lunes, 14 de junio de 2010
El consuelo del melancólico
Gabriel Wolfson
Andreas Kurz, Cratilismo. De la pesadilla mimética en literatura y discurso, Ediciones de Educación y Cultura, México, 2010, 208 p.
Hace un par de años y aquí mismo, en el número 126 de Crítica, reseñé un libro muy parecido en ciertos aspectos al que ahora me ocupa. Para empezar, por las erratas: como aquél de Frank Loveland, el libro de Andreas Kurz está lleno de ellas: espacios de más, sangrías ausentes, comas sobrantes, un “enronces” por “entonces”, un “ecsritor” por “escritor”, un “derribado” por “derivado”, etc. El problema no es, desde luego, una errata aquí y otra allá, un desliz en la página diez y otro en la ciento cuarenta: el problema es un error casi en cada página, un confiarse a que editar un libro sólo consiste (y ya es mucho, claro) en el olfato para detectar un texto valioso y luego en la pesada tarea de imprimirlo (y luego en la aún más pesada labor de venderlo). Pero más bien, como en el caso de Loveland, el problema real consiste en la discrepancia, en el tremendo contraste que se abre entre un libro notable y los numerosos descuidos que lo visten. Quiero decir que sí, en efecto, habría que cuidar la puntuación, la ortografía y la tipografía de cualquier texto, pero sinceramente no me importaría que la “plataforma electoral” del candidato victorioso a gobernador viniera llena de solecismos, gazapos e insensateces.
En Cratilismo…, en cambio, sí me importa porque, como el de Loveland, se trata de un libro que no debería ni mucho menos pasar inadvertido. Ahora bien, resulta claro que cuando uno dice —y más en una reseña— algo como “no debería pasar inadvertido”, el sentido de la frase puede orientarse a dos opciones: o es una frase hueca, una fórmula de las varias con que componemos reseñas, notitas, prólogos, textos de presentación, y que en realidad no se refiere al libro sino, como por alusión, al hecho mismo de haber aceptado reseñar, prologar o presentar otro fastidioso libro, hecho que se suma a cientos o miles de otros hechos idénticos, propios y ajenos, que terminan conformando este ecosistema cultural nuestro, tan sexy; o bien la frase afirma justo aquello que dice no desear: no tanto “no debería pasar inadvertido” como “seguramente va a pasar inadvertido”. Creo, pues, que el libro de Kurz va a pasar inadvertido (porque la editorial que lo publica no tiene una sólida distribución, porque no habla de centenarios ni bicentenarios ni de “México”, porque supongo que su autor no tendrá tiempo para una gira de presentaciones por toda la república, porque suele ser el destino de lo que se escribe e imprime fuera del DF, porque si uno googlea el libro de Loveland se encontrará con una única reseña, etc.) y creo que es una lástima que eso pase. En lo que sigue intentaré argumentar por qué.
1. Como Loveland, Kurz es fundamentalmente un profesor, un académico,(1) y esto determina ciertas elecciones de su libro. Para empezar, el género: como varios académicos de nuestros días, Kurz se ha propuesto escribir un texto sobre temas literarios pero en un registro muy distinto que el que emplea regularmente en sus artículos y ponencias. Pero a diferencia de muchos de esos académicos, lo consigue. Quizás el verbo es impreciso: “conseguir” aquí implicaría una especie de reto, un objetivo más o menos técnico que el gran retórico puede alcanzar merced a ciertos giros de su lenguaje. En este caso hablaríamos más bien de “necesitar”: un día Kurz necesita divagar sobre sus intereses literarios de siempre pero en otro lugar, desde otro lugar, con otra voz o con muchas otras voces, para liberarse de ciertas rigideces, para fantasear, para jugar, y también, claro, para decir lo que verdaderamente quiere decir y en el nivel privado en que quiere decirlo, sin preocuparse de que el texto vaya a ser evaluado por el comité científico de algún congreso o de que haya que buscar las ediciones de referencia de los libros que quiera citar. Así como el poema en prosa, en sus inicios, le vino en general mejor a los poetas, que buscaban en él una vía de escape de los acentos y las cesuras, podría pensarse que el ensayo ahora funciona mejor en quienes no son ensayistas, en quienes llegan a él huyendo de otros ambientes llenos de fragancias exóticas o polvo de gis y que, por tanto, no lo asumen como un formulario para ser rellenado por el interesado: Montaigne no era ensayista ni se autoproclamaba ensayista, para el caso.
