Hablo en plural y a solas.
David Huerta
Nada más propio y personal en el arte que el estilo. Nada más impropio e impersonal que su ausencia. Como los dedos de una mano, el soneto, el cuento, el ensayo, el poema en prosa y la milonga en Borges muestran un trazo sostenido, las mismas huellas digitales: el doble, los espejos, el tigre, la eternidad, la biblioteca, la ceguera, Islandia, el infinito… Si hoy podemos repetir de memoria dichos tópicos es porque su presencia en cada estrofa o párrafo de Borges no es fortuita. Las reiteraciones de una obra, juzgadas a menudo como fantasmas y no como rituales o letanías, dibujan a detalle el perfil del escritor, un sistema de valores que define los rasgos de un estilo. Porque una obra es, ante todo, un estilo, no una biografía —si acaso, la obra es la biografía de su propio estilo—. Y estilo es reiteración, frecuentación. Animal de costumbres, el escritor termina reiterándose, frecuéntadose, volviendo a sí. Por eso, el autor que abjura de su obra se autoprofana; al descreer de su pasado, le otorga a éste un aura potencial o, en el mejor de los casos, metafísica. López Velarde lo afirmó en el prólogo a la segunda edición de La sangre devota: “Retocar el pasado es superchería.”
El estilo que rebosa las páginas de un escritor no es un acto de fe. Todo lo contrario: resulta una evidencia física, un fenómeno natural. Como la lluvia en el soneto de Borges, el estilo “es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Es presente y futuro, sí, pero por consecuencia, por linaje; en suma, por coherencia. (Y por coherencia entiendo vinculación.) Si el Tiempo es circular, la Historia debe serlo también, al igual que el estilo de contar ambos.
Actuada y escrita por el hombre, la Historia no puede ser objetiva —lo que no significa que esté carente de certezas: el sesgo o el partido que toma es ya una certidumbre—. En su eterno retorno, la memoria del historiador o del cuentista es una admonición sosegada; la profecía del profeta o del poeta, un vivo recuerdo. Aun cuando estén reservados a los hombres, memoria y profecía, admonición y recuerdo, poseen un origen individual: quien los guarda y profiere, alentado por Dios o por su entorno, es uno. El estilo ata las puntas invisibles del círculo perpetuo de la Historia, gobierna la boca y la cola de su uróboros.
Sin embargo, quien ejerce un estilo de contar o cantar no apuesta por la totalidad del mundo (o sea, por la asunción del otro, de lo otro); lo horada, lo fragmenta, lo simplifica e, incluso, lo reconstruye. En una palabra: lo interpreta. Marx, Borges, Blake y Ezequiel, por ejemplo, son intérpretes del mundo; dioses mínimos, lo modelan a su imagen y semejanza. De tal manera que el hijo pródigo del estilo no es la obra ni el hecho de la obra: es la versión. La versión de los hechos. Por ella el mundo, mediado o demediado, puede llegar a conocerse: “El mundo es una mancha en el espejo.” Por ella, en paráfrasis del verso más citado de David Huerta (1949), el mundo derriba su propia dictadura y se reduce a una mancha en el espejo.
El estilo, como un rostro reflejado en el espejo de la página, puede reconocerse a simple vista. La única mancha en ese espejo que perturba su nítido marco de visión es, efectivamente, la otredad, el mundo, la literatura. Pero el estilo fija la mirada en lo que está detrás de aquella mancha para destacar una silueta: la del yo en soledad que se mira. Y se estremece ante su propio reconocimiento.
El estilo, como la mirada, se gradúa. Y el estilo, como la totalidad del mundo en manos del poeta, sufre horadaciones, fragmentaciones, simplificaciones y hasta reconstrucciones con el paso del tiempo. Sin ellas no se entendería el lamento de Ovidio en el destierro después de haber oficiado las artes del amor, o al maduro Cernuda, que diluyó el rígido clasicismo de sus dos primeros libros y curó la fiebre surrealista del tercero.
En 1972, a la edad de 22 años, David Huerta publicaba su primer conjunto de poemas, El jardín de la luz. Libro de rara y exquisita perfección, El jardín de la luz daba el primer borrador de la poesía de Huerta: un mundo “bien hecho”, de acuerdo con Jorge Guillén; un mundo puro, completo, solar, hechizado y ordenado que exige
siempre el rigor, la estricta vestidura
de la palabra en manos de la música;
el vaso en que se cumple este sonido,
la suave sal del verso y de la sílaba
que ciñe a la premura de la mano
su intacta ya, perfecta resonancia.
(“Escaparate”, I)
Una umbría intuición debía recorrer un libro así de luminoso: la realidad del mundo es claroscura, y espera ser pronunciada en todo su espesor y brutalidad. (“No hubo piedad para la luz”, llega a admitir Huerta.) En un arranque temerario y lúcido de introspección, el poeta cierra de pronto la puerta del jardín, se encierra en casa y corre las cortinas. Desde ahí lanza una botella al mar, envía una sonda al futuro:
El tiempo silencioso
ha exaltado, en vano,
algunas cosas.
