miércoles, 9 de diciembre de 2009

Anoche soñé que volaba

Geney Beltrán Félix

Soñó que iba perdiendo peso y se elevaba: veía los techos grises, negros, ro­jos de las casas, las láminas de cartón, algunas brillantes de aluminio, los lotes baldíos con sus medias paredes despintadas, los tinacos y tendederos de ro­pa, y también veía las ventanas y las figuras pequeñas de la gente, los autos y camiones y microbuses, el pavimento y las banquetas irregulares, y veía muy a lo lejos los muchos edificios, sus contornos rotos por la neblina del alba, y creía ver también las residencias con sus jardines y albercas y autos de lu­jo y, mientras las cosas se iban alejando y perdían toda certeza o realidad dilu­yéndose en el esmog y la bruma, empezó a llegarle una luz amarillenta.
Y voces: sus hermanos. Habrían de ser las cinco y media: se estaban levantando y pronto se escucharían sus quejas y pleitos, el chorro de la rega­dera, el dizque desayuno y la salida a la escuela. Joaquín se dio media vuel­ta y jaló la cobija.
Cuando se levantó eran las nueve. Despertaba cada día con el cuerpo can­sado. Le dolían el cuello, la espalda, la cadera, las piernas. Se proponía siem­pre hacer ejercicio, salir a correr para vencer los efectos de estar de pie todo el día, ocho horas sonriendo a gente indiferente. También sabía echarle la cul­pa a su colchón, al duermo mal y sueño horrendo. Nada: aquí ante un nuevo día de esclavo.
No había nadie en la casa. Salió del cuarto, encendió la tele en la sala. Se bañó con, como siempre, agua fría. Salió estornudando. Desayunó los res­tos del huevo con chile en el sartén y hacia las diez salió a la calle.
El Gato estaba en su Vocho azul, en la ace­ra de enfrente. Joaquín recibió el viento frío en la cara. Levantó la vista con fastidio: muy nublado el cielo. El Gato lo vio a poco. Le chi­fló. Sus facciones felinas salieron por la ven­tanilla del auto.
—¿Quíubo? —murmuró Joaquín.
—¿Quíubo, carnal?
—¿Te caíste de la cama?
—No, güey, estoy esperando al Botija. Tons, ¿qué? ¿Te apuntas pa lo de la noche?
—No, cabrón, tengo chamba...
—No seas pendejo, güey, ¿qué pierdes?
Joaquín le rehuyó los ojos mientras hacía una mueca no de molestia, sino de cobardía, como de quien sabe que no tiene argumentos o que los únicos serían el mie­do, la certeza de que su mala suerte —que, podría jurarlo, lo ha seguido desde siempre— lo llevaría a quedar como el chivo expiatorio, el-que-falló y se friega.
—Soy bien güey pa eso —dijo al fin—. Pero, oye, a ver pérame... —se acercó más al auto para dejar pasar a uno que venía del lado izquierdo. Era un Chevy blanco, acaso el de Malaquías el abarrotero, atestado de regreso del Sam’s Club, y luego Joaquín le dio la vuelta al Vocho por la parte posterior y abrió la puerta del copiloto. Ya dentro, el Gato lo miró, divertido.
—¿Qué pachó?
—Necesito una pistola.
—¡Órale! —la cara le brilló al amigo—. ¿Ahora sí te vas a chingar al gerente?
Joaquín alejó la mirada y vio en la acera una bolsa vacía de frituras. Frente a él, la fachada roja de la casa de Ángela, su ex. Volvió el rostro y le dijo al Gato, quién sabe con qué fuerzas:
—¿En cuánto me sale?
El Gato no dijo nada.
—¿Tú me la consigues?
Uno, dos, tres segundos. Joaquín empezó a sudar (del cuello). No que­ría ser él quien hablara de nuevo. Sonreír quiso, y como que se sintió en falta, como que el Gato podría haberle leído detrás de los ojos qué pensaba. Pasó saliva.
El Gato miró frente a sí el volante y por fin movió los labios.
Al final le dijo, con su sonrisita odiosa de matón caguengue:
—...o te la cambio por tu hermana.
Sin responderle, salió Joaquín del auto. Cruzó la calle y ya en su casa se acostó en el sofá antes rojo y ahora de un rosa mugriento del lado del comedor. No hizo sino ver televisión, hasta la una y media, cuando llegó Celia. Joa­quín salió a la calle, regresó con dos bolsitas de pasta para sopa y un puré de tomate. Cuando buscaba a su hermana en la cocina, vio la blusa floreada, el pantalón azul, el brasier, unos calzones grises, las calcetas blancas en el sue­lo, sobre el sofá, desperdigados.
—¡Qué la chingada...!
Y sí: se imaginó lo peor.
—¡Celia, cabrona!
Se dirigió al cuarto de sus padres; nada. Al de ellos: tampoco. ¿Dónde? Salió de su recámara y se detuvo al ver cerrada la puerta del baño.
—¡Sal de ahí! —le pegó con la derecha a la puerta café—. ¡Con una chingada, abre!
Probó a darle vuelta a la perilla y la puerta cedió.
¿Qué hacer con esto? Su hermana he ahí, desnuda, tiritando, sentada en cuclillas. Joaquín tuvo el impulso de tocarla. Esa piel morena: lo atraía, claro. Se le veían las frescas piernas de adolescente, y ella tenía los brazos cruzados sobre el pecho, por debajo los senos murmuraban su presencia.
No. Joaquín buscó los ojos de Celia: ella tenía la mirada ida, como va­ciada en el hoyo del escusado. Como si el agua le hubiese atrapado los ojos. ¿Qué pasa? Y no pudo entender. La levantó de los hombros (ella una masa sin voluntad). La condujo a su cuarto, la recostó en la cama inferior de la litera —la mirada de la joven ahora fija en la pared a su izquierda, sobre la bande­ra del América, como si él no estuviese ahí mudo a su lado—, y antes de cu­brirla con la cobija gris detuvo sus ojos en el vientre, en sus muslos, en el pelaje dormido en la entrepierna.
Detuvo la mano en el aire. Movió la cabeza a un lado y otro, se dio me­dia vuelta.

1
Odia a este tipo de gordas: y ahora estaba frente a una. Rayitos rubios en el pelo castaño, una esclava en la muñeca derecha y en la cara kilos de ma­quillaje.
—Buenas tardes. ¿Encontró lo que buscaba?
Pretenciosa.
