Roberto Appratto
Lo abstracto en poesía es lo que no encuentra su lugar en el texto. Pensemos en el proceso de la escritura poética, situemos allí el problema para dar sentido a este enunciado inicial, para sacarle su condición de críptico. En ese proceso, la palabra llega al texto, en ocasiones, porque parece ser atraída por su contexto; porque la frase, desde ese contexto, la necesita. Pero la necesita, y es aquí cuando empiezan las aclaraciones, sólo si ese contexto está definido desde afuera, o desde antes, de la escritura: si es, por lo tanto, un marco de validez que no depende de la escritura.
Eso es lo que explicaría la diferencia entre una escritura “hacia fuera” y una escritura “hacia adentro”. Esta última determina su contexto, la primera depende de uno que le es exterior. En eso estriba, probablemente, el problema de la representación: qué se representa, y cómo, desde el entramado verbal, y específicamente desde el entramado verbal de la poesía; a qué se alude, a qué realidad, y no sólo con una palabra, sino una frase, con una secuencia sonora, con una unidad de sentido de cualquier extensión. ¿Qué representa, así planteado el problema, eso que denomino “abstracción”?
Esto tiene que ver con el poema como una construcción que se va definiendo entre opciones mínimas: en esas opciones están los planos de significación donde se quiere situar las palabras del poema. Pero en esa opción, instantánea, entre planos, está la fuerza o la debilidad de las palabras. La división abstracto-concreto tiene que ver, sí, con la pertinencia del campo semántico arrastrado por la palabra en relación con el que pide el texto. Esto supone que el texto “pide” algo; que lo que se ha armado tiene la supuesta voluntad de incorporar un determinado tipo de elementos en función del corte ya operado en su repertorio.
A eso llamo yo concreción: a la utilidad del significado, a la pertinencia, a la adecuación al revés (primero el significado, después el lugar): el sonido de una palabra o un signo de puntuación o una imagen: es lo mismo, algo que se dice justo ahí. No es una cuestión de pureza, sino de concreción: se convierte en cosa, algo con un volumen, con un espesor, con una textura, con un sonido.
El pensamiento que deriva en torno de la historia o en torno del pensamiento central que sigue, que se arrastra en relación con lo que se propone como espectáculo, al pasar por ahí reconoce esa concreción y se detiene o avanza a otra velocidad: se hace presente. Porque ahí hay otra cuestión: la del tiempo.
El tiempo que propone el poema, el tiempo del argumento, el tiempo de la narración, circulan sin tiempo: son una simulación, la de la puesta en acto de una instancia dramática: el tiempo en que se piensa eso que se dice. Un falso presente el de la enunciación; falso porque no coincide con ningún otro tiempo, salvo con el de su percepción. En la poesía, el tiempo presente confunde, lo mismo que el pasado desde el cual se narra en cine o en literatura. Son lo mismo, un tiempo de representación de otro. Pero en la concreción pasa otra cosa: es como si el texto leyera la mente del lector/espectador, interviniera en su proceso, lo viera en esa derivación, o sea: como si coincidera con su tiempo.
En ese tiempo, la mente no sólo funciona hacia fuera, hacia lo que se le está proponiendo; funciona hacia adentro, hacia sus procesos mentales: hacia lo que se activa mientras se “asiste”.
La concreción es el momento en que el texto se sincroniza, adquiere un presente; el presente de la cabeza del lector/espectador, que lo reconoce, lo palpa: es lo que está pensando, es un acto de adensamiento que convierte en real el pensamiento del propio texto. ¿Por qué? Porque le da palabras, encuentra un lenguaje para ese pensamiento.
En poesía, eso es especialmente valioso, especialmente perceptible, tal vez por una cuestión de espacio: la poesía de las últimas décadas, sobre todo en el ámbito hispanoamericano, ha pasado por diversas etapas en retirada de la vanguardia, en procura de una voz diferente, a menudo contradictoria, a menudo confusa, que marque la presencia de un discurso cada vez más en riesgo de extinción. Afirmar la Historia, volver a la expresión de los sentimientos, utilizar fórmulas expresivas como la fragmentación, la narración o el espaciamiento, volver también al uso salvaje de imágenes de cuño surrealista, afincarse en una lingua franca “moderna”, de cuidados formales sin riesgo, de referencias estilísticas indudables. El “escribir bien” se ha convertido, de esa manera, en un ejercicio constante de cambio por supervivencia, de una manera bastante similar a la teoría literaria.
La concreción, si se la entiende como un acto de afirmación de lenguaje que no recurre a nada salvo el lenguaje, que encuentra, si puede, en el lenguaje, una razón de ser de su productividad; si se la entiende como un acto de coraje que se desentiende de todo salvo de lo leído y, por ahí, del movimiento que se le puede imprimir de sólo pensar en la escritura, marca una diferencia. Es probable que eso, la concreción por la cual las palabras, las frases, las variaciones a que se las somete a lo largo de un texto, golpean en la conciencia del lector como cosas, sea, a esta altura, uno de los pocos criterios que pueden aplicarse para medir la fuerza de un poema.
