Eduardo Hurtado
(Fragmento)
En busca de clientelas cada vez más dispuestas, la retórica del capitalismo instaura en nuestras sociedades la ignorancia del pasado y la clausura del futuro, ese horizonte imaginario que aún acoge la utopía del hombre posible. “Aquí y ahora”: la antigua sentencia se ha torcido a favor de la banalidad y el cinismo. A contracorriente, algunos artistas de nuestros días se empeñan en restituir la relación entre el pasado y un presente que se quiere ofertar como inalterable. En la obra de Juan Gelman la memoria y su pareja necesaria, la imaginación, se ejercen contra el intento de ocultar lo que el hombre ha sido y en abierto rechazo a una empresa derivada: una versión de la Historia que exalte y justifique el papel de los poderosos.
En su poesía, pródiga en búsquedas y transgresiones ensayadas durante más de 50 años, las palabras resaltan la tensión entre una realidad insoslayable, la de una tiranía global que discurre formas de lucro cada vez más inicuas y más sofisticadas, y un esfuerzo contrario hecho de rebeldías, exilios y ciudades, otoños y resurrecciones, júbilos o pajaritos que salvaguardan las revueltas del amor.
Como los poderes de todas las épocas, la nueva tiranía ecuménica practica una intensiva expropiación de las palabras, en especial de ciertos términos forjados en la aspiración de una vida mejor: democracia, justicia, esperanza. Lo sabe bien Gelman, que ha sufrido en carne propia (como ciudadano, como militante, como creador) la operación devastadora de una de las dictaduras más feroces del siglo XX. Esta experiencia, que no cesa de manifestarse bajo distintas formas a lo largo una vida disidente, pulsa en el fondo de toda su obra. Fundada en la alianza del arte y la ética, su poesía se asigna el ideal de reponer las palabras secuestradas y enfrentar el discurso oficial (eufemístico, manipulador, plagado de indultos y admoniciones) con un habla que, al cuestionar al máximo la gramática consignada en los manuales, pone en duda los símbolos más arraigados de una política autoritaria y central.
Todas estas observaciones, sin embargo, podrían inducir a una lectura equivocada. Es preciso agregar que a lo largo de su trayectoria como poeta Gelman rehúye los tópicos más comunes de la poesía combatiente de América Latina, en especial la que surge y prolifera en los años sesenta, década en la que comienzan a circular algunos de los títulos que lo han convertido en uno de los escritores más destacados de la lengua. En los fatigosos debates de esos años en torno a la función de la literatura, una y otra vez aparece el postulado de una poesía eficaz en la transmisión de los ideales revolucionarios. La voz de Gelman arraiga en las antípodas. Su campo de acción no es la política ni la ideología sino la historia, de preferencia con minúscula. Integrada por más de 30 libros, su obra compone un inventario memorioso de los afanes de la tribu, las perspectivas de libertad, los diarios trabajos por desterrar el abuso, la necesidad de matar a la derrota; recoge, también, la crónica puntual de las calles del barrio, su jerga y sus canciones, los compañeros de lucha, la familia, el perro de la infancia, el amor, los otoños, los exilios, el sabor de la patria. Y en el corazón de todo, la alquimia misteriosa de una lengua astillada, el diálogo entrañable con los ausentes, la posesión por pérdida, los fulgurantes contragolpes del amor:
celebrando su máquina
el emperrado corazón amora
como si no le dieran de través
de atrás alante en su porfía
alante de ala de volar
que no otra cosa intenta
molestándole piedras
como especie de pies…
A distancia de los discursos heroicos, de las idealizaciones convenientes, la poesía de Gelman vuelve una y otra vez al núcleo de los hechos, pregunta por su origen, escarba en la duda, abre fisuras en la materia densa de la desesperación. “Yo deploro ese término ―sostiene― que hace algunos años inventaron los franceses: poesía comprometida’. Yo creo en la poesía casada: casada con la poesía”. Y recuerda lo que Paul Èluard le respondió a quienes en los años cincuenta le reprochaban no haber escrito algún poema sobre la guerra de Corea: “Yo escribo poemas sobre esos temas cuando la circunstancia exterior coincide con la circunstancia del corazón”. Si para el grueso de la poesía rebelde que germinó al despuntar el segundo tercio del siglo xx la palabra es un medio seguro, capaz de expresar certezas, para Gelman la realidad y el lenguaje han sido siempre un territorio a explorar. Como César Vallejo, punto de referencia inexcusable, abriga la idea de que el poeta debe eludir cualquier asomo de proselitismo; puede, en cambio, suscitar una nueva sensibilidad del hombre ante la historia. Junto a Vallejo también, cree que la sensibilidad misma es materia primordial del poema. No obstante, asume que lo sensible no termina en lo emotivo: se alimenta de un compromiso apasionado con la verdad.
Esta palabra, “verdad”, trae de regreso el tema de la memoria. Desde la perspectiva de Juan Gelman uno de los grandes enemigos del poeta es el olvido. En diversas ocasiones ha llamado la atención sobre un hecho revelador en la cultura de Occidente: para los griegos de hace 2,500 años el antónimo de olvido no es “memoria” sino “verdad”. La poesía puede ser hoy el lugar donde se restituya la esencial coincidencia de lo memorable y lo verdadero. Contra olvido, verdad. No la verdad casi siempre dogmática de las ideologías y las religiones; la verdad como cifra de conciencia, verdad intuida que, en palabras de María Zambrano, se aloja en los límites de lo inteligible. Contra el olvido del horror, la tortura y la muerte en la Argentina de los generales que “dictaduraron” la patria, contra ese olvido inaceptable, la verdad de una poesía que se demanda ir a la médula de los acontecimientos, interrogar a los muertos, atender a las palabras que ellos mismos nos dictan, asomarse al relato que deriva de su continuo memorar.
Porque los muertos, los “muertitos” como los llama Gelman para darles el trato de intimidad que se han ganado, tienen memoria; una memoria que crece cada día, que forma parte de lo imaginario y lo posible. En esta poesía los vivos y los muertos se abrazan sin cesar, dialogan, se necesitan; los muertos, aquí, no están inertes: son constructores de futuro, no pueden nunca ocupar el lugar nebuloso de “los eliminados”. Esta forma de ver explica que Gelman enfrente la suma de horrores vividos (la derrota, el exilio, el asesinato de su hijo y su nuera, el secuestro de su nieta, la muerte de amigos y compañeros de lucha a manos de los militares) con lo que Julio Cortázar llama “un contragolpe afirmativo, creador de nueva vida”. Ese contragolpe sólo ha sido posible mediante un trato irreverente con el lenguaje y una ruptura decidida con los automatismos cotidianos.
* Texto leído el 22 de abril de 2008 en la Universidad de Alcalá de Henares, con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Juan Gelman.
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