Pierre Jean Jouve
Traducción de Rosana Ricárdez
(Fragmento)
I
Existe en estas regiones algo inagotable y misterioso. Una cualidad que no alcanza su fin. Existen también regiones contiguas, estén recluidas en los cien valles azules de montañas excavadas en lo alto o estén, por el contrario, sobre el pedestal de roca, de luz y de abstracción. Entre estos lugares, como los umbrales del cielo donde las masas glaciares y los picos descascarillados están situados sobre los bordes de un paisaje descarnado y feliz —y las tierras italianas repletas de lagos, de árboles, de majestuosas iglesias pintadas—, el viajero sube y baja y siempre se encuentra con los mismos Alpes y los mismos santuarios. Ahí se encuentra cerca de los alerces, observa la roca plateada de línea clásica y, en la inmensidad, las aguas verdes: cree, si su espíritu lo favorece por completo, sentir el espíritu de Dios imperecedero. Aquí están los montones de verdor y los turbios sueños de la vida, el sentimiento de pecado, en pueblos e iglesias, y el supersticioso espíritu de redención a través de la piedad popular.
Pensaba abandonar este paraíso el mismo día. Iba a dejar el valle de formas frescas y soñadoras de la Bondasca, el alma llena de poesía de mis 16 años, por otras comarcas menos peligrosas, y veía en la abertura de las sólidas montañas boscosas los cinco o seis dientes desgarrados, el color del platino, que dominan el valle entero: ¿cuánto tiempo pasaría antes de que lo volviera a ver? ¿Acaso el macizo mismo no estaba bajo un signo extraño puesto que llevaba el nombre de Disgrazia? Yo había llegado caminando al pueblo de Sogno, que en una suerte de amoroso balcón verde observa de lado esas altas desgracias. Yo tenía el corazón delicado, al punto de sentir el sufrimiento de las flores. Era un verano pleno, ningún viento, y el torrente lejano en la parte inferior del valle tenía el brillo de un viejo sable: percibía la vasta tierra que tenía bajo los ojos como la esplendida tierra de los muertos. Descubrí entonces que mi espalda estaba apoyada contra el muro de una casita revocada, con barrotes en la estrecha ventana, enclavada en el prado. La hierba, prensada como una melena, como una cabellera, se retorcía con dulzura contra la piedra, y había, entre la pared quemada por el sol, hierba en desorden y una ventana abandonada, un secreto tal que me sentía conmovido hasta las lágrimas. El pasado y el porvenir de la naturaleza se resumían en la pared lisa de la casita, de modo que bastaba agrandarla o reducirla en el tiempo para obtener la naturaleza íntegra, con su felicidad y su muerte. Sólo entonces me di cuenta de que la casita, empotrada en la pared, formaba parte de un cementerio. A la sombra del campanario blanco, por la puerta carcomida, quise ir al cementerio. El cementerio era una terraza dispuesta por debajo de la terraza natural del pueblo, terraza de gran sol, con su pequeño muro que parecía sobre el abismo y, enfrente, y más alto, y al cielo, ¡los endiablados dientes de la Disgrazia! ¡Si hubiera podido pasar mi vida en la más clara de las casitas! Pero este cementerio… yo estaba asombrado de no ver tumbas. Al contrario de otros cementerios tan italianos del valle, éste estaba hecho sólo de hierba, de una hierba que carecía de elevaciones. Sin embargo, al avanzar, mi pie tropezó con una placa de hierro inclinada que portaba un número. De gran humildad eran las tumbas en Sogno, e imaginaba el registro, conservado en la iglesia, frente al cual estaban consignados los nombres y las historias. La placa con la que tropecé era la número 37 —la cifra del hombre, la cifra de la mujer—. Y me perdía en conjeturas pero “seguía” el tallo que, de esta pobre placa oxidada, debía descender directo al corazón del despojado, hombre o mujer.
Estaba completamente pasmado y, cuando salí del cementerio, repetía la cifra 37. Con la punta de la navaja inscribí sobre el muro mi nombre, LÉONIDE, con el fin de que, portándolo, eternizara un minuto solemne. Después trepé al muro y me encontré en la grande pradera fuera del pueblo. Era un paisaje pintado, un verdadero cuadro a mediodía, esas cercas de piedra grises, el verde salpicado de flores, y esas nubes resplandecientes al fondo. Tenía un gran sentimiento de culpa. Caminaba, me parecía, con la cabeza gacha. También tenía calor. Recibía sobre el rostro un soplo caluroso y tierno, como la emanación de la carne. Miraba “el borde”, allá donde el pueblo se perdía a lo alto, a donde llegaría en dos o tres cuartos de hora y de donde debería regresar. En efecto, el viento estaba tan perfumado como la carne, insistente; tenía asimismo el color dulzón de mi abandono.
Pero ¿cómo hablaba yo de abandono? Justo en ese momento, sí, se produjo el brillante fenómeno, y sólo más tarde me daría cuenta de que la idea de abandono y la aparición se habían presentado inmediatamente. Primero vi la sombrilla, como globo cambiante, un poco amarilla y un poco rosa. Percibí la mancha sobre el terciopelo irisado y melancólico de los prados. De repente temblaba de pies a cabeza. Después de un tiempo de dudas, la forma pareció despejarse de la materia del paisaje y habitarlo: una dama vestida de muselina clara, cabeza desnuda, que revelaba su arrastre al caminar. Unos largos guantes apretaban la piel de sus brazos. El vestido era abundante como una nube. Las extremidades y el andar me parecían de una belleza griega. Al subir la cuesta, su pecho se alzaba. Había tantas partes atractivas en ella que no distinguí su rostro; o más bien, vi su rostro, pero al momento no le encontré nada de particular. Oval y tranquilo. No, lo extraordinario era eso que rebasaba su rostro; tenía una mata, un edificio de cabellos; una cabellera, a la vez llena como un nido de serpientes, espumosa y radiante como el sol, cuyo color era entre violeta, rubio y rojo apagado, por reflejos, y en conjunto de un tono indefinible, ceniciento. Esta cabellera, parecidísima al Fenómeno Futuro,* no la conocía, nunca la había visto, no pensaba que pudiera existir. La joven caminaba lentamente. Sin duda, su belleza de estatua no era más que indiferencia ante una mirada extranjera. De hecho, no debía verme; yo era demasiado pequeño para el paisaje. Era extremadamente bella, de una belleza de estatua. Y se sabía bella. Se acercaba. Iba a pasar por el sendero en el que me encontraba.
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