Y todo esto porque, además, Cratilismo… arranca con un “Preámbulo” dedicado, podríamos decir, al estado actual del ensayo en México. El preciso diagnóstico de Kurz señala dos rasgos dominantes en la práctica del género: el tópico —con ecos posmonietzscheanos o hippihermannhessianos— de la primacía del camino sobre la meta (el trayecto en sí es ya el destino, la gran enseñanza, etc.); y la posición ciertamente vanidosa de que “lo que importa en el ensayo son los azarosos propósitos de las pulsiones privadas, aun las gástricas” (frase de una ensayista mexicana que cita Kurz), siempre que tales pulsiones o arrebatos o caprichos vengan revestidos de “estilo”, es decir: todos somos iguales en pulsiones o arrebatos pero hay unos arrebatos menos iguales que otros, es decir: mis caprichos son dignos de leerse porque los sé aderezar con estilacho. Para rechazar tales rasgos Kurz hace irónicamente explícito el “camino” de su ensayo (vean mis digresiones pulsionales, parece decir), se pone gombrowicziano (“Si el ensayo es un archigénero, los chiles en nogada son una archicomida, y el América un archi-equipo-de-futbol”) y, sobre todo, se pone escéptico y serio: el arte de escribir bien “es un arte inalcanzable para la mayoría de nosotros. Se trata de escribir a secas, de hacerlo con corrección y dignidad y sinceridad, no de lucirse, de payasear, como yo payaseo ya a lo largo de 563 palabras” (y más adelante: “que el yo [del ensayo] no se ensanche, que no trate a los que lo escuchan como si fueran insectos”).
Que Cratilismo… se escribió, digamos, en un cubículo universitario pero durante las horas muertas o secuestradas de la jornada laboral lo prueban los usos desviados y productivos de ciertos procedimientos académicos. Cuando habla de “José Justo Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina”, Kurz precisa: “No sé si el nombre así escrito es correcto, o si se trata de un error de imprenta en mi edición de las Poliantea a cargo de la UNAM. Si es error, espero que no se corrija”, y eso porque, a partir de esta curiosa duplicación de apellido, Kurz comienza a hilvanar un nuevo capítulo en su disquisición sobre quienes, cratílicos, pudieran pensar que un apellido doble acaso corresponda a las hazañas doblemente prestigiosas de los antepasados. Lo mismo, pero más acusado, cuando Kurz confronta sus conjeturas sobre Sócrates y Cratilo con “la traducción castellana del diálogo [platónico] que yo consulto, que es la de ‘todo el mundo’, la anónima de Porrúa”: de este no poder confiarse a una edición muy poco confiable pero tener que sujetarse a ella se desprenderán las frases más incisivas sobre el texto fundador del cratilismo. Algo recuerda todo esto a lo que ocurría en otro libro también reseñado en esta revista: en Leyendo agujeros, Luis Felipe Fabre se ajustaba al hecho de que en ese tiempo era imposible conseguir los poemas de Mario Santiago Papasquiaro, pero esa carencia era de pronto la mejor base para discurrir sobre los infrarrealistas. Y algo recuerda, sobre todo, a la magnífica lectura que hizo Julio Ramos del Facundo, donde Sarmiento no aparece sólo como alguien fatalmente ubicado en una cultura llena de fisuras y anomalías, sino como quien maneja voluntaria y maliciosamente esa distinta y fascinante posibilidad cultural.
2. Algo que se desprende de este primer comentario sobre el ensayismo de Kurz y sus condiciones de posibilidad son sus “recreaciones ficticias”, sus coloquialismos y sus chistes, elementos que, me parece, mucho tienen que ver con este espacio intermedio de su enunciación: entre la academia y la literatura, también entre la tradición alemana y la mexicana, entre una y otra y otra lenguas. Uno pasa la página y de pronto ya no es Kurz quien habla sino un Fausto gachupín que, para colmo, le lee a Novalis un fragmento de la Crónica mexicana de Hernando de Alvarado; no sólo eso: después de preguntar a Novalis si su Enrique de Ofterdingen finalmente hallará la flor azul, este Fausto movedizo lo desconcierta con una referencia nada menos que a José María Arguedas. Monólogos (o diálogos) dramáticos, como los que Guillermo Sucre estudió en la poesía de Borges, pero aquí potenciados por una malicia lúdica e impúdica: la de un profesor que, una vez vacío el salón de clases, abre su cajón de disfraces y se entrega a montar en solitario una comedia beckettiana llamada “La literatura moderna”. Otras dos de estas recreaciones ficticias: Oliverio Girondo, en su cuarto, despotricando en español bien mexicano contra la muerte, y la muerte, una calaca medio muertesinfín, huyendo del cuarto de Girondo, “espantada, en pánico, asqueada, pero muy excitada; se le endurecieron los pezones”; el pequeño Arthur Rimbaud, quejándose y mascullando barbaridades, echando mano de geniales mexicanismos (“¿Por qué siempre tan sobrio Baudelaire? Aun así se peló joven”), preguntándose “¿por qué no nací sinestésico?” y rehaciendo su famoso soneto: “A ver… ¿Qué color tendrá la A jodida? ‘A jodida, E chingada, I bien erecta, O se me antoja, U como un culo grandote’. Como el culo de Paul.”