La mujer no respondió; es más, ni lo miró a los ojos —como que suspi­ró, más bien indiferente, mientras él tomaba cada cosa: un cuchillo L’Gourmet con mango de madera, ¿por qué no compra un set?, ¿no que muy rica?, dos cajas de All Bran, estreñida, varios paquetes de Yakult, estreñidísima, bolsas con frutas, ¡ajá!, ¡santas dietas, Batman!: y él las pasaba por la lectora de los códigos de barras. La cuenta: 282 pesos con veintici... Ella tenía ya lista en su mano la tarjeta.
carolina burgos de harper, decía el plástico de Scotiabank. Aunque si tuvieras tanta lana, mandarías al ama de llaves, marranuda. Luego de un instante le extendía Joaquín el tíquet y el bolígrafo. Ella firmó inclinando casi nada la cabeza —y no esperó a que él confrontara la firma en el papel con la de la tarjeta. Ey, ey, ey, no he terminado, tinacona.
Joaquín murmuró un tibio Gracias al entregarle la copia del tíquet y la tarjeta, que te caiga encima un tráiler, malcogida, y en un segundo ya estaba repitiendo el saludo y la pregunta:
—Buenas tardes. ¿Encontró lo que buscab...?
Entonces.
La muchacha estaba frente a él. Igual que la clienta anterior, no contestó la pregunta. Nadie lo hace, o lo hacen con molestia, o apenas si farfullan sin ver­me a los ojos un No, gracias, como si les pareciera sin objeto dar respuesta a la misma demanda de siempre, o a veces hay las que salen con que no ha­llaron un producto raro, que siempre se escribe en inglés y a uno lo apabu­llan con su pronunciación, quién sabe si buena o rascuacha. Son productos inútiles. Un limpiador para baño de esencia Tropifresh, el cereal Maple Pe­can Crunch, marca Post, primero lo pronuncian bien, en inglés, y luego lo de­letrean en español, con una falsa paciencia ante mi ignorancia de empleadito que capaz y ni acabó la secundaria —según ellas, pienso.
A quienes tiene una gran lástima es a los treintones, cuarentones que vienen con su esposa y uno o dos hijos: andan con la cara de aburridos, de animales castrados por los requerimientos siempre de dinero de la mujer o los niños: vienen capados en su ánimo, con una expresión resignada que no espera la menor sorpresa de la vida, y responden a las preguntas de la espo­sa o los mocosos con casi inaudible lentitud, como si en vez de estar aquí an­duviesen en su mente con los amigos viendo futbol, o con una chamaquilla veinte años más joven en la playa, quizá por lo menos en un hotelito en Tlalpan.
A la que no traga es a la gente como esta muchacha: los sin-duda-jú­niors de aquí del Pedregal, muchachos rubios o blanquitos que llegan en autos caros, compran botellas de tequila o vino o cerveza, se llevan bolsas de bo­tanas, quesos, pagan con tarjeta, no traen ni una moneda para el cerillo y mientras uno los atiende platican entre ellos, con su acento de niños mimados y cínicos, o se quedan mirando dizque interesados los cartoncitos de Un Kilo De Ayuda, o con falso desprecio las piernas de Adelita o Luz en la caja de al lado: y ahora estaba una de ellos frente a él.
—¿Desea... desea llevar la revista... Siempre en familia?
Ella hizo que no con la cabeza. Él pasó el paquete de toallas sanitarias, la bolsa con manzanas golden, la revista Quién —¿cómo no tiene una suscrip­ción?, pensó Joaquín— y otras frutas que eran ¿qué?: sí, clementinas, clave 4000.
Pasó estruendosamente saliva (y es que así lo sintió). Se le hacía difícil no mirarla a los ojos. Deseaba verla, no tener que cerrar la cuenta y decir el total y correr la B-Smart por la ranura de la mierda ésta: no estar frente a ella con su overol azul, el gafetito con su foto y el nombre

JOAQUÍN
martínez garcía

—no tener veinte años de edad y ser ante sus ojos que han visto Nueva York y Vancouver y Cancún y París y Miami un vulgar cajero de Superama que cobra poquito más del mínimo, no haber dejado la prepa por güevón y burro y desmadroso, no llevar ya siete meses sin coger desde que Ángela le dijo Me aburro contigo, ahi muere ¿no? —y no escuchar cada tanto las inci­taciones del Gato a salir de la condición de cajerito sin futuro para dedicarse a las transas burdas del Botija, no vivir con sus padres ni compartir la recáma­ra con Celia y el Kevin, pinche flojo que dizque va a la secundaria pero sólo tiene en la cabeza una idea: cogerse a sus compañeritas, igual de calientes que él. Quiso no ser este naco que es ante los ojos ¿verdes?, ¿grises?, ¿de un azul incomprensible?: verdegrises de ella, frente a la tez blanca, el pelo rubio y la seguridad riquilla de
elisa salvatierra miller. Le regresó la tarjeta, ella dejó una moneda en la mano de Charli y se dirigió a la salida, alejándose como se alejan esas mu­jeres que hacen mierda, con sólo cruzarse en la mirada, a cualquiera que traiga el ánimo roto del carente de belleza.
Veía el reloj. A como pasaban los minutos y los clientes eran escasos y da­ban las nueve, las diez, por fin las once, pudo cerrar la caja. En Iglesia, tomó a la izquierda hacia Río Magdalena, cruzó y tomó el camión con la ruta ce­rro del judío. Ya en su asiento, miraba los pasajeros que, como él, regresaban a su casa en la duermevela del cansancio cercano a la medianoche, y las ban­quetas oscurecidas, y las fachadas de edificios y negocios y, tiempo después de cruzar Periférico, ya no eran edificios ni negocios: eran calles frías, con casas de fachadas estridentes o algunas de obra negra, hombres en las aceras tomándose una cerveza, comentando el futbol, o quizá, como el Gato, presu­miendo del robo a una bodega con cidís o el secuestro exprés ya no de algún riquillo del Pedregal, sino de cualquier pobre diablo que ande con traje y celular.
Cuando llegó a la casa, lo esperaba su madre sentada en el sofá.
—¿Qué pasó con Celia? —le espetó ella luego luego.
—No sé, llegó rara de la escuela...
La mujer no podía quitar de sus ojos un gesto de cansancio. Se notaban con más ímpetu las arrugas en su frente y alrededor de los ojos, y las canas dispersas en el cabello antes de un negro-negrísimo le hacían experimentar al hijo una inmediata repulsión. Y sólo tiene 42, la pobre.
—Ay, Joaquín, ¿tú sabes qué pasó?
El acento lastimero le llegó como un hedor brusco, y sin importarle que su madre, luego de pasar todo el día haciendo el aseo en un edificio de ofici­nas en algún punto de Insurgentes, apenas si tendría fuerzas para preocuparse por su hija, le dijo, con aire retador:
—¿Que si pasó qué? —y sí, se sintió culpable, solo y siniestro en su silencio.
Pero, ¿de qué podía ser culpable? Si esta cabrona se andaba metiendo porquerías, muy su bronca. ¿Quién se las da? ¿Y a cambio de qué? Puta...
