(Fragmento)
1. Cada cosa es Babel (1966) es un tour de force en el contexto de la poesía mexicana del siglo xx. Lo es por su implicación autorreflexiva en un ámbito donde esa visión de la poesía es poco usual. Muerte sin fin de José Gorostiza había sido, en un sentido diacrónico, la gran tentativa de una obra autorreflexiva en el devenir de la poesía contemporánea escrita en México. Esa tentativa de poema total en cuanto a su concepción de indagar en profundidad sobre la esencia de lo poético es la gran referencia, el gran modelo implantado en el cuerpo de la poesía mexicana. Lo es también para Lizalde. La tercera sección de la primera parte del poema de Lizalde abre con esta cita del poema de Gorostiza:
La forma en sí que está en el duro vaso
…tenedlo ahí, sobre la mesa,
inútil,
epigrama de espuma que se espiga. (sic)
Cada cosa es Babel es una prueba de esfuerzo para el corazón poético. No todo poema resiste la prueba de su desencarnación. “Desencarnación” aquí significa tematizar la construcción del poema, señalarlo como acto que se cumple en el momento en que se está cumpliendo. Se trata de un ejercicio de extrañamiento del poeta ante su acto creativo. En una palabra, “desencarnación” significa desenmascaramiento, quitarle al poema su velo aurático, mostrarlo en su densidad fabril, de cosa que se hace. Es un doble acto reflexivo: un acto de distancia para ver el poema como cosa que se está haciendo —el “gerundio de la cosa”—, y tomar nota del proceso que ocurre mientras ocurre. Lo singular de este gesto creativo, el de atrapar el presente creativo —metacreativo hay que decir— es que al llevarlo a la práctica el poeta se vuelve el doble de sí mismo: se ve, en otras palabras, escribir. Y la tarea de escribir se vuelve una tarea de dos escrituras: la propiamente creativa, el escribir, y la propiamente crítica: describir el escribir. Aunque no con la voluntad explícita en Cada cosa es Babel, puede decirse que en la concepción poética general de Lizalde la conciencia “extrañada” ante el poema es un rasgo dominante y determinante. En el agudo texto Autobiografía de un fracaso, asunción autocrítica de su pasaje por el “poeticismo”, Lizalde daba como una de las razones fundantes de su búsqueda poética en aquel momento el desentrañar el mecanismo creativo de los grandes maestros. Vale la cita completa del fragmento: “La parte más interesante, en despectivos términos históricos, de la inocente teleología poeticista era, creo hoy, la relacionada con el mencionado método de análisis, suscitación y producción de imágenes inéditas y trabajadas, que obligaban a resistir las soluciones elementales de la expresión poética y, también, a entender, descubrir, disecar, desbastar los procedimientos de construcción lingüística y conceptual que daban sustento a la belleza impar de un texto de Blake, uno de san Juan de la Cruz, otro de Shakespeare.”[1] Ironía aparte —aparte pero en un aparte central, ya que la ironía constituye un recurso retórico siempre activo en la poesía de Lizalde—, la estrategia de la concepción poética manejada desde entonces no es nada ingenua ni mucho menos superflua si se la aplica a la propia poesía con el rigor operado en Cada cosa es Babel. La operación crítica no es, contrariamente a lo que suele subrayar una reiterada interpretación superficialmente romántica —tomado el calificativo en un sentido de “inocencia”, “originalidad”, “espontaneidad”—, el opuesto de la creación. Puede ser el resultado de una práctica complementaria, el polo que le es constitutivo por atracción “otra”. En grandes poetas de la modernidad lo ha sido. En Lizalde también lo es. Pero la crítica es, más que puesta en crisis, revelación de un estado crítico del lenguaje, no el desvelamiento de su misterio, su destrucción racionalizada o una forma del abaratamiento explicativo. Más radicalmente, dice De Man: “El poema no es ritual, misterio ni oración, sino un texto que ha de ser interpretado y que pide una solución al lector, como todo enigma.”[2] La distinción que plantea De Man es pertinente. La crítica, en la poesía escrita en la modernidad, es un lenguaje de acoplamiento. Así se percibe en la poesía que abre su construcción a ese otro lenguaje que parecería que lo necesita como figura de contraste. Sólo que es el lenguaje del poema, su parte crítica, la encargada de no desvelar el misterio y de aclarar el enigma. Ya no un “afuera” representado por otro, el lector en posición crítica y no de goce textual. Si se resuelve el enigma es desde un “adentro” del poema. Esto supone otorgarle a la parte crítica del poema un lugar de otredad que se descubre en la coexistencia con el lenguaje poético y no otorgarle a ese lenguaje la mera participación en un ejercicio de desdoblamiento. Más que una unidad desdoblada, son dos escrituras operadas por una misma mano. Y esa mano es siempre una mano “poética”. Ése es el juego que se advierte en Cada cosa es Babel: la escritura crítica del poema no interfiere con la escritura propiamente poética: más que serle ajena, le co-responde, la acompaña pero no la dobla. El lenguaje racional puede coexistir con el lenguaje poético en un plano de equidad. No hay —para repetir a Haroldo de Campos— exclusividad de los lenguajes. Y si ninguno es el lenguaje “debido” al poema, no hay por lo tanto ajeneidad. Importa señalar que en la poesía moderna esta coexistencia lingüística surge de una necesidad, de una necesidad de legitimación de la escritura poética como escritura todavía viable en una época —la moderna— que desconfía de esa viabilidad como propuesta vigente. Dicho de otro modo, el lenguaje poético encuentra la necesidad de justificarse en una época que lo arrincona a una posición de “mismidad”, de igualdad consigo mismo, de exclusividad. La autorreflexividad integrada al poema rompe esa exclusividad, abre el lenguaje poético hacia otras derivas lingüísticas posibles. Pero primero, antes de abandonar el núcleo de su exclusividad, el lenguaje poético parece “volverse sobre sí mismo”, sobre sus ingredientes desde siempre constitutivos. La poesía, el poema, la palabra, lo que la palabra nombra o dice —“cosa” para Lizalde, quien entra en el dominio de lo ente con una rara solvencia filosófica— son los temas a investigar con las herramientas prestadas por el mito, la filosofía, la historia de la poesía, y, en no menor grado de importancia, el sentido común, no sólo del pensamiento sino también del lenguaje que se habla. El lenguaje poético y lo que lo organiza —palabra, cosa, retórica, figuras de dicción— son materiales de acecho.