Aquí han asomado ya, por cierto, los dosificados coloquialismos de Kurz y su enorme carácter disonante: no sólo porque aparezcan, por ejemplo, en medio de otro monólogo ficticio, la sofisticada perorata del doctor Flechsig, psiquiatra del jurista Daniel Paul Schreber, sino porque rompen la ilusión del discurso: uno lee y supone, o asume más bien, que las palabras de Flechsig estarían en alemán, es decir traducidas del alemán, hasta que nos topamos con su descripción de la esposa de Schreber: “veinteañera apenas y muy ganosa”. Kurz, así, pone en acto uno de los argumentos anticratílicos que ni Sócrates ni Gómez de la Cortina, entre otros, quisieron contemplar: si no hay arbitrariedad del signo, si la lengua dice directamente el mundo e incluso lo crea, sin mediaciones, ¿qué pasa cuando nuestras disquisiciones sobre el poder mimético de las palabras se ven reducidas a cenizas o a disparates al confrontarse con las palabras y las particularidades sonoras de otras lenguas?(2)
(3. La escritura en español de Andreas Kurz: bastaría con señalar que el español no es su lengua materna y que no obstante su prosa es más precisa, dúctil y expresiva que la de muchos a quienes leemos en suplementos, revistas y desde luego libros. Y a ello podría agregarse la libertad que le da el conocer los coloquialismos, los giros populares, los usos “vulgares” —también los usos “cultos”—, conocer sus efectos pero, digamos, sin experimentarlos, sin sentir asco ni vergüenza: una especie de esqueleto connotativo ligeramente descoyuntado del cuerpo.)
4. Porque, a todo esto, ¿de qué trata el libro? Para empezar, de la torre de Babel: una vez que, por ejemplo, Franz Bopp demuestra en el siglo XIX la imposibilidad de reconstruir el pretendido lenguaje humano original, y demuestra también que el sánscrito, la lengua conocida más antigua, no es precisamente mimético, la literatura se encargará, dice Kurz, del sueño del cratilismo. Y entonces aparece uno de sus momentos paradigmáticos: el nacionalismo decimonónico. Así en el caso mexicano, en el ya referido de don Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina según lo hace hablar Kurz: “Un poeta mexicano, si lo hubiera, podría hacer surgir de la nada la nación nueva llamada México”, es decir: un poema —ya no digamos una constitución, otro artefacto lingüístico— puede construir un país e inventarle todo aquello —comida, “tradiciones”, paisaje, etc.— que luego llamaremos nuestra cultura, nuestra identidad: somos lo que el poema dice que somos, o mejor aún: somos porque el poema ha dicho que somos: si don Andrés Bello habla de plátanos y magueyes no es sólo por levantar un registro de la flora americana, sino porque América es eso: plátanos y magueyes.(3)
En Cratilismo… esta reflexión, así como los capítulos sobre Rimbaud, Novalis, Bernardo Couto o Franz Grillparzer, sostienen el que me parece su asunto central: la posibilidad de que la llamada Teoría (Althusser, Lacan, Foucault, Adorno, ahora Žižek, etc.) represente la más reciente encarnación del cratilismo: “El cratilismo experimenta una transformación más, muy probablemente no la última. Su portador ya no son las letras o los sonidos, ni tampoco los rasgos fisiológicos de nuestro aparato lingüístico, ni siquiera el texto como entidad tangible. El discurso intelectual —abstracto, multifacético y heterogéneo en sus manifestaciones divergentes— se adjudica la función mimética que —sin exageración— crea ya no realidades específicas y limitadas a entornos individuales, sino mundos enteros”. Como origen de esta deriva Kurz sugiere el “sentimiento de superioridad” de algunos de los grandes filólogos de entre siglos, quienes prepararon el terreno —abonado por grandes académicos del XX, como Hinterhäuser— para que este discurso encantador, interdisciplinario (ahora incluso por decreto gubernamental), la Teoría, que se propone no como una humilde contribución a la elucidación de un pequeño hecho concreto sino como explicación suficiente del mundo en general gracias a su alta dosis de creatividad (es decir, de literatura), termine produciendo “la realidad siguiendo el mismo mecanismo que [Edward] Said había descrito para la invención de Oriente”.