—Mijo, estaba sin ropa en su cama.
—Ahí la dejé. Se volvió loca, yo no sé nada.
Y contó lo de la sopa y el puré, lo de la ropa tirada en la sala, lo del escusado.
—Pues eso hizo en la tarde también —le dijo la mujer—. Cuando llegué, me la encontré dormida en su cama, pero al rato la vi que se levantaba y se metía al baño. La seguí, y la encontré en cuclillas, viendo el agua en el fon­do del escusado.
—Sí —dijo él—. ¿Por qué no la llevas al Seguro? Que le den unas pastillas.
—Ay, mijo, ¿qué le habrá pasado?

2
Al principio era la rubia del súper. Joaquín la veía sobre un silloncito, o más bien una especie de taburete marrón, en una sala alfombrada, ella erguía le­vemente el tórax y el rostro mirándolo; él sólo le veía el pubis, la blancura de las piernas y el vientre, y lo hacían hervir unas ganas gigantescas de asirla y penetrarla, pero no: la excitación crecía a la par de la punzada en la vejiga y al sentirse mojado y ya como satisfecho y luego lleno de vergüenza levan­taba la mirada y ante sus ojos ya no era Elisa, la rubia: era su herma­na: des­nuda, invitante.
Despertó, estaba oscuro aún, se llevó la mano a las bermudas: el calorcillo húmedo, mierda, parecía chiquillo. Se puso de pie, entró y salió del ba­ño y luego de cambiarse de ropa sonó el despertador: las cinco y media. Entre la penumbra, a su izquierda, vio a Celia levantarse de la cama vecina y de in­mediato cubrirse con la cobija —sorprendida de su desnudez durmiente—, meterse a la regadera y luego vestirse mientras el Kevin se bañaba. Al final, salieron a la calle.
Joaquín pudo por fin dormirse y despertó casi a las nueve.
Le regresó el ensueño de la madrugada. Culpable se sentía, aunque no era la primera vez, quizá —sí— la tercera o cuarta que soñaba con el cuerpo de Celia. Lo incomodaba igual que cuando en sueños veía a su abuelo, un tipo regañón y seco que trabajaba de veladuerme y murió en el 92. El abuelo, papá de su papá, le decía en el sueño: ¡Usted es un hombrecito!, y eso le daba una suerte de pavor sudoroso a Joaquín. En cuanto a lo de Celia, no era nada (pensó): quedó sólo impresionado de verla en cueros. ¡Era su hermana! Y eso se cruzó con el recuerdo de la chava del súper. Se levantó para bañar­se. Ya en su cuarto, con la toalla verde en la espalda, se miró al espejo de cuerpo entero. Esto era él. Se acercó y detuvo la vista en las ojeras, su nariz grande, los brazos flacos, el tórax flácido y lampiño, el pene oscuro, ¡y esto era ser hombre, qué fiasco! Si fuera musculoso, por lo menos. Haré ejercicio, qué carajo. ¿Qué es esto de ser hombre? Tomó el pene con la derecha. Lo apretó y empezó a frotarlo. Ahí estaba todo el ser hombre: en ese pedazo de cucha carne colgándole. Y de qué servía: ¿cómo soñar con la güera? Se miró a los ojos. Hizo una mueca. Necesitaba la pistola. No para ser como el Gato, que era un achichincle del Botija, que era un achichincle de quién sabe quién más, no. Ya lo había pensado tantas veces: tenerla en el cajón, bajo la báscula. Una pistola de a de veras.
Salió a la sala. En el baño, frente al lavabo, empezó a masturbarse. Se imaginaba a la güera bajo su cuerpo, gritando de placer, pidiéndole más, ya saben, esas cosas. Cuando se vino, abrió el grifo, hizo que el semen se fuera por el caño y entró a su cuarto nuevamente.
A la una y media —él estaba en el sofá, viendo la tele—, llegó Celia: y ni esperó a que Joaquín le dijera Qué onda. Le dio por desnudarse, se metió al baño y, cuando él abrió la puerta, he aquí la misma escena del día anterior.
Todo pasó igual. Él la llevó a la cama, la cubrió con la cobija gris, sólo que.
No, es culero...
¿Qué le iba a pasar, a ella?
La destapó y sus manos se lanzaron a tocarla. A cada rato le buscaba los ojos, te­meroso de que ella despertase de ese arrobo que la mantenía con la mirada en la pared. Le tocó los senos, la besó en los pezones, lue­go su lengua recorrió su piel hasta llegar y oler el vientre. Bajo la tela sentía la erección como una llaga.
Entonces.
Sin saberse dueño de sus movimientos, salió a la calle, caminó una cuadra y encon­tró al Gato, en el taller de Rubén el Cojo. Habló:
—¿La conseguiste?
—¿Tienes la lana? —dijo El Gato.
Aquél lo miró abriendo mucho los ojos, como si se descubriera el hace­dor de una vileza. Esperaba que el Gato entendiese todo sin palabras.
—¿Qué pasó? ¿Tienes la lana?
Con calma (para sí) increíble Joaquín le dijo Sígueme. En su casa, movió el sofá y contra la pared vieron ambos una bolsita negra. Los tenía escondi­dos de sus hermanos, por si se ofrecía, nunca se sabe: —Agarra uno.
—¿Qué madre es ésta? —dijo el Gato. Abrió la bolsita: al ver el letrero trojan se le incendiaron los ojos felinos—. ¿Qué pasó? Oye... —reculó— no me querrás pagar con Cuerpomático. Yo no le hago a eso, puto...
—No seas pendejo. ¿Dónde la tienes?
El Gato se sacó de la espalda el arma. Joaquín extendió la mano, pero su amigo se dio media vuelta, con sonrisa malévola.
—Primero lo otro. ¿Qué dice tu carnala, le gusta la idea, verdad?
—Cállate, idiota.
Lo guió a la recámara. Jaló la cobija: ahí el cuerpo moreno y adolescente. El Gato silbó.
—¡Te va a gustar, mijita!
Se dedicó a bajarse los pantalones mientras Joaquín se daba la vuelta rumbo a la sala. Desde ahí trataba de no imaginarse nada, de no ver en su mente al Gato ya desnudo, de no saber que le estaba abriendo las piernas a su hermana, y le estaba metiendo la verga mientras movía con frenesí su cuerpo, dentro fuera, dentro fuera, y su hermana sentiría un espasmo en el vientre que podría despertarla de su imbecilidad... Mejor prendió la tele y le subió al volumen. Luego de un rato su amigo salió de la recámara.
—Oye, está bien buena tu carnala. Se hace la que no, pero le gusta —y al decir esas palabras le entregó a Joaquín la pistola—. Tiene tres balas —y se largó, silbando.