Esa zona a la cual se envía la relación entre signos y objetos que se establece, o se insinúa, en un texto (no sólo poético) da a la escritura una dignidad de pensamiento en acto, ofrecido, razonado, y a la vez sólido: como una cabeza que dice lo que piensa y lo que siente sin deberle nada a nadie, sin esperar aprobación, como un acto de libertad en silencio e indudable que se mantiene ahí, en lo alto de la página.
Lo concreto sería, entonces, lo que actualiza, es decir, recuerda (tanto al escritor como al lector) que se ha partido de esa opción, y que, por lo tanto, lo que se incorpore va a confirmarla a nivel de representación, pero también de texto. Lo concreto equivale a lo real a nivel textual. Si se sigue a los concretistas brasileños, concreto es la unión de lo visual, lo fónico y lo verbal (como potencialidades expresivas y significativas) de un término o una secuencia de términos; como canales que se juntan, van a un mismo tiempo al mismo espacio.
Por analogía, y sin requerir esa unión de tres niveles en uno, puede adjudicarse esa cualidad de “concreto” a una forma verbal que se impone en sí misma, que adquiere una dimensión real equivalente a la de las cosas aludidas y sin depender de tal dimensión sino al revés. La “realidad” de las cosas funciona como un estímulo que actúa sobre lo ficticio, sobre lo construido, sobre el texto, a efectos de que éste, en sus términos, valga como real. La “realidad” estaría avalada por un discurso que es lo que se le pasa al texto, y que en esta concepción de lo concreto, por decirlo así, se “apaga” una vez cumplida su función de estímulo, de abastecedor de materia prima para el texto. A partir de allí, la palabra cuestiona ese discurso previo e instala otro: y cuando digo “la palabra” también me refiero al grupo sintáctico del que forma parte. Y al cuestionar, al leer críticamente desde sí misma, obtiene el mismo monto de realidad que apagó en el discurso previo.
Lo concreto es, entonces, esa condición de objeto que adquiere la palabra: de objeto sonoro, y también de significación. Eso de ser un objeto de significación equivale a imponer sus propios términos, y por lo tanto a golpear la conciencia del lector, tanto como la del escritor, con la adquisición de una realidad no garantizada por el significado exterior de la palabra; ése se usa para disolverse inmediatamente en la articulación que el texto determina. Eso explica la impresión, ya no de extrañeza, ya no de sorpresa, sino de solidez que tiene tanto de solitaria, de aislada, como de inexplicable: lo que no se explica son los términos en los que significa, porque se sabe que esa solidez, esa concreción, significan de un modo que la lengua poética no puede explicar.
Es como si en ese momento se pusiera en tensión la misma cuestión de la lengua poética para escribir poesía, en la medida en que parece que se estuviera hablando en otro idioma, desde otro lado, que por lo común se identifica con la significación standard de las palabras, y que, al salir de ella, se sale de la literatura. La contravención de esa norma corre ese riesgo, el de no lograr el reconocimiento del producto resultante. Pero sucede que la entrada a ese campo es literaria: deriva de una operación de búsqueda entre significaciones que puede llevar a una forma a partir de la cual, dentro del texto, no hay marcha atrás. Es decir, no hay diálogo entre esos dos tipos de significación (el exterior y el interior), a menos que el poema esté, simplemente, mal escrito. La realidad que se obtiene ahí es, probablemente, lo más cercano en que se usa, y vale como la refabricación de otros significados que produce ése, impuesto como tal y sólo por estar allí.
Por otra parte, lo abstracto no es porque pertenezca a la filosofía o a la metafísica, o a algún ámbito del saber o de la significación donde se designa lo que carece de referentes materiales: lo es porque cae fuera de la realidad del texto, y lo hace porque su elección responde a un acto intelectual en que la pertinencia del texto se sustituye por la pertinencia del significado. General, regional (como cuando se utilizan términos astronómicos, químicos, o de cualquier saber específico), la opción por una palabra o por un registro denominado “abstracto” determina un vacío en el texto. Y sin embargo, la razón de su elección, por decirlo de alguna manera, es lícita desde el punto de vista semántico. Eso que se quiere decir, tanto a nivel de la referencia como de sugerencia, responde a esa palabra: sólo que fuera del texto.
¿Y qué significa eso? Significa que un texto así compuesto parece funcionar como un trabajo de adecuaciones al ser de las palabras y no a su ocurrencia. El ser de las palabras: lo que sabemos que las palabras quieren decir; lo que responde al sentido común y respecto al cual el poeta, a su vez, responde no como poeta sino como ser humano dotado de una cultura determinada. Ese ser, imprecisable, va desde el diccionario hasta el uso, y también el uso poético, de la palabra; la cuestión es que está determinado por el código relevante para cada caso, que es lo que reduce la imprecisión de su significado y marca, al mismo tiempo, qué tipo de significado se está usando.