Sobra decir que el libro de Kurz no es un panfleto antiteórico, el trasnochado rechazo positivista a todo aquello no susceptible de verificación ni guardado bajo las siete llaves de la clasificación disciplinar. Para empezar, porque sus prevenciones o matices se dirigen no sólo a la Teoría sino a la frecuencia con que se olvida el componente lúdico que la conforma y, sobre todo, a la frecuencia con que se la convierte en una interpretación general del mundo: Kurz se muestra más cauteloso que categórico, cuidadoso de que sus propios argumentos sobre la Teoría no terminen convirtiéndose en un nuevo fragmento cratílico y encantador, pero igualmente puntilloso en el difícil intento de desmontar este paradigma que nos rodea casi como el aire. En algo recuerda al Jorge Cuesta que en los años treinta daba dos pasos a un lado y hallaba en el marxismo no una ciencia ni una metodología sino una fe.
Pero sobre todo, porque el eje subterráneo que atraviesa el libro no es el de una crítica a todo cratilismo posible. Desde el inicio, Kurz defiende “la creencia en la mímesis literaria”, pero entendida efectivamente como creencia, como algo asumido tras el desengaño operado por Saussure y sus descendientes: primero ha de perderse la inocencia para entonces poder confiar en aquello que, ya se sabe, no es más que humo: sólo en el descreído es posible la creencia, o más bien: el empeño en creer. Así, uno de los motivos centrales de Cratilismo… es la vanidad, que, como vimos, asomaba en las primeras reflexiones sobre el género ensayístico y que reaparece en varios episodios, por ejemplo con los románticos sucesores de Hamann, quienes confundieron justamente el empeño en la creencia con la ilusión de hallarse en medio ya no de la creencia sino de la realidad, utopía que, para Kurz, constituye “el engaño más desastroso de la historia literaria que nos legó los conceptos peligrosos, y mil veces abusados, de la genialidad y la originalidad”; por ejemplo también con Hugo von Hofmannsthal, quien, según se expone en el libro, tiró el anzuelo de su “Carta de Lord Chandos” para disimular su verdadera condición de filólogo, de privilegiado dueño del idioma. Podría decirse entonces que lo que está en juego no es la vanidad sino el poder, ese deseo de imponer una visión del mundo y de sentirse autorizado a ello y merecedor de recompensas por ello, que a menudo ha venido asociado al cratilismo. Lo cual nos lleva de vuelta a aquel empeño en la creencia, y a un episodio justo a la mitad del libro y que le da al volumen su tonalidad secreta pero esencial, la de una profunda melancolía: el relato “El pobre juglar”, de Grillparzer, donde una música de violín resulta atroz y desagradable para quienes la escuchan pero una música celestial, la música absoluta para quien toca el instrumento. Primera conclusión: “sí hay un lenguaje creador, y sí hay los que lo hablan, pero nadie lo entiende”.(4) Segunda conclusión: que esa música —o ese poema, esa novela— sea percibida como un balbuceo, tonadas ilegibles de un desquiciado, conduce inevitablemente al aislamiento social de quien la emite. Última conclusión: como el Quijote —y agrego, como ese hermano perfecto del personaje de Grillparzer que es “El vagabundo” de Torri—, el juglar acaso se da cuenta de que su percepción cratílica es una insensatez, pero “la prefiere a la mentira y a la intriga políticamente exitosas”. Que esto lo aparte de la generalidad, que lo señale como uno entre unos cuantos seres diferentes no debe confundirnos, a estas alturas de Cratilismo…, con la diferencia deseada, promovida y arrancada a mordiscos de los genios vanidosos y reconocidos hasta en los aeropuertos. Pero para no terminar mi reseña con una frase tan simplona como esta última, dejo la palabra a Kurz, unas frases que bajan magistralmente el telón: “La literatura en Grillparzer, como también en Cervantes, toma la función de la orgía. A través de ella el lector se puede emborrachar con la muerte y perderle el miedo. La literatura, esta literatura, se vuelve melancólica porque insiste en una forma de ser que necesariamente es atemporal, al margen de cualquier entorno histórico y social. Precisamente la conciencia de la a-temporalidad y de ser diferente, de haberse decidido por un camino evolutivo no exitoso, posibilita el baile hacia la muerte, la orgía que pretende borrar la dolorosa —por lo menos así nos la imaginamos— cesura entre el aquí y ahora, y el allá sin tiempo. Entonces la melancolía no es triste, sino vital y consoladora.”