Con el arma en la izquierda, el cajero entró al cuarto. Vio el condón en el suelo. La envoltura estaba sin abrir. Hijo de su puta. Puso la pistola sobre su cama, tomó el condón, observó el cuerpo: esos ojos seguían fijos en la pa­red. Él abrió el paquetito, se aflojó el cinturón. Apenas sentía el roce de la tela, que caía en torno de sus tobillos, se soltó a llorar.
Mientras permaneció sentado sobre la cama, junto al cuerpo inmóvil y desnudo, hipaba, viendo el sexo de su hermana, su propio sexo. Lagrimeaba.
Tomó el camión rumbo al trabajo. Nada era real, se decía. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba loca? Y él ¡cómo había podido hacer esa chingadera!
Apenas el agua del escusado hubo engullido la bolsita azul de látex y la envoltura, Joaquín escondió la pistola detrás del sofá: ya después habría de ver cómo meterla al súper. Celia no hizo nada, nunca dijo una palabra, ni pa­reció darse cuenta de que él estaba ahí junto a ella, de que el Gato la había violado. Eso era, violación. ¿Y si quedaba embarazada? Se había aprove­chado de... ¿qué tenía, estaba loca? ¿Qué se metía la muy idiota?
El camión avanzaba sin que él advirtiera el recorrido. Aunque, no —se dijo—, no debía sentirse mal. Ya ni virgen era, ¿quién habrá sido el ganón que se la echó primero? Pinche Gato putete, nomás que hable y todos se en­teren en la cuadra, me lo friego. ¿Por qué no dice nada, por qué llega y se quita la ropa luego luego? ¿Está mal de la cabeza entonces? Alguna madre andará metiéndose esta pendeja. Eso sí: él era un cerdo. No, qué la verga. Si fuera un cerdo, se la habría culeado él también. Dos que tres veces, por lo menos, como hoy en la mañana, la había soñado, que cogían o estaban por coger, y al despertar se creía puerco y vil, culpable de un delito, pero... ¡ha­bían sido siempre sólo sueños! La culpa era de sus padres, ¿para qué los hacían dormir en el mismo cuarto? ¿Para qué vivían en ese pinche jacal pinchurrien­to, para qué tres hijos? Una: barrendera; y el otro: chofer. ¡Valientes padres!
Se levantó del asiento, lo cedió a una señora con bebé en brazos. Y es que si fuera mala gente ya estaría metido en los bisnes del Botija, o se emborra­charía a diario hasta las chanclas, o no habría aguantado un año en su puto trabajo... Pero no hice nada, no hago nada, lo que soy es un pendejo. Todos abusan de mi buenaondez. ¿Por qué dejaba que el imbécil de Torres, su je­fe, le gritoneara a cada rato? No le duraría mucho el gusto al cabrón.
El autobús se detuvo y descendieron tres personas, a la derecha de Joa­quín se abrió un claro y él vio a una muchachita en un asiento del lado de la bajada. Se aproximó a ella, como si buscase abrir más espacio para los pa­sajeros que subían por la puerta de adelante, y apenas el camión se iba lle­nando como que lo empujaron de atrás —y la muchacha lo miró con tirria.
Él le esquivó los ojos. Y va de nuez. Le gusta, ¿pa qué se hace? La mu­chacha, de un tono de piel moreno pálido, tenía una expresión asustadiza. Iba con una blusa que antes fue roja acaso, y un pantalón de mezclilla des­lavado. Joaquín otra vez le acercó el cuerpo, su pene erecto a través de la ropa se frotaba en el hombro de la chamaca, quien no sabía cómo replegar­se más. Él hacía como si nada, volteaba a mirar los anuncios: Centro Univer­sitario Grupo Sol, inscripción gratis, medias becas, y en realidad temblaba. ¿Qué tal si alguien...? Nunca falta alguna que... No, qué va. Dirigió una rápi­da ojeada a la joven. Te gusta, ¿a poco no? No te hagas. Ella prefirió no verlo, si no te gustara gritarías, me pegarías o algo así. Te callas, te gusta.
Vio la sucursal de una hipotecaria de nombre MiCasita frente a sí, poco después volvió el rostro a los asientos de la izquierda y a través de la venta­nilla surgía y pronto se alejaba el edificio de un banco español. Sin volverse a ver a la muchacha, se dirigió a la salida, empujando a los demás pasajeros. Timbró y antes del semáforo el camión se detuvo.

3
El sábado Celia se la pasó todo el día en la casa, haciendo el quehacer y vien­do la tele. Después de las temidas una y 30 nada sucedió. El domingo se pusieron a ver todos el partido Pumas-América en la sala, a partir de las do­ce, y ya después, cuando celebraban el pase a la gran final del torneo, Celia se abrazó con el Kevin, y hasta le tomó un trago a la cerveza de su padre que, como un Buda de ojos vidriosos, se hallaba sentado en el centro del sofá.
Joaquín se fue a las dos y media, feliz y vivaracho. Cuando llegó a Supe­rama, todo se veía normal —y así habría transcurrido su vida, ya olvidado de la pistola detrás del sofá y del episodio de su hermana y el Gato, de no ser porque:
Eran ya como las cinco. En la caja 3, atendida por la hocicona de Ye­senia, pagaba ella, Elisa. Él dejó de hacer lo que estaba haciendo —una bolsa de bagels quedó incautada en la inmovilidad de su mano antes de pasar por la lectora de códigos— y una como patada le sacó el aire. Se dobló, y al Estib, el cerillito, le dirigió una gesto plegarioso mientras buscaba recuperarse, y no supo cuál era la expresión en el rostro del cliente, ni qué dijo si acaso le dijo palabra o frase alguna, lo cierto es que de a poco el suelo se agrietaba y él habría cedido a hundirse en un desmayo.
Por un instante.
Y luego:
—¿...Está usted bien?
La voz del cliente, un cuarentón delgado de traje y corbata, le ayudó a regresar.
—Sí, gracias.
Pasó las bagels, un litro de jugo de piña. Levantó la mirada. Desde la caja 7 podía ver a Elisa Salvatierra Miller abordando un deportivo azul que, en efecto, unos instantes después saldría del estacionamiento por el lado de la calle de Iglesia.
Tres, no; cuatro veces más la vio —fue demasiado: ¿cómo aceptar que ella viviese allá, en alguna calle de nombre geológico en el Pedregal, que tuviera dos padres, quizá hermanos, amigas y amigos, dinero, un auto, tantas cosas, y que nada supiera de él, que no se interesase por saber de su existencia? ¿Así, esto?
Y cada que la recordaba o la veía, rubia y libre y segura: en su mente surgía la imagen de la pistola detrás del sofá y de su hermana bajo el cuerpo frenético del Gato; aunque trataba de olvidar ambas cosas, de decirse que era inútil: una pistola ¿para qué? Había hecho mal en pedírsela al Gato y peor aún al dejarlo tirarse a Celia. ¿Qué le habría de importar a Elisa saber que él tenía un arma?