No es de extrañar que luego del acápite de Muerte sin fin ya citado como apertura de la tercera sección de la primera parte del poema, la “cosa” elegida para ejemplificar el “nombramiento” poético sea un ciervo:
Para nombrar un ciervo
hay que tener mejores músculos que el ciervo.
El ciervo es ejemplar figura de la caza. Y la caza, precisamente, es el acto de perseguir y apoderarse de una presa. El motivo de esa presa puede ser Dios —en el memorable verso de san Juan: “Y le di a la caza alcance”— y puede también ser la palabra. La acción aquí remite como metáfora al verdadero dar poético que es, con justeza, dar con la palabra en su doble significación de “encontrar” la palabra justa, y, con la palabra, ejercer la dádiva. Esa dádiva ejercida —nombrar— tiene una peculiaridad: la de otorgarse, para cumplirse cabalmente, una atribución superior a lo que nombra. El verso citado se propone como la definición de una poética, o, más simplemente, la razón de ser del acto poético. Se trata de una humildad: el mundo es superior en su manifestación al acto poético. Para darlo, para ofrecerlo, hay que estar por encima de lo que se da por la conciencia de la superioridad en valor de lo dado. El poeta debe ponerse en posición de un demiurgo a riesgo de “perder” en la batalla con el mundo que representa su oficio de nombrarlo. Subyace al texto, todavía, la concepción adánica del poeta como primer nombrador. Un primer nombrador paradójico ya que “finge” serlo con la conciencia de que no lo es. Ese “saber” impregna Cada cosa es Babel y toda la poesía de Lizalde: el saber que la poesía es una “segunda verdad” respecto del mundo. Toda la operación poética entra en crisis al ser desmitificada en su voluntad de práctica original —el mundo ya fue nombrado innumerables veces; la referencia al nombrar, sin embargo, remite siempre al primer nombrar o al primer nombrador: es con el origen del nombrar al careo—, en su voluntad inventiva, o sea, creativa.
¿Qué es el señalamiento de la “fracasada” empresa del nombrar que Lizalde insiste en recalcar sino la búsqueda de un acto que haga imposible justicia a las cosas? Todas las cosas del mundo están ahí para ser dichas y, al mismo tiempo, para ser calladas. El oficio poético pasa por esa disyuntiva cuya primacía es activa. El silencio le va a la zaga. Pero no hay “decir” “sin decir”, no hay silencio que no hable. El problema, todo el problema entre ambos actos —hablar, callar poéticos—, es la mediación, el establecimiento de un acuerdo, la formulación de un equilibrio que permita ver que no se ha cometido un acto irreparable. La metáfora —que Lizalde aprende a manejar con los poetas del Siglo de Oro español— es una cobertura frecuente en la mayoría poética. El simple acto metafórico puede salvar lo que el nombrar directo pierde. El poder de la metáfora en el poema es legitimante de por sí. Aunque resulte una metáfora fallida, la operación que conlleva —situar lo dicho en otro espacio que transfigura el ámbito entero del lenguaje en juego— puede absolver la torpeza creativa. Tótem poético, la metáfora juega el juego de encubrir. Desvelado el juego queda poco o nada. Hay una ira sofocada de Lizalde al comprobar la ineficacia del nombrar como motivo recurrente en la tradición poética, el resto desolado de la empresa poética que, al ser descubierto, da lugar a una piadosa —de parte de las cosas mal nombradas— contestación:
Nombres para despojos que la luz
omite en sus paseos
Obstáculos,
herrumbre
que la lengua secreta en su dicción,
bordea y esconde con su
espuma.
La pregunta anterior por el señalamiento se contesta así: equivocarse en el nombrar es reestabilizar el mundo.
[1] Eduardo Lizaldo, Autobiografía de un fracaso, en Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-1991), FCE, México, 1995, p. 28. Todas las citas de la obra de Lizalde están tomadas de esa edición.
[2] Paul de Man, Escritos críticos, Visor, Madrid, 1996, p. 274.
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