(1) Y aquí, por cierto, otra de las razones por las que creo que su libro pasará inadvertido: con excepciones, en México parece cada vez más clara la división entre crítica académica y crítica periodística. De ahí que una posición atractiva y quizá necesaria en su origen —la de burlarse, desde la literatura, de todo lo académico, de lo acartonado, insulso, anticuado, pedante y geométrico de todo lo académico— ahora empiece a volverse un gran lugar común, una especie de signo de pureza, de pedigrí artístico que facilita la vida. Es cierto que desde la academia suele proyectarse también una mirada displicente hacia escritores o periodistas que, digamos, no estén muertos. De ahí que unos y otros en general se reseñen y comenten sólo a sí mismos, en sus propios y exclusivos espacios, puesto que además son muy distintos sus objetivos (el SNI y el SNCA, por decir algo). Lo curioso es que cada vez hay más escritores que a la vez son académicos. Pero esto merecería un comentario aparte.
(2) Aquí me gustaría glosar un pasaje del mismo soliloquio del doctor Flechsig si no fuera por el riesgo de que la glosa resulte tediosa, y más larga que el propio pasaje: aquel donde Flechsig recuerda haber remitido a Schreber con un colega, a la clínica Sonnenstein, y de inmediato asocia este nombre alemán con su equivalente español, título de uno de los más famosos poemas mexicanos del siglo XX.
(3) Lo mejor del caso es que Bello no habla de plátanos y magueyes, sino de bananos y agaves: ¿es que desde entonces ya se adivinaba la problemática relación de México con el Mercosur?
(4) Aquí añado un eco mexicano a un libro que ya tiene muchos, por lo que no sobrará: “Su vocación es soberana: compone música en un mundo de sordos”, pequeño epigrama de Díaz Dufoo.
Lectura íntima de Gabriel García Márquez
(Fragmento)
Gerald Martin, Gabriel García Márquez: una vida, Debate, España, 2009, 768 p.
Hay cuatro certezas que el libro de Gerald Martin ha contribuido a reafirmar en mí: que Dios, si existe, debe ser mujer; que sólo los grandes mentirosos pueden ser buenos novelistas; que lo único que puede salvar al hombre de la miseria metafísica es la imaginación y que el gran arte sólo es posible en los países azotados por la desventura. Al presentar la biografía de Gabriel García Márquez en Bogotá, Gonzalo Mallarino, uno de los primeros amigos que Gabo tuvo en Bogotá, dijo que la vida de este autor es una mentira fantástica y maravillosa.
Efectivamente, desde que comencé a leer la novela de Martin no pude parar: llevaba el gordo libro a mi estudio de arriba y mi estudio de abajo, al baño, el jardín, el comedor y la cocina, lo llevé al hotel en Lechuguillas donde pasé con mi familia unos días espléndidos… Fue tanta la obsesión por ese libro que cuando le pregunté a mi esposa, “¿Te leo?”, ella respondió: “Ya deja esa manía, parece que estás enamorado de GM.” Ciertamente, lo asumo: si ha habido una obsesión notable y hasta censurable en mi existencia es GM, su obra y su vida, tanto así que leí Cien años de soledad de principio a fin acostado en una pensión de Cali y que mi primera novela fue acusada con justa razón de tener una fuerte influencia de las artimañas del rey de Aracataca y se llegó a hablar de plagio —cosa que el mismo GM desmintió públicamente (yo le había regalado mi primera novela con una dedicatoria que decía así: “Para Gabriel García, a quien pienso matar… literariamente”: año 1976, local de la revista Alternativa, Bogotá).
La de Martin es una biografía chismosa, como deben ser las biografías (no es una típica y aburrida biografía inglesa, sino una biografía muy caribeña, de negra con balcón): no sólo está basada en hechos comprobables sino en versiones y chismes de los testigos de esta vida que ya es tan pública que en realidad uno parece estar leyendo algo que ya sabía, como sabe las noticias de las estrellas de la farándula…lo que es paradójico, pues GM se ostenta tímido cuando en realidad es desparpajado, absolutamente seguro de sí mismo, fanfarrón, petulante, lo que no se le perdonaba en sus primeros años y ahora, que es más famoso que el papa y la Coca-Cola, se le celebra. Entonces tenía razón: aquel tipo de baja estatura, desaliñado, flaco, vestido de colorines, bigotón, que se atrevió a desafiar el protocolo de los reyes de Suecia, en verdad iba a ser lo que prometió desde chiquito: el mejor escritor del mundo. Gabo nació famoso y morirá famoso. Ése parece ser su destino, no sé si aciago o venturoso. Tomás Eloy Martínez registró esta frase que le escuchó a GGM: “Yo era famoso ya cuando me recibí de bachiller en el colegio de Zipaquirá, o antes todavía, en Barranquilla. Fui famoso siempre, desde que nací. Pasa que yo era el único que lo sabía.”