Total: llegó junio, lluvioso, y se fue, y pasó julio, lluvioso, y él de miércoles a lunes, de tres de la tarde a once de la noche —excepto los domingos, cuando salía a las diez—, estaba en Superama con la expectativa de que Elisa llegase a comprar cualquier cosa, chucherías, no importaba. El América sa­lió campeón del torneo futbolero a la semana siguiente de que le pegaron a los Pumas, Celia de vez en cuando repetía la escena de encerrarse en el baño y observar como niño idiota el escusado, hasta que (hacia la segunda semana de junio) terminaron los cursos y con ellos la anómala conducta de la joven. Ninguna cosa más se mencionó al respecto. Mi jefa pensó que alguien asus­taba a Celia, que alguien la amenazaba o en definitiva algo malo le había pa­sado en la prepa. Nunca se atrevió a hablar de drogas, la cobarde. A mi jefe tú crees que le importó: ¡cuál!: le valió, todo le vale, le da güeva todo lo de nosotros y mi ma y la casa. Lo bueno fue eso: desde que acabó el semestre Celia anduvo normal y durante las vacaciones se pasaba viendo la tele en las mañanas, discutía conmigo por cualquier cosa, como siempre, y a veces fue a visitarla Yénifer, su amiguita loca del arete en la nariz.
Él temía que Celia hubiese quedado embarazada, y cuando, a principios de junio, precisamente la madrugada que México venció a Croacia en el mundial de futbol, él vio una toalla rojiza en el bote de papel sanitario al lado del escusado pensó que: sí, eso debía ser, pues su madre, tan discreta, cuando tenía su regla se encargaba de que todo mundo se enterase: nunca decía Ya me bajó, ¡atención!, ya me bajó, pero se quejaba dos-tres días segui­dos de unos cólicos feroces mañana y tarde, y así la había escuchado Joaquín lamentarse cosa de dos semanas atrás.
En fin, llegó agosto. Luego de poco más de dos meses, le tocó atender a Elisa.
—Buenas tardes, ¿encontró lo que buscaba?
Ella sólo asintió con la cabeza, sin mirarlo: hablaba por teléfono.
—Y dime, ¿cuándo regresaste de Houston, eh? ¡Guau! ¡Qué sorpresa! ¡Oye, güey, hay que festejar! Yo tampoco tengo mucho por aquí, güey, regre­sé en mayo de Toronto. Mirna y yo vamos a ir mañana al Neroni, ¿lo conoces? Está por San Ángel, un antro poca madre, es nuevo, ¿cómo se llama la calle? Frontera. ¿Qué dices, vas?
—¿Desea llevar la revista Siempre en familia?
—Pues nos vemos allá, sale, güey. A las diez llegamos. Ya sabes cómo es Mirna de tempranera para estas cosas... ¡Bai!
Joaquín insistió:
—¿Me puede decir su código postal? Es para... es para saber de dónde son nuestros clientes —farfulló.
Ella le fingió una sonrisa, y con aire distraído murmuró el dato. Él te­cleó los cinco dígitos —por lo demás ni olvidarlo.
Es tanto. Tarjeta. Firma.
—Gracias, vuelva pronto...
Al día siguiente en la mañana fue al abarrote de Malaquías a hojear el directorio telefónico. Salvatierra López, Salvatierra Méndez, Salvatierra Mi­randa, no: ningún Salvatierra Miller. Estará registrado entonces el nombre del papá, se dijo. Buscó un Salvatierra por estos rumbos del sur, ha de ser del Pe­dregal, San Jerónimo... Por fin se topó con uno, su dirección coincidía con el código postal: Salvatierra Penn Juan Octavio. Vivían muy cerca del súper. Capaz que Superama era para ellos lo más parecido a la-tiendita-de-la-esqui­na. Anotó la dirección y el número telefónico, sin decirse bien para qué. Lo importante era lo otro: la cita concertada sin ella saberlo.
Todo se habría de decidir al día siguiente.

4
Me asustó la primera vez que la vi encuerarse. Pensé: ¿Quiere conmigo en­tonces? No me habría desagradado besarla aquí o allá, tiene un cuerpo bastan­te bueno, no sería mi primera... Esa vez estábamos escuchando a RadioHead en mi cuarto, eran como las tres y media de la tarde y no había nadie más en el depa. Cuando se levantó de mi cama para encerrarse en el baño, todo pare­cía natural. La dejé un rato. Pensé: Un regaderazo, o quiere cagar. Media hora después, fui y le toqué a la puerta. No abrió. Yo abrí, y la vi sentada de cu­clillas frente al escusado.
¡Qué ondas!, le dije. ¿Estaba meditando, o qué, veía fantasmas en la taza? Bien rara se veía. Le hice cosquillas, sí, le piqué las costillas y al principio ni en cuenta. ¿Se tragó alguna madre? Qué poca, no invitar, pensé. Le seguía hablando y después de mucho rato, ya para entonces casi la estaba matando a golpes, fue como si despertara. Me vio, vio el baño, se soltó a llo­rar. Se me arrojó en brazos, la conduje a la recámara, se acostó y aunque le pregunté qué le pasaba y todo: ni una palabra.
Me enojé. ¿No que muy amigas? Digo, al principio no nos llevábamos, pero cuando la pendeja de Indira me bajó a Fer, nos empezamos a tratar. Me caía a toda madre porque, aunque parecía calladita, luego soltaba comenta­rios bien sarcásticos. Además, podía ser increíblemente tonta, como cuando me contó que le gustaba Giovanni Matos, el famoso Baby, y se puso toda roja. A mi jefa también le caía bien. Me decía: Invítala que se quede a dormir al­guna vez. Si quieres, le hablo a sus papás. Ay ma, le dije, si ni tienen teléfono, se los cortaron por exceso de pago. Uy, qué pena.
Ah, sí, te decía lo de Celia. Yo fui dos tres veces a su casa, pero como no me gustaban las miradas babosas que me lanzaba su bróder, ¡dios mío!, pobre cuate, le dije: Vamos a mi casa, mejor. Y así nos la pasamos esas va­caciones. Aunque vacaciones es un decir. Ella no tenía nunca dinero, y yo no la podía estar invitando al cine o a tomar algo. Yo andaba bien caliente por el Yórch y Edwin, pero el idiota aquél se fue a Coahuila con su papá, y Edwin no me hacía caso después de la vez aquélla de la fiesta en el depa de Esme­ralda, en que nos tuvimos que encerrar en el baño y, total, güey, me conformé con pasar las tardes con Celia en mi cuarto, oyendo música y viendo tele y todo.