Llaneza y pulcritud
en el sereno ámbito:
esa es la realidad;
realidad que en tus ojos
apenas insinúa
una secreta clave,
un vocablo inasible.
Éste es tu centro.
Pronto sabrás
quién eres.
(“Elogio de la sombra”)
Huerta, en los márgenes de un mundo hermoso, alienado e imposible, conoció muy pronto el centro de su realidad —ya no tan llana y pulcra, como era de esperarse— y exhibió los documentos que acreditaban su plena identidad, su primera persona. Para el siguiente libro, el emblemático Cuaderno de noviembre (1976), el poeta ya había descifrado “la secreta clave” y pronunciado el “vocablo inasible” que apenas insinuaba “el sereno ámbito” de sus primeros poemas.
¿Cuáles son esa “secreta clave” y ese “vocablo inasible”? Huerta responde en una página de su Cuaderno…: “Verificar en el nombre al mundo. / Leer el mundo y leer bajo el nombre, detrás, encima: siempre.” No es casual que la palabra mundo esté en cursivas, ni tampoco que se pida una verificación y una lectura de su lugar y tiempo verdaderos. Las cursivas suelen indicar la entrada de otra voz, una cita incorporada al texto, un énfasis en el carácter público de una palabra, una frase o una oración, un simple matiz. En este caso se trata de un matiz en la tipografía, que aligera la carga de un mundo vastísimo e inconocible. Huerta solicita leerlo con ayuda del nombre. Pero el nombre, embajador del mundo, debe ser leído por debajo, “detrás, encima: siempre”. Así, la misión del poeta, su gran lección de estilo, implica demostrar la presencia del mundo a través de lo que puede ser dicho sobre él —el nombre, precisamente el nombre— y leer —o elegir, de acuerdo con su etimología— la posición y el tiempo de ese mundo. El uno frente al otro.
Para ello es urgente dar una versión de los hechos (y deshechos) del mundo. Versión (1978 y 2005), tercer libro de Huerta, lleva en su título la aspiración de su stil nuovo. Junto con Incurable (1987), Versión es el volumen más diverso de Huerta. Su inquietud apela a una ciudadanía del mundo, el mundo regulado en las cursivas de Cuaderno de noviembre. Un compendio de géneros, una multitud de formas animadas e híbridas lo habitan, a saber: el prólogo, la reflexión filosófica, la declaración, la escena costumbrista, el autorretrato, el pasaje autobiográfico, el tratado, el monólogo, la sátira, la descripción, la teoría, la elegía, el índice, la clasificación taxonómica, el cuaderno de viajes, la profecía, el falso soneto… Huerta asiste a un carnaval en el que se prepara una curiosa orgía: no la confusión entre el gentío para ser alguien más o acceder al anonimato, sino la integración del individuo en su idea de mundo a partir de un código común: la máscara. “Pasar es mi disfraz —escribe Huerta—. No conoceré nada en ti o en el otro si no tengo la boca de una máscara.”
La máscara de Huerta es el versículo, verso de largo aliento, pariente cercano de la épica que el poeta empleó constantemente y que, en libros posteriores, adquirió la delgadez y brevedad relampagueantes de la lírica. En el versículo prima una tesis o un concepto en expansión antes que una determinada cantidad de sílabas o una disposición musical de sus acentos. La tesis o el concepto expansivo del versículo hace que la piel del pensamiento esté surcada por estrías. Tales estrías, término usual en el léxico huertiano, no son otra cosa que la disyunción, la digresión y la derivación. Semejantes al rizoma, las estrías carecen de un centro fijo; se desplazan al azar, a lo largo y ancho de esa piel hasta sitiarla. En Versión, todos los géneros y formas que Huerta desarrolla con maestría se corresponden con los sinónimos de la palabra que encabeza el título: interpretación, adaptación, modalidad, traducción, transcripción, relato, explicación y narración. Como si el poeta concluyese que el mundo ha perdido su estilo (o sea, su columna), y que la sola, solitaria manera de brindárselo es hacerle una versión plural, versarlo, cambiarlo, darle vuelta.
Seis años después de El jardín de la luz, Huerta, de 28, anunciaba en Versión:
el día pasó como una mano más grande sobre tu frente oscurecida
y te estableciste en la noche sobre un terreno seguro, muriendo en cada gesto,
y ahora debes acercarte a ver el corazón de estas materias,
debes rodear con un abrazo estas equívocas pertenencias, meter la cara en estas desatadas colocaciones
y debes hacerlo con una articulada prudencia, con una sonrisa de animal joven, con un desdén meticuloso.
(“El joven deja de serlo”)
La botella arrojada al mar había llegado a su destino: la casa sombría o la playa desierta desde donde fue lanzada. La sonda enviada al futuro había llegado al tardío adolescente, ahora convertido en un joven que dejaba de serlo. Todo quedó claro, entonces, para David Huerta: yo soy, literalmente, el otro, el otro que fui en algún punto. El otro es una estría de mí. Yo soy su versión definitiva, la versión definitiva de mí mismo.
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