Martin es un biógrafo crédulo o fingidamente crédulo, pero inteligente, lo que lo hace de él y de su personaje tan atractivos como los personajes de Faulkner. Eso de pensar que la mamá Grande es en el fondo una crítica a una Colombia incapaz de cambiar , “una furiosa reacción de García Márquez ante la situación nacional”, es bastante divertido pero incorrecto desde el punto de vista epistemológico: la esencia de este relato es una bella retórica, palabras, encanto, cuento de hadas: GM ha explotado la realidad para crear una fábula, lo que es coherente con su vida. García Márquez nunca ha querido dictarnos cátedra: lo suyo es contarnos cuentos que nos ayuden a conciliar el sueño. GM no ha querido explicar el mundo sino explotarlo para alegrarnos la vida con sus fábulas y embelecos. Esto lo dije hace muchos años y lo sostengo: GM es un escritor de cuentos de hadas. (Esta idea la expresa Gerald Martin hacia el final de su libro: no sé si porque llegó a la misma conclusión que yo expresé en un artículo en 1983 o porque leyó mi texto y se apropió de mi concepto.)
Hasta llegar a la página 311, en la nota de pie de página, me enteré de que Martin no había incluido mi nombre en sus agradecimientos en el prólogo para llenar páginas, sino porque en verdad tuvo una entrevista conmigo. En efecto, en 1993 estuve en la Universidad de Pittsburgh, donde dicté una conferencia sobre un tema diametralmente opuesto al que había ofrecido. En esos tiempos Martin era profesor en esa universidad y yo un escritor que tenía éxito entre dos o tres académicos norteamericanos desorientados. El caso es que mi memoria no registraba ese encuentro. Sólo cuando leí la nota de pie de página comprendí por qué su cara de inglés agringado me era tan familiar
Inevitablemente me veo metido en este mundo de GGM cuando me encuentro en el libro con el nombre de Germán Vargas, uno de los siete sabios de Cien años de soledad (a quien conocí cuando fui jurado del concurso Jorge Isaacs de Novela en Cali y quien me explicó que lo que yo estaba usando como cenicero ante las señoras organizadoras del concurso no era tal, sino un recipiente para mariscos. Germán Vargas fue el primero en recibir el manuscrito completo de Cien años años de soledad y el primer periodista en escribir en Colombia sobre mi primera novela, Breve historia de todas las cosas). Cómo no sentirme aludido por el libro de Martin si me encuentro con el nombre de José Donoso (miembro del jurado del mismo concurso, quien me habló con superioridad de Gabo, me reveló sus íntimos gustos por los mozalbetes (gustos de José, no de GGM, que sin duda debe preferir las mozalbetas, a juzgar por la cándida Eréndira, América Vicuña, las putas tristes y otras infantas de buen ver) y me reprochó (Donoso) mis aires de donjuán (no olvido que a Donoso le subió la presión en una multitudinaria rueda de prensa y se atrevió a ironizar diciendo: “Parece que voy a cumplir mi sueño de morir ante veinte cámaras de televisión y frente a un público ferviente”). Me encuentro en el libro con Carmen Balcells, quien me ha representado tres veces y en las tres hemos terminado separándonos, más por mi ansiedad de ver mis libros publicados que por su voluntad (lo que me parece providencial: si Balcells me hubiera seguido representando no dudo que habría escrito mucho menos y de menor calidad y ahora, a mis 61 años, en lugar de ser un sano deportista sería un anciano cacreco con todos los reumatismos y resabios del mundo).
Martin llama la atención en el libro sobre el vuelco de la actitud de GGM ante la fama: en la primera etapa de su vida, antes de la eclosión de Cien años de soledad, la buscó casi con desesperación; una vez que la alcanzó, huyó de ella al punto de no aceptar entrevistas. Esto es lo que mi mujer llama “el síndrome de la minifalda”. Las mujeres se la ponen y sin embargo se molestan porque les miran las piernas.
El libro es despiadadamente indiscreto: denuncia que GGM es una especie de garañón y que Mercedes es permisiva hasta el extremo; que GGM y su esposa abandonaban muchas veces a sus hijos para dedicarse a viajar y a vivir los deleites de la gloria; muestra a un GGM tan obsecuente ante el poder, que se pasa meses enteros esperando una palabra de Fidel; afirma que GGM ha solapado a los presidentes de México incluso en asuntos tan graves como la matanza de Tlatelolco y que tiene una particular inclinación a codearse con los poderosos de la Tierra. Y sin embargo, más que juzgarlo o condenarlo, Martin simpatiza con su actitud. Hay con frecuencia alusiones al carácter mestizo de GGM, como si esto fuera un defecto. Hay una ligerísima veta de racismo en el libro de Martin que es difícil soslayar.