La vez ésa del escusado me sacó de onda. Ta loca, me dije. ¿O le ha­bría pasado algo? No vi que se golpeara en la cabeza. Le pregunté que si le había dicho a sus jefes, me dijo ¡no! Y me pidió que ni se me ocurriera decir­les. A su jefe, sobre todo, le tenía una tirria. El borracho ése, le llamaba, y cosas peores. Nunca entendí nada, y varias veces hizo eso de encuerarse, me­terse al baño y quedarse como lela viendo el agua del escusado, hasta que yo la despertaba y la conducía a mi cuarto.
El día siguiente era viernes. Por la mañana fue a San Ángel y encontró el Ne­roni cerrado (por supuesto). Ya sabía dónde estaba, ya era algo. Por la tarde, en el súper, apenas llevaba media hora en la caja hubo de parar el flujo de clientes y conminarlos a pasar con sus compa­ñeros. Entró al baño, sa­lió en diez minutos y le dijo a su jefe:
—Tengo diarrea, señor Torres.
—¿Ah, sí? ¿Diarrea en viernes? Pretex­tos bus­ca la muerte, Martínez. ¡Regrese a su caja!
—Sí, señor...
Poco después volvió a ausentarse de su pues­to, y luego de salir del baño:
—Señor, de veras, tengo diarrea. Así no puedo.
Torres masculló: Bueno, lárgate.
El cajero llegó a su casa a las cinco y 20. Se bañó otra vez, se puso el pantalón gris y la camisa café a cuadros y al ver el reloj: Muy temprano, pensó. Se hundió en el sofá a ver la tele. No sabía qué comedias eran —nun­ca las veía—, y no estaba en con­diciones de poner la menor atención. Las voces y las musiquitas eran el te­lón de fondo que necesitaba para su divagar con Elisa. ¿Se animaría a entrar? Aunque si los cadeneros se ponen rudos... ¿Y sí quería saludarla? Le daba miedo enfrentarse a ella y decirle: Soy Joaquín, el del súper. ¿Tendría que in­vitarle algo? Sacó la cartera del pantalón, vio por encima los billetes. Y luego, ¿qué le diría? ¿Me gustas? ¿Sueño contigo? Cur­silerías. Le daba miedo perca­tarse de que —ahora frente a la posibilidad de verla en otro lugar, no en Su­perama, no con su ropita de cajero— ella lo mi­rase aun así de arriba abajo, que se fijase en su ropa comprada en un tianguis, en su piel, en su estatura. Sí, debía saber que estaba pendejeando. Además, ¿qué sentía por ella? No estaba enamorado. Le gustaba, le parecía muy gua­pa, soñaba con cogérsela... ¿Y si todo era por no haber cogido en tanto tiempo? Pero hay tantas otras viejas en quienes se podría fijar, chavas del súper, por ejemplo. La de la far­macia, Yuri, ahí está, aunque su nariz llegue tres minutos antes que ella a cualquier parte, no se ve nada mal. Yesenia, con to­do y el hocicote que se carga, tiene buenas piernas. Si se trata de coger, cual­quier cosa sirve. Hasta Lupita Montes, la de paquetería, medio gorda pero también ha de tener por dónde.
Aunque.
Sintió como si una rata imprudente saltase de debajo del sofá. La pistola. Mierda. No quería pensar en eso. Ni en su hermana. Cerró los ojos en una incómoda expresión de pena. Pero ya: olvida todo. Y por cierto, ni ha llegado la cabrona. Las siete y media apenas. ¿Dónde anda esta chamaca? No tardaban en llegar sus jefes, quién sabe cuál primero. ¿Y el pinche Ke­vin? No sabía gran cosa de él, sólo que desde tiempo atrás el cabrón del Gato lo andaba también sonsacando.
Escuchó la cerradura de la calle y vio el rostro de Celia a través de la húmeda penumbra de agosto.
Pues, güey, la chava ésa me tiró el can desde la primera vez que me vio. Ella estaba en cuarto, yo ya en sexto, y sí, me pareció bonita, pero carnal, las hay más buenas. Y uno elige. Uno está para elegir, no pa que lo elijan. Que se jodan los feos. ¿Es culpa mía que todas quieran conmigo? No me mires así, algo tengo que las atrae, yo feliz.
Lo que pasó con esta chava es que la hice esperar tantito. Es mi táctica, la táctica Miguel Bosé, así la llamo, la leí en una revista. Haces como que ni las pelas, y más calientes se ponen. Así son las morras, güey, no es culpa mía.
Con ésta fue así. Luego ella hacía como si nos encontráramos en los pa­sillos, en la entrada, siempre me saludaba, y se le notaba que no sabía qué de­cir. Así la traje un tiempo, y pax, un día me dije: Le llegó la hora a este culito. Fue en un reven que hicieron en la explanada, ya estaba por acabarse el semestre. Bueno, ya se había acabado, profes güevones al final ni sus luces. Es la güeva nuestra de cada día, aquí.
Fue una tardeada. Se puso bien, había de tocho, ya sabes. Y me dije: Orita me echo a esta chamaca. Y sin buscarla, ella me halló, le saqué plática, su amiga peguete se esfumó, y cuando nos dimos cuenta ya estábamos en uno de los salones del segundo piso. ¡No, güey, la morra estaba como no te imagi­nas! ¿Y crees que hasta me dijo que yo era el primero? Ajá, chucha. Total que ahí, sobre el escritorio acostada ella, pues te omito los detalles, pero te diré que estaba ¡íngatu, carnal, que se derretía! Y cuando andaba a punto de ve­nirme —no, güey, yo, ella no sé, yo—, que se pone toda loca. Se soltó a chillar, y no de gusto. Me pataleó, yo le di una cachetada para que reaccionara, ya sa­bes, ligerita pero fuerte, y entonces me empujó, se bajó del escritorio, se subió los chones y salió corriendo. La vi bajar al pri­mer piso y meterse al baño. Ga­nas me sobraron de seguirla y acabar lo que habíamos empezado a como sea, pero, güey, a mí me sobran. Luego agarré otra. ¿Te cuento también désa?
Había estado llorando, eso sin duda.
—¿Quíubo? —le dijo—. ¿Siempre llegas a esta hora?
Celia pareció no verlo. La luz de la sala-cocina estaba apagada, y sólo brillaba el imagerío de la tele.
—No, estaba con Yénifer...
Celia caminó hacia la recámara como un entelequia que teme sus propios movimientos. Joaquín vio la cortina blanca de la entrada al cuarto convertir­se en un rectángulo amarillo, apagó la tele y la siguió. Al correr la cortina, encontró a la joven sobre su cama, hojeando una revista.
—¿Qué lees?
Sin musitar una palabra, a la manera de un niño encabruñado que se sabe sin pretextos, Celia le extendió la portada.
—Ah, bien —farfulló el cajero. Poco a poco su respiración se hacía un jadeo nervioso—. ¿Qué crees? —se sentó en el otro extremo de la cama y le tocó el pie derecho con la mano. Celia levantó la mirada—. ¿No te extraña que esté aquí a esta hora?
Ella pareció no entender la pregunta. Lo miraba como quien está obli­gado a ver por dos segundos un rostro escurridizo en la calle. Movió la cabe­za hacia los lados. Joaquín no entendía qué estaba (él) haciendo. ¿Por qué no seguir mejor viendo la tele en la sala? Le llegó el porqué posible: ella me guarda rencor. Sí se acuerda. Más nervioso aún, con un tono de hermano-mayor-preocupado, le habló:
—¿Cómo has estado?
Ella volvió a llevar los ojos a las páginas de la revista —como si no estuviera exigida a darle una respuesta—. Murmuró que Bien.
Joaquín sintió el impulso de decirle: No es cierto, mientes, de explicar­le: Te pregunto cómo estás porque me siento culpable, porque te manoseé y le vendí tu cuerpo al Gato, porque pudo haberte infectado de quién sabe qué, porque estuve a punto de cogerte yo también, de insistirle: ¿De veras estás bien, qué es eso que veías en el agua del escusado?, dime, de pedirle: Quie­ro hablarte de la güera del súper, voy a verla al rato, pero no, tú siempre has sido arisca y reconcentrada, todo entre los dos es siempre burla, pleito, distancia, un tibio apenas-aguantarse que se difumina o disfraza sólo en el obli­gado abrazo en Navidad, en Año Nuevo.
Y no. Joaquín se levantó de la cama. A punto de salir, volvió el rostro: —No me agrada esa amiguita del arete que tienes, se me hace mala compañía.
Ella no le regresó la mirada: seguía absorta en las páginas de la revista.
—¿Me oíste? —insistió el joven. Ella levantó los ojos:
—Come mierda —escupió, irguiendo el dedo cordial de la derecha.
Molesto consigo mismo, Joaquín caminó de vuelta a la sala y hacia el ol­vido del televisor —aunque sólo estuvo unos minutos frente a la pantalla: no pudo soportar más el encierro con su hermana a la espera de sus padres y del Kevin. Decidió adelantarse y llegar al Neroni, con dos horas (ni modo) de adelanto.

5
Al día siguiente todo lo recordaría con vergüenza.
Le llegaría a la mente la imagen de sí mismo que se paseaba nervioso durante dos horas por la Plaza San Joaquín, a lo largo de Frontera por el parque oscurecido, y vería cómo, hacia el cuarto para las diez, se hubo de apostar en la banqueta de una casa de fachada color rojo ladrillo, exactamen­te frente al Neroni. Y recordaría que entre los muchachos que llegaban en auto, llegó Elisa, y con ella una amiga, bajita y de pelo oscuro, con una chaqueta de piel y en medio de las dos iba... Claro: un pendejete. Era un mu­chacho no muy alto, más bien como Joaquín, de uno setenta, pero blanco y con ropa de marca y movimientos seguros, como quien trae mucho dinero o tarjetas infalibles en su cartera, pelo corto y castaño. El momento en el que ellos entran al Neroni se le quedaría en la memoria a Joaquín porque en ese mismo instante, a las diez 22 de la noche del primer viernes de agosto de 2002, comprendió que él no: él, un pobre diablo, no entraría nunca a ese lugar, no por su propio pie.
Para qué intentarlo.
(...pero tu hermano mayor nada sabía...)
Y a raíz de eso pasó todo. Ésa sería su explicación. En el camión de regreso no hizo sino pensar en el arma detrás del sofá. Era un arma. Suya. Y al día siguiente, sábado, mientras sus padres sufrían de esclavos en sus chambas, y el Kevin de pata de perro por la calle, y Celia se dedicaba a lavar la ropa y barrer y limpiar la cocina, Joaquín le preguntó:
—¿Vas a salir?
—Ajá.
—¿Con la pendejita ésa?
—Se llama Yénifer, imbécil.
Joaquín hizo una expresión de contrariedad, y sin importarle que Celia pudiese verlo y preguntarle cosas, movió el sofá y sacó la pistola. En una bol­sa blanca de plástico la envolvió, al diez para las tres ya estaba fuera del súper, en Iglesia. Tocó el timbre, luego de un rato salió Rogelio a abrirle, y mientras se registraba, durante unos segundos que el guardia se dio media vuelta pa­ra contestar el teléfono, deslizó la bolsa por un lado del detector. Al cruzar, hizo como que se inclinaba para amarrarse las agujetas: poco después se hallaba trabajando en la caja 8.
Durante algunos ratos muertos se imaginaba un uso inmediato para el arma: a la hora de la salida, encañonaría a Yesenia, se la llevaría a los sanita­rios y ahí la obligaría a abrirle las piernas. De cuando en cuando bajaba la vista y distinguía el plástico de la bolsa.
(...pero su hermano mayor nada sabía, él nunca supo: y ahora que ha termi­nado de limpiar la casa, se niega a entrar al baño, a tocar la puerta y escu­char cómo se abre, con qué voz sus goznes te hablan, te exigen dar tres, dos pasos hacia el interior: ahora que, cansada y todo, su cuerpo pide un poco de descanso y su mente, no, nada, tu memoria o tu temor retornan: ahora que desearía dormirse, borrarse en una noche sin ruido...)
La tarde pasó tranquila. A las cinco y media, le tocó atender a un tipo treintón notoriamente avejentado. Vestía pantalón de mezclilla y una chamarra de la Universidad Nacional, tenía una barba descuidada. Era más bien pálido, del­gado y alto. Venía con una niña de dos años, ella le pidió una paleta Payaso y él se la negó mientras Joaquín pasaba tres litros de leche, una barra de pan Bimbo, un kilo de papas, y entonces sonó el celular, el cliente contestó y, con enojo:
—No, Gabriela, me lo hubieras anotado —dijo—. Ahora no puedo, ya estoy pagando —y colgó para luego extenderle a Joaquín su tarjeta. Firmó el tíquet y se fue, las bolsas en la derecha, tomando a la niña con la mano iz­quierda.
(...ahora no sabe por qué en su piel vive como una cicatriz la certeza de que nadie te salvará, no importa quién llegue ahora, en un minuto o en dos horas: sube como sangre a su asustada y débil razón la imagen que te atrae y succiona el más nimio dislate de la voluntad: y no están sus hermanos ni su ma­dre, ni se halla aquí tampoco Yénifer —algo se le cruzó, ¡ya no vendrá!—, y prefieres no exponerte al fondo sordísimo del agua: y ahora su mano es la única que habrá de arrancarle el miedo que la asfixia, y se detiene frente a la puerta del baño y caminas hacia el cuarto: levanta el colchón superior de la litera, sobre las tablas identifica la bolsa del Kevin, mugroso achichincle del Gato, y tomas de su interior una pastilla: se sienta sobre su cama, siente di­solverse el polvo en su saliva, te recuestas y las formas de tu abuelo vuelven: querría llorar mientras se desnuda, se dirige a la cocina huyendo del retor­no a ese cuerpo de cinco años y al dolor como un insulto: no quiere ensimismarse ante el fondo de agua en el escusado porque ya no...)
Sí, tranquilo este sábado. Era como el cuarto para las siete, luego de atender a una mujer cincuentona Joaquín levantó la vista y le preguntó a un muchacho sonriente, de piel apiñonada: —¿Encontró lo que buscaba?
—Sí, gracias —contestó el joven, quien luego siguió la plática con su acompañante, un tipo a su izquierda—. ¿Quién es...? —preguntó a su amigo mientras Joaquín pasaba dos botellas de tequila Cazadores...
—Luego te la presento, es más, te la presto... —y Joaquín hacía pasar dos botellas de Absolut Citron...
—¿Ah, sí? ¿La recomiendas? —seis botellas de refrescos de dos li­tros...
—Guau, puta madre, es un culito... —cuatro litros de jugo de piña, tres latas de cacahuates Mafer...
—¿Y cuándo fue eso? —dos megabolsas de Doritos...
—Anoche, güey, salimos del antro como a las tres... —dos de papas—, nos fuimos a mi depa, y no paramos de coger hasta las ocho o nueve... —tres bolsas de medio kilo de salchichas cocktail Zwan...
—¡No te la prolongues, güey! ¿Es güera, dices? —y mientras el muchacho veía con curiosidad a su amigo, de un rostro blanquito y pelo castaño, de uno setenta de estatura más o menos, el cajero, sospechoso y airado, levan­tó la vista.
—Ajá, güey, y su amiga, aunque sotaca, también se ve bien buena... —y Joaquín tomó la bolsa blanca de plástico a su izquierda.
—Mira, el burro hablando de... —la mano morena del empleado de Su­perama se extendió sobre la caja registradora y: un disparo huye hacia la frente del muchacho, una bala entre los ojos.
El joven Iñaqui Azcoitía Ovando cae de espaldas sobre el aparador con chocolates y cepillos de dientes. Joaquín, el arma en la derecha, corre hacia la salida y le dispara al policía en un brazo. Se halla sin gente el estacio­na­miento, lo cruza y luego Avenida San Jerónimo entre los autos que pitan el claxon. Los gritos a sus espaldas son cada vez más lejanos, sigue corriendo y llega a la calle de Fuego, dobla a la izquierda, prosigue una cuadra y luego a la derecha, ¡es el 223! Camina y ¡ha matado a un hombre! ¡Esto era matar! ¡A eso había venido, a matar a alguien! El arma ahora en la cintura —no, me­jor la arroja entre unos arbustos fuera de una casa, se quita el overol y lo tira ahí mismo, sigue caminando, luego se para—. Vomita, se repone, le da el aire en las sienes, y por fin el número 223 frente a sus ojos.
¿Vendrán por él? ¿Cuánto tiempo tiene? Y sin embargo, nada le preo­cupa: liberado, irreal ahora. Para recuperar el aliento, se dobla, pone las ma­nos sobre las rodillas. ¿Ya qué puede tener impor­tancia? Ha matado a un hombre, su vida empie­za. Sale un tipo de la residencia con el número 223. Es robusto, usa bigote y pelo corto. Unos cincuenta años.
—¿Qué se te perdió por aquí?
Joaquín sonríe. Entre jadeos, logra decir: —¿Vive aquí... vive... una Elisa?
El hombre sonríe.
—Mejor ahueca el ala, muchacho —habla con voz dura.
¿Adónde ahora?, se pregunta Joaquín, mira el asfalto como una llanura obediente, y cuando se da­ba la media vuelta y pensaba en buscar al Botija, o en irse de mojado, en cualquier lugar es mejor morirte de de hambre y cansancio antes que en esta Ciudad de Mierda, si me van a pa­tear el culo que no sea gente como yo, se levanta el portón eléc­trico y lentamente sale el auto azul. La cabeza rubia inquiere:
—¿Qué pasa, Natalio?
—Nada, señorita. El joven busca una dirección, anda extraviado.
Elisa lo ve apenas un segundo, reemprende la marcha. El bmw toma hacia la derecha, como yendo hacia Six Flags o tv Azteca.
(...Ya no, abuelo, y toma el cuchillo grande del escurretrastes, y dice Ya no, por favor, llora con miedo de cinco años. El molacho de Joaquín se llevó a la calle al Kevin, que ya camina, Váyanse, mocosos, ustedes son hombreci­tos y no es de hombrecitos estar encerrados en su casa todo el día. ¡Fuera! Yo cuido de su hermana, y hunde el filo del cuchillo en su muñeca izquierda. No volver nunca: la sangre no la asusta, y con el segundo golpe del cuchi­llo se deja caer sobre el suelo con displicencia y se disipa y muere la amena­za del anciano, sentado en el retrete, los pantalones bajados a los tobillos, él que no te hace caso. En un frío paralizante se diluye su abuelo, y poco a poco, una eternidad después, dos horas —ni saberlo—, llega su hermano menor y grita al encontrarte en un charco sanguíneo, tirada al lado de la estufa, una ambulancia... y nada sabes, por supuesto, del mundo después...)
Cuando el auto se aleja con Elisa, Joaquín vuelve la mirada hacia Natalio y se ríe porque ya lo va viendo más abajo, ya pequeño. La del hombre es una cara pasmada que mira a Joaquín hacia el aire, cada vez a más altura, y Joa­quín alcanza a distinguir de nueva cuenta el auto, más chico, el aire sopla en torno suyo, y él ve el techo de la residencia Salvatierra Miller, y ya después se ven albercas, y canchas de tenis, podadoras, autos, de menor tamaño todo. A la derecha está Superama: hay gente afuera, dos patrullas, una ambulan­cia que parte por Iglesia hacia la clínica de Río Magdalena ahí bien cerca, hubieran mejor ido a pie por el cadáver, ¡a ver de qué les sirve ahora ese güerito!, denle sus pinches vísceras podridas a tanto pobre perro muerto de hambre, ¿a quién le servirán?... Y mientras cada cosa se hace más nimia y él se siente ligerísimo, ve con alegría el sol ponerse como un candado ígneo sobre la Ciudad, todo tiene contornos, todo es real y vive y vibra y brilla y su cuerpo se va disipando y se vuelve polvo, bruma, nada, sólo aire anoche­cido sobre la Ciudad, esta bella y agria Ciudad sin remedio.

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