Cuando una palabra así pensada, como para que llene el hueco que produjo el texto, cae en él, lo que se siente es una diferencia de lenguajes: el hueco se llena con una palabra ya definida de significado colmado en otra parte que, si bien pertenece a la familia semántica del texto, no pertenece al texto.
Ésta es una cuestión difícil de explicar; lo que estoy haciendo es ir hacia atrás desde el juicio “esto no es literatura” (aplicable a lo que denomino “abstracto”) para explicarme cuestiones, en realidad, muy prácticas: por ejemplo, qué es lo que pasa cuando una expresión verbal no funciona, sobre todo en un poema; esa infinidad de casos que he visto, de textos bien pensados pero mal escritos: y veo que lo que pasa está, en primer lugar, en el terreno de las opciones de significado; veo, en esos casos, el texto como un no-texto, como una unión de palabras que contribuyen con sus significados, definidos en otra parte, como ya dije, a un supuesto sentido general del texto que estaría así “asegurado”; veo, entonces, que la razón por la cual no funciona esa opción es su inadecuación al otro sentido, el que el texto instaura como regulador, en el momento de la función de las palabras. Eso es lo que determina que algo sea literatura o poesía.
Es algo así como el destino de las connotaciones. Disolverse y transformarse en el texto. Las connotaciones, los significados regionales y generales de las palabras no entran en el texto, por inteligente y fina que sea su elección, si no se avienen a esa regulación textual; si no modifican su monto informativo en esa dirección.
El “no funcionar” equivale a ser abstracto; a ese valor fantasmal que tiene una palabra cuando se percibe como concepto y no como palabra; más bien, que es una palabra que vehicula un concepto y no una palabra cuyo valor se decida en su uso. Aceptar eso supone una renuncia, y ésa es la razón de la resistencia: una renuncia al mundo de los contenidos, que parecería suponer la renuncia a la expresión del mundo personal.
No es literatura porque opta por esa modalidad, precisamente, de expresión: la que no cuenta con el texto, la que usa al texto como una servidumbre de paso para canalizar ideas, reitero, ya definidas entre el diccionario y el propio código de la poesía. Y me detengo para aclarar: el código de la poesía es un enemigo de la poesía porque su “dominio” permite dar soluciones prestadas a los problemas poéticos.
Digo que esto es difícil de explicar, pero sobre todo difícil de probar; si son dos lenguas diferentes, cada una de las cuales reclama su derecho a ser considerada literatura. Probarlo requiere, tal como lo veo, un esfuerzo, eso sí, de abstracción; o el recurso al gusto personal, que no puede justificar nada. En todo caso, lo abstracto de la explicación puede obviarse con un gesto de reconocimiento del monto de información que se pone en juego; no es sólo un problema de “ajenidad” del campo o repertorio del cual se sacan las connotaciones, sino de su alcance como instrumento de significación. Lo que sucede con las “abstracciones” es que son apuestas a la adecuación del concepto; son el resultado de una concepción del poema como pensamiento, como exposición de un pensamiento de manera indudable, inamovible.
El texto es, para esa concepción, la ocasión para usar un estilo; la ocasión para el metatexto poético que ayuda a reconocer el texto como poesía. Pero no un lugar donde se adquiere significación, sino uno a donde se la lleva. El vacío responde a ese tránsito, que deja al descubierto la inadecuación de la estructura versal, o poética, para esa función expositiva. Las palabras, o más exactamente, el significado de las palabras al entrar en el texto, revelan su resolución “en otro lado” (¿en la cultura?).
Hablé de la ocurrencia por oposición al ser: si el fenómeno que se percibe en la “abstracción” es ese vacío, que resuelve el problema pensando en lugar de escribiendo, buscando en el repertorio que el sentido común determina y no en el que el texto propone; si ese vacío lo es porque, al cambiar de andarivel mental, lleva la lectura hacia atrás, hacia una tierra conocida que no aporta información útil para una situación nueva, es la significación ocurrente, puesta en relación con un texto que se mueve en esa misma eventualidad de regulación, que aparece la especificidad poética.
Lo extraño es, precisamente, que la especificidad de una significación genere la especificidad de una forma, que ya no es la exposición de un pensamiento sino su producción; lo extraño es que el texto se oponga al uso de una tradición del significado para imponer otro régimen, y que ese “otro” régimen no sea una rareza, una peculiaridad de la poesía, sino una operación constante de sintonización de significados del texto (de poema a poema, dentro de cada poema) cuya verificación está en la realidad conquistada en el signo sin salir de sí mismo. Si la abstracción es una pérdida, la concreción es una ganancia en términos objetuales, a pura exactitud de lenguaje.
1 comentario:
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