No es estrictamente una biografía. Va más allá: entra en cada libro de GGM no sólo buscando los orígenes vivenciales de las anécdotas sino tratando de entender sus motivaciones políticas, su estructura, su relación con las obras anteriores, mostrando con ello que la obra biográfica es el resultado de una vida entera de dedicación a un tema y no simplemente un trabajo académico que persigue prestigio efímero. Simpatiza con su biografiado, al punto de justificar, en aras del arte, algunas zonas oscuras: saca a la luz asuntos que sin duda molestarán a GGM y a Mercedes, como es el del aborto que sufrió Tachia —mujer de Gabo en Europa—, motivado en cierta forma por la irresponsabilidad de GGM; por una parte muestra a una Mercedes poco interesada en asuntos intelectuales y más adicta a las compras y las banalidades y, por otra, la muestra como una matrona de mano férrea, una administradora eficiente y una auténtica madre telúrica tanto para su marido como para sus hijos.
Martin hizo con GM lo que ningún autor —a excepción de GM, supongo— quiere que sus biógrafos y críticos hagan: a partir de sus libros, sus declaraciones y estudios de otros académicos y periodistas, descubrió las más ocultas debilidades del autor: la fobia a su padre, su debilidad por las mujeres, particularmente las demasiado jóvenes, su sentimiento de superioridad (petulancia, arrogancia… repiten una y otra vez sus fuentes), su timidez, su desfachatez y su ansia descarada de fama —en la primera etapa, cuando era pobre y sometía a su familia a los rigores de una vida de artista y bohemio—, su dependencia casi infantil de mujeres que han ejercido sobre él autoridad soberana (su madre Tranquilina, Carmen Balcells, su representante; también Tachia y Mercedes Barcha —esposa, sargenta, autoridad ejecutiva, mujer de poder… sin embargo condescendiente y dispuesta a sobrellevar todo para mantener viva la llama del artista e integrada a la familia—). Martin pinta en GGM un carácter infantil, caprichoso, obstinado, dispuesto a salirse siempre con la suya —rasgo éste muy notable que GGM quiso hacer notar en Vivir para contarla, primer tomo autobiográfico en el que Gabito niño es el protegido de todo el mundo, el ungido, el elegido.
jueves, 10 de junio de 2010
Ver y no ver lo fantástico
Fernando de León
Alberto Chimal, La ciudad imaginada y otras historias, Libros Magenta, México, 2009, 88 p.
Es inquietante la relación que los argumentos fantásticos tienen con la vista: lo maravilloso, lo grotesco y lo increíble pasan casi siempre por la vista, pero atraviesan, van más allá de este sentido y se hospedan en alguna abstracta habitación de nuestra intrincada memoria. La palabra imaginación alude primordialmente a imágenes, pero no es la vista la que rige lo fantástico; por el contrario: la vista, como los demás sentidos, sucumben ante lo que tachamos de ficticio y de súbito se nos presenta. El nuevo libro de cuentos de Alberto Chimal, La ciudad imaginada y otras historias, aporta luces al esclarecimiento de esta oscura relación.
Por principio, y sin pasar por alto que el libro La ciudad imaginada y otras historias ha sido publicado como parte de una colección del sello editorial Libros Magenta, intitulada Narradores de la Ciudad, estamos ante un volumen de cuentos que invoca a la ciudad de una manera muy personal. La ciudad es aludida en distintas gradaciones. Nunca es una ciudad en particular y siempre es un sitio en el que suceden cosas fantásticas; nunca es un mero escenario y siempre es un personaje ineludible: puede ser La Ciudad Prohibida, una estación lunar o la radiografía urbana de nuestras más cotidianas rutinas. Una ciudad así es un sitio mental, algo más que un lugar: es un momento, pero no cualquier momento sino el instante de la creación en el cual todavía es posible desarticular lo creado.
La informática nos ha obsequiado, entre muchas otras perspectivas, una forma de concebir la realidad por capas superpuestas. La no lejana idea de las dimensiones está presente, pero Alberto Chimal, en ese primer cuento que da parcialmente nombre al volumen, nos pide y nos ayuda a pensar en la ciudad como una serie de superposiciones sobre un todo tridimensional que es la realidad. Entonces es posible no ver lo que comúnmente entendemos por ciudad, pero que sólo es su exoesqueleto, y dejar en evidencia la carne que somos sus habitantes, conservando todavía el ya invisible orden del concreto. Esta imagen fantástica no es gratuita: sirve al cuento para demostrar algo que no debemos olvidar, cuyo descubrimiento reservo al lector, y sirve al libro pues en esa deconstrucción surge lo que Cortázar llamó “el sentimiento de lo fantástico”: la sensación de que algo irreal, pero igual de importante para nosotros como lo real, irrumpe en nuestra percepción del mundo. Es decir: para ver lo fantástico tenemos que dejar de ver lo ordinario.
Ver y no ver son, en este libro de cuentos, los detonadores de lo fantástico: el barco que surca un mar diminuto en una pequeña mesa que sólo puede ver la niña Raquel, en el cuento “Mesa con mar”, podría ser un delirio si no fuera porque el mínimo marinero, que timonea la embarcación, ve a la niña agigantada y la desdeña como cualquier adulto. Los fragmentos que componen el texto “Siete de sirenas” son enfoques sobre un ser imaginario que debió o debería dejarse ver. Otros cuentos de La ciudad imaginada dan la impresión de ser ventanas abiertas a historias cuya complejidad no vemos totalmente y apenas advertimos, como en “De la arquitectura lunar” o “Variación sobre un tema de Coleridge”. En el estupendo cuento “Mogo”, el acto de ver y no ver se complica y perfecciona, pues para su protagonista no ver también significa no ser visto y en ese umbral fantástico de oscuridad se le abre una puerta a otra realidad más hostil en la que es muy fácil perderse. Lo fantástico maravilla por ser único, pero también horroriza por ser irreversible.
Finalmente, en el cuento “La partida“, una madre que no acepta dejar de ver a su hijo recién muerto, atrae sobre ellos una maldición terrible: la de la persistencia en el mundo. Chimal lleva un paso más lejos la idea que plantea Poe en “El extraño caso del señor Valdemar” en este breve y siniestro cuento.
Precisamente es la palabra “siniestro” la que define la naturaleza fantástica de este libro. Para Freud lo siniestro era aquello que no logramos ver en lo que nos resulta familiar y sin embargo está ahí. Cada uno de estos cuentos esconde algo siniestro y esta suerte de elegante maldición convierte a su autor en un notable heredero del cuento moderno tal como Chejov lo inaugura. Mucho se ha dicho de que el cuento desempeña con tensión impresionante dos historias, una que es visible y otra que es oculta y, como tal, siniestra: mediante lo visible llegamos a lo invisible. Chimal no sólo ejecuta con delicia esa elemental regla, sino que suele dotarla de un aire clásico, antiquísimo: cuentos que podemos leer como radiantes minificciones en las que lo fantástico aterriza en problemáticas cotidianas, tal es el caso de “Génesis 1:4” y “El equipo celeste“. Cuentos en los que, por el contrario, la cotidianidad es la que propulsa disertaciones fantásticas, como sucede en “La Balanza”, donde el lector encontrará un panorama rico en paradojas narrativas y juegos sutiles: un fragmento que es en sí la totalidad, un texto antiguo que acaba de ser escrito, en el que pareciera haber una parábola y una enseñanza pero lo que hay, en realidad, es una ilusión y una esperanza.
En más de una ocasión Alberto Chimal ha manifestado su interés por que en cada uno de sus libros de cuentos los textos que lo compongan consigan una suerte de diálogo entre ellos. Ese diálogo entre cuentos no sólo sucede en este nuevo libro de una manera inteligente; sus cuentos hablan con los cuentos de sus libros anteriores, especialmente con Éstos son los días (2004) y con los cuentos sueltos de Horacio Kustos que circulan ora como plaquetas, ora como argumentos para cómic. A saber: el hombre que recibe la llamada de su doble en el reciente cuento “Variación sobre un tema de Coleridge” es acaso el mismo escritor acosado por sus creaturas no escritas en el cuento “Los personajes” de Éstos son los días, pues el humor y la ironía son de la misma pluma; o bien las arquitecturas fantásticas que cimientan este nuevo libro tienen correspondencia estrecha con las imaginadas por su personaje recurrente: Kustos.
No exagero al afirmar que, con La ciudad imaginada y otras historias, Alberto Chimal agrega una pieza fundamental a su obra cuentística que, reunida, pertenece ya a una estirpe incomparable en la que se encuentran libros unidos por el extrañamiento y por la belleza como Las ciudades invisibles de Italo Calvino, Historias de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar, o Confabulario de Juan José Arreola. Así de entrañable y perturbador. Lo que Alberto Chimal está construyendo es una ciudad que después de haberla visitado nos acompañará siempre en dondequiera que estemos.
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