martes, 30 de noviembre de 2010

Elogio del buen amor



Gregorio Cervantes Mejía

Enrique Serna, La sangre erguida, Seix Barral, México, 2010, 328 p.

Un mexicano, un español y un argentino. Uno, indocumentado; otro con problemas de impotencia (o disfunción eréctil, como se prefiera); el tercero, un afamado actor porno en el declive de su carrera. Alrede­dor, las obsesiones de cada uno de ellos, desde sus diferentes perspectivas, por el desempeño sexual. Y unos sutiles vasos comunicantes entre los tres personajes.
Ésos son los elementos básicos para de­sarrollar la trama de La sangre erguida donde, de acuerdo con la nota de contra­portada, Enrique Serna se propone hacer una sátira de los mitos acerca de la mascu­linidad y la obsesión de los hombres por sus habilidades eróticas.
Cierto, hay una fuerte dosis de tono satírico a lo largo de esta novela. Y un tono ameno y desparpajado que permite una lectura ágil, agradable. Las más de 300 páginas se leen casi sin sentir. A más de un lector le habrá arrancado alguna carcajada o lo habrá mantenido con la sonrisa bailando en los labios.
Y si bien el sexo es el elemento domi­nante en la novela —prácticamente no existe capítulo sin su buena dosis de encuentros eróticos—, lo que en el fondo se dirime es el tema del amor.
Sí, paradójicamente los tres personajes de Serna sufren por amor —aunque la fra­se suene trivial y cursi—. Bulmaro Díaz, el mecánico mexicano, cree encontrar el amor de su vida en Romelia, una mediocre cantante dominicana, y convencido de ello lo abandona todo: para emigrar a Es­paña, donde ella está convencida de rea­lizar sus sueños de fama. Así inicia una vida de estrecheces en Barcelona, consu­miendo los ahorros de toda su vida hasta involucrarse en el tráfico de Viagra pirata.
También el amor es el móvil central pa­ra Ferrán Miralles, un catalán con proble­mas de impotencia nerviosa cuyo empeño por superarlos le impiden establecer una relación amorosa estable y lo orillan a una serie que lo llevarán a la ruina.
Y, finalmente, Juan Luis Kerlow, un actor porno argentino hastiado de su vida ante las cámaras y con una gran capacidad de control mental sobre sus erecciones, quien encuentra en una joven estudiante la oportunidad de redimirse a través de una relación que considera auténtica y que acelera su abandono de la pornografía.
Si bien La sangre erguida pudiera ser catalogada, a primera vista, como una novela erótica y con tintes subversivos, desde las primeras páginas se aleja de este ámbito para revelar su verdadera in­tención: la defensa del buen amor y una sutil condena a los excesos de la libertad sexual.
Por lo menos, el desarrollo de la tra­ma se acerca más al Arcipreste que a Apo­llinaire. Y las voces que disertan en El banquete parecen resonar a lo largo de las más de 300 páginas que abarca esta historia, porque da la sensación de que Serna toma, como punto de partida, la distinción platónica entre amor vulgar y amor celeste; entre la pasión irrefrenable de la juventud y el populacho, y el amor sereno y reflexivo de los hombres ya maduros.
Como suele suceder en las novelas iniciáticas (y La sangre erguida contiene mu­chos elementos que la ubicarían como tal), las situaciones que enfrentan los persona­jes se convierten en pruebas que les permi­tirán conocerse a sí mismos, construirse una personalidad que al inicio está vedada. Y, a la vez, hacerse merecedor de la redención o la condena: Juan Luis Ker­low consigue abandonar el mundo del porno y consolidar su relación con Laia; Bulmaro Díaz, preso finalmente por tra­fi­car Viagra falsificado, disipa sus dudas acerca de la lealtad de Romelia; Ferrán Miralles, preso y enloquecido después de destruir la vida personal y la reputación de las mujeres con quienes se relaciona.
Para conseguir este resultado, Serna re­curre a una estructura sencilla, sustentada en una narración lineal en la cual se van alternando las historias de sus tres pro­tagonistas y sin complicaciones de orden estructural.
De ahí que a partir del quinto capítulo, el lector tenga claro ya el orden de las intervenciones: Bulmaro Díaz, Ferrán Mira­lles y Juan Luis Kerlow. Siempre en ese orden y, salvo el caso de Miralles —quien narra en primera persona desde su cel­da, por indicaciones de su terapeuta—, en ter­cera persona. Eso implica, además, una uniformidad en la voz narrativa, que se distingue apenas por la aparición de algún regionalismo dentro de los diálogos para enfatizar la nacionalidad de sus persona­jes o bien de algún otro recurso que permite al lector identificar cada uno de las historias.
Así, mientras Bulmaro Díaz sostiene frecuentes discusiones con su pene que, a partir de la aparición de Romelia, sigue sus propios deseos y no los de su propie­tario (discusiones, además, con una fuerte carga humorística), en el caso de Kerlow la voz narrativa alterna entre la arrogancia y el estupor: el actor famoso por el férreo control mental sobre su miembro viril se ve, de repente, reducido a la im­po­tencia ante el amor que siente por Laia.
Los personajes de La sangre erguida, por lo anterior, parecen definidos a partir de sus circunstancias: su nacionalidad, su condición de migrantes, su miseria o prosperidad, sus oficios. Pero sus conduc­tas y percepciones son idénticas, quizá porque desde el principio Serna los mues­tra como individuos con una misma obse­sión: su desempeño sexual.
Tal vez por esta misma razón los personajes femeninos son todavía más im­personales: vistos a través de la óptica de sus contrapartes masculinos, de Romelia, Laia y las múltiples amantes de Ferrán, sólo sabemos lo que sus propias parejas sexuales muestran. Ésta pueda ser la ra­zón de que Romelia sea presentada al ini­cio de la historia como una tirana que ha reducido a Bulmaro, gracias a sus artes eróticas, a un régimen de servidumbre in­digno de cualquier hombre mexicano cria­do en la tradición machista.
O Laia, presentada como una estudian­te mojigata, se debate a lo largo de la novela entre este papel y el de una mujer hambrienta de goces sensuales.
En el caso de las parejas de Ferrán, terminan reduciéndose a un conjunto de nombres que aparecen y desaparecen, contribuyendo tan sólo a generar las con­diciones para la ruina del seductor recién descubierto.
Quizá sea ésta, la de Ferrán, la historia con mayores debilidades entre las tres que integran La sangre erguida: desde su aparición, Serna abre la expectativa so­bre las circunstancias que llevaron al perso­na­je a prisión: debido a una recomenda­ción del psiquiatra, como parte del tratamiento para refrenar sus impulsos suicidas, Mi­ralles empieza a narrar la serie de acon­teci­mientos que culminaron con su de­tención.
Y esa serie presenta varios falsos de­senlaces: en cada una de sus relaciones, Ferrán Miralles comete un acto cuyas con­secuencias podrían llevarlo a prisión sin que esto ocurra, a pesar de que el pri­me­ro de ellos es referido antes de llegar a la mitad de la novela (una maratón sexual que deriva, prácticamente, en una viola­ción). Así, se acumula una serie de actos a partir de los cuales se esperaría resultara el incidente determinante para la de­tención del nuevo seductor, hasta que el motivo aparece de manera inesperada cuan­do Miralles —tras perder empleo, departamento y comodidades luego de arruinar la reputación de la principal clienta de la inmobiliaria donde aquél trabaja—, inten­ta reconstruir su vida en una pequeña co­munidad rural.
Serna recurre, aquí, al mismo elemen­to que inicia la caída de su personaje: la nueva pareja de Miralles, una mujer em­peñada en llevar un estilo “sano” de vida, descubre la dependencia de éste al Via­gra y la discusión derivada de ello se con­vierte en un intento de homicidio.
Así, Miralles no es castigado por los familiares de una virgen musulmana sedu­cida por él; tampoco por las represalias de una mujer aristócrata envuelta en un escándalo gracias a unos videos revelados de manera accidental por el propio seductor. Ni siquiera por haber ocasiona­do la ruina de la familia de una examante suya (cuyo marido se suicida al descubrir la infidelidad).
La ruina de Miralles viene (volvamos otra vez al afán edificante de la novela) de traicionar la segunda oportunidad de es­tablecer una relación sustentada en el amor y no en el sexo.
Si bien La sangre erguida no deja de ser una historia amena y contada de ma­nera atractiva, que hace una sátira puntual sobre los lugares comunes en torno a la virilidad y el machismo, se mantiene den­tro de una línea políticamente correcta y con una visión muy clara desde el principio: el carácter destructivo del sexo vacío, egoísta; y la capacidad redentora del amor.

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