pero llevo ya varias páginas sobre Metaficciones (2008) y aún no digo nada del libro. Lo peor es que aún no lo haré porque antes me interesa resaltar un punto central o, mejor, una actitud básica en el texto de Sánchez Prado que en líneas generales comparto y de la cual echaré mano para encuadrar mi opinión sobre Toriz. Sánchez Prado detecta una “escritura excesivamente autorreflexiva” en la narrativa mexicana actual que, no obstante, concentra su esfuerzo en un puñado de gestos formales, en ciertas conductas puramente retóricas, sin extender la reflexividad al entramado de relaciones e instituciones que conforma ese medio donde los escritores pueden existir en tanto escritores. Como síntomas, Sánchez Prado apunta la obediencia a dos o tres tópicos indiscutibles, por ejemplo la “aversión a cualquier cosa que parezca realismo o, incluso, México”; el desinterés de muchos autores por las implicaciones políticas de esas tomas de posición materiales llamadas libros; la falta de agudeza para advertir los significados que puede agregar o restar al texto el sello editorial que lo publica o las instancias que lo circulan y lo hacen visible; la ausencia de espíritu agonista o la miopía que impide catar como “fantasmas” a los supuestos enemigos que se combate; la “enorme cantidad de certeza” que desbordan unas voces narrativas en apariencia encantadas consigo mismas.
La indicación más atractiva de Sánchez Prado deriva, sin embargo, de su lúcida observación panorámica de la literatura mexicana del XX, donde encuentra un proceso que convirtió en norma, en institución confortable, la autonomía literaria. En principio, esta apuesta se presentaba como combativa y radical frente al nacionalismo y el mimetismo hegemónicos: “el matrimonio entre cosmopolitismo e institucionalización resultó en la nefasta emergencia de una cámara de ecos”.
A esta reflexión cabría agregarle la pregunta, particularmente importante para la narrativa, qué ocurre ahora, qué matiz se añade en nuestro tiempo, cuando la institución literaria se ve asediada y erosionada en niveles nunca antes vistos pero no desde dentro —no por un neorrealismo o una reideologización, digamos— sino, llanamente, desde el mercado editorial y mediático, es decir, por agentes en principio externos a un campo literario cada vez más heterónomo. Así, sucede entonces que la autonomía literaria se mantiene en el nivel de puro discurso, de lingua franca —cómodo bagaje para responder en las entrevistas o en las proliferantes presentaciones de libros—, pero inexistente en cuanto toma de posición efectiva, en cuanto práctica, ya casi por completo diluida no en el poder político sino en el mediático. En otras palabras: en nuestros días habría que pedir no ya la “gran novela mexicana o postmexicana”, ni siquiera la “gran novela del facebook” sino, básicamente, la Gran Novela de la Feria Internacional del Libro.
¿Y qué papel puede jugar la metaficción en este escenario nuestro donde la mayor aspiración es ser elogiado en Barcelona y leído en los aeropuertos? El primero es, sin duda, el que ya juega según Sánchez Prado: el de una posible metaficción divertida —aun cuando se supone que apueste por asustar al burgués—, codificada según parámetros asumidos incluso por las narrativas visuales para el grato desciframiento del lector, y más próxima, valga la exageración, a una revista de crucigramas. Pero imagino que puede desempeñar otros papeles, en la medida en que no se la asuma justamente como un código y en la medida, sobre todo, en que su capacidad metadiscursiva incida no sólo en el discurso sino en las instancias de producción, circulación y uso del discurso. Entre estos dos polos osciló en mi lectura el libro de Rafael Toriz, cuyo título, a la luz de estas notas, pareciera provocar la misma ambigüedad: un sumarse explícito a lo imperante o una aguda toma de partido.
Compuesto de nueve textos de muy distinta extensión y características, Metaficciones enseña una disparidad que —mera conjetura— puede deberse a un rasgo más o menos típico de los “primeros libros”: la reunión de trabajos ya sólidos, las primeras conquistas verdaderas del autor, con meros ejercicios de aproximación, distancia que en un escritor “joven” (las comillas son menos vergonzosas aquí: Toriz nació, según la solapa, en 1983) revela no tanto un cambio de intereses o registros sino un auténtico abismo, como si de dos personas se tratara: el que va de las imitaciones o los tanteos presuntuosos a la discreción de lo propio, lo que ya le pertenece plenamente al autor. Entre los ejercicios están “El bibliófago”, estructuralmente esquemático, de juego cómodo y donde un paréntesis autoirónico y metaficcional que más bien se querría problematizador termina por reforzar el carácter complaciente del texto; “Voces de arena”, pieza solemne y excesivamente retórica que valdría, supongo, como escalón para llegar a otra cosa pero que no es ésa otra cosa (casi lo mismo que podría decirse de “Mientras pasa el tren”, donde Pessoa y Drácula no dejan de constituir una especie de “Homenaje a mí mismo”, un brindis por las lecturas del autor); “Invitación a la estética”, que, para mi gusto, desperdicia un buen comienzo con tal de introducir una diversión metaficcional arquetípica de los talleres literarios (el personaje que se rebela frente al autor y traba con él un fascinante diálogo); e incluso “Periódicas”, último texto del libro, que incluye diversas tipografías, recuadros, algún dibujo y que metaficcionaliza casi todos los textos previos y el conjunto en sí, aunque sin conseguir, me parece, que esa metaficción diga algo más fuera de sí misma y sin evitar que termine celebrándose como un recurso retórico más ganado para la causa.
Hay, sin embargo, dos textos en Metaficciones que me interesaría destacar, y no ya precisamente como ejercicios sino como piezas acabadas. Lo paradójico, no obstante, es que los que aquí he llamado ejercicios son los que con más claridad se presentan como piezas acabadas, piececitas cerradas y correctas para regocijo de los colegas, mientras que los dos textos de los que ahora me ocupo enseñan menos esa abrumadora seguridad de la que hablaba Sánchez Prado y se proponen más como acontecimientos, experiencias posibles de habitar a través de un texto. El epígrafe del libro es una cita de los Thundercats, caricatura horrorosa de fines de los ochenta, según recuerdo, y que, como la monótona Atari que Sánchez Prado tuvo que soportar en la novela de Tryno Maldonado, no es más que un chiste (y malo) para los amigos y, añado yo, un buen ejemplo de este boxeo de sombra que suele practicarse últimamente: como si quienes vayan a leer Metaficciones fueran de verdad a escandalizarse todavía por tal intrusión tecnoarrabalera en el ámbito sacrosanto de los libros. En “La noche de la rataTM”, en cambio, la disonancia existe porque no depende exclusivamente del repertorio de un lector idealizado sino de la malicia desplegada en la escritura, que logra incluso ironizar y tomar distancia de los raptos solemnes de Toriz que ahogan otras páginas: un diálogo con ecos de Torri, con fugaces destellos de Walser o Polgar, entre un Batman casi pordiosero y un Robin devenido exitoso sexoservidor. Creo que el texto debe mucho también a la lectura de Gerardo Deniz: en él, Toriz asume por fin la mezcolanza, la posibilidad de yuxtaponer por ejemplo, en una gran escenificación, las “incorrecciones” gramaticales propias de un cómic con el anacronismo de algo que se asemeja a una traducción del siglo XIX.
El otro texto destacable es el primero, “Como si fuera”, que logra incluso reponerse de un inicio para mi gusto tan engolado como este: “Escribir es conjurar la mejor de las muertes; la más infame, la más corrupta, la más ridícula (…). Escribir es una actividad para temperamentos indignos, cobardes que no merecen la horca ni la bala”, y que, como una versión opaca de ese cuento genial de Rodolfo Walsh que es “Nota al pie”, por fortuna va dejando de tomarse en serio, lo que le permite navegar con mayor ligereza y mordacidad a través de desdoblamientos, notas, minificciones autobiográficas, citas inútiles, hasta alcanzar dos momentos que, según mi lectura, constituyen los núcleos críticos del texto: una ficción fragmentada que ironiza el fragmentarismo y sobre todo cierta tendencia actual que se solaza en autofábulas de sujetos hipocondríacos, y el esbozo de un cuento que escribe el protagonista llamado “A sentimental journey through el país de los ojetes”, planteado como un notable distanciamiento de la enunciación costumbrista sobre cantinas y narcos que sostiene muchos ejercicios narrativos en la actualidad. Ahora bien: ¿son suficientes dos o tres textos de nueve para animar al lector a acercarse a Metaficciones? No lo sé, pero me interesaría animarlo no tanto por tal número de textos sino por la imagen de verdadera encrucijada que puede desprenderse del libro. Sánchez Prado terminaba su reseña con estas líneas: “Quizá no quede más remedio que esperar diez años y rezar a los dioses laicos del Ateneo que la generación de los ochenta sea la que finalmente renueve la literatura mexicana.” No entiendo bien a qué viene la invocación al Ateneo, grupo que a fin de cuentas fundó la lógica sobre la que descansa la institución literaria que se querría renovar; tampoco entiendo si el reclamo pudiera orientarse no sólo a los nacidos en los setenta sino a sus inmediatos predecesores, quienes en general sí dijeron querer encargarse de tal renovación; ni estoy seguro de si el tiempo y nuestro conocimiento necesaria y fuertemente parcial de lo que escriben los ya nunca más jóvenes narradores mexicanos alcanza para la conjetura. Pero me parece que, en caso de advertir igualmente la urgencia de dicha renovación y de coincidir en que tuviera que provenir de la narrativa —y más aún, o peor: de la novela—, el libro de Toriz podría constituir un gran objeto de observación justamente por su provisionalidad, su talante ambiguo: una inscripción que aún no se deja leer